El orden de las rosas. La música, el contar historias y el sentido de la existencia en “Silvio en El Rosedal” de Julio

Ramón Ribeyro

The Order of the Roses: Music, Storytelling, and the Meaning of Existence in Julio Ramón Ribeyro’s “Silvio in the Rose Garden”

Víctor Hugo Palacios Cruz

Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo, Perú

victorhpc@hotmail.com

Resumen: La obra de Julio Ramón Ribeyro forma una unidad cuyo centro es la idea de un ser humano al que no le es dado obtener lo que anhela. Los personajes de sus cuentos encarnan no sólo la privación material, sino también la imposibilidad de alcanzar el amor, el conocimiento y la integración en la sociedad. Sin embargo, sus búsquedas infructuosas dignifican a sus protagonistas en la certeza de que, en realidad, la plenitud humana reside en la búsqueda misma. Así, “Silvio en El Rosedal” es un cuento significativo al respecto, porque añade a los diversos fracasos de su protagonista el consuelo de la música que lo reconcilia con el paso de los días, del mismo modo que a su autor lo consuela el hecho de contar historias en la imposibilidad de adquirir una comprensión total de la vida y del mundo.

Palabras clave: Julio Ramón Ribeyro, conocimiento, contar historias, sentido de la vida, condición humana.

Abstract: The literary work by Julio Ramón Ribeyro forms a unit whose center is the idea of a human being who does not receive what he/she wants. The characters in his stories embody not only material deprivation, but also the impossibility of achieving love, knowledge and integration into society. However, his fruitless searches give dignity to his main characters in the certainty that, in fact, human fulfillment resides in the search of themselves. “Silvio en El Rosedal” is a meaningful story because it adds to the several failures of its protagonist the comfort of music which reconciles him with the passing of days, and also because its author is consoled by the fact of telling stories in the impossibility of acquiring a full understanding of life and the world.

Keywords: Julio Ramón Ribeyro, Knowledge, Telling Stories, The Meaning of Life, Human Condition.

Recibido: 5 de diciembre de 2024

Aprobado: 19 de marzo de 2025

doi: 10.15174/rv.v18i36.832

Introducción

“Silvio en El Rosedal” (París, 1976) es un relato que plantea una determinada visión de nuestras relaciones con el mundo y con la vida. Incluido dentro del libro de cuentos homónimo, su protagonista es el hombre común característico del corpus ribeyriano: el ser corriente, ni héroe ni villano, que desde la carencia o la fortuna, por el peso de las circunstancias o por sus propias debilidades, fracasa en su intento por lograr lo que se propone: un amor, un trabajo, la aceptación social, la conservación de un pasado o incluso la comprensión de lo real.

Este trabajo desea mostrar la amplitud del enfoque que propone Ribeyro sobre el estatuto del humano como un ser inacabado y anhelante. Desde una mirada de lector, y a partir de algunas consideraciones filosóficas, se intentará argumentar que la elección del género del cuento, así como de los textos breves que singularizan su obra, lejos de la ambición de las grandes novelas —como las del llamado Boom de los años sesenta—, es coherente con una concepción de la vida y el conocimiento, según la cual el hecho de que nos esté vedado el acceso a cualquier absoluto —felicidad, amor, verdad— se compensa con el cultivo de la música y el contar historias como una reconciliación con la temporalidad. En suma, que la privación de la totalidad tiene un reverso afirmativo: la garantía de una existencia finita, pero abierta al movimiento y al asombro constante.

“Silvio en El Rosedal” como sinopsis

de los personajes ribeyrianos

Silvio Lombardi recibe la inesperada herencia de una hacienda en la sierra central del Perú, que lo traslada a la administración de unas tierras que, si bien lo rodean de un verdor que contrasta con la grisura limeña, no lo recompensan con ninguna clase de aventura o plenitud. Mirándose al espejo, una mañana comprueba que envejecía “solitario, sin haber hecho realmente nada, aparte de durar” (Ribeyro, La palabra del mudo 149), sujeto al ciclo de las necesidades elementales que discurren sin que ningún suceso las realce con el acento de una historia.

Una mañana, desde la torre de la hacienda, Silvio descubre extraños signos en la disposición de un rosedal que lo llevan a una indagación con la que trata de “quebrar la barrera de la rutina” y “acceder al fin al conocimiento, a la verdadera realidad” (Ribeyro, La palabra del mudo 149). Pero el desenlace de sus pesquisas lo aboca sin remedio a la frustración y a la desidia.

Se trata de un tema reconocible en otros cuentos —“Conversación en el parque”, “Terra incognita”— y fundamental en sus diarios, Prosas apátridas y Dichos de Luder: la imposibilidad de conferir orden y sentido a la complejidad de lo existente. Un escepticismo que en ocasiones roza el desaliento, pero que va perdiendo su carga sombría a partir de cierta etapa en la vida del autor (Ribeyro, Las respuestas del mudo 60).

Después del chasco de la búsqueda de una determinada verdad, Silvio recupera una antigua afición: tocar el violín, y pronto se convierte en una pasión reparadora que, sin embargo, colisiona con la indiferencia de quienes lo rodean. Tras su magnífico concierto ante un público escaso y distraído, supo que Bach había pasado “por allí sin que le vieran el más pequeño de sus rizos” (Ribeyro, La palabra del mudo 158). Esta situación le recuerda otro tipo de chasco frecuente en la obra ribeyriana: la soledad que resulta de no alcanzar el reconocimiento público ni la integración en una sociedad, lo cual se advierte en la variada marginalidad de cuentos como “Por las azoteas”, “El banquete”, “Espumante en el sótano”, “El profesor suplente” y “Alienación”.

Al principio del cuento se dice, incluso, que “para la rica colonia italiana, metida en la banca y la industria, Silvio era el hijo de un oscuro ferretero y para la sociedad indígena, una especie de inmigrante sin abolengo ni poder” (Ribeyro, La palabra del mudo 144-145). Una postura exenta de pertenencias que sitúa la mirada en una situación de triste pero privilegiada objetividad.

Esa actitud escrutadora del entorno, especialmente dentro del contexto urbano, atrae sobremanera al autor de La palabra del mudo, quien además refiere el atractivo que siente por la figura del francotirador (Ribeyro, Cartas a Juan Antonio 216). Posición frente a los hechos, por tanto al margen de ellos, que puede relacionarse con su adscripción a una clase media en la que convergen, por el lado paterno, “una familia de la alta burguesía descendente y por el materno, una familia provinciana emergente” (Coaguila, Ribeyro, la palabra inmortal 62).

Vuelto el ánimo de Silvio a una cotidianidad insípida que contrasta con el florecimiento de sus tierras, irrumpe en su círculo la belleza espléndida de su sobrina Roxana como una oportunidad imprevista de resarcimiento personal. Sin embargo, después del iluso empeño por hallar el amor tardío en la joven, repara en que otros la alejan de su cercanía durante la fiesta que organiza para presentarla en sociedad. Lo que consuma un tercer tipo de fracaso frecuente en sus historias: la promesa del amor que se disuelve sin remedio en “Papeles pintados”, “Una aventura nocturna”, “Te querré eternamente” y “La juventud en la otra ribera”.

Escribe Ribeyro: “Tras este último golpe, un Silvio agotado concluye que quizá no exista ningún sentido ni en el rosedal ni en su vida. Y al abandonar todo esfuerzo por llegar al reconocimiento, a la plenitud y al sentido, se siente de pronto ‘sereno, soberano’” (La palabra del mudo 166-167). Desertando de una reunión que ya no lo necesitaba, volvió a encaramarse a lo alto de la torre de la hacienda, y allí “levantando su violín lo encajó contra su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor” (Ribeyro, La palabra del mudo 167). Varado en la orilla de los excluidos, a Silvio Lombardi le queda el arte como “recurso de redención y consuelo” (Elmore 213). Lo que, de paso, sitúa la narrativa ribeyriana en un punto más allá de la sola renuncia existencial en la línea del “irracionalismo filosófico” que, según Espinoza Aguilar, es “parte fundamental de su visión del mundo y de la estructura de su universo ficcional” (“Principios y tópicos” 175).

La frustración de la búsqueda de sentido

De todos los reveses de Silvio, sin duda el que más se vincula con las convicciones filosóficas del escritor es la inaccesibilidad del mensaje que imagina en los trazos del rosedal. El refugio en la música en que termina la historia se vuelve coherente con esta derrota “cognitiva” y sugiere una vía de reconciliación más amplia con la experiencia de la pérdida y el paso del tiempo, ofreciendo incluso una cierta analogía con la tendencia de Ribeyro hacia el cuento como un género que compensa su presunta inaptitud para el “fresco” literario y la novela épica, es decir para estructuras más ambiciosas y abarcantes.

En una de sus entrevistas con Jorge Coaguila, Ribeyro admite considerarse un filósofo en tanto “que busca la razón de las cosas y es amante de la sabiduría” (Coaguila, Ribeyro, la palabra inmortal 33). Así, concuerda con su autodefinición de escéptico que, por una parte, él mismo describe como alguien “que duda”, pero que por otra significa originalmente —según su raíz griega skeptikos— “el que examina e indaga”. Lo que, por cierto, está lejos de suponer una conducta de abatimiento y renuncia.

Como se sabe, filosofía es etimológicamente no “posesión”, sino “amor” a la sabiduría. De ahí que, a pesar de los numerosos sistemas totalizantes a los que con frecuencia ha aspirado, el sentido genuino de la filosofía está más del lado de la búsqueda que del hallazgo, de la pregunta antes que de las respuestas. Como decía Karl Jaspers, filosofar es siempre un “ir de camino” (11).

A propósito, creo que es útil situar el escepticismo ribeyriano en el contexto de su biografía y en el de la cultura europea en la que se inserta al visitar varias de sus ciudades hasta establecerse finalmente en París a lo largo de los años cincuenta. En efecto, el Ribeyro que llega a Europa es el que ha atestiguado la extinción del linaje de su familia por la vía paterna, vivido la muerte del padre en la adolescencia y dejado atrás una Lima —“ciudad sin novela”— sometida a las bruscas transformaciones producto de las grandes migraciones desde la región andina.

Por contraste, el Ribeyro instalado en Europa queda abrumado por lo que encuentra en una sociedad que no es la suya: una enorme diversidad de tradiciones, estilos y tendencias literarias, como una selva intelectual vista desde su perspectiva de foráneo. Por entonces, aquella Europa de cierta proclividad a un “pesimismo sistematizado por la corriente existencialista” (Espinoza, “La otredad existencial” 36) sobrevivía a las dos guerras mundiales que habían golpeado la confianza largamente sostenida en la razón y la ciencia como medios que llevarían a la humanidad a un porvenir próspero y pacífico, sostenido por los avances del saber y de la técnica.

Esta creencia en el futuro, destruida por el horror del holocausto judío y otras tragedias, se remonta a un siglo xvii en que, por ejemplo, Galileo había escrito que el universo era un gigantesco libro “escrito en lengua matemática” para descifrar el cual era preciso dominar sus signos, pues de otro modo no haríamos más que “vagar por un oscuro laberinto” (Rossi 95). Ello convertía al cosmos en una extensión a merced del entendimiento humano y deletreable en unidades numéricas y nexos de causa-efecto.

En este punto no puede olvidarse que en el relato ribyeriano la naturaleza acotada por el rosedal se halla distribuida en círculos y rectángulos que representan los signos de una lengua, el alfabeto morse, ligada a su vez a un medio de comunicación que, en la década de los años setenta del siglo pasado en que fue escrito el cuento, seguía siendo un signo de progreso. Además, el enigmático primer sentido de los signos es un palíndromo bilingüe que tanto en una lengua —el castellano ser— cuanto en otra —el latín res— alude potencialmente a cualquier realidad o a toda realidad.

Cuenta Coaguila que el propio Ribeyro admitió que, en la escritura de este cuento, actuaron como influencias “sus lecturas acerca de las catedrales góticas y del mensaje escondido en las fachadas de piedra”; los jardines geométricos del malecón de Cannes, en la Costa Azul francesa; y el relato de Henry James “La figura en el tapiz” (Coaguila, Ribeyro, una vida 340). Por lo demás, conviene no desestimar el apunte de Miguel Gutiérrez sobre la presencia en “Silvio en El Rosedal” de motivos literarios tan propios de la obra de Jorge Luis Borges, como “la imagen del laberinto y el interés por los lenguajes secretos” (65).

La escritura como búsqueda de sentido

El Silvio de la ficción narrativa es un cierto alter ego del escritor. Dice él mismo: “Yo soy una especie de Silvio en el fondo” (Coaguila, Ribeyro, una vida 341). Según observa Javier de Navascués, esto vuelve más significativo la elección del nombre de Silvio, que significa “bosque” o “selva”, aludiendo quizá a un cierto “desorden interior” (Navascués 78). Es sabido que en muchas de las narraciones riberyrianas los nombres muestran un simbolismo intencionado (Fernando Pasamano en “El banquete”, Virginia en “Una medalla para Virginia” o el doctor Bismuto en “Solo para fumadores”).

Es la conciencia de esa tiniebla propia la que lleva a Silvio a ver en el diseño “cartesiano de un jardín perfecto y geométrico” del rosedal (Navascués 78) el indicio de una esperanza de sentido que lo rescate de su propia oscuridad. No es casual tampoco la escenificación de un jardín, agrega Navascués, puesto que éste es el espacio en que la Naturaleza “comparece sometida, seleccionada y domesticada por el hombre” (78).

Para el propio Ribeyro, escribir tiene algo de actividad parecidamente civilizadora, pues con ella se intenta ordenar una realidad a menudo intrincada y confusa. Al respecto, una de sus Prosas apátridas cuenta que el súbito recuerdo de las noches del Miraflores limeño de su infancia lo llevó a la redacción de un cuento. En el mismo acto, creyendo que en su memoria se trataba de noches en las que “no se escuchaba nada”, la decisión de describirlas le permitió caer en la cuenta más bien “de los rumores que la poblaban” (Ribeyro, Prosas apátridas 49-50). “Escribir —deduce Ribeyro— nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica” (Prosas apátridas 50). De donde podría convenirse que escribir es el suceder mismo de la comprensión, el acto de conferir significados y unidades a la masa informe de los hechos.

La doble selva de lo interior y lo exterior se simplifica y organiza gracias a la inteligibilidad de los vocablos, un poder clarificador del que hablaron filósofos como Wittgenstein —“el lenguaje es el vehículo del pensamiento” (238-239)— o Gadamer —el lenguaje es lo que posibilita “que los hombres simplemente tengan mundo” (531).

En un apunte de 1973 en sus diarios, Ribeyro dice: “como un paquete de naipes caído, mi vida es la imagen de la confusión y el extravío. Para comprenderla es necesario que recoja las cartas y ponga en orden las figuras. Solo mediante la reflexión. Y la escritura” (La tentación del fracaso 387). El oficio literario se convierte en el autor de La palabra del mudo en la esperanza de una luz y, por ello, en una expectativa de alivio existencial. Desgraciadamente, el oficio de escribir no depara a Ribeyro la claridad anhelada y el sosiego del espíritu, sino por el contrario, tres distintas clases de frustración.

En primer lugar, la disconformidad con su propia literatura manifiesta en la inseguridad ante la calidad de sus escritos, la amenaza de la esterilidad creativa, la evidencia de una obra inconclusa y la sospecha de que la redacción de sus diarios crece en desmedro de la vertiente narrativa de su producción (Ribeyro, La tentación del fracaso 6, 78, 323-324 y 329). Hacia 1957 escribe en sus diarios: “Si alguna vez escribo un libro importante, será un libro de recuerdos, de evocaciones. Este libro lo compondré no solo con los fragmentos de mi vida, sino con los fragmentos de mis estilos y de todas mis imposibilidades literarias” (Ribeyro, La tentación del fracaso 151).

En segundo lugar, la sensación de que escribir y aun leer no garantizan una intelección del mundo y, por el contrario, acrecientan su aspecto irresoluble. Dice en Prosas apátridas:

Nunca he podido comprender el mundo y me iré de él llevándome una imagen confusa. [...] lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas (Ribeyro, Prosas apátridas 139-140).

Y en tercer lugar, la dedicación a la escritura ha devorado su propia relación con la vida, según sus propias insistentes confesiones sobre su incapacidad para la acción. Escribe en sus diarios:

A veces pienso que la literatura es para mí solo una coartada de la que me valgo para librarme del proceso de la vida. [...] solo frente a mi máquina de escribir, sin coerciones ni apremios, sin jueces ni público, ni ovaciones ni rechiflas, en la arena solitaria de mi página en blanco, procedo a la mise á mort de la vida (La tentación del fracaso 301).

Balance que confirma un texto lapidario de sus Prosas: “escribir significa desoír el canto de sirena de la vida” (Ribeyro, Prosas apátridas 87).

Este triple descontento con la obra, el saber y la existencia le lleva al extremo de experimentar dudas sobre la utilidad de la función intelectual, ese atributo que, según filósofos clásicos y medievales, enaltecía a nuestra especie, pero que a menudo ha sido vista como una carga o una maldición. Apunta en Prosas apátridas:

Mi error ha consistido en haber querido observar la entraña de las cosas, olvidando el precepto de Joubert: ‘Cuídate de husmear bajo los cimientos’. Como el niño con el juguete que rompe, no descubro bajo la forma admirable más que el vil mecanismo. Y al mismo tiempo que descompongo el objeto destruyo la ilusión (99-100).

En otro pasaje de La tentación del fracaso, escribe: “renuncio a comprender, maldigo las complicaciones de la razón y extraño la simplicidad de los animales, su puro presente sin memoria” (Ribeyro, La tentación del fracaso 165 y 669). Se trata de una desconfianza cognitiva que se inserta en una larga tradición que se remonta al Eclesiastés y que tuvo un impulso notable en el escepticismo de Pirrón y Sexto Empírico; que resurge, con matices, en Michel de Montaigne y Erasmo de Rotterdam; y reaparece en las advertencias sobre los peligros del exceso de estudio y de lectura: la melancolía, según Robert Burton (145-147); y la locura, según Cervantes. Incluso el propio Joubert, citado por Ribeyro, escribe: “solo por la reflexión somos infelices” (Joubert 198).

La reconciliación con la finitud

Sin embargo, a esta “noche oscura del alma” le sigue un amanecer. Atravesando la espesura de la selva, Ribeyro encuentra un recodo de paz. No se trata, por supuesto, de la caída en un pozo de resignación e indiferencia. Tampoco, ciertamente, del hallazgo de una piedra filosofal ni en su sentido literal ni en el simbólico que el propio Ribeyro abordó en un artículo de 1979, en el sentido de la obtención mística “del conocimiento absoluto, la unión con la divinidad o el perfeccionamiento de uno mismo” (Fuentes Rojas 98), asunto que el desenlace de su cuento hace poco recuperado, “Invitación al viaje” (Ribeyro, Invitación al viaje 73), ha puesto de nuevo a la luz en la mención simbólica de una “piedra blanca y pulida”.

A lo largo de varios apuntes en sus diarios y prosas, el escritor va reconociendo que, puesto que el arte en general tiene que ver no tanto con la experimentación técnica, sino con una cuestión “de óptica” (Ribeyro, La tentación del fracaso 420), es decir, con “la forma cómo se aprehende la realidad” (Ribeyro, La tentación del fracaso 366; 2013 42 y 133), entonces, el ángulo propio de su mirada elige el ojo de una cerradura desde el cual, si bien es cierto, no es viable trazar los planos de lo épico y la novela total, sí es posible en cambio efectuar las segmentaciones que posibilita el dispositivo del cuento (Ribeyro, La tentación del fracaso 295 y 367; “Ribeyro por Ribeyro” 73-74).

En un famoso pasaje de sus diarios de 1955, dice: “Yo veo y siento la realidad en forma de cuento y solo puedo expresarme de esa manera”; es decir que “mi inteligencia está dispuesta de tal manera que todos los datos que percibo se ordenan de acuerdo a cierto molde interior —¿categorías?— cuya estructura no puedo modificar” (Ribeyro, La tentación del fracaso 62).

Lo anterior vuelve revelador otro apunte íntimo donde dice haber hallado en Montaigne una “frase que me puede servir de epígrafe: ‘yo no enseño nada, cuento’” (Ribeyro, La tentación del fracaso 190). Frente a la condición inexorablemente provisional de todo pensamiento queda el consuelo del contar historias.

La referencia a Montaigne es pertinente, puesto que se trata de un pensador que, en medio de las querellas religiosas y las bruscas transformaciones socioculturales del siglo xvi, y a lo largo de un discurso ameno y divagatorio —los Ensayos—, expone una reconciliación con nuestra pequeñez incapaz de verdades definitivas y concluyentes lejos, sin embargo, de toda la amargura y dimisión. En primer lugar, como una advertencia contra la arrogancia, “enemiga pendenciera de la verdad” (Montaigne 1606). En segundo, como el pretexto más feliz para el encuentro con el otro por medio de la lectura, los viajes y la conversación que es el lugar más apropiado para canjear nuestros respectivos trozos de mundo. Dice Montaigne:

La persecución y la caza corren propiamente de nuestra cuenta; no tenemos excusa si la efectuamos mal y con impertinencia. Fallar en la captura es otra cosa. Porque hemos nacido para buscar la verdad; poseerla corresponde a una potencia mayor. [...] El mundo es solo una escuela de indagación. La cuestión no es quién llegará a la meta, sino quién efectuará las más bellas carreras (Montaigne 1385).

Exonerados de un triunfo que supera nuestras facultades, la existencia descansa sobre su modesta porción de realidad, ese punto nuestro único e irrepetible que es el mejor lugar donde contemplar el infinito, pues es sólo desde el fragmento y el instante que el infinito no deja de serlo, lejos de las grandes arquitecturas filosóficas y los amplios murales del arte y la literatura, destinadas por igual a la obsolescencia a causa de la vastedad inagotable de lo real.

La defensa de las “bellas carreras” es también la reivindicación de lo inacabado y diverso. La aceptación de la mudabilidad de las cosas y de nuestras representaciones de ellas. En ese sentido, y en contraposición a las promesas de una ciencia completa y definitiva, como en Descartes (26-27), Montaigne no ofrece las tranquilidades de los sistemas cerrados y dogmáticos a la manera de “palacios suntuosos en los que todo encaja”, sino únicamente un estado permanente de “movimiento y transformación” (Mèlich 42 y 89).

Desde “La vida gris” hasta “Surf”, la gran obra ribeyriana es el cuento, desde luego, a despecho de sus pocas novelas por las que siempre expresó insatisfacción. Pero también lo es ese conjunto de ejercicios sueltos y en apariencia inconexos: los artículos de La caza sutil, cada entrada de sus diarios, cada texto de las Prosas apátridas, las Cartas a Juan Antonio y Dichos de Luder, además de otros textos como sus inicios de novelas truncas y los “proverbiales” recogidos en su Antología personal. Una progenie de unidades mínimas con una escritura que se ve más resuelta en la siempre difícil composición de lo breve, que no es de ninguna forma literatura “menor”.

A todo esto, las “bellas carreras” no suponen ni abdicación ni mediocridad. Argumenta Odo Marquard: “respetar la finitud humana impide que nos formemos ilusiones de absoluto”, porque los humanos “no gozamos de una vida absoluta, sino de una vida” (49). En lugar de una existencia hay varias, cada una distinta de la otra, de modo que, si los conceptos no pueden aprehenderlas con la universalidad de sus modelos, nos queda el contar historias como la única forma de la cultura que nos permite describir nuestro andar terreno sin diluir ni traicionar su irreductible singularidad.

Es la intemperante ansiedad del resultado —como en la mentalidad exitista de nuestra época— la que despierta el ánimo dispuesto a la trampa y el atajo, por tanto al odio del proceso y de las formas. En cambio, el corazón volcado a la brevedad de cada uno de los pasos favorece la aceptación de lo contingente. Esa finitud que tan humanamente puede sublevarnos, pero que, en rigor, es lo que nos asegura el disfrute del caminar y el asombro continuo.

En Ribeyro, dice Peter Elmore, “el anhelo de aprehender un orden pleno y coherente deriva en aventuras existenciales que, aunque no alcancen las metas buscadas, resultan intrínsecamente valiosas”. Su balance es “escéptico pero no nihilista: aunque la plenitud sea un espejismo y su conquista una quimera, pierde más quien no siente su seducción y su llamado” (222-223).

Uno de los mejores conocedores de la obra ribeyriana, Ángel Esteban, señala, con algo de dureza, que el protagonista de “Silvio en El Rosedal” se convierte, tras no conseguir lo ansiado, “en estatua de sal, condenado a no buscar más, a no desear más” (155). Afirmación que luego el propio Esteban de alguna manera rectifica (156) al tomar de Dichos de Luder un texto que asocia el acceso a la certeza total como el arribo a un estado de quietud:

–Así como hay una palabra que ha dado origen a todas las palabras —dice Luder—, debe haber una sentencia que contenga todas las enseñanzas y toda la sabiduría del mundo. Cuando la descubramos el tiempo cesará de existir, pues habremos entrado a la era inmóvil de la perfección (Ribeyro, Dichos de Luder 19).

De ello se infiere que la condición que deriva del fracaso de Silvio no es la imperturbabilidad de una estatua, sino el movimiento que ha encontrado en sí mismo su propio fin, su propio sentido. La hacienda El Rosedal es un lugar alejado de la ciudad, rodeado de montañas, un lugar de decepción y de reencuentro, de derrota y de consuelo. Y ello porque, como afirma Philippe Ollé-Laprune, “la extensión del lugar en el que evoluciona importa poco: él (Ribeyro) se sitúa en el movimiento, no en la dimensión espacial” (Ollé-Laprune 69).

Por último, el movimiento es la dimensión también de los sonidos, de la música.

La música: alivio y comunión con los astros

En la poética ribeyriana, la música no se limita a ser un insumo entre otros. En su relación intelectual con la existencia y con el mundo, música y cuento están unidos por su común efecto de aceptación del carácter huidizo del presente. El instante fugaz que, sin embargo, no deja de ser nuestra única realidad.

Silvio Lombardi acepta la última de sus derrotas y ve en perspectiva la sucesión de los días que le quedan como la extensión de lo interminable y vacío, que sólo podría llenar con los sonidos de su violín descifrando esos signos más legibles para él que son las partituras de Bach, de quien por cierto decía Cioran que, ausente Dios, es lo único que puede hacer tolerable el vivir en este valle de lágrimas (Cioran 104).

Sin embargo, para Silvio, y para el propio Ribeyro también, la música no es el sólo medio con que se “ennoblece un fragmento de duración”, como diría Thomas Mann (219), sino que tiene, asimismo, el poder de hacernos olvidar el tiempo en que vivimos al transportarnos sobre él. No es casual que acuda a lo alto de la torre de la hacienda, como si se aupara por encima de la horizontalidad de lo terreno. En el centro de una noche iluminada, fueron testigos “las palomas y las estrellas” (Ribeyro, La palabra del mudo 158), dice el relato ribeyriano, agregando elementos visuales que dan a la escena un encuadre ciertamente pictórico a la vez que místico.

Aquí, pienso, la música concede al personaje del cuento algo más que la sola obtención de un alivio o un olvido. Quizá en el fondo lo que trata de decirnos es que la plenitud anhelada no se alcanza por medio de nuestros proyectos e intenciones, sino a través de otras modalidades de comunión, ritos como el tocar música que, de paso, involucra los sentidos, el cuerpo y cierto grado de inconciencia. La música es el pasaje secreto y no racional por donde se accede al orden de lo perfecto y lo divino.

Es significativo que Silvio logre la excelencia del violín justamente bajo un “cielo que resplandece”, encaramado a esa especie de “reducido observatorio” (Ribeyro, La palabra del mudo 166) que era la torre de la hacienda El Rosedal, en una soledad al fin libre de agitaciones, sugiriendo con ello que nuestra mejor relación con el absoluto no discurre a través de acciones, razonamientos y logros, sino por medio de la contemplación y la experiencia artística en una intimidad abierta a lo indefinido.

Por lo demás, el desenlace de “Silvio en El Rosedal” puede también ser leído como una referencia al ancestral “contacto con los astros” que el propio Ribeyro menciona en otros pasajes de su obra: en el cuento “La casa en la playa”, en Dichos de Luder y en una página de sus diarios. Durante un extravío nocturno entre las dunas del desierto en Ica (sur de Lima), el personaje principal de “La casa en la playa” y sus acompañantes interrumpen sus aventuras para dedicarse a admirar un firmamento que era “una titilante bóveda de plata” (Ribeyro, La palabra del mudo 379).

En segundo lugar, uno de Dichos de Luder cuenta que, tendido sobre la azotea mirando el cielo estrellado, dice Luder que es “uno de los pocos recursos que me quedan para entrar en tratos con el infinito” (Ribeyro, Dichos de Luder 34).

Y, en tercer lugar, en una entrada de sus diarios de 1977, un año después de escribir “Silvio en El Rosedal”, Ribeyro lamenta que las ciudades “oculten, velen, ensucien y opacan” el cielo que “es quizá el único contacto que nos queda con el infinito” (La tentación del fracaso 545), y en seguida describe su observación de las estrellas como una sensación no sólo “de haber sido absorbido por el ojo del universo, sino de estar mecido por un cántico. ¿Los poetas no hablan acaso de ‘la música de las esferas’?” (La tentación del fracaso 545).

Esta asociación entre lo sideral y lo sonoro no es un simple recurso literario. La cultura filosófica del autor de “Silvio en El Rosedal” favorece la presunción de que no debía ignorar el origen de la frase “música de las esferas”, que se remonta a la concepción que varios siglos antes de Cristo sostuvieron, en su escuela asentada en una colonia griega sobre la península itálica, los discípulos de Pitágoras, quienes, como cuenta Aristóteles, “pensaron que los elementos del número eran los elementos de todas las cosas” y que, por ello, “todo el universo era armonía y número” (Aristóteles 35).

Los pitagóricos creyeron que la disposición y el desplazamiento de los astros respondían a una regularidad de acuerdo con la cual todos los intervalos, distancias y proporciones entre ellos producían una sintonía conjunta. De ahí que el mundo pudiera ser llamado kosmos, que en griego significa “adorno” (Eco 82) y de donde viene también la palabra cosmética.

A su vez, el giro de los astros según “leyes numéricas y proporciones armónicas” produce una “música de las esferas” que “las deficiencias de nuestra naturaleza nos impiden percibir” (Fubini 53), de ahí que la armonía de la música que los mortales crean e interpretan guarde una analogía con la armonía del universo al tener por “fundamento común el número y la ley matemática” (Fubini 53).

La escuela pitagórica fue la primera en la historia en llegar a formular una teoría musical sólida y coherente, como sostiene Enrico Fubini, y también la primera en ver en este arte una auténtica “medicina para el alma” por su función “purificadora” y su poder “catártico” (Fubini 55). Sin duda, ningún efecto más oportuno para las desventuras de un solitario y desengañado Silvio Lombardi.

Como dice el ensayista español Ramón Andrés, desde los pitagóricos hasta los filósofos más contemporáneos (Popper, Santayana, Jankélevitch, Sloterdijk), “la música ha sido admitida como un medio capital con el que una persona puede expresar la experiencia fundamental de la trascendencia”, con una fuerza que “sobrepasa nuestra capacidad de razonamiento” (434).

Aquí es donde, posiblemente, la afición musical de Silvio Lombardi, su ejecución solitaria y perfecta del violín, actúa como una reparación, como una disolución de sus penas e imposibilidades en la gran sinfonía cósmica a través de las notas de su instrumento de cuerda. La música no sólo ayuda a Silvio a aceptar el transcurrir insulso de las horas, sino que además justifica su vida confirmando su participación en la inmensidad como un gozo privado que no es posible compartir.

La música y el contar historias

Al margen de todo lo anterior, pienso que no deja de ser cierto que la música es, para Silvio, lo que el contar historias para Ribeyro: una forma de aligerar el peso del tiempo y el espacio, y de elevarnos por encima del suelo áspero de la existencia. Una vida gris y anhelante logra fluir, sin embargo, cuando cada punto de su trayecto se ocupa con sonidos y palabras.

Como al tablista de su cuento “Surf” al que la ola perfecta “conducía sin perder el equilibrio” hacia “la eternidad” (Ribeyro, La palabra del mudo 21), las canciones nos ayudan a atravesar distintas duraciones sin notoriedad, y vuelven llevaderos los tramos de la espera, la longitud de una travesía, el arduo trabajo en el campo bajo el sol o el dulce pasear a un bebé hasta su sueño. Comenta Ítalo Calvino: “el cuento es un caballo: un medio de transporte, con su andadura propia, trote o galope, según el itinerario que haya de seguir” (٥٢-٥٣).

Sheherezada cuenta historias que interrumpe hábilmente para llegar a ver la luz del día siguiente. Es la avidez de la continuación del relato lo que devuelve al sultán que la escucha el interés por la vida que una traición le ha arrebatado. Las mil y una noches dejan de ser tan numerosas en la voz de Sheherezada. En la cuentística de Ribeyro, pienso, la cima del contar historias llega después con “Sólo para fumadores” (incluido en un libro de cuentos homónimo publicado en 1987), pues allí reanuda el desenlace musical de “Silvio en El Rosedal”.

“Sólo para fumadores” refleja el conjunto de su producción narrativa por medio de un cuento que es muchos cuentos y es, sobre todo, el ejercicio más puro del narrar historias, una tras otra, dado que la culminación del texto no llega como producto de un desenlace, sino que simplemente se interrumpe. Siguiendo en este punto la terminología de Marco Kunz, citada por Paloma Torres (34), “Sólo para fumadores” tiene un final discursivo, pero no un desenlace propiamente dicho, entendido éste como aquello que da forma y unidad interna y significativa a la articulación de una historia o una trama.

Al hilo de su vínculo biográfico con el tabaco, una mezcla indiscernible de memoria personal y libre imaginación desplaza al autor a lo largo de distintos escenarios, compañías, trabajos, etapas, pensamientos, escritores leídos y la propia vocación literaria, y es sólo la inminente falta de su provisión de nicotina lo que lo obliga a abandonar su escritorio. Con la sensación de que el final queda abierto a una virtual continuidad sin término, sujeta a una nueva dotación de cigarrillos, puesto que “escribir es un acto complementario al placer de fumar” (Ribeyro, La palabra del mudo 262).

Y qué poder metafórico el del cigarro: un puñado de hebras finas y entreveradas, una selva en miniatura que un envoltorio de papel encierra, y cuyas cenizas volátiles son, como las de nuestros cuerpos, el precio que se paga por el resplandor que se produce. Recientemente un ensayo de Paul Baudry ha mencionado la doble experiencia de la temprana pérdida del padre y la enfermedad propia como impulsos del anhelo de “permanencia” que inspira a toda la obra ribeyriana (Baudry 60 y 314).

En su novela La náusea, Sartre escribe: suena el jazz, “no hay melodía, solo notas” que “no conocen reposo. Me gustaría retenerlas, pero sé que si llegaría a detener una, solo quedaría entre mis dedos un sonido canallesco y languideciente” (Sartre 38). Aceptar la muerte de cada punto sonoro es lo que nos permite merecer la melodía, y la fuga de cada “ahora” es el único pasaje que conduce a la mirada del conjunto.

Al abolir la queja por un pasado sin grandeza, así como el alboroto de un futuro que no llega, o, como diría Peter Elmore, “emancipado de la ilusión” de que su rumbo esté sujeto “a un guion metafísico o a un plan concebido por un Autor trascendente” (Elmore 214), Silvio Lombardi se entrega por entero a lo único que realmente posee: cada presente, cada nota de la partitura, es decir, el ahora pasajero que la música le ha enseñado a recibir y también a dejar partir, puesto que aferrar lo querido sólo podría desfigurarlo. Al mismo tiempo que su recogimiento artístico entraña la promesa de una comunión profunda e inexpresable con lo trascendente, ese orden de la armonía y el sentido que escapa a los medios más comunes concedidos a los mortales.

Conclusión

En “Silvio en El Rosedal”, una sucesión de fracasos lleva a su protagonista a quedarse rezagado a solas con sus deseos. Sin embargo, en paz consigo mismo gracias a la disciplina que mejor acompaña la marcha de sus latidos: la música; del mismo modo que el contar historias reconcilia al escritor del cuento con su escepticismo como imposibilidad de la certeza total. Desposeído de una razón de ser que atenúe el dolor y vuelva soportable la desgracia, el único sentido que queda asequible es el que el escritor procura en cada una de sus breves narraciones, como el acto de una resistencia frente a la inclemencia del sinsentido exterior.

La vida humana es el desarrollo de una ignorancia irreversible pero dignificada por la creación del arte y la palabra. Caminamos a tientas y quizá no arribamos nunca a ningún lado, pero caminamos dejando el testimonio de un rastro de antorchas que se encienden y apagan en un espectáculo que no tiene comparación en el universo.

Al fin y al cabo, todas nuestras sofisticaciones caen para dejar a la vista lo que seguimos siendo, seres encorvados casi desnudos en torno al fuego primigenio que nos abriga y que, una noche remota, engendró para siempre el hábito de contar historias bajo el cielo endurecido de una cueva o bajo el cielo sin fondo de la intemperie de la noche.

La práctica del cuento en Ribeyro termina siendo no tanto la derrota del deseo de sentido, sino más bien el replanteamiento definitivo de que el sentido para el humano no está en otra parte que no sea en la búsqueda misma y en cada uno de los instantes de su trayecto.

Dice Ribeyro en sus diarios:

Ayer empecé por quincuagésima vez mi cuento ‘Silvio en El Rosedal’ y no pasé de las dos páginas [...] siento que la vida se me escapa, y con ello prácticamente todo por hacer. Pero quizás este ‘por hacer’ sea lo que me mantiene en vida. Si todo estuviera ya hecho, no haría el menor esfuerzo por vivir (La tentación del fracaso 499).

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