La luz y la palabra: la dimensión cromática en la poesía de Carlos Pellicer

Light and Word: the chromatic aspect

in Carlos Pellicer’s poetry

Jesús Nieto Rueda

Universidad de Guanajuato, México

j.nietor@ugto.mx

Resumen: En la poesía de Carlos Pellicer destaca la recreación de elementos visuales, implicando una constante presencia de lo cromático como tema y como recurso de escritura. Si bien la relación con la pintura es un rasgo común de su generación (Contemporáneos), se ahonda en aspectos que hacen singular su propuesta poética, lo cual se aborda mediante el concepto de écfrasis (Krieger 2000; Riffaterre 2000), por medio de las reflexiones de Vicente Quirarte (2014) y Elisa García Barragán (1994) en torno a la influencia de lo pictórico y del arte mesoamericano, respectivamente, en el corpus poético pelliceriano, y finalmente empleando la categorización que propone Jordi Julià (2002) de funciones de la pintura en la poesía de Guillermo Carnero, trasladadas según se considera pertinente a la obra del poeta mexicano.

Palabras clave: Contemporáneos, Pellicer, écfrasis, pintura, paisaje.

Abstract: The recreation of visual elements outstands in Carlos Pellicer’s poetry implying a constant presence of chromatic themes as a topic as well as a writing strategy. Even though the relation with painting is a constant in his generations: Contemporáneos, the article deepens in aspects that make his poetic approach unique. The visual topic is tackled by referring the concept of ekphrasis (Krieger 2000; Riffaterre 2000), Vicente Quirarte’s (2014) and Elisa García Barragán’s (1994) reflections on the influence of the pictorial dimension and Mesoamerican art, respectively, in the poet’s corpus. Finally, Jordi Julià’s (2002) categories of the functions of painting in Guillermo Carnero’s poetry conveyed accordingly to Pellicer’s work.

Keywords: Contemporáneos, Pellicer, ekphrasis, painting, landscape.

Recibido: 21 de agosto de 2024

Aceptado:15 de octubre de 2024

doi: 10.15174/rv.v18i36.817

Introducción

En Los hijos del limo, Octavio Paz coloca a Pellicer en un lugar distinto de cualquier poeta mexicano al compararlo con un pintor. Paz propone imágenes luminosas para aludir a la obra del poeta tabasqueño al tiempo que sugiere reminiscencias mesoamericanas.

Si la poesía mexicana es medio tono crepuscular, nadie menos mexicano que Pellicer. Por fortuna no es así y una de sus virtudes es habernos mostrado que, como lo creían los antiguos indios, un sol secreto arde en el pecho de jade de México. Ese sol es un corazón y un surtidor. No, México no es un volcán apagado sino un fuego subterráneo que de pronto se abre paso entre las capas de piedra, hueso, polvo y siglos y se eleva en una columna dorada. Esa columna se llama Tamayo en la pintura, Pellicer en la poesía (Paz 76).

El texto de Paz evoca la predominancia solar en los poemas de Pellicer y su arraigo a la patria, concepto que para el tabasqueño se extiende a toda América con influencia ibérica.

Desde muy pronto, Pellicer se hizo consciente de su “temperamento tropical” y dejó testimonio de ello, como puede leerse en el poema “Deseos” del libro 6, 7 poemas de 1924: “Trópico, ¿para qué me diste / las manos llenas de color? / Todo lo que yo toque / se llenará de sol” (Pellicer 116). Mediante el uso de figuras retóricas como la prosopopeya, la metonimia y la hipérbole, el poeta construye un yo lírico que convoca a la Naturaleza para dar cuenta de su experiencia, invitando no pocas veces al lector a ser parte del paisaje, cuando no a contemplar una intensa vitalidad en la que el poeta sugiere el hallazgo de la divinidad. Pellicer construye en sus poemas un discurso donde prevalece el silencio propio del que contempla o la exclamación del que admira el paisaje.

En este artículo se señalan algunos de los aspectos centrales de la poética de Pellicer, ubicando su singularidad dentro de su generación. Específicamente, hay una dimensión cromática que se aborda desde el concepto de écfrasis, así como desde las reflexiones en torno a la influencia de lo pictórico y del arte mesoamericano, respectivamente, en el corpus poético pelliceriano, y por último, para remarcar la influencia de lo pictórico como tal en dicho corpus, se emplea la categorización que propone Jordi Julià (2002) de funciones de la pintura en la poesía de Guillermo Carnero, trasladado al caso del poeta tabasqueño, cuyas referencias al arte plástico son abundantes.

Con esto se quiere demostrar que el cromatismo en la poesía de Pellicer se sustenta en la referencia constante a motivos visuales, como los del paisaje y los explícitamente plásticos, como cuando refiere el trabajo de pintores y los hallazgos arqueológicos, lo cual se vincula con la interpretación del poeta de la cosmovisión mesoamericana y, finalmente, con la asimilación del trabajo del poeta al del pintor, símil recurrente en los poemas del tabasqueño.

La singularidad de Pellicer entre los Contemporáneos

Al referirse a Pellicer, Paz recurre a imágenes plásticas: “cascada nocturna cayendo sobre la espalda de granito de la costa”, así como a sinestesias, hipérboles y metáforas: “sílabas azules, verdes y moradas del mar que entra a saco por los acantilados, frutos que estallan como astros, astros que se caen de maduros, flores que son pájaros, pájaros que son un collar de música en el cuello del sol” (Paz 434).

Este esfuerzo por trasladar la esencia de la poesía pelliceriana a la prosa, por lo demás, hace énfasis en la musicalidad. Ello coincide con la percepción de Víctor Toledo (2003), quien en un análisis del poema “Discurso por las flores” sostiene que Pellicer “pinta con la música y musicaliza con paisajes y colores” (Toledo 136).

Toledo se adentra en la analogía entre el pintor y el poeta cuando dice: “El ritmo (la forma esencial) entrega el verdadero contenido, es lo que realmente habla. El ritmo de la imagen y la imagen del ritmo, el del color y el color del ritmo, sincronizados con la palabra, da como resultado otra Palabra, con mayúsculas” (Toledo 136). En ese juego de ir y venir entre lo visual y lo sonoro que observa Toledo, se puede resumir la estrategia retórica de Pellicer, quien constantemente hace alegorías al arte pictórico, al tiempo que no deja de apoyarse en estructuras rítmicas, sea tradicionales, como en el soneto, sea en el verso libre.

En cuanto a la importancia de la música en su obra, en entrevista con el crítico Emmanuel Carballo (1986), dice el poeta: “la música es la expresión más importante de la poesía. Vienen después, en orden decreciente, la pintura y la palabra. Si admito que el color y la línea están más cerca de lo que escribo que la palabra, es fácil comprender por qué he vivido más próximo a los pintores que a los escritores” (Carballo 226). En cuanto a esa distinción de sí mismo frente a otros escritores, no es ajena a su distanciamiento de los Contemporáneos en concreto, y de su poesía vehementemente intelectual y tendiente a expresar la angustia existencial en lo que destacan especialmente José Gorostiza y Xavier Villaurrutia. Pellicer privilegia lo sensorial por sobre la reflexión.

Si la muerte no tiene un lugar preeminente en la obra de Pellicer, lo tiene, en cambio, la soledad. En la poesía del tabasqueño, la soledad es distintiva porque está habitada por imágenes luminosas; en el primero de los sonetos del conjunto “Horas de junio” de Hora de junio (1937), propone que es en la soledad donde mora la poesía.

Vuelvo a ti, soledad, agua vacía,

agua de mis imágenes, tan muerta,

nube de mis palabras, tan desierta,

noche de la indecible poesía (Pellicer 227).

El poema sugiere más adelante que la poesía protege de la muerte al yo poético:

Yo pasaré la noche junto al cielo

para escoger la nube, la primera

nube que salga del sueño, del cielo,

del mar, del pensamiento, de la hora,

de la única hora que me espera.

¡Nube de mis palabras, protectora! (Pellicer 228)

Aun siendo este un poema de tono melancólico, las imágenes no son precisamente sórdidas, ni tendientes a la reflexión propia de la soledad. Estos versos recién citados quedan tan lejos del tono sombrío de los nocturnos de Nostalgia de la muerte de Villaurrutia (1953): “La muerte toma siempre la forma de la alcoba / que nos contiene [...] se pliega en las cortinas en que anida la sombra, / es dura en el espejo y tensa y congelada, / profunda en las almohadas y, en las sábanas, blanca” (Villaurrutia 48); como de las imágenes oscuras de Muerte sin fin de Gorostiza (1988): “oh inteligencia, páramo de espejos! / helada emanación de rosas pétreas / en la cumbre de un tiempo paralítico; / pulso sellado; / como una red de arterias temblorosas” (Gorostiza 72).

El poco interés de Pellicer en una discusión sobre si la poesía ha de ser una fiesta del intelecto (Valéry) o una derrota del intelecto (Breton), conceptos que contrapone Hugo Friedrich (Friedrich 188), queda claro cuando le confiesa a Emmanuel Carballo que prefiere la primera poesía de Octavio Paz sobre la más reciente (la entrevista transcurre en 1975): “Se me ocurre algo a este respecto”, apunta Pellicer, “hace ya muchos años que crece en Octavio la admiración por Mallarmé [...] ‘Golpe de dados’ [...] ha llegado muy al fondo de la genialidad poética de Paz” (Carballo 246).

Si Paz fue un continuador de las vanguardias y un renovador de la poesía en México a partir de su aprendizaje en dichas corrientes más afines al Villaurrutia que lee a Supervielle y a Breton, y al Gorostiza que dialoga con Eliot, Pellicer dedica sus principales elogios a poetas americanos en lengua hispana. Su sensibilidad lectora resulta más afín a autores románticos y modernistas: Salvador Díaz Mirón, Leopoldo Lugones, Rubén Darío. Asimismo, da una explicación de geografía cultural a su diferencia esencial con los Contemporáneos:

Mis amigos nacieron, o se educaron, en el altiplano. Aun cuando la mayor parte de mi vida la he pasado en el Valle de México, no hay que olvidar que la infancia pesa mucho. Las cosas que me ocurrieron en Tabasco durante la niñez (la muerte de mi hermano Ernesto, mi primer viaje al mar, el amor a mi madre) son impresiones y emociones que fueron carburando, lentamente, en lo que más tarde hice o actué con el idioma. Todas esas cosas siguen pesando en mi vida. Yo he sido un tropical insobornable (Carballo 226).

Cantor de los ríos, las montañas, los paisajes de América, él mismo se ubica como un precursor de Pablo Neruda al considerar su Piedra de sacrificios. Poema iberoamericano “una anticipación muy modesta del Canto general” (Carballo 244).

La temática del paisaje no se circunscribe a América, sino que parte con el poeta a Egipto, Palestina o Francia. A dondequiera que va, lleva su espíritu tropical, como en la “Oda al sol de París” de Hora y 20 (1927), donde usa la prosopopeya para dirigirse al Sol tuteándolo al tiempo que le dedica epítetos cargados de humor: “Sol parisino / sol bibliotecario y sacristán, / ve a jugar a la América / en los muros astronómicos de Uxmal” (Pellicer 169).

Es frecuente hallar en este poeta un anhelo de vegetación que no se tiene en la ciudad. Al lado de la devoción por la naturaleza aparece la fe en una “civilización” anterior, como la tolteca, la maya o la olmeca. El poeta no sólo fungió como museógrafo sino que también se encargó de escribir guías para los museos de Tabasco, además de que fue un promotor de la arqueología.

Elisa García Barragán (1994) sostiene, en ese mismo sentido, que el fundador del Parque Museo de La Venta se adentra en el universo prehispánico, aprehende la mágica esencia de la creación del pasado indígena para entregarnos una más lírica, pero no menos válida, visión de la arquitectura y de las figuraciones escultórica y pictóricas de ese glorioso y alucinante México Antiguo (García 98). El trabajo museográfico y el poético constituyen dos aspectos paralelos de la fascinación de Pellicer por el mundo que a menudo se entrecruzan.

El universo mesoamericano, con su estética y su mitología, puede apreciarse en un poema como “Teotihuacán” (1964), recogido en Cuerdas, percusión y alientos (1976), donde se enuncia: “La palabra pirámide, tocada por el cielo, / levanta nuestros brazos y eleva nuestros ojos. / Hay en su corpulencia vertiente de taludes: / la operación del día derramando la luz”. Y más adelante: “La cumbre crea el símbolo que el hombre mira a solas: / la noche está en el cielo y habla sólo de altura” (Pellicer 498). La mirada de Pellicer sobre el pasado está dotada de imaginación y se ocupa más del valor de los restos arqueológicos en tanto arte que en especular sobre contextos del poder político.

Vicente Quirarte (1994) halla una coincidencia entre el grupo Contemporáneos en el interés por la pintura:

En su escritura llevaron a la práctica principios plásticos no a través del uso indiscriminado de una terminología, sino aprendiendo a distinguir la realidad de la apariencia, según la lección de Auguste Rodin a su discípulo Rainer María Rilke [...] Rilke, Valéry y los Contemporáneos escriben sobre pintura y además parten de las exigencias espirituales y artesanales del trabajo plástico para establecer sus propios sistemas de escritura (Quirarte 107).

Si, como sostiene Quirarte, el tema pictórico está presente en toda la generación, en el caso de Pellicer, además de la relación con los pintores contemporáneos, está su interés por el arte antiguo. En torno a las pinturas del sitio maya de Bonampak, Pellicer sugiere en la guía oficial de museos de Tabasco:

Toda la suntuosidad de los trópicos alienta en estas pinturas; todo nuestro mundo vegetal originado y vivificado por nuestros grandes ríos se escucha silenciosamente en la suntuaria Maya desde el Quetzal incomparable pasando por las pieles de la serpiente y el tigre. Así, la selva forma parte de la persona humana en refinada síntesis en la que el jade tiene un brillo de hojas eternas en el atavío de los príncipes (cit. en García 104).

Quirarte considera que Pellicer “no necesitaba de la reflexión intelectual para que sus palabras estuvieran cargadas de color” y que “encuentra, con intuición pasmosa, los mecanismos que establecen la comunión entre el pintor y el aire transformado por los colores del paisaje” (112-113). En ese mismo sentido, Carballo sugiere en su entrevista al poeta una comparación entre su escritura y la pintura cuando dice: “Sus poemas están basados en el sentido de la vista. Se ven, según sus proporciones y propósitos, como cuadros al óleo o como murales. ‘El canto del Usumacinta’ es un mural; los sonetos de Horas de junio son óleos” (229).

Además, Quirarte refiere una analogía realizada por Gilberto Owen, también del grupo Contemporáneos, considerando a Jorge Cuesta como el pintor leonardista de caballete frente a Pellicer como pintor muralista, agregando que Leonardo se alejó de los frescos debido a que no permitía rectificaciones. El tabasqueño no tomaría a bien el comentario (Quirarte 113). Sin embargo, Quirarte recurre a un texto del propio Cuesta sobre Diego Rivera en el que encuentra una especie de homenaje al “paisajista interior que fue Pellicer” cuando dice: “como por encanto, se vuelve superflua y extemporánea la literatura de la obra, y ya no se escucha el fresco, sino que se le mira”. Así, Cuesta estaría defendiendo “el reino de los ojos, la superioridad de la mirada sobre la anécdota, de la intuición sobre la deducción” (Quirarte 113).

Los Contemporáneos, y Pellicer en concreto, al estar empleando recursos pictóricos estarían participando de una tradición que contrasta la poesía con las artes plásticas, unas veces comparándolas, otras refiriendo la imitación de las segundas por la primera, pero en todo caso señalando una posible relación entre lo visible y lo legible.

Al hablar del traslado de imágenes al texto, y al cuadro, la subjetividad es un tema de primer orden. No hay retratos objetivos. En cuanto a la riqueza de la “mirada interior” y su capacidad de desdoblamiento, consideremos por un momento la muy personal asociación de Pellicer, relatada así en el siguiente fragmento de “Elegía apasionada” de Cuerdas, percusión y alientos (1976): “Cuando el maestro José Clemente Orozco / pintó en Guadalajara su Hombre-Fuego, / yo, agua de las tierras tórridas, / pensé, todo quemado, en Vasconcelos” (Pellicer 487). Aquí puede apreciarse una interpretación muy personal de una imagen en función del efecto que se quiere lograr en el conjunto del poema, pero la imagen en sí podría evocar referencias de lo más diversas, determinadas por el universo imaginativo del receptor. Por otra parte, si alguien viera El hombre de fuego teniendo esta referencia de Pellicer en mente, su recepción estaría impregnada de una segunda subjetividad, tomando como primera la del pintor.

En el siguiente fragmento de un poema, primero de un tríptico sin título dedicado a José María Velasco (1840-1912), pintor mexicano muy citado por Pellicer, deja ver la intención del poeta de imitarlo en su arte:

Yo tengo la palabra para decirme: calla.

Y colocarme en tus pinceles puedo

para decirte: borra con tu dedo

todo lo que he escrito. La batalla

la perdí al comenzar. Frente a tu talla

lo natural parece que es remedo

de lo que pintas. Todo sin enredo:

la luz que está en la luz que en ti no falla (Pellicer 713).

Fechado en 1968, este conjunto de poemas podría considerarse una declaración de principios, incluso un arte poética. En la entrevista con Carballo, el poeta enuncia su deuda con Velasco y con el Valle de México, su segundo hogar:

Podría decirle que el Valle es el inventario de más de la mitad de mi vida. Ha sido medición de capacidad religiosa, de capacidad física. El Valle es el arsenal de mi vida. La imagen que tuve, a los 16 años de la pintura de Velasco, fue la puerta abierta para entender esta especie de museo de escultura monumental que es el Valle de México (Carballo 226).

Nótese la metáfora traída de las artes plásticas, “museo de escultura monumental”, para referirse al emplazamiento geográfico. De ahí se desprende lo importante que es en el análisis de la obra pelliceriana hablar del paisaje y de la écfrasis.

Écfrasis, artes plásticas y pintores

Murray Krieger (2000) define el concepto original de la écfrasis como un “intento de imitar con palabras un objeto de las artes plásticas, principalmente la pintura o la escultura” (142). En una segunda instancia, la define como:

[...] cualquier equivalente buscado en palabras de una imagen visual cualquiera, de hecho a lo largo de su historia, como cualquier equivalente buscado en palabras de una imagen visual cualquiera, de hecho el uso del lenguaje para que funcione como sustituto del signo natural, es decir, representar lo que podría parecer cae más allá de los poderes representacionales de las palabras como meros signos arbitrarios (Krieger 142).

Y, finalmente, considera que el concepto puede aplicarse a “cualquier intento de construcción de una obra literaria que trata de hacer de ella, como constructor, un objeto total, el equivalente verbal de un objeto de las artes plásticas” (Krieger 142).

Por su parte, Michael Riffaterre (2000) acota que la écfrasis literal se ha convertido, gracias al poder de las palabras, en una ilusión de écfrasis. El principio ecfrásico ha aprendido a manejarse sin la écfrasis literal a fin de explorar más libremente los poderes ilusorios del lenguaje (Riffaterre 150).

Así, la écfrasis prescinde de su referente real (Riffaterre 150), de modo que por mucho que pueda variar la definición de la écfrasis, se trata en esencia del traslado a la palabra de características de las artes plásticas.

El capítulo “La función de la pintura en la poesía (La lírica de Guillermo Carnero)” de La perspectiva contemporánea (2002), de Jordi Julià, resulta útil para clasificar el trabajo de Pellicer en ese sentido, pues Julià define seis funciones poéticas distintas que la pintura realiza en los versos de Carnero (Julià 228). Refiero solamente aquéllas que interesen para el caso de Pellicer, pues vale aclarar que en Carnero y su generación, según demuestra Julià, hay una intención de utilizar la cultura como función objetivadora de la sentimentalidad poética (Julià 228). El caso de Pellicer es distinto, pues éste no titubea en atribuirle emoción y sentimentalidad a la voz poética, y las referencias pictóricas le sirven más como pretexto que como estrategia de objetivación. Sin embargo, coinciden Pellicer y Carnero en el empleo de la pintura para hablar de la emotividad del yo.

Una de las funciones de la pintura sería el referir un cuadro o un estilo artístico con la finalidad de precisar o concretar un objeto o tema (Julià 230). Un ejemplo de ello en la obra de Pellicer es el siguiente fragmento de la “Elegía apasionada”, dedicada a José Vasconcelos, donde el poeta procura recrear una atmósfera que proviene de la plástica para dotar al tema de un carácter visual que expresa al mismo tiempo una noción temporal y espacial: “Siento, como en un cuadro de Velasco, / que se me va, espaciosamente la mañana / deste último día de junio” (Pellicer 490). Los versos se proponen retomar la visión de amplitud que aporta el pintor arquetípico del paisaje mexicano de finales del siglo xix. Ya habíamos referido este poema más arriba para señalar la analogía entre Vasconcelos y el hombre-fuego pintado por Orozco. Ello nos lleva a que este tipo de técnica, como Carnero mismo enuncia, implica el inconveniente de provocar una incomunicación involuntaria, pues el poeta debe suponer que el lector tenga el referente cultural (Julià 229).

Una segunda función que nos interesa de la clasificación de Julià es el empleo de la técnica pictórica o de una percepción que le es propia para construir la realidad de un poema, una persona o un objeto (Julià 233). Y aquí la obra de Pellicer es realmente un referente muy rico, pues en muchos poemas hace alusión a la técnica pictórica y/o a las percepciones que la caracterizan. En el poema “Apuntes coloridos” de su primer libro, cuyo título advierte de inmediato la referencia a lo visual, Colores en el mar (1915-1920), pueden verse muy claras las referencias a la técnica pictórica en la descripción de un paisaje en el que, mediante la prosopopeya, un cuerpo de agua adquiere dotes de artista visual.

El lago copia las mejores líneas

y en las robadas sombras blancas

en la tarde se doran y se pintan.

Se torna el lago mágica acuarela

en la que formas toco y bebo tintas (Pellicer 46).

Pellicer atribuye al lago la capacidad de pintar, al tiempo que verso mediante recrea dicha pintura en palabras. Para más énfasis en la técnica pictórica, este poema forma una trilogía con “La tempestad en los Andes” y “Recuerdos de Iza”, que el poeta presenta como “aguafuertes” escritos en Boyacá, Colombia (Pellicer 43). Destaco la cuarta estrofa de “Recuerdos de Iza”: “Sus mujeres y sus flores / hablan el dialecto de los colores” (Pellicer 48).

En este mismo libro aparece el poema “Estudio”, donde Pellicer incluso se sirve del paisajismo al proponer una reinvención de Curazao: “Jugaré con las casas de Curazao, / pondré el mar a la izquierda / y haré más puentes movedizos” (Pellicer 23). Más adelante, hay una referencia evidente a la pintura, como una invitación en tono surrealista a la organización de la ciudad brasileña que propone en su poema: “Por la tarde vendrá Claude Monet / a comer cosas azules y eléctricas” (Pellicer 23).

En uno de los sonetos reunidos bajo la categoría de no coleccionados de la obra poética de Pellicer, editada por Luis Mario Schneider, el poeta plantea la siguiente reflexión después de mirar los cuadros de Adolfo Best Maugard, según aclara en la dedicatoria:

Pintar con ojos y mirar con manos

para ver de tocar los más lejanos

cielos del corazón. El Universo

es sólo un ojo inmenso; su mirada

se ahonda en lo ordenado y lo disperso.

Desde la luz se mira hacia la nada (Pellicer 664).

Se trata de un poema sin fecha, aunque está situado en la edición de Schneider entre un poema de julio de 1956 y uno de septiembre del mismo año. Por tanto, se trataría de un Pellicer ya avanzado en el oficio poético, que reivindica su aprendizaje de la pintura, así como de manera general su fascinación ante las obras pictóricas.

Pellicer y los pintores podría ser un tema de análisis en sí mismo, que nos conduce a otra de las funciones de la pintura en la poesía identificadas por Julià, la “glosa de un cuadro o una evocación a partir de él” (Julià 234). En el poema “El entierro del conde de Orgaz”, fechado en 1914 y agrupado por Schneider en los “Primero poemas (1912-1921)”, Pellicer va describiendo la escena de la célebre tela toledana plasmando su propia interpretación: “La escena es magnífica, la escena es serena. / Cual una azucena / puesta tras topacio pálido y luciente” (Pellicer 792). Después hay una inmersión en la escena del cuadro y el yo poético, incluso sugiere al lector los temas sobre los que conversan los asistentes al entierro: “En el grupo unos hablan de la vida, / de caballerescos casos y de amores, / de duelos y damas, de esperanzas idas, / de castillos viejos y torvos señores [...]” (Pellicer 793). De modo que aquí ya no sólo se evoca el estilo del cuadro, sino que en el juego ecfrástico se recrea la atmósfera del lienzo del Greco.

Mas de pronto, en el complejo juego de miradas, Pellicer hace al lector salirse un poco del cuadro y contemplar al yo poético: “Y me siento como presenciando el acto; / frío de silencio, rostro estupefacto” (Pellicer 793). La interacción conduce, finalmente, a una ensoñación que podríamos catalogar como metapictórica, y que plantea también un juego con el tiempo. Ya no estamos los lectores/espectadores en nuestro tiempo de lectura, ni en la contemplación del poeta ante el cuadro, sino en el tiempo del pintor: “Y a mi lado el Greco, pinceles, paleta, / armonía de luces, cantos de un poeta, / y un perfume suave como de violeta” (Pellicer 793).

El poeta tendría por entonces 17 años de edad. El juego de espejos en la tradición de la pintura española remite casi de manera obvia a Velázquez, quien se representó a sí mismo pintando. Y bien, dos años más tarde de la escritura de ese poema sobre el cuadro toledano, Pellicer escribiría “Las meninas” y “Las hilanderas”. Del primero destaco una estrofa en la que se describe el cuadro y se interpreta la emoción en la imagen: “Doña María Agustín de Sarmiento / le ofrece un rojo vaso arrodillada; / y en el vuelo de luz de su mirada / patentiza el galante sentimiento” (Pellicer 900-901).

Nuevamente la escena se recrea para recordarla o darla a conocer al lector destinatario al tiempo que se ofrece una visión única, la del propio poeta que asume un papel como de crítico. El triángulo establecido por Velásquez (pintor-cuadro-espectador) se amplía mediante la evocación literaria de Pellicer a un cuarto elemento que es la mirada del propio poeta.

Una situación similar se puede apreciar en la siguiente estrofa, donde aparece el espejo como tal, gracias al cual se aprecia a esos dos personajes centrales de la familia real que en estricto sentido no están presentes sino por el reflejo: “Al fondo del salón y del saliendo / un real aposentero su figura / destaca en fuerte luz. En un espejo / se reflejan los Reyes. / Las sonrisas están llenas de un íntimo reflejo” (Pellicer 900-901). Mediante una sutil complejidad, aquí Pellicer ya estaría adentrándose en una función más de las que Julià anota: el convertir el poema en un espacio para meditar sobre un aspecto pictórico, o sobre ese lenguaje artístico (Julià 239).

Y no es solamente en referencia a la pintura española donde lo hallamos, sino también, precisamente, en alusión a aquel pintor oaxaqueño con quien Paz hace el parangón en Los hijos del limo. El juego de las sensaciones y las artes que las exaltan puede percibirse en un poema de 1956 dedicado “A Rufino Tamayo” (1899-1991), a quien Octavio Paz equipara con Pellicer en su cualidad solar. Cito y destaco en cursiva un verso:

El que ve, oye, toca, huele y gusta.

Dadme el color y el mundo os será dado.

Cuando Santa Lucía

llevó los ojos en las manos

amaneció en palomas tornasolada guía,

la luz se vio de canto

y se oyó en los rosales la opinión de aquel día (Pellicer 664).

Llevar los ojos en las manos, como Santa Lucía, puede leerse como una metáfora muy precisa del trabajo de la écfrasis poética y Pellicer ahonda en ese juego:

Si con las yemas de los dedos

pinto la claridad, no tocar nada

será la mejor música. La Nada

lleva en la mano todos sus enredos.

Lo que hay que ver, es todo.

Con los ojos cerrados

muy mirada a mi modo,

la vida me persigue con sus senos templados.

Estar en el color es estar vivo,

de todos los olvidos olvidado (Pellicer 665-666).

De la vista al tacto, del tacto al oído y de vuelta a la vista, todo plasmado en el verso visual y tangible de la página y sonoro del habla; resulta difícil no hablar de Pellicer como compositor de acordes coloridos o pintor de música.

Siguiendo con esta última función propuesta por Julià, también cabría señalar aspectos del ya citado tríptico sin título con dedicatoria para José María Velasco. En el segundo poema, Pellicer hace una divagación en la que, si bien se podría estar hablando de la pintura del artista, podría asimismo estar hablando de su propio arte poético.

II

(Divagación)

Partir desde la luz hacia las cosas

fue la intención poética del viaje.

En el Principio sólo fue el paisaje.

Nacimiento de formas temblorosas.

Nadie vio aquellas ruinas tumultuosas

que rejuvenecían el bagaje

del tiempo y ofrecieron hospedaje

a las desolaciones más fastuosas.

En aquellas mañanas, la alegría

era todo un horror de poesía.

La noche con sus números condujo

a la ansiedad mayor. Así fue el viaje.

Menos violencia pudo dar dibujo

y el color hecho luz se hizo paisaje (Pellicer 714).

El yo poético da cuenta de su “lectura” de los lienzos al tiempo que traslada a la palabra aquello que ha visto o vivido. Pellicer comparte su impresión de la pintura, y también invita al lector a impregnarse de las coloraturas que sugieren sus palabras. Al hacerlo mediante un soneto, por otra parte, cede paso a la dimensión sonora y por tanto musical.

Una de las cualidades más singulares de Pellicer es el mirar la Naturaleza, sí mediante una concepción cristiana del universo, pero que convive paganamente con la cosmogonía mesoamericana y con una especie de animismo en la que distintos elementos del paisaje tienen vida propia. Pellicer crea su propia mitología, en la que “el origen de la vida —perla y tiburón— está en el mar” (489), y considera que su naturaleza espiritual está signada por uno de los ríos de su infancia, el Usumacinta (mono aullador en lengua maya), un río caudaloso que corre de Guatemala a México.

A ese río dedica Pellicer uno de sus poemas de largo aliento, aquel que Carballo clasifica como un mural: “El canto del Usumacinta” (1947). En la última estrofa de ese poema, Pellicer describe una imagen que podría ser una síntesis del origen de su arte poética: “Porque del fondo del río / he sacado mi mano y la he puesto a cantar” (397).

Con una mirada imaginativa del pasado, en este caso no sólo el de la civilización mesoamericana sino también el de su propia vida, el yo poético extrae su mano de ese río de la infancia que es aullido de mono y despliegue de colores ante los reflejos del sol para escribir su canto. La escritura de Pellicer es una constante invitación al viaje. No obstante, el poeta escribe desde una cierta perspectiva que hace de su obra, sí un viaje, sí una ensoñación, pero que siempre trae al lector de vuelta a lo terreno. Si bien en su poesía se manifiesta el paisaje como un ámbito en el que se admira lo trascendente, Pellicer deja claro que dicho paisaje y la posibilidad de la trascendencia no pueden existir sin el arte, sea música, pintura o literatura: la imaginación poética que los nombra y evoca.

Conclusiones

Se ha presentado una aproximación a la poética de Carlos Pellicer destacando los elementos visuales tan significativos para este poeta. Se ha planteado un panorama de los diferentes tonos en los que se mueve su escritura, así como los principales temas y su manera de aproximar al lector a ellos. Impregnada de los avatares de su tiempo, instalada en una geografía en la que México tiene un sitio central, la obra de Carlos Pellicer es única y a la vez está cargada de significaciones comunes a las tradiciones culturales del ámbito iberoamericano.

Como el lenguaje mismo que organizamos de forma personal en nuestras oraciones, valiéndonos de las significaciones colectivas que ha adquirido cada vocablo, los poemas de Pellicer son novedosos y son familiares. A veces, las referencias tan locales alejan al poeta del lector, pero luego lo traen de nuevo al lado del poeta, quien nos hace partícipes de esa forma de la soledad en la que según su lógica se gesta la poesía.

La luz es uno de los elementos que aparecen constantemente en la poesía de Pellicer. Observación, contemplación gozosa del universo al tiempo que creación, la poesía de Pellicer es un homenaje a la vida a través de la palabra, una ofrenda al mundo y sus deidades. Es una poesía que enfatiza algo que quizás por parecernos tan obvio nos deja de llamar la atención, la escritura es un intento por representar todos los sentidos en signos gráficos y fonéticos. Carlos Pellicer es ante todo un poeta que, bajo la premisa de imitar a la Naturaleza y al artista plástico, invita a aprender a mirar la variedad cromática del mundo mediante una imaginación que fluye en el manar de la luz en la palabra.

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