Dirección espiritual y tanatología filosófica en las cartas de Séneca a Lucilio

Spiritual Direction and Philosophical Thanatology

in Seneca’s Letters to Lucilius

Jorge Antonio Bárcena Reynoso

Universidad de Guadalajara, México

barcenareynoso@gmail.com

Resumen: El presente artículo es un análisis de la preparación para la muerte a la luz de la práctica de la dirección espiritual estoica en las cartas de Séneca a Lucilio. Mi objetivo es examinar los componentes filosóficos y terapéuticos de la tanatología de Séneca en el marco de su psicagogía, es decir, del arte de “conducir el alma”,1 de guiar al otro hacia el desarrollo de una nueva disposición ante la vida y la muerte. En vista de esto, analizo los recursos en la dirección y el progreso filosóficos encaminados a dos horizontes tanatológicos: 1) el valor de la muerte y 2) la transitoriedad de la vida. En el fondo, son recursos psicagógicos que Séneca emplea con la finalidad de enseñar al otro a liberarse del miedo a la muerte y a vivir de forma coherente una vida mortal y plena.

Palabras clave: Estoicismo, muerte, tanatología, psicagogía, terapia.

Abstract: The present article is an analysis on the preparation for death in light of the practice of Stoic spiritual direction in the letters to Lucilius. The main intention is to examine the philosophical and therapeutic tenets of Seneca’s philosophical thanatology within the framework of his psychachogy, that is, the “art of leading the soul” through the development of a new disposition towards life and death. On account of this, I will examine the resources employed by the spiritual director in an effort to guide the apprentice through a progressive understanding of two thanatological horizons: 1) the value of death and 2) the transience of life. These are psychcagogical resources that Seneca uses with the purpose of teaching others to free themselves from the fear of death and to live coherently a mortal and full life.

Keywords: Stoicism, death, thanatology, psychagogy, therapy.

Recibido: 6 de septiembre de 2024

Aceptado:11 de noviembre de 2024

doi: 10.15174/rv.v18i35.820

Introducción

De acuerdo con Séneca, la mayoría de las personas teme a la muerte y se aferra a la vida: huyendo vanamente de la muerte viven como si fueran inmortales y aplazan lo importante mientras la vida transcurre. Detrás de esta paradójica actitud hay una representación de la muerte, basada en opiniones, creencias y juicios falsos, que genera tormento y confusión. Según los estoicos, es posible corregir esta concepción de la muerte —así como los miedos, deseos y conductas derivados—, aceptar nuestra mortalidad y disponernos a salir de la vida con tranquilidad. La preparación para la muerte es un aspecto integral del estoicismo y de la práctica de dirección espiritual de Séneca.

El objetivo de este artículo es el análisis de la meditación sobre la muerte en el ámbito de la psicagogía de Séneca. En la primera parte, describo y analizo las bases de la dirección en las cartas de Séneca a Lucilio: ¿en qué consiste?, ¿cómo se practica?, ¿cuál es su fin?, ¿cuáles son los recursos principales?, ¿para qué es necesario un director? y ¿cómo saber si hay progreso? En la segunda parte, ofrezco un examen de la tanatología filosófica de Séneca a la luz de la dirección y a partir de dos horizontes de comprensión: 1) la muerte es indiferente y 2) la vida es efímera.

La dirección espiritual2

Aunque se sabe muy poco acerca de la dirección espiritual en el estoicismo antiguo (Hadot 1998, 235-236),3 gracias a las Disertaciones de Musonio y Epicteto, pero, sobre todo, a las cartas a Lucilio, tenemos un conocimiento claro de esta práctica filosófica en el periodo romano. De acuerdo con Séneca, la filosofía necesita de un guía que muestre el camino no sólo con sus palabras, sino también con su vida, su ejemplo y sus acciones.

La psicagogía —conducción del alma o dirección espiritual— es una actividad de orientación y progreso, encaminada a la sabiduría y a la virtud, que presupone la relación entre un director y un aprendiz. Sobre el asunto, las cartas de Séneca no sólo constituyen un testimonio, sino, además y sobre todo, una verdadera problematización. En este sentido, a lo largo de las epistulae se plantean cuatro problemas fundamentales: 1) el objetivo de la dirección, 2) la necesidad de un guía, 3) la cuestión del método y 4) la medida del progreso. Antes de comenzar el análisis, conviene, por un asunto de contextualización, definir la relación de la filosofía con la dirección.

Según la tradición, el estoicismo se divide en tres ámbitos filosóficos: la ética, la física y la lógica (ep. 89, 9). El primero “configura el alma”, el segundo “investiga la naturaleza” y el tercero estudia las reglas del razonamiento (ep. 89, 9). Más que los componentes de un sistema teórico, son las partes del discurso de la filosofía que se divide con la finalidad de facilitar su enseñanza, pero que debe unirse, es decir, integrarse, en la práctica. Como otros estoicos, Séneca insiste en que la filosofía no es sólo un discurso, sino, sobre todo, un camino hacia la sabiduría (ep. 89, 6-8), en cuyo tránsito se implican mutuamente el “saber” (scientiam) y el “hábito del alma” (habitum animi), es decir, el conocimiento y la doctrina, la prudencia y el ejercicio (ep. 94, 48-49). Puesto que la meta del director es encauzar el ordenamiento del alma a través del disciplinamiento del valor, el impulso y la acción, el fin de la dirección espiritual estoica es ético.

Para definir el objetivo de la dirección, Séneca recurre a la analogía médica (ep. 120, 5). En el centro de su planteamiento está la comparación de la “enfermedad” (morbus) con las pasiones y los vicios, raíz del diagnóstico y tratamiento de las llamadas enfermedades del alma. Sobre la base de esto, los razonamientos y ejercicios filosóficos son descritos en términos de remedia y cūrātiōnēs; se concibe al director como médico del alma, al esclavo de las pasiones como enfermo, al que empieza a dominarse como paciente, al que se ha liberado como sano. Sin embargo, consideremos que los estoicos llaman “pasiones” (affectūs) a los impulsos irracionales —como la ira y el miedo— que provienen de creencias, opiniones y juicios falsos, y no a cualquier clase de respuesta emocional. Dicho esto, el objetivo del director es guiar a otro a través de un proceso terapéutico: la curación del alma, es decir, la liberación de los males, las pasiones y los vicios4 perturbadores que impiden la tranquilidad.5

Ahora bien, proclamar que la consecución del fin de la filosofía necesita de un guía constituye una afirmación polémica que debe matizarse. Séneca no concibe la dirección espiritual como conditio sine qua non de la filosofía, sino como práctica complementaria y útil. En consecuencia, reconoce que algunos han sido capaces de lograr el máximo bien sin ayuda y por su propio esfuerzo y, sin embargo, considera que la mayoría “precisa de alguien que le alargue la mano, que le empuje hacia afuera” (ep. 52, 2). En otras palabras, más que imprescindible, la dirección es conveniente: lo verdaderamente necesario es la razón6 y la filosofía. De aquí surgen dos consideraciones fundamentales: ¿por qué es necesario un guía? y ¿por cuánto tiempo?

Ante todo, arguye Séneca, se necesita un director que ayude a combatir la “insensatez”,7 obstáculo principal de la sabiduría. Insensata es la persona de voluntad débil, confusa y vacilante, que desea ir en un sentido, pero se ve arrastrada en la dirección opuesta. A menudo, a pesar del deseo por mejorar, el paso del aprendiz es inconstante: no persevera, se contradice, reincide en los mismos errores. La primera función del director está en la liberación de la insensatez y el disciplinamiento de la voluntad; su objetivo es enseñar a querer de forma libre, perfecta y constante el bien supremo.8

La segunda función se deriva de lo anterior. La insensatez entraña un conflicto de fuerzas, una tensión que, por un lado, se representa con la dicotomía moral del placer y la virtud, y, por el otro, con la contraposición de las opiniones vulgares y la filosofía. De acuerdo con Séneca, no hay peor intérprete de la realidad y guía que el pueblo (Séneca, Vit. beat. 2, 2), que va detrás del poder, la riqueza y la fama, por considerar que son los bienes más preciados; en contraste, los estoicos afirman que los bienes de la fortuna son indiferentes, y para la felicidad basta con la virtud. Para superar la tensión entre el bien y el placer,9 se necesita un “guía” (monitor) que señale el camino de la naturaleza; un “abogado” (advocātus) que dé órdenes contrarias a las del vulgo; un “preceptor” (custōs) que inste a rechazar las falsas creencias.

De este modo, tenemos necesidad de un guía 1) para liberarnos de la insensatez, la irresolución y la inconstancia; 2) para dirigir la atención a la sabiduría, y replantearnos el valor y la búsqueda del bien. Pese a nuestra capacidad, casi nadie tiene la fuerza suficiente para salir por sí mismo de esta disposición, modificar su pensamiento y disciplinar su voluntad. Sin embargo, advierte Séneca, la relación de dirección no debe ser permanente. Guiar por el “camino recto” no significa impartir órdenes y someter a una voluntad, sino orientar a otro en tanto que comienza a saber guiarse.10 Eventualmente, el aprendiz debe, por sí mismo, alejarse del vulgo, saber en qué consiste el bien y cuál es la mejor conducta. En otras palabras, debe abandonar el estado de tutela, no depender del director ni de los pensamientos de otros, incorporar y poner en práctica lo aprendido; lo importante, dice Séneca, no es recordar la enseñanza aprendida sino saber: “saber es hacer suya cualquier doctrina sin depender de un modelo, ni volver en toda ocasión la mirada al maestro” (ep. 33, 8).

Como puede observarse, la libertad es fundamento y condición de la dirección espiritual. En principio, es necesaria como medio de liberación, porque el aprendiz, esclavo de opiniones, pasiones y deseos, no se pertenece a sí mismo. Entonces, el director debe guiar al otro con vistas a liberarlo, guiarlo en la medida en que se libera de las mociones que le impiden ser dueño de sí (ver ep. 20, 1. Cf. eps. 19, 12; 42, 10; 62, 1; 71, 36). Los directores no son amos, sino guías, cuyos preceptos deben exhortar, y no mandar. La relación de dirección se justifica por su función emancipadora, por la intención de llevar al otro a la autonomía, la autosuficiencia y el “dominio de sí mismo”.11 Se trata de orientarlo en el desarrollo de esa disposición que los estoicos llamaron apatía o inteligencia libre de pasiones, de entrenarlo para resistir los golpes de la fortuna (ep. 51, 9).

Este camino de liberación y disciplinamiento se rige por actitudes y técnicas que definen un modo de proceder. Séneca compara al director con un arquero que busca dar siempre en el blanco, fallar lo menos posible, es decir, acertar en la dirección (ep. 29, 3). Para dirigir de forma oportuna es necesario adoptar una perspectiva pedagógica: se debe elegir el modo de dirigir en función del aprendiz. Ante todo, el remedio debe ser útil al paciente y, por ello, la elección de la estrategia dependerá de una determinada condición psicológica y moral. La cuestión del método, ¿cómo practicar la dirección?, se relaciona, entonces, con dos elementos indispensables: 1) los recursos psicagógicos y 2) la disposición de los aprendices.

¿Cuáles son los recursos principales de la dirección senequiana? Los preceptos (praecepta) y los principios (decreta). En las cartas 94 y 95, Séneca explica en qué consiste la esencia, la función y el valor de estos recursos en la búsqueda de la sabiduría y la virtud. A partir de una discusión con Aristón de Quíos (ep. 89 y 94),12 defenderá la utilidad de los preceptos y el preceptor, intercediendo a favor de la dimensión parenética de la filosofía; después, reconocerá los límites de los preceptos morales y abogará por la necesidad de principios filosóficos.

A diferencia de Aristón, Séneca afirma que la parte preceptiva de la filosofía, en la que uno se sirve de mecanismos de persuasión y disuasión para advertir a otro sobre el camino recto, es útil. Aunque por sí mismos los preceptos no sirven para disipar los errores de la mente,13 pueden ser de gran provecho, siempre y cuando atiendan los principios14 de la filosofía. Dicha afirmación se basa en el siguiente razonamiento. Tanto los preceptos como los principios preceptúan, es decir, orientan a la acción, sólo que los primeros lo hacen de forma particular, y los segundos, de forma general. El principio señala el fin de la filosofía; el precepto, la conducta sensata. De modo que la utilidad de los preceptos depende de su relación con los principios, vale decir de su concordancia.15 No se oponen a los principios, sino que, perfilados hacia el horizonte de la filosofía, refrescan la memoria y aclaran las enseñanzas, a través de la exhortación y la admonición.

Como Aristón, Séneca entiende que sólo mediante los principios de la filosofía y el conocimiento del bien supremo se puede alcanzar la sabiduría y el buen juicio, aprender a distinguir el bien y el mal de aquello que no lo es (ep. 90, 28). Sin embargo, su perspectiva pedagógica lo lleva a reconocer la utilidad de los preceptos en el progreso filosófico, considerando la disposición actual y concreta del aprendiz (ep. 94, 30). Al respecto, en las cartas a Lucilio encontramos más de una forma de ubicar la situación de los aprendices. Una clasificación que Séneca atribuye a Epicuro, distingue los caracteres flexibles y bien dispuestos de aquéllos que son difíciles y laboriosos. Asimismo, reconoce tres clases de hombres: 1) los que son capaces de abrirse el camino de la sabiduría por su propio esfuerzo; 2) los que necesitan la ayuda de los demás, pero se muestran dispuestos a seguir el camino; 3) los que sólo bajo presión se les puede empujar por la senda del bien y necesitan un guía, un colaborador y un corrector (ep. 52). Otra clasificación habla de las clases de proficientes: 1) los que han escapado a las enfermedades del alma, pero todavía no a las pasiones; 2) los que libres de las enfermedades del alma y las pasiones pueden recaer en los mismos defectos; 3) los que se han librado de muchos y grandes vicios, pero no de todos (ep. 75).

Del reconocimiento de las clases de aprendices se deriva la siguiente conclusión. No se puede recurrir a las mismas técnicas en todos los casos porque los proficientes son psicológica y moralmente diferentes. Entre la disposición del proficiente, digamos, de la primera clase y el que pertenece a la segunda existe una diferencia de grado; en cambio, la diferencia entre el sabio y el proficiente es de tipo: “la diferencia, lo repetiré, entre el varón de sabiduría consumada y el proficiente, es la que existe entre el sano y el paciente que mejora en una enfermedad grave y prolongada” (ep. 72, 6). A partir de su propia condición y con ayuda del guía, cada aprendiz tendrá que avanzar paulatinamente por el camino de la sabiduría; la cuestión entonces es, ¿cuál es la medida del progreso?

En las cartas a Lucilio, la cuestión del progreso (prōfectus) en la filosofía gira en torno a la relación de la sabiduría y la virtud con los actos. De acuerdo con Séneca, no debe medirse el progreso por la sola comprensión de los discursos filosóficos, sino, ante todo, por la concordancia de las palabras y los hechos, del saber y la rectitud del alma. De aquí se desprende una exhortación indispensable para todo proficiente: esfuérzate en hacerte mejor cada día y “comprueba tu progreso no por lo que dices o escribes, sino por la firmeza del alma y por la disminución de los deseos. Demuestra las palabras con los hechos” (ep. 20, 1; cf. ep. 20, 2).

La filosofía —insistirá Séneca una y otra vez— ni es filología ni es retórica: “no se funda en las palabras, sino en las obras” (ep. 16, 3); no debe enseñarnos a disputar, sino a vivir, pues su verdadero propósito es perfeccionar el alma, no cultivar el ingenio. En otros términos, el deber del filósofo es contemplar y actuar a la vez. La exigencia de “que las obras concuerden con las palabras” (ep. 20, 2), de que el sabio sea congruente, es una exigencia moral; tanto la comprensión como las decisiones deben concordar con la virtud, es decir, con la recta razón (ep. 66, 32), lo cual quiere decir, en último término, “obrar rectamente”. Desde luego, esta concepción de la filosofía determina las condiciones del verdadero progreso hacia la sabiduría.

Para Séneca, ni el arreglo personal, la barba sin cortar y el cabello desaliñado, ni la declaración de desprecio hacia los objetos, símbolos de la opulencia y el poder, son, necesariamente, señales de progreso filosófico (ep. 5). Tampoco lo son la comprensión del discurso teórico, la memorización de máximas y la destreza en los silogismos. La medida del progreso está en lo que señala que uno ha comenzado a enmendar la disposición de su alma: comprueba tu progreso por la firmeza de tu alma, la moderación de los deseos y la extirpación de las pasiones, ¿te has liberado de alguna opinión que oprimía tu ánimo?, ¿has comenzado a practicar lo aprendido?, ¿te has vuelto más fuerte ante los golpes de la fortuna?

Una última palabra sobre todo esto. La congruencia es una exigencia que interpela tanto al proficiente como al director. En el primer caso, como medida de progreso; en el segundo, como condición de elegibilidad. Se han de elegir como guías del arte de vivir únicamente “a los que aleccionan con su vida, que, una vez han dicho lo que se debe hacer, lo demuestran con sus obras, que enseñan lo que se debe evitar, sin que se les sorprenda jamás realizando lo que ellos han aconsejado rehuir” (ep. 52, 8).

La preparación para la muerte

¿Qué es la muerte? La concepción objetiva, precisa y verificable, en términos estoicos, la representación comprehensiva (D. L., VII, 46), se limita a señalar que la muerte es la “conclusión” (exitus) de la vida: “el final que la naturaleza determinó” (ep. 70, 14).16 Esto significa que estamos ante un acontecimiento necesario y universal, en otras palabras, que, sin distinción alguna, a todos nos espera la muerte inevitable (ep. 91, 16; 123, 16; 78, 6. Cf. Séneca, Nat. Quaest. II, 59, 5). A la mayoría de las personas saber que va a morir le produce un temor profundo que perturba su mente y llena su vida de angustia. La constante incitación de Séneca a combatir esta pasión irracional y aprender a morir descubre las bases de una preparación para la muerte en el ámbito de la dirección espiritual. Para abordar esta cuestión en las cartas, tomo como punto de partida el precepto más general “medita sobre la muerte” (meditare mortem):17

‘Medita sobre la muerte’, o si tal pensamiento puede ser interpretado por nosotros con mayor elegancia así: ‘Es una gran cosa aprender a morir’. Piensas, quizá, que es superfluo aprender aquello que nos ha de ser útil una sola vez: es ésta precisamente la razón que nos impulsa a meditar; hay que aprender continuamente aquella lección que no podemos saber si la hemos aprendido o no.

‘Medita sobre la muerte’. Quien esto dice, nos exhorta a que meditemos sobre la libertad. Quien aprendió a morir, se olvidó de ser esclavo; se sitúa por encima o, al menos, fuera de toda sujeción. ¿Qué le importan la cárcel, la guardia, los cerrojos? tiene abierta la puerta. Una sola es la cadena que nos mantiene sujetos: el amor a la vida; este sentimiento, aunque no lo debamos rechazar, hay que reducirlo de tal manera que, si alguna vez las circunstancias lo exigieren, nada nos detenga ni nos impida que estemos preparados a realizar al instante lo que algún día es preciso que realicemos (ep. 26, 9-10).

Para Séneca, el aprendizaje de la muerte es tanto comprensión como liberación. Por un lado, “medita sobre la muerte” equivale a decir “comprende que debes morir”; por el otro, “libérate del miedo a la muerte” y del apego a la vida. Tomar conciencia de la mortalidad debe conducir a una revaloración de la muerte: no puedes escapar (effugere) a la muerte, solamente despreciarla (contemnere) (ep. 107, 3), esto es, aprender a tenerla en poco. En cuanto a liberarse de esas inquietudes que oprimen el espíritu y someten la voluntad, hay una diferencia importante: mientras el miedo a la muerte es una pasión angustiante que es necesario expulsar (expellere), el amor a la vida es un sentimiento irrevocable que sólo podemos y debemos aprender a reducir (minuere).18 En último término, la exhortación se dirige al desarrollo de una nueva disposición ante la vida (ep. 24, 25) y la muerte (ep. 78, 5).

Ante la vida, el desprendimiento; ante la muerte, la indiferencia. Estas actitudes deben ser interdependientes y complementarias, formar esa armonía entre la razón y la voluntad que los estoicos llaman sensatez. El uso de principios, preceptos y ejercicios para guiar a otro por el camino de la liberación del miedo y la disminución del apego, del desprecio de la muerte y, en consecuencia, de la disposición a salir de la vida, constituye la parte tanatológica de la dirección espiritual. Desde mi punto de vista, Séneca se propone encauzar los pasos del proficiente en función de dos horizontes de comprensión: 1) la muerte es una de las cosas indiferentes y 2) la vida es breve. El primer horizonte presenta dos desafíos: por un lado, comprender que la muerte no es un mal y que no depende de nosotros; por el otro, examinar y corregir la concepción perturbadora de la muerte. Posteriormente, el desafío del segundo horizonte está en comprender que no sólo no depende de nadie morir, tampoco depende de nosotros cuánto vamos a vivir. En conjunto, la preparación para la muerte es una condición necesaria del arte de vivir, pues sólo podemos aprender a vivir de forma plena nuestra vida mortal.

Primer horizonte tanatológico: la muerte es indiferente

El primer horizonte tanatológico pertenece a la parte de la ética que consiste en asignar el valor a cada cosa (ep. 89, 14). El problema en cuestión es el siguiente: ¿cuál es el verdadero valor de la muerte? Mientras la tradición juzga que “la muerte es el mayor de los males” (Séneca; Cf. Platón, Apol. 29a, 40a-b; Fed. 68d; D. L., X, 125; Lucrecio, DRN III, 915), los estoicos argumentan que se trata en realidad de un asunto indiferente. En este contexto, el precepto de Séneca “desprecia la muerte” significa tanto apreciar como depreciar, ya que “estimar” el “valor” de la muerte supone la revaloración y desvaloración de un juicio moral que infunde terror. Justamente porque esa convicción desencadena un miedo que todo lo vuelve deplorable, modificar el valor de la muerte —es decir, comprender que es cosa indiferente— es una de las condiciones necesarias de la tranquilidad, la virtud y el dominio de sí.19

Lo fundamental de la valoración de Séneca sobre la muerte está en los siguientes pasajes de la carta ochenta y dos:

[...] nosotros clasificamos la muerte entre las cosas indiferentes que los griegos llaman adiáphora. (§10). [...] Existe también, Lucilio, entre aquellas cosas que denominamos neutras una gran diferencia. En efecto, la muerte no es indiferente como lo es tener un número par o impar de cabellos: la muerte se cuenta entre aquellas cosas que, en verdad, no son malas, pero que tienen apariencia de mal. (§15) [...] Por ello, aunque la muerte sea una cosa indiferente, no es de tal condición que pueda fácilmente desdeñarse: con asiduos ejercicios debe robustecerse el ánimo, a fin de que soporte la presencia y la proximidad de aquella. La muerte debe menospreciarse más de lo que se acostumbra; porque nos hemos creído muchas historias sobre ella [...] (§16).

Como puede observarse, hay en estos pasajes cuatro afirmaciones relevantes: 1) la muerte es “indiferente” (indifferēns); sin embargo, 2) tiene “apariencia de mal” (mali speciem); por esta razón, 3) no es fácil despreciarla, sino que 4) es necesario fortalecer el ánimo con constantes ejercicios y perseverar en su desprecio. El fundamento teórico de esta revaloración está en el principio fundamental del estoicismo; el fundamento ascético, en dos ejercicios: el examen de las representaciones y la premeditación sobre los males.

De acuerdo con los estoicos, hay cosas que son buenas, otras malas y otras indiferentes. La función de este principio es la de distinguir dos ámbitos de la vida: el de la moralidad y el de la naturaleza. El ámbito del bien y el mal se determina por la libertad, es decir, por la elección del agente que se resuelve a hacer algo que depende de sí y, por lo tanto, es imputable.20 De ahí la segunda regla vital: nada es bueno sino el bien moral21 y nada es malo sino el mal moral,22 o, para usar otra fórmula, bueno y malo sólo puede ser lo que depende de nosotros, pues lo que no depende de nadie23 carece de responsable. En contraste, el ámbito de la naturaleza se determina por la necesidad, es decir, por aquello que no podemos cambiar: lo forzoso, lo inevitable, lo que ocurre según las causas del orden universal. Frente al reino de la necesidad y el destino los estoicos cultivan la indiferencia, pero, ¿qué significa esto? Las cosas “indiferentes” (D. L., VII, 61; Estobeo, Ecl. 2, 18) son 1) moralmente “neutras” (D. L., VII, 92, 102) y 2) “no dependen de nosotros” (Epicteto, Enq. §1). En el primer sentido, son indiferentes porque no benefician ni dañan, porque no contribuyen a la felicidad ni a la desdicha (D. L., VII, 102, 104); en el segundo, porque son ajenas a la voluntad.

La sabiduría práctica24 de los estoicos consiste en distinguir lo bueno y lo malo de aquello que no lo es, y en cultivar, a partir de esto, una disposición racional: ocuparte de lo que está en tus manos, despreocuparte por lo que está fuera de tu control.25 A la luz de este principio, sitúan a la muerte entre las cosas indiferentes, ya que morir es un acontecimiento natural y necesario al margen de la voluntad y, como tal, no puede ser bueno ni malo, no depende de nosotros. A pesar de esto, la muerte es una de las cosas indiferentes que provoca rechazo por su apariencia de mal, como el poder y la riqueza provocan atracción por su apariencia de bien. Por esta razón, Séneca afirma que despreciar la muerte no es un asunto trivial y simple, como lo puede ser el desinteresarse por tener o no pelos en la cabeza (ep. 82, 15. Cf. D. L., VII, 104), sino “una de las mayores gestas del espíritu humano” (ep. 82, 17).

Tanto el examen de las representaciones como la premeditación de los males futuros ocupan un lugar determinante en el desprecio de la muerte. De acuerdo con Séneca, la muerte nos angustia por una “prolongada creencia” (longa persuasio: ep. 82, 17)que aceptamos sin cuestionar. Frente a esto, el primer ejercicio consiste en someter a examen las falsas opiniones o desenmascarar a la muerte; el segundo, en representarse sin prejuicios y anticipadamente la llegada de la muerte como algo inminente que no tiene nada de temible.

El trasfondo psicológico y terapéutico de estos ejercicios es la concepción cognitiva de las pasiones de la Stoa.26 Desde Zenón de Citio, los estoicos han definido las pasiones como movimientos irracionales del alma que involucran juicios de valor (D. L., VII, 110-111. Cf. Cicerón, Disp. Tusc. III 6, 12). En una pasión, como la ira y el miedo, el desencadenante de la agitación del ánimo y el impulso a la acción, de la emoción y la conducta, es un juicio que formamos a partir del “asentimiento”, es decir, de aceptar y aprobar como verdadera una determinada “impresión”. En este sentido, más que impulsos involuntarios o propensiones naturales, las pasiones son respuestas afectivo-cognitivas o disposiciones irracionales que depende de nosotros modificar.27

En este sentido, los estoicos consideran que el origen del temor, la pasión que paraliza el ánimo y provoca la huida, es asentir a la impresión aparente de un daño: suponer que estamos ante un mal. El miedo a morir no proviene del conocimiento puro de la mortalidad —i. e. el hecho de saber que moriremos algún día28—, sino de aceptar como verdadera la opinión de que la muerte es el más terrible de los males. De aquí la conocida fórmula de Epicteto, no nos perturba la muerte, sino la opinión sobre la muerte;29 o, para decirlo con Séneca, no nos asusta la muerte, sino sus máscaras y atuendos, es decir, su apariencia de mal (ep. 24, 13). Aclarado el diagnóstico, pasemos a la exhortación:

Examina primero si hay indicios seguros del mal venidero, porque a menudo nos angustian las suspicacias y nos engaña aquel mismo rumor que suele acabar con ejércitos enteros y, mucho más, con los individuos. Así es, querido Lucilio: fácilmente nos sumamos a la opinión pública; no sometemos a crítica los motivos que nos impulsan al miedo, ni los ponemos en claro, sino que temblamos y volvemos las espaldas como aquellos soldados a quienes el polvo levantado por los rebaños, en su huida, ahuyentó del campamento o a quienes atemorizó algún rumor esparcido sin fundamento (ep. 13, 8).

¿Cuáles son los motivos, las opiniones y los juicios que impulsan el miedo a morir? Principalmente, afirmar que la muerte nos traerá grandes sufrimientos y nos privará de grandes bienes. Lo primero y lo más decisivo es retirar el consentimiento y disponerse a razonar si la muerte es capaz de hacernos daño o se trata sólo de un mal aparente. En las cartas a Lucilio, hay más de un razonamiento que se dirige al cuestionamiento de las opiniones sobre la muerte; consideremos lo siguiente a manera de ejemplo: 1) “la muerte es el final de los males” (ep. 4, 3) y 2) “no hay nada más lejos de ser un mal que la muerte” (ep. 30, 6). Ambos se utilizan con la intención de guiar el rechazo de falsas opiniones sobre la muerte. Si la muerte es la conclusión de la vida y, como tal, constituye el límite de toda experiencia sensible, no puede ocasionarnos ningún mal ni privarnos de ningún bien. Todo lo que juzgamos como bueno y malo se refiere a unas determinadas vivencias, que los ignorantes atribuyen al concurso de la fortuna y los estoicos restringen al ámbito de la libertad. Por oposición, “la muerte es el no ser” (mors est non esse: ep. 54, 4) y el no sentir: la interrupción definitiva de la sensibilidad que hace imposible el bien y el mal. A partir de esto, el aprendiz debe comprender que está muy lejos de ser un mal lo que no afecta ni a los vivos ni a los muertos.

En el estoicismo, la “reflexión anticipada sobre los males futuros” (praemeditatio futurorum malorum30) se apoya en dos tesis. Según la primera, hay una relación entre la falta de meditación, el juicio y la experiencia del mal: “todos los infortunios resultan más penosos por la novedad” (ep. 107, 4).31 La segunda advierte que nadie puede evitar las vivencias que la mayoría llama males, infortunios y desgracias, ya que pertenecen al dominio de la naturaleza y la necesidad, pero sí reducirlas, debilitarlas y despreciarlas con ayuda de la filosofía. En el fondo, este ejercicio es una previsión sobre el “destino” (fatum) y la providentia, es decir, el orden inamovible dispuesto por la divinidad (ep. 107, 7-9).

Se trata de una preparación del alma para afrontar, evaluar y combatir los acontecimientos adversos que no dependen de nosotros, y que tarde o temprano se presentan en la vida (ep. 53, 12). Podría decirse que el ejercicio consta de tres momentos: 1) reconocer que los infortunios son inevitables; 2) examinarlos para comprender que no son males; 3) disponer al espíritu para resistirlos y menospreciarlos. Séneca afirma que para despreciar los males es necesario pensar en ellos con frecuencia y presuponer que ocurrirán (ep. 107, 3). Lo primero, entonces, es convertir al mal en objeto de meditación, “reflexionar anticipadamente” (praemeditāre) acerca de los golpes de la fortuna y las pruebas de la naturaleza; “pensar con anticipación” (praecōgitāre) que vendrán los infortunios para que no nos tomen por sorpresa, desprevenidos, indispuestos.

Entre los acontecimientos por venir que nos angustian por su expectación y por su falta de previsión nos resultan más penosos, la muerte es el mal futuro por antonomasia. Según lo antes señalado, la praemeditatio mortis consiste en contemplar y razonar anticipadamente la muerte, con la intención de prepararse para aceptar con serenidad el final que la naturaleza ha determinado. En la carta 24, vemos a Séneca utilizar la premeditación de los males como recurso de dirección, para ayudar a Lucilio a liberarse de una preocupación angustiante, debida a la incertidumbre sobre el resultado de un proceso judicial, promovido por un enemigo furioso:

Si quieres liberarte de toda preocupación, imagínate, sea cual fuere el acontecimiento que temes, que se ha de realizar indefectiblemente; y este mal, no importa el que sea, tú mismo sopésalo mentalmente y evalúa tu temor; comprenderás, sin duda, que o no es grave, o no es duradero lo que te asusta (§2).

En concreto, Séneca pide a Lucilio que considere la peor sentencia posible: la cárcel, el destierro, la tortura, la ejecución. Por tanto, si lo peor que puede ocurrir es la muerte, debe prepararse para recibir la sentencia de muerte. A continuación, sopesar la muerte racionalmente y evaluar las causas de su temor; suprimir la confusión, determinar si es un mal o algo indiferente. Finalmente, fortalecerse para soportar la muerte, comprender que no hay nada malo en la muerte inevitable (ep. 24, 12). Además de esto, Séneca une a la premeditación sobre la muerte un conjunto de razonamientos y ejemplos. La función de los primeros es la de robustecer el espíritu para soportar la muerte;32 la de los segundos, infundir confianza. Hay tres preguntas que trazan la relación de la premeditación con el ejemplo: ¿qué es lo peor que puede pasar?, ¿a quién le ha ocurrido algo semejante?, ¿cómo lo soportó? Hay que servirse del ejemplo de aquéllos que han sido capaces de menospreciar la muerte y morir con valentía para comprender que ningún infortunio es insuperable (ep. 98, 12), o ¿acaso puede ocurrirme algo más grave que lo que ocurrió a Sócrates o a Catón?

Segundo horizonte tanatológico: la vida es efímera

De acuerdo con Séneca, aprender a vivir y a morir es una sola tarea que debe practicarse de forma constante y permanente. En verdad, el desprecio de la muerte y la preparación para salir de la vida son ejercicios indisociables, como lo son la expulsión del miedo a morir y la disminución del afán de vivir. Desde este punto de vista, el estoicismo es a la vez ars vivendi y ars moriendi, “ciencia de vivir y morir” (Séneca, Brev. vit., 19, 2) que involucra aprendizaje y progreso en la filosofía: “a vivir hay que aprender durante toda la vida y, cosa que quizá te extrañe más, durante toda la vida hay que aprender a morir” (Séneca, Brev. vit., 7, 3).

Con segundo horizonte tanatológico me refiero a la comprensión y aceptación del carácter transitorio de la existencia y a la búsqueda de la vida plena, que presupone la conciencia de la muerte. Podría resumir el asunto del siguiente modo: el hombre no puede escapar de la muerte ni saber cuándo va a morir, pero sí alcanzar la vida feliz en los términos limitados de la existencia. La cuestión de la vida plena se relaciona tanto con el problema del valor de la vida33i. e. ¿en qué consiste la vida buena?— como con el de la óptima disposición a vivir y a morir. En el ámbito de la dirección espiritual, esto se manifiesta a través de tres exhortaciones: 1) ten presente la muerte; 2) ocúpate de cómo vivir; 3) vive todos los días de tu vida como si fuera el último.

La primera exhortación tiene su expresión más general y breve en el dicho latino memento mori: recuerda que vas a morir. Sin embargo, cuando Séneca habla de “tener la muerte a la vista” (mortem ante oculos habere: ep. 12, 6), no se refiere únicamente a pensar en el final, sino también y sobre todo a hacer presente la muerte en la vida. Vivir como si siempre fueras a vivir (Séneca, De vit. brev. 3,4) o como si fueras a vivir muchos años (ep. 26, 7) te lleva a aplazar lo importante y a malgastar el tiempo, alejándote del presente y de la vida plena. Contra estas actitudes, la exhortación se dirige a transformar la manera de ver y encarar la vida: debes comprender que has nacido para morir y que la muerte puede llegar en cualquier momento; en otras palabras, debes vivir hoy (Séneca, De brev. vit. 9, 2).

Pero la exhortación “vive al día” (protinus vive) no es una invitación a la vida desordenada, impremeditada y vana, sino a concentrarse en el momento presente y comenzar a vivir del mejor modo posible. “Vive hoy” quiere decir “comienza a vivir hoy”, ejercítate en vivir, porque vivir de acuerdo con la naturaleza, la razón y la virtud requiere esfuerzo y perseverancia. Por un lado, la presencia de la muerte debe conducir a vivir inmediatamente, a esforzarse hoy por dar pasos hacia la sabiduría y la plenitud, no dejar nada en manos del futuro incierto. Por el otro, hay que apresurarse a vivir si queremos estar listos para morir, ya que “no puede estar preparado para la muerte quien apenas si comienza a vivir” (ep. 23, 10).

La segunda exhortación se centra en el valor de la vida. Según Séneca, vivir en el sentido humano de la palabra no consiste tanto en “existir” como en “obrar” y, por ello, el valor de la vida34 no está en vivir mucho, sino en vivir bien:

‘Ha vivido ochenta años’. Mejor, ha existido ochenta años, a menos que digas que ha vivido como decimos que viven los árboles. Te suplico, Lucilio, que obremos de modo que, como los objetos preciosos, así también nuestra vida no tenga mucha extensión, sino mucho peso. Valorémosla por su actividad, no por su duración (ep. 93, 4; Cf. eps. 22, 17; 49, 10; 93, 2. Brev. vit., 7.10).

Nadie se preocupa de vivir bien, sino de vivir mucho tiempo, cuando en poder de todos está vivir bien, vivir largo tiempo en poder de ninguno (ep. 22, 17).

La distinción entre la duración (aetās) y el uso (ūsus) —i. e. el empleo y aprovechamiento del tiempo— es una expresión de la dicotomía del control que señala el camino de la vida mortal y plena: “cuánto tiempo viva no depende de mí, pero que viva plenamente todo el tiempo de mi existencia depende de mí” (ep. 93, 7). No sólo no está en nuestras manos vivir mucho tiempo, sino que una vida larga no es necesariamente una vida buena; a veces sucede que vive poco quien ha vivido largo tiempo y mucho, en cambio, “aquel que ha empleado debidamente el tiempo de que ha dispuesto, por breve que sea” (ep. 93, 5; Cf. 92, 25). Podría decirse que la exhortación busca provocar un replanteamiento de los valores: no es plena la vida si es larga, sino que “la vida es larga si es plena” (long est vita si plena est: ep. 93, 2).

Pero, ¿qué significa precisamente “vivir bien”? Vivir con sabiduría, justicia, valentía y templanza, vivir tranquila y sosegadamente. Estamos hablando de la forma de vivir que se dirige a la felicidad —o el bien supremo (Séneca, Vit. Beat. 3, 2-3)— que Séneca llama vida plena: una vida buena y completa que depende de nosotros vivir. Ahora bien, esa vida no es más que la vida filosófica y, en este sentido, la exhortación “ocúpate de vivir” significa aprende la filosofía en la práctica y ejercítate verdaderamente en ella (ep. 98). Como arte de vivir y ordenar el alma, la filosofía es la condición suprema del valor de la vida: “¿quieres conocer cuál es la vida de más larga duración? La que dura hasta la consecución de la sabiduría. El que la ha alcanzado no ha llegado al término más lejano, sino al mejor” (Séneca, ep. 93, 8).

Finalmente, la exhortación sobre la disposición estoica hacia la muerte: vive como si cada día fuera el último. Porque cada día podría ser el último, un día vale como cualquier otro, y debe ser apreciado y vivido como la vida entera. En general, esto quiere decir, olvídate del tiempo, vive rectamente y disponte a salir de la vida —hoy, si fuera necesario—, pero tiene un sentido más concreto: “hay que organizar cada jornada como si cerrara la marcha y terminara y completara la vida” (ep. 12, 8). No sólo organizar el día de modo que podamos satisfacer nuestros propósitos, sino reconocer que no hace falta nada más, que la vida está satisfecha. En la epístola 12, Séneca convierte esta exhortación en un ejercicio cotidiano: “en el momento de entregarnos al sueño digamos alegres y contentos he vivido, he consumado la carrera que me había asignado la fortuna” (ep. 12, 9).

Éste es el objetivo de la tanatología de Séneca, aceptar nuestro destino y salir de la vida mejor que como entramos. Así lo demuestran las cartas, que descubren una intención por guiar a otro por el camino del bien vivir y la muerte digna. Así lo atestigua el discurso parenético de Séneca: “Que hayamos vivido lo suficiente no lo consiguen ni los años ni los días, sino el alma. He vivido, Lucilio carísimo, todo el tiempo que era suficiente. Satisfecho aguardo la muerte” (ep. 61, 4).

Conclusión

A lo largo de estas páginas he querido analizar la meditación sobre la muerte a la luz de la dirección espiritual en el estoicismo de Séneca. La necesidad de guía y acompañamiento en la comprensión de la muerte y la aceptación de la mortalidad es, en el fondo, una expresión de la condición humana. Sacudirse el miedo a la muerte y disponerse a salir tranquilamente de la vida “sin ayuda de nadie” (sine ūllus adiūtōrium: ep. 52, 3) es una feliz excepción a la regla de la debilidad: la mayoría necesita ayuda. No somos por naturaleza autosuficientes, pero si alguien nos muestra el camino y nos ayuda a comprender podemos aprender a vivir rectamente y a morir con entereza.

Hoy en día, en la era de la edición genética y las antropotécnicas, el discurso del transhumanismo,35 que, entre otras cosas, ha reanimado el deseo de prolongar la vida y alcanzar la inmortalidad, parece confirmar una vieja perogrullada: no hay relación causal entre el progreso científico y tecnológico y el desarrollo social y psicológico de los seres humanos. Cabe la posibilidad de que el transhumanismo sea uno de los síntomas más visibles de una civilización tecnológicamente avanzada, pero, profundamente “tanatofóbica”, que enseña y refuerza la cultura del miedo a la muerte. Una civilización que aconseja no pensar en la muerte y, a la vez, promueve el anhelo de inmortalidad a través de relatos mitológicos, religiosos y científicos, rehúye de la conciencia de la muerte y no se molesta en preparar a sus miembros para afrontar con serenidad lo inevitable.

Tomando en cuenta lo anterior, ¿qué tan lejos estamos de la descripción de Séneca acerca de la actitud cultural y convencional hacia la muerte? Parece que no mucho. Seguimos huyendo de la muerte, como niños asustadizos tras ver la máscara de un demonio. La meditatio mortis de Séneca es una fuente de valiosa sabiduría acerca del arte de vivir y morir y, como tal, tiene el potencial de contribuir a consolidar una necesaria educación para la muerte, que fomente el reconocimiento de la finitud y la aceptación de la muerte como un aspecto natural y necesario de la vida.

Referencias

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  1. 1 Gr. ψυχαγωγία. Para el significado general del concepto, ver Platón, Fedro, 261a-b.

  2. 2 En el caso de las citas de las cartas de Séneca a Lucilio utilizo la abreviatura ep., seguida del número de la epístola y la sección. Para otras obras de Séneca, como en el del resto de obras antiguas, recurro a la convención de abreviar los títulos, por ejemplo: Séneca, de Brev. vit. = De brevitate Vitae (Sobre la brevedad de la vida).

  3. 3 Me refiero tanto al estoicismo de la primera generación (Zenón de Citio, Cleantes, Aristón de Quíos, Crisipo de Solos) como al estoicismo medio (Panecio de Rodas, Posidonio).

  4. 4 De acuerdo con los estoicos, la pasión (τὸ πάθος) es “un movimiento irracional del alma en contra de la naturaleza (ἄλογος καὶ παρὰ φύσιν ψυχῆς κίνησις), o un impulso excesivo (ἢ ὁρμὴ πλεονάζουσα)” (D. L., VII, 110).

  5. 5 Tranquillitās o securitas (sosiego).

  6. 6 To hēgemonikón: “el “principio rector”, capaz de mover al entendimiento y a la acción.

  7. 7 Stultitia. En griego aphrosúnē, lo contrario de la sōphrosúnē.

  8. 8 En una palabra, a ejercer la voluntad (voluntatem). Ver Cicerón, Disp. Tusc. IV, 12.

  9. 9 I. e. entre el deber de hacer lo honorable y la inclinación a lo que promete el disfrute.

  10. 10 A través de la libertas, es decir, la libertad de palabra, que los griegos llamaban παρρησία y la exhortatio o παραίνεσις. Ver ep. 94, 51.

  11. 11 El dominio de uno mismo es el máximo dominio (imperare sibi maximum imperium est)” (ep. 113, 30). Cf. “Whom will you admire more than the man who commands himself (imperat sibi), who has himself in his own power (se habet in potestati)?” (Séneca, De ben. V, 7, 5). En gr. ἐγκράτεια.

  12. 12 En lo fundamental, Aristón considera que la parte preceptiva de la filosofía es superflua y, por lo tanto, despreciable, porque los preceptos no sirven ni al insensato ni al sabio.

  13. 13 Se refiere a las opiniones erróneas y a las pasiones irracionales, es decir, las mociones y tormentos que manejan la voluntad titubeante del insensato.

  14. 14 1) Vive en conformidad con la naturaleza, la razón y la virtud. 2) El único bien es la virtud/ el único mal es el vicio. 3) Lo que no es bueno ni malo es indiferente.

  15. 15 Ejemplos de preceptos son: “recógete en tu interior cuanto te sea posible” (ep. 7, 8); “es preciso que descubras tu falta antes de enmendarte” (ep. 28, 9); “recuerda qué cosas debes realizar y qué cosas evitar” (ep. 103, 3).

  16. 16 esse exitum quem natura decrevit. Cf. Ep. 66, 43; 77, 10.

  17. 17 Séneca atribuye el precepto a Epicuro, pero ofrece su propia interpretación.

  18. 18 Las actitudes contrarias a la tanatología de Séneca son huir (effugere) de la muerte, mesurar (temperāre) el miedo a morir y rechazar (abicere) el amor a la vida.

  19. 19 Este nunca se elevará hacia la virtud si tuviere la convicción de que la muerte es un mal; se elevará si pensare que es cosa indiferente. La naturaleza no permite que alguien se acerque con noble impulso a aquello que considera malo: se aproximará con pereza y vacilación” (ep. 82, 17).

  20. 20 Es decir, moralmente elogiable o reprochable: un acto justo o injusto, sensato o insensato, etcétera.

  21. 21 El “bien” (ἀγαθός, bonum), es decir, la “virtud” (ἀρετή, virtūs) que describen en términos de “lo bello moral” / ”lo honorable” (καλός, honestum).

  22. 22 El “mal” (κακός, malum), es decir, el “vicio” (κακία, vitium) que describen en términos de “lo feo moral” / ”lo vergonzoso” (αἰσχρός, turpis). Ver Cicerón, Acad. I, 7; II, 130. Cf. Disp. V, 27, 73; De fin. IV, 79.

  23. 23 Me refiero a la conocida fórmula que Arriano atribuye a Epicteto (Enq. §1).

  24. 24 Φρόνησις, prudentia. “Así que la prudencia es el conocimiento de los bienes y los males y las cosas indiferentes” (D L., VII, 92). Cf. ep. 82, 28; 90, 28.

  25. 25 La necesidad, la naturaleza, el destino, el azar.

  26. 26 La pasión (τὸ πάθος), en el lenguaje de Séneca, affectus, passio.

  27. 27 Por ejemplo, la ira nace del asentimiento a una impresión aparente de ultraje. Ver Séneca, De ira II, 1, 3; 5, 1.

  28. 28 Ep. 77, 10: “debemos morir” (debemus mori).

  29. 29Los hombres se ven perturbados no por las cosas, sino por las opiniones sobre las cosas. Como la muerte, que no es nada terrible —pues entonces también se lo habría parecido a Sócrates— sino que la opinión sobre la muerte, la de que es algo terrible, eso es lo terrible” (Epicteto, Enq. §٥).

  30. 30 Ver Cicerón, Disp. Tusc. III, 29, donde se atribuye el origen de este ejercicio espiritual a los cirenaicos.

  31. 31 Cf. “todos los males imprevistos nos parecen más graves” (Cicerón, Disp. Tusc. III, 28).

  32. 32 [...] tan poco hemos de temer la muerte que, gracias a ella, nada debemos temer” (ep. 24, 11); “moriré: es decir, abandonaré el riesgo de la enfermedad, el riesgo de la prisión, el riesgo de la muerte” (ep. 24, 17); “la muerte o nos destruye o nos libera”; “la muerte no viene de una vez, sino que es la última la que se nos lleva” (ep. 24, 18).

  33. 33 Cuando los estoicos dicen que es posible servirse bien y mal de la vida, que de suyo no es honorable ni deshonrosa, que, por su posición intermedia, está entre la virtud y el vicio (ver D. L., VII, 103. Cf. ibid. 105, 160, 165), se refieren al hecho biológico, a la condición del ser vivo (ζωή), y no a la forma de vivir (βίος), que es lo propiamente humano. A la luz del principio estoico, la vida orgánica es indiferente (ver D. L., VII, 189. Cf. ibid., 102.), es decir, moralmente ambivalente, sin valor intrínseco, en sí misma ni buena ni mala. En contraste, la vida humana no está en un estado de indeterminación moral; su valor, negativo o positivo, se define por la libertad o capacidad de elegir cómo vivir. Aún más, el valor de la vida está en los actos y, por implicación, en la “disposición del alma” que nos mueve a actuar. La raíz de una vida “deshonrosa” (turpis) y miserable, caracterizada por el mal y la insatisfacción, es la disposición irracional que ambiciona los bienes de la opinión y la fortuna; la de una vida “honorable” (honestus) y feliz, según los estoicos, la disposición a vivir en conformidad con la naturaleza.

  34. 34 El “bien de la vida” (bonum vitae).

  35. 35 El transhumanismo propone superar los límites naturales de la humanidad mediante el mejoramiento tecnológico y, eventualmente, la separación de la mente del cuerpo humano” (Galliano, 2019).