El canto de cisne

de la tradición latinoamericana

The Swan Song of the Latin American Tradition

Guido Herzovich

Conicet / Universidad de Buenos Aires, Argentina

guidoherzovich@gmail.com

Resumen: En los años setenta, la crítica latinoamericanista llevó al límite la tensión entre dos objetivos aparentemente contradictorios: desglosar la heterogeneidad cultural del continente y, al mismo tiempo, reafirmar su unidad fundamental. Tras las dictaduras, surgió un proceso de duelo crítico por el lugar perdido de la literatura y de los intelectuales en la sociedad, marcado por una profunda ambivalencia hacia el proyecto integrador y hacia el ideal latinoamericano mismo. Este artículo sostiene que los rasgos centrales del proyecto de integración cultural latinoamericanista —última encarnación regional de un imaginario que podríamos denominar paradigma de la tradición— permiten establecer un contraste con el imaginario crítico actual. Este imaginario, que podríamos llamar el paradigma del archivo, ha facilitado en los últimos años una repolitización distinta de las artes y la crítica, superando así la melancolía del duelo posdictatorial.

Palabras clave: tradición, archivo, latinoamericanismo, Ángel Rama, heterogeneidad, integración.

Abstract: In the 1970’s, Latin Americanist criticism pushed to the limit the tension between two apparently contradictory objectives: to break down the cultural heterogeneity of the continent and, at the same time, to reaffirm its fundamental unity. After the dictatorships, a process of critical mourning for the lost place of literature and intellectuals in society emerged, marked by a deep ambivalence towards the integrating project and towards the Latin American ideal itself. This article argues that the central features of the Latin Americanist cultural integration project —the last regional incarnation of an imaginary that we could call the Paradigm of Tradition— allow us to establish a contrast with the current critical imaginary. This imaginary, which we could call the Archive Paradigm, has facilitated in recent years a different re-politicization of the arts and criticism, thus overcoming the melancholy of post-dictatorial mourning.

Keywords: tradition, archive, latinamericanism, Ángel Rama, heterogeneity, integration.

Recibido: 28 de febrero de 2025

Aceptado: 28 de abril de 2025

doi: 10.15174/rv.v18i36.844

América Latina ha cambiado

En 2003, cuando se cumplieron veinte años de la muerte intempestiva de Ángel Rama a los 57 años de edad, Graciela Montaldo escribió un ensayo doblemente crepuscular, donde ponía en tensión el monumento extraordinario de su obra múltiple —cuya ambición, intensidad y alcance producían vértigo entonces y creo que lo siguen produciendo hoy—, con la sospecha de que el proyecto que lo sustentaba había estallado. “Al releer a Ángel Rama una creciente sensación de distancia amenaza perturbar el homenaje”:

No distancia frente a su escritura sino ante la certeza de que el presente se organiza de modos que hace apenas veinte años no era fácil imaginar. Después de veinte o treinta años (desde aquella época en que Ángel Rama vivía y escribía) lo que llamamos ‘América Latina’ ha cambiado sus contornos varias veces, ha generado problemas nuevos y sin tradición en el curso de las últimas décadas, ha modificado sus relaciones con la historia y el futuro y han variado las relaciones de fuerza en el interior de los diferentes países (Montaldo, “Ángel” 67).

Desmembrado el proyecto de integración latinoamericana que le daba sentido, la obra de Rama había perdido unidad. Montaldo propuso entonces “un ritual profano con los restos dispersos de ese corpus”: armó un pequeño léxico de términos clave, que igual consideró “efímero”, y trabajó cada uno como un fragmento (Montaldo, “Ángel” 67). El gesto es significativo, porque si algo definía la escritura y la imaginación crítica de Rama era su capacidad de incorporar, articular y dar sentido a lo heterogéneo y a lo diverso en un incontenible torrente único.

Si hacia el 2000, la distancia era evidente con la militancia integradora de Rama, pienso que hoy estamos igual de lejos del espíritu de duelo que se lee en ese artículo de Montaldo y en otros textos de esos años. Paradigmático entre ellos es Alegorías de la derrota (2000) de Idelber Avelar, que pertenece al universo discursivo que se propone analizar: su subtítulo es La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo.

Lo que se duelaba entonces era un imaginario que hacía de la literatura un conjunto privilegiado de formas, discursos y prácticas a través de las cuales se competía por definir un proyecto colectivo de cohesión alrededor de un modelo de comunidad, anudando la discusión estética a un objetivo social y el pasado al futuro. A ese imaginario amplio, que tuvo diversas versiones, escalas y orientaciones políticas durante la época moderna, se lo podría llamar el paradigma de la tradición; el proyecto latinoamericanista de Ángel Rama podría ser su canto de cisne en América Latina. Sobrevino lo que Montaldo describió así bajo el término democratización:

[...] la deserción de la creencia en la institución cultural, aun en los que siguen haciendo ‘arte’, ‘cultura’, no puede sino mostrar cadenas interrumpidas, cortes y cortocircuitos con las viejas tradiciones culturales, en las que Rama y otros críticos de su generación sustentaron sus libros, pues el pensamiento ‘evolucionista’ y el progresismo político aún se encontraban activos y garantizaban la salida hacia un mundo mejor. Pero las dictaduras, la instauración de un autoritarismo brutal y homicida, acaban con un modelo de nación, de modernidad, de convivencia, de cultura. (Montaldo, “Ángel” 71-72)

¿Cómo hicimos para abandonar ese registro crepuscular? ¿Ha habido desde entonces nuevas “garantías de salida hacia un mundo mejor”? En el sentido en que esto podía tener para “el pensamiento ‘evolucionista’ y el progresismo político” de los años sesenta y setenta, parece claro que no: ha de haber “garantías” o al menos vías abiertas para otros “mundos mejores”. Y si hay otros mundos, y por lo tanto otras militancias, es porque ha habido una redefinición de la politicidad de la cultura, o del horizonte de actuación de las prácticas artísticas, y por lo tanto de las fantasías y las exigencias con que las investimos. Pienso que un modo de investigar esa redefinición es analizar el auge contemporáneo del concepto de archivo, tan ubico hoy en las artes y las humanidades (Herzovich, Arcontes). Se puede pensar que existe hoy en las artes algo así como un paradigma de archivo que descentró el paradigma de la tradición, y que ha permitido repolitizar las prácticas artísticas y recuperar la creencia. Pero se trata por lo mismo de otra creencia, que prescinde tal vez de la “institución cultural” y seguramente también, en el sentido que este nombre supo tener, de América Latina.

En la última sección propongo algunas hipótesis sobre la archivofilia contemporánea; antes de eso voy a tratar de explorar qué fue la tradición, tomando como caso testigo aspectos clave del pensamiento crítico de Ángel Rama y Antonio Cornejo Polar.

El final deshilachado del latinoamericanismo

En otro texto duelante del mismo periodo que el de Montaldo, Julio Ramos propuso leer el último artículo de Antonio Cornejo Polar, “dictado y transcripto en su lecho de muerte”, como un cierre simbólico del latinoamericanismo (11). En la última frase de aquel artículo, que se titula “Mestizaje e hibridez. Los riesgos de las metáforas” (1997), Cornejo pedía en efecto que sus palabras fueran leídas como “un preocupado y cordial señalamiento de lo que pudiera ser el deshilachado y poco honroso final del hispanoamericanismo” (344).

Cornejo había contribuido a ungirlo no menos que a “deshilacharlo”. En su figura hay un desfasaje interesante: lo asociamos naturalmente al “gran proyecto epistemológico de los 70”, según el término que propuso él mismo para referir a la renovación teórica que significó el trabajo de Ángel Rama o Antonio Candido, entre otros (Cornejo, Escribir 8; Gómez, Por una crítica 230). Pero sus libros más importantes son (casi) de los años noventa: La formación de la tradición literaria en el Perú (1989) y Escribir en el aire. Ensayo sobre la heterogeneidad socio-cultural en las literaturas andinas (1994).

En estos libros hay una tensión, pero también una relativa transición entre la voluntad integradora de los años setenta y la vocación desintegradora de los años noventa, perceptible ya en los títulos. En el primero, que evoca la Formação da literatura brasileira (1959) de Candido, Cornejo mantiene un concepto de totalidad que interviene con el término contradictoria; en el segundo, a pesar de que sigue usando con mucha frecuencia el término sistema —señal del aporte clave que tomó del estructuralismo y del funcionalismo aquel “proyecto epistemológico”—, el énfasis está en lo heterogéneo, lo múltiple, lo disperso, lo complejo.

Y de hecho un aspecto particular que le preocupa a Cornejo de las metáforas como hibridez y mestizaje en su alocución final, leída en ausencia en un LASA, es que ofrecen “imágenes armónicas de lo que obviamente es desgajado y beligerante, proponiendo figuraciones que en el fondo solo son pertinentes a quienes conviene imaginar nuestras sociedades como tersos y nada conflictivos espacios de convivencia” (341).

Añado que —pese a mi irrestricto respeto por Ángel Rama— la idea de transculturación se ha convertido cada vez más en la cobertura más sofisticada de la categoría de mestizaje. Después de todo el símbolo del ‘ajiaco’ de Fernando Ortiz que reasume Rama bien puede ser el emblema mayor de la falaz armonía en la que habría concluido un proceso múltiple de mixturación (Cornejo, Mestizaje 341) .

Como es evidente, ninguno de estos conceptos —mestizaje, transculturación, hibridez o heterogeneidad— parte de otro presupuesto que el de la multiplicidad constitutiva de la realidad cultural, sea que la consideren o no una singularidad latinoamericana. A la categoría de hibridez, Cornejo la consideró, además, “afeada por el tono celebratorio con el que está dicha”, se entiende que por Néstor García Canclini que la propuso (Mestizaje 342); pero en su propio trabajo el concepto de heterogeneidad, si no es celebratorio, es sin duda reivindicativo. Es ese tono reivindicativo (que es todavía el nuestro) lo que dejaría perplejo a José Vasconcelos si se despertara a leernos, y no la observación, para él igual de evidente, de que la realidad o la cultura son plurales o diversas o heterogéneas.

Unidad y conflicto

La voluntad integradora no era una negación de la heterogeneidad sino un esfuerzo por articularla. En el “gran proyecto epistemológico de los 70” —o si se prefiere en muchas de las intervenciones críticas que tuvieron lugar en esos años—, dar cuenta a la vez de la unidad y la diversidad de América Latina fue un problema teórico y metodológico de primer orden.

En 1980, durante unas “Jornadas de Literaturas Latinoamericanas” (el plural es enfático) que se hicieron en Campinas, Beatriz Sarlo les hizo una entrevista conjunta a Rama y a Cornejo Polar, donde les propuso reflexionar sobre dos categorías: “la de sistema literario, que podría servir para pensar justamente la heterogeneidad; y la de tradición que podría remitirnos a la continuidad y el proceso” (Sarlo 10). Rama y Cornejo Polar respondieron que el desafío era pensar ambas cosas juntas: la sistematicidad sincrónica y las leyes del desarrollo histórico. Era un problema teórico que venía del formalismo ruso y había vuelto a primer plano con la antología de sus escritos que hizo Tzvetan Todorov en 1965, publicada en español en 1970 como Teoría de la literatura de los formalistas rusos.

Los dos plantearon enseguida un problema más claramente político respecto de la noción de sistema, que eventualmente revelaría más bien las limitaciones del concepto: con qué materiales construir el sistema. La crítica latinoamericana había partido históricamente de una definición demasiado estrecha de literatura (derivada “una tradición europea”, dijo Cornejo Polar), que en la medida en que excluía ciertas formas o géneros (como las “literaturas populares”, las “literaturas orales” o las “literaturas indígenas”), excluía por lo tanto otras funciones sociales de ese universo discursivo cada vez más amplio para el que Cornejo y Rama mantenían el término literatura (11).

A mitad de la conversación, Sarlo les pidió que retomaran la mitad olvidada de su pregunta inicial, la que tocaba al concepto de tradición. Aquí las respuestas fueron más divergentes y dubitativas. Rama se burló de Octavio Paz, que había hecho una teoría vanguardista de rupturas y después había tenido que postular una tradición de rupturas para dar poder cuenta de las continuidades; además era reductivo pensar en “una” tradición, o en dos tradiciones en competencia, cuando en rigor había muchas (11). Cornejo Polar lamentó el desprestigio de la historiografía literaria (se entiende que por efecto del estructuralismo, que favorecía el análisis interno de los textos y los sistemas sincrónicos) y observó que los autores del Boom, como Carlos Fuentes o Vargas Llosa, se habían referido a la nueva novela como una ruptura total. “Como resultado de este doble movimiento se ha creado una especie de vacío en torno a la pregunta sobre cómo articular esa tradición”. Pero le parecía importante “apoderarnos del concepto de tradición”, de manos de los “sectores dominantes”, “para hacerlo funcionar en un proyecto cultural latinoamericano”.

Para Rama, en cambio, la palabra tradición sólo podía remitir a la repetición de modelos y era por lo tanto reaccionaria; había que pensar “a la sociedad y a la cultura de América en función de un proyecto, de una utopía, en cierto modo, siempre una ruptura”. La tradición era lo que defendían “los estratos culturales más bajos” para protegerse del impacto del circuito internacional, al que estaba plenamente integrado “el sector más alto”. Entremedio, sin embargo, estaban los grupos más interesantes, que intentaban reanimar ciertos “valores tradicionales”, pero integrándolos al funcionamiento del circuito internacional: ése era el desafío más difícil, pero también el más fecundo. “Lo que está en juego en este proyecto es que la sociedad latinoamericana, en un marco planetario, llegue a funcionar para sí, según sus necesidades y su identidad, teniendo como precondición un marco político transformado, que lo haga posible” (12). El mundo sería así un conjunto de sistemas autónomos pero porosos, que incorporarían elementos ajenos según las necesidades y la identidad interior.

“La palabra tradición, con todas sus connotaciones, nos ocultó lo que yo quería realmente preguntarles”, intervino Sarlo. “Pienso que las vanguardias también tienen sus tradiciones: cuando la vanguardia poética argentina reivindica a Macedonio Fernández, aunque no habla en términos de tradición, está tendiendo un puente en la historia. En este sentido, creo que no hay razón para renunciar a la explicitación de esos vínculos. El mismo nombre de la Biblioteca Ayacucho que Rama planificó, nos remite a la Biblioteca Ayacucho de Blanco Bombona: y no creo que ese movimiento sea conservador [...]”. Pero Rama insistió en que la palabra tradición remitía “a la acumulación de elementos reconocidos”, mientras que la reconfiguración vanguardista del pasado era función de “un proyecto cuya tensión va hacia el futuro, un proyecto que al revisar el pasado, de hecho, lo inventa” (13).

Sarlo escribió una pequeña introducción para su cobertura de las Jornadas de Campinas, que incluía además una entrevista a Antonio Candido. La tituló: “La literatura de América Latina. Unidad y conflicto” (3).

La tradición, ese mito moderno

En el diálogo entre Rama y Cornejo Polar se mezclan dos de las principales formas en que la tradición ha sido pensada durante el siglo xx, no sólo en un sentido artístico (la tradición literaria, etc.), sino también histórico y social. Es precisamente el modo en que el concepto de tradición anuda lo estético y lo social lo que permite entenderlo como un paradigma histórico.

La primera idea es que la tradición fue la gran fuerza cohesiva de las sociedades premodernas, que respetaban la autoridad de los saberes y prácticas sancionados por el tiempo, a diferencia de las sociedades modernas donde no hay otra legitimidad que la razón y el imperativo es innovar. La segunda idea es que la tradición es ante todo una función de la actividad y la creatividad del presente: es la forma que toma el pasado bajo la fuerza que imprime una voluntad de futuro. Ninguna de estas dos ideas ha sido propiedad exclusiva de progresistas o de conservadores; tampoco el debate ha sido una singularidad latinoamericana.

Una formulación relativamente reciente de la primera idea la ofreció el historiador David Gross: “las tradiciones viejas y sustanciales se han vuelto incapaces de proveer el cemento que mantenga unida la vida social. Buena parte de la cohesión actual depende de los sustitutos que han reemplazado a las grandes tradiciones, como la organización burocrática, el consumismo capitalista y la cultura mediática” (5). En la primera mitad del siglo xx, esta lectura fue central para explicar el conflicto y la “decadencia” de Europa; y los movimientos artísticos innovadores o experimentales del período (del decadentismo a las vanguardias) fueron muchas veces considerados cómplices de lo que se entendía como un proceso de desintegración, en un arco que va de Degeneración de Max Nordau (1892) a Mímesis de Erich Auerbach (1946).

En la polémica que siguió al libro de Gross, John Michael —profesor de literatura inglesa— observó que la imagen de sociedades premodernas cohesionadas por el “cemento” de la tradición era probablemente un “mito moderno” (48) a través del cual la modernidad se había definido por oposición. Y notó que muchos artistas “modernistas”, de Proust a Pound o T.S. Eliot, “mostraron un interés obsesivo por la recuperación y el rescate de la tradición” (51).

Eliot es, de hecho, el teórico pionero y tal vez principal de la segunda idea de tradición, que uno podría extender en cierto sentido hasta Raymond Williams o Eric Hobsbawm; es decir, desde “Tradition and the Individual Talent” de Eliot en 1917 hasta The Invention of Tradition de Hobsbawm y Terence Ranger en 1983. Eliot propuso que cada nueva (gran) obra de arte reconfigura y reordena el pasado artístico: una imagen que es muy fácil pensar bajo la lógica de un sistema, en que un elemento nuevo transforma la colocación de todos los otros; y además de fácil es razonable, si consideramos que el texto de Eliot se publicó apenas un año después que el Curso de lingüística general de Saussure, que sentó las bases del estructuralismo.

Borges, como se sabe, reformuló la idea de Eliot en “Kafka y sus precursores” y la evocó en “El escritor argentino y la tradición”, ambos de 1951. En Borges pensaba Sarlo cuando refería la recuperación de Macedonio Fernández por la vanguardia argentina, y es a Borges, según creemos saber infinitamente los borgeófilos, a quien debemos las más sutiles y extraordinarias operaciones sobre la tradición argentina; lo que le exigió ante todo postular que esa tradición existía, algo que en la Argentina de la primera mitad del siglo xx no se daba por hecho.

La tradición ha sido un problema central para las artes modernas. Seth Lerer opinó hace poco que la idea de tradición literaria era un invento del siglo xix, sobre todo del último tercio; pensaba en Matthew Arnold, Walter Patter y John Ruskin, que militaron un “corpus distintivo de literatura vernáculo, encaminado a mantener la autoridad cultural” en un período de ampliación de los lectores, diversificación de las lecturas y masificación de las instituciones educativas (2). En los movimientos artísticos del siglo xx, la tradición tuvo una fuerza particular, quizás sobre todo en los que se propusieron acabar con ella. Como dijo Adorno, “la tradición también sobrevive en la conciencia anti-tradicional de lo que se ha vuelto históricamente obsoleto” (81; véase también Kramer). No hay operación (el término es clave: supone un modo particular de pensar la actividad artística) que ponga tan en primer plano la existencia y la fuerza de la tradición como la voluntad de transgresión o de ruptura.

En 1977, Raymond Williams observó que el marxismo había ignorado el problema de la tradición por considerarla una ruina del pasado, cuya fuerza era por lo tanto residual —siguiendo la primera idea de tradición—, cuando se trataba en rigor de “la expresión más evidente” de los esfuerzos de grupos dominantes por construir una hegemonía en el presente (137). Ofreció su definición multicitada de tradición: “una versión intencionalmente selectiva de un pasado configurativo (shaping) y de un presente preconfigurado (pre-shaped), que resulta entonces poderosamente operativo dentro del proceso de definición e identificación cultural y social” (137; véase Delgado). La tradición aparecía como un artificio del presente, por lo general alevoso. Un lustro después, en La invención de la tradición (1983), Hobsbawm y Ranger intentaron mostrar que el discurso nacionalista había postulado como tradiciones longevas costumbres o prácticas en rigor muy recientes.

Decir lo que dijo Eliot (que una nueva gran obra reconfigura el pasado) no equivale a decir que las tradiciones son un intento más o menos deliberado de redefinir el pasado para favorecer cierta política cultural; pero en ambos casos el pasado aparece como un espacio complejo y dinámico, donde conviven materiales heterogéneos diversamente jerarquizados, susceptible de competencia por la hegemonía y capaz de contener a la vez, en un equilibrio conflictivo, elementos dominantes, residuales y emergentes (Williams 121). En ambos casos, también, esa competencia es parte de una disputa por la forma y los valores y los límites de la comunidad del futuro; Borges (por citar un ejemplo entre tantos) decía que otra sería la historia argentina (y mejor) si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo (Matrero vii). El reclamo de Rama de priorizar una idea de futuro y no de pasado como elemento de cohesión no responde tanto a concepciones distintas de la tradición entre progresistas y conservadores, como a modos presuntamente diferentes de argumentarla.

Bien podía ser que la tradición no fuera el cemento de la sociedad moderna, pero Williams o Hobsbawm sostenían que las tradiciones seguían siendo formaciones ideológicas de primer orden en la era de las naciones (y también de imaginarios infra y supranacionales como América Latina). Considerarlas homogéneamente como un invento, o como una “ficción”, fue un modo de dejar a un lado el problema de la autenticidad (central para Rama y su generación) y concentrarse en el análisis de las operaciones y disputas que las habían ido constituyendo históricamente, como hicieron por ejemplo Foundational Fictions de Doris Sommer o Ficciones culturales y fábulas de identidad en América Latina de Graciela Montaldo, ambos de los años noventa.

La desidentificación con el proyecto que subyace —nacional o latinoamericano— va compensada en estos libros por el modo en que la fascinación crítica con la astucia de la imaginación reencanta los materiales. Pero en la medida en que abandonan el problema de la autenticidad, es claro que se colocan por fuera y más allá de las disputas que analizan. La tesis de doctorado que Montaldo defendió en 1990, titulada La construcción de tradiciones culturales en la Argentina —la introducción cita La invención de la tradición in extenso—, parece dar por concluido, en su primera frase, el período en que la literatura participó de esa construcción: “Comprobar que la función de la literatura a fines del siglo xx en la Argentina es muy poco significativa, probablemente ponga en relieve el valor que tuvo a lo largo de nuestra historia” (6).

La estafa del Boom

Alegrías de la derrota, el libro que Idelber Avelar publicó primero en inglés en 1999, propone lo contrario: lo que revela el lugar poco significativo que la literatura tiene en la actualidad no es la importancia que tuvo, sino la farsa, o incluso la estafa, que había en la última etapa de aquella centralidad en los años sesenta y setenta.

Así como la postdictadura no es una época posterior a la dictadura “sino más bien el momento en el que la derrota se acepta como la determinación irreductible” (14) —en una suerte de lógica hegeliana donde cada momento histórico revela la verdad del anterior—, para Avelar las dictaduras pusieron en evidencia la mentira del Boom:

[...] la operación compensatoria propia al boom se vacía en el momento en que las dictaduras hacen de la modernización el horizonte ineludible de Latinoamérica, vaciándolo a él, al ideal de modernización que subyacía al boom, de toda ilusión liberadora o progresista (al fin y al cabo, tras las dictaduras la modernización periférica vino irrevocablemente a conllevar, para las élites latinoamericanas, integración en el capital global como socios menores) (Avelar, Alegorías 11).

La estafa del Boom consiste en una serie de sustituciones fraudulentas. El “avance” o la “contemporaneidad” global de la literatura latinoamericana compensaba el atraso económico y social persistente de la región (10). Si la modernización prometía acabar con el carácter aurático de la literatura, el boom la reauratizaba “en figuras literarias fundacionales que presentaban su escritura como momento inaugural en el que contradicciones de naturaleza social, política y económica podían ser finalmente resueltas” (11). El Boom proponía, en última instancia, una sustitución de la política por la literatura (26).

Pero la literatura no podía y por lo tanto no pudo sustituir la política, reauratizar la práctica artística ni compensar el atraso del continente. El proyecto modernizador se realizó por medio de la violencia y reveló su carácter opresivo.

Tan completa es la acusación contra los imaginarios literarios dominantes en los años sesenta —tan ostensiblemente falsa se advierte la fantasía que ofrecieron: casi inverosímil sin mala fe— que las fuerzas que los derrotaron parecerían poco más que un efecto inevitable de su propia mentira: el ejército, el empresariado transnacional, la embajada yanqui, etcétera. La comprobación subsiguiente de que la época vivió en la creencia ingenua de una “continuidad ilusoria entre estética y política” —como escribió Sarlo y citó Avelar—, es menos testimonio de una conciencia histórica mayor sobre la relación esencial entre esferas de práctica humana, que de la melancolía y la indignación que acompañaron un proceso de duelo. ¿Qué puede ser, a fin de cuentas, ese concepto de “modernización” que permitiría describir igualmente las fantasías de Carlos Fuentes y la política efectiva de Pinochet?

Es notable que Avelar no discuta casi en absoluto las ideas de Ángel Rama, que se fueron transformando en tiempo real en la encrucijada múltiple entre la euforia y la desconfianza con el boom, el encanto y el desencanto frente a la Revolución Cubana, y la ola represiva que en los años setenta lo obligó a exiliarse más de una vez. A esa constelación pertenece su teoría de la transculturación, a la que Avelar se refirió en un artículo apenas posterior. En “Transculturation and Nationhood”, de 2004, Avelar analiza la relación entre construcción nacional e impulso novelístico en el siglo xix latinoamericano como un esfuerzo criollo de transculturar tanto la modernidad europea como la realidad americana para darle a los nuevos países una cultura original, independiente y representativa.

Todavía en la teoría de la transculturación de Rama esos tres valores son a la vez una realidad y una aspiración continental; pero el análisis de Avelar se proponía revelar algo que Rama, para sostener el proyecto latinoamericanista, no podía reconocer: que “la originalidad, la independencia y la representatividad son siempre ya, en sí mismas, ficciones transculturales” (257), producto por lo tanto de la violencia del proyecto criollo. “Esta operación debería aproximarnos al abismo al que Rama mismo se acercó, pero al que le impidió asomarse su creencia en esas tres categorías: el de la deconstrucción de la noción misma de América Latina” (257).

El corpus orgánico del continente

En retrospectiva, parece evidente que Rama se acercó al abismo, y misterioso que no se haya asomado. Como observó Roxana Patiño sobre el proyecto crítico latinoamericanista entre 1975 y 1985, la tensión teórica central del período, entre afirmar la unidad y describir la heterogeneidad de la cultura de la región, se fue inclinando rápidamente hacia lo segundo, al punto de que la unidad latinoamericana pareció quedar a menudo como una verdad última inaccesible (totalidad contradictoria, etc.) o como una promesa: “América Latina sigue siendo un proyecto intelectual vanguardista que espera su realización concreta”, según las palabras multicitadas que escribió Rama poco antes de morir (Rama, “Prólogo” 24, cit. Gómez, “Comparatismo” 22).

Los informes finales de los coloquios de Caracas y Campinas en 1982 y 1983, dedicados a diseñar el proyecto colectivo de una historia de la literatura latinoamericana, escenifican con elocuencia la tensión irresoluble entre ambos imperativos. En ambos se concluye que no es viable lo que realmente habría que hacer: “una historia general del imaginario latinoamericano que articule los distintos sistemas literarios en una unidad orgánica que, advirtiendo las contradicciones, apunte a la constitución de una coherencia totalizadora” (Pizarro 241); en ambos se lee que han decidido que decantarse, sin entusiasmo, por una solución de compromiso.

La prioridad creciente de la heterogeneidad era en parte polémica, y en el caso de Rama, en cierta medida autocrítica: el “gran proyecto epistemológico de los 70” se puede leer como una discusión a veces explícita con el modo en que, en el momento más optimista del Boom y de los imaginarios emancipatorios, un conjunto de escritores y críticos —el propio Rama entre elles— habían pensado la nueva literatura como un proyecto rupturista y modernizador, que había tocado una fibra verdadera de la identidad regional y despertado así al gigante dormido del pueblo latinoamericano (Gómez, Por una crítica 232; Avelar cap. 1).

“La nueva novela hispanoamericana se presenta como una nueva fundación del lenguaje contra los prolongamientos calcificados de nuestra falsa y feudal fundación de origen y su lenguaje igualmente falso y anacrónico”, escribió Carlos Fuentes en La nueva novela hispanoamericana de 1969 (31). En el párrafo final proponía que ese lenguaje nuevo era el “único vehículo” para crear “nuestro propio modelo de progreso”:

Creo que se escriben y se seguirán escribiendo novelas en Hispanoamérica para que, en el momento de ganar esa conciencia, contemos con las armas indispensables para beber el agua y comer los frutos de nuestra verdadera identidad. Entonces esas obras, esos Pasos perdidos, esas Rayuelas, esos Cien años de soledad, esas Casas Verdes, esas Señas de identidad, esos Jardines de senderos que se bifurcan, esos Laberintos de la soledad, esos Cantos generales, aparecerán como ‘las mitologías sin nombre... anuncio de nuestro porvenir’ (Fuentes 98).

También el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal habló de una “ruptura definitiva con una tradición lingüística y con una visión narrativa”, si bien la ubicó un poco antes que Fuentes (“Tradición y renovación” 156). Rama rechazó ese argumento porque producía “un recorte empobrecedor de nuestras letras” (Rama, Recorte 10). Esta actitud adánica, según el término de Avelar, acababa por endiosar a un puñado de escritores, consagrar la importación de formas y condenar como arcaica “la peculiaridad cultural desarrollada en lo interior” del continente (Rama, Transculturación 12).

A Rama no le preocupaba únicamente y en sí misma la homogeneización que favorecía este reduccionismo, o la estatura que cobraban en soledad estos demiurgos de la palabra literaria frente a la complejidad de una cultura de siglos, sino además y sobre todo la convicción de que esa política literaria contribuía a la situación colonial y dependiente de América Latina.

Muchos de los conceptos que ensayó Rama en estos años, como sistema, secuencias o espesor, apuntan a describir la complejidad o la pluralidad de las formas culturales. Gonzalo Aguilar creyó ver incluso en la Transculturación narrativa en América Latina un anuncio del “giro que se afianzaría en la década del ochenta: la noción antropológica de la cultura en la que la literatura y sus valores no ocuparían necesariamente un lugar de privilegio” (709). La narrativa y la poesía cedieron entonces lugar a “las prácticas urbanas, las transformaciones del consumo, los medios masivos y la industria cultural”; y tuvimos que reconocer que “los esplendorosos fueros otorgados a la literatura en los años sesenta y setenta se habían perdido irremisiblemente” (709).

Yo diría que ése es más bien otro abismo al que Rama se acercó pero prefirió no asomarse, porque en buena medida los dos abismos —la deconstrucción de América Latina y la antropologización de la literatura— eran uno solo.

Todos los conceptos anteriores —sistemas, secuencias o espesor y también transculturación— tienen finalmente la vocación de integrar lo heterogéneo y los disperso. Y junto con esa vocación integradora hay en La transculturación narrativa una voluntad jerarquizadora, que si por un lado ve emerger las obras singulares del humus en última instancia inextricable de una cultura multitudinaria, por otro le otorga a la literatura, por su capacidad de articulación intransferible, el deber de “coronarla”:

Restablecer las obras literarias dentro de las operaciones culturales que cumplen las sociedades americanas, reconociendo sus audaces construcciones significativas y el ingente esfuerzo por manejar auténticamente los lenguajes simbólicos desarrollados por los hombres americanos, es un modo de reforzar estos vertebrales conceptos de independencia, originalidad, representatividad. Las obras literarias no están fuera de las culturas sino que las coronan y en la medida en que estas culturas son invenciones seculares y multitudinarias hacen del escritor un productor que trabaja con las obras de innumerables hombres. Un compilador, hubiera dicho Roa Bastos. El genial tejedor, en el vasto taller histórico de la sociedad americana (Rama, Transculturación 24).

Y arriba del genial tejedor hay otro tejedor más genial todavía, ocupado en integrar las obras en un corpus orgánico, y hacer uno de ese corpus y el cuerpo de la región, que sería el modo de realizar concretamente el proyecto latinoamericano:

Ocurre que si la crítica no construye las obras, sí construye la literatura, entendida como un corpus orgánico en que se expresa una cultura, una nación, el pueblo de un continente, pues la misma América Latina sigue siendo un proyecto intelectual vanguardista que espera su realización concreta (Rama, “Prólogo” 24, cit. Gómez, “Comparatismo” 22).

La causa de la desintegración

Las “eufóricas palabras” de Rama, escribió Aguilar, “resultaron ser más el testamento de una época pasada que un anuncio de los tiempos por venir” (688). Esa época pasada no es únicamente y acaso no tanto la del latinoamericanismo como la del paradigma de la tradición, que operó al menos desde los proyectos de tradición nacional de fines del siglo xix hasta “el gran proyecto epistemológico de los 70”.

Aguilar redactó esa sentencia un par de años después de que Hugo Chávez lanzara en Mar del Plata la Alternativa Bolivariana para los pueblos de América (alba), en oposición al Área de Libre Comercio de las Américas (alca) que promovía Estados Unidos. Lo rodeaban Lula, Néstor Kirchner, Evo Morales, Tabaré Vázquez y Ricardo Lagos. Si ese nuevo movimiento de integración económica y política no tuvo ecos claros en el imaginario cultural, como notó Fernando Degiovanni (356), tal vez se deba a que la política cultural ya había girado hacia una militancia por la causa de la desintegración.

Propongo que consideremos esta política cultural contemporánea, que es la forma de la salida del duelo por el paradigma de la tradición, como el paradigma del archivo. El modo en que uno y otro paradigma piensan la unidad y la heterogeneidad, o las fuerzas de integración/selección y de disgregación/proliferación, es un aspecto central que los diferencia, conectado en cada caso con otro conjunto de ideas.

Si para el paradigma de la tradición la heterogeneidad era debilitante y por lo tanto una amenaza, para el paradigma del archivo, en cambio, la heterogeneidad está amenazada. En el paradigma de la tradición la historia es entendida como un proceso sincrético, ya sea que se lo observe a nivel racial o cultural, según un modelo más organicista o más estructuralista, o que se lo conciba en términos más deterministas o más políticos. En esto, como notó Cornejo Polar, el concepto de transculturación de Rama pertenece a un largo linaje, anterior incluso a la idea de mestizaje, que ya está en los términos de fusión o amalgama que utiliza La tradición nacional (1888) de Joaquín V. González. En los años setenta, como se ve en Rama o en la declaración de intenciones de los proyectos historiográficos que coordinó Ana Pizarro a principios de los ochenta, se trabajaba para integrar o articular una realidad o una cultura nacional o regional vulnerable en razón de su heterogeneidad y dispersión; describir y teorizar esa heterogeneidad en toda su amplitud —incorporando por ejemplo las “literaturas” indígenas, orales o populares— apareció a menudo como un requisito para articular una totalidad, aun si se la consideraba un espacio de conflicto o se la postulaba como “contradictoria”.

En el paradigma del archivo, en cambio, la heterogeneidad, reivindicada como diversidad, se nos suele presentar como una realidad que debemos defender y profundizar, en tanto está llamada a resistir el avance de un capitalismo global que homogeneiza el mundo para doblegarlo y expoliarlo.

Esta distancia entre una heterogeneidad amenazante y una diversidad amenazada hace juego con una diferencia fundamental en las militancias de un paradigma y otro. Bajo el paradigma de la tradición, toda política legítima implicaba una voluntad hegemónica, es decir, una voluntad de ser hegemonía, aun y sobre todo si su espíritu era contrahegemónico, en el sentido de que buscaba derribar una hegemonía para instaurar otra (mejor). Bajo el Archivo, inversamente, sólo es legítima una política antihegemónica, es decir: una voluntad de resistir.

Dicho de otro modo, politizar la tradición (o incluso una tradición) era operar desde dentro suyo para reconfigurar sus jerarquías y valores, poniendo en el centro lo que estaba al margen y al margen lo que estaba en el centro. Reemplazar, por ejemplo, el Martín Fierro por el Facundo.

Politizar el archivo es en cambio vaciar el centro para volver habitable y productivo el margen, que ahora concebimos como un espacio de abundancia y ya no de carencia. Esto explica al menos en parte por qué la crítica ha podido dejar atrás la actitud duelante por el lugar marginal de la literatura en la actualidad.

Si algo impacta en el “gran proyecto epistemológico de los 70” es el número pequeño de nombres y títulos que juzgaban suficiente para postular una teoría totalizadora. En Ángel Rama y en Emir Rodríguez Monegal, famosos archienemigos, se repiten casi todos los nombres propios: no buscaban diferenciarse ni polemizar ahí sino en el modo de articularlos, entre sí y con el pasado, para producir una imagen de futuro. De ahí la posibilidad de que un autor —Borges para Monegal o Arguedas para Rama— representara un camino para la totalidad de una cultura.

Bajo el paradigma del archivo, en cambio, visibilizar lo que fue invisibilizado —por la tradición— es una forma principal de militancia; por eso, como dijo Agustín Berti, la biblioteca estalló. Podría decirse que hoy no se busca tanto articular una imagen de futuro, como desarticular una imagen heredada que juzgamos opresiva. Por eso la autenticidad que exigimos de las obras ya no pasa por su carácter representativo —lo cual supone siempre selección, jerarquización y síntesis— sino diferencial. Valoramos las obras que hablan desde su diferencia porque cuestionan de manera implícita o explícita toda identidad colectiva no-comunitaria y diversifican de un modo definitivo la realidad cultural, sin ningún proyecto de articulación posterior.

Todo indica que en esta transición se debilitó el imaginario de interdependencia entre la capacidad articuladora de las formas culturales, la cohesión social y el futuro de la comunidad, que era uno de los pilares del paradigma de la tradición. La unidad ya no hace la fuerza, o no concebimos la fuerza del mismo modo. Conservamos valores claves del paradigma de la tradición como la autonomía o la autodeterminación, pero los reivindicamos a nivel más pequeño, comunitario o individual.

Tal vez, sin embargo, lo que exija la realidad actual es repensar las hipótesis modernas sobre la construcción de identidades colectivas y su función histórica. Benedict Anderson propuso que las condiciones de posibilidad de la Nación moderna las había dado la masificación de la prensa. David Gross, glosando lo que consideraba un lugar común (que juzgaba cierto), opinó que las sociedades modernas estaban cohesionadas por la burocracia, el consumo y los medios masivos. Una forma de repensar esta cuestión sería suponer que las formas de cohesión social han estado siempre vinculadas menos a los contenidos (las identidades o los valores que podían proponer la prensa o la tradición) que a las infraestructuras que hacen posible en cada momento su circulación. Estas infraestructuras diversifican y al mismo tiempo articulan las comunidades que contribuyen a producir, aunque de modos y en proporciones histórica y tecnológicamente muy diferentes.

En ese sentido, sería productivo pensar la reivindicación del margen —de la pequeña comunidad intensa que prescinde y hasta rechaza postular su lugar en ningún mapa que la exceda ni se propone como modelo a escala o forma superior de ninguna otra cosa— en conjunto con las infraestructuras actuales. En primer lugar, con la proliferación de editoriales independientes, librerías independientes y ferias del libro independiente que han creado una suerte de precaria red latinoamericana: una especie de latinoamericanismo de nicho, tan diferente de la circulación transnacional de las editoriales de gran envergadura que hicieron posible el Boom (Sudamericana, Losada, la española Seix Barral, etcéetra). Si estas últimas construyeron su visibilidad a partir de la prensa cultural, con sus suplementos en diarios nacional y sus revistas de todo tipo —y aún en cierta medida la radio y la televisión—, el universo independiente, en cambio, es inimaginable sin la gran infraestructura de muestro tiempo, que está diversificando y articulando las comunidades y las culturas de maneras inéditas: la infraestructura algorítmica. Si antes era difícil construir y mantener pequeñas comunidades —dentro de un ecosistema mediático donde todo o casi todo reforzaba un mainstream—, ahora parece difícil excederlas.

Agradecimientos

A Facundo Gómez por la invitación, el diálogo y las sugerencias bibliográficas. A Simón Henao, Carlos Walker y Nicolás Suárez, miembros del proyecto de investigación PICT-02343 sobre estos temas, por las conversaciones de estos años. A Antonio Villarruel, Miguel Errazu y Adriana Salazar, por lo mismo. Y a Magdalena Cámpora, además de todo lo otro, por escuchar la versión de café de esta hipótesis y alentarme a escribirla.

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