Sergio Ugalde Quintana, Filología, creación y vida: Alfonso Reyes y los estudios literarios, México,
El Colegio de México / Universidad Autónoma
de Nuevo León, 2024.
Este libro de Sergio Ugalde Quintana, profesor investigador de El Colegio de México, constituye un importante aporte para la historia de la profesionalización de los estudios literarios durante la primera mitad del siglo xx. Fruto de una tesis de habilitación (Habilitationsschrift) ante la Facultad de Filosofía de la Universidad de Potsdam, el libro de Ugalde Quintana explora la relación de Alfonso Reyes (1889-1959) con la filología moderna. Ahora bien, ¿qué se entiende por filología? Ante un concepto tan amplio como el de filología, Ugalde Quintana comienza por exponer varias definiciones. Por un lado, acoge la definición clásica del alemán Philipp August Böckh (1809-1965), para quien la tarea de la filología es “el conocimiento de lo conocido” (Das Erkennen des Erkannten), es decir, el conocimiento de la producción literaria o escrita para reconstruir históricamente una cultura o civilización. Por el otro, acoge también la definición más actual de Sheldon Pollock, coautor de World Philology (2015), para quien la filología es la disciplina que se encarga de dar sentido a los textos, no necesariamente desde una interpretación semántica, sino desde la lógica de la transmisión textual. Es de notar que Ugalde Quintana está más cerca de la definición de Pollock, aunque no necesariamente deshecha la de Böckh. Por lo tanto, Ugalde admite que la filología se presenta como una perspectiva indefinida, es decir, como una ciencia indeterminada y a veces conflictiva.
Los tres primeros capítulos del libro, “Cosmopolitismo occidental y crítica literaria”, “Nacionalismo e historia de la literatura: Alfonso Reyes y el Ateneo” y “Filología y enseñanza: la Escuela Nacional de Altos Estudios (1913)”, rastrean los primeros intentos por fundar una facultad de humanidades y un centro de estudios filológicos en México, primero durante el liberalismo autoritario del último Porfiriato y después en el fugaz periodo democrático de Madero. En oposición a la enseñanza diletante de la literatura griega o francesa, que se impartía en la Escuela Nacional Preparatoria, según Ugalde, Reyes se acogió a la guía de su amigo dominicano Pedro Henríquez Ureña, quien había estudiado en Nueva York y conocía algunos métodos de la filología inglesa y alemana. Entre ambos diseñarían la cátedra de lengua y literatura de la Escuela de Altos Estudios, pero a partir de 1914 los levantamientos armados de la Revolución mexicana obligaron a ambos al exilio.
En el cuarto capítulo, “Las negociaciones con el hispanismo (1914-1920)”, Reyes aparece en Madrid formando parte de la Sección de Filología del Centro de Estudios Históricos. Aunque entre 1914 y 1920 publicó una serie de estudios críticos sobre autores novohispanos y del Siglo de Oro, Reyes nunca aceptó someterse a la disciplina del español Ramón Menéndez Pidal. Desde 1917, con la publicación de una serie de ensayos recogidos en El suicida, Reyes se alejó de la filología y se acercó a una suerte de filosofía vital, que Ugalde no duda en llamar nietzscheana. En 1920 Reyes se reincorporó al servicio exterior mexicano, y Ugalde estudia esta faceta en el quinto capítulo, “Diplomacia y saber de la literatura (1932-1936)”. Por un lado, resalta su colaboración con Paul Valéry en un internacionalismo pacifista; por el otro, explora la relación de Reyes con el romanista alemán Karl Vossler. En el sexto capítulo, “Humanismo y Guerra (1938-1941)”, Ugalde observa que la preocupación filológica de Reyes es menos textual (¿textólatra?) que espiritual o humanista. Pues, sin ser un helenista en el sentido filológico de la palabra, Reyes se sumergió en la antigüedad en busca del concepto de “crítica”, epíteto de humanismo y libertad, ad-portas de la Segunda Guerra Mundial. La crítica en la edad ateniense, libro que le valdrá el Premio Nacional de Literatura de 1941, le valió también la amistad del helenista alemán Werner Jaeger, correspondencia estudiada y editada previamente por Ugalde en 2009 (véase Un amigo en tierras lejanas...). Finalmente, en el séptimo y último capítulo, “Fenomenología y estilística en El deslinde (1944)”, Ugalde asume que el corolario de la labor filológica de Reyes es la formulación de su teoría literaria de 1944, El deslinde, una de las pocas y más originales de la lengua española. Pero, tal como reconoce Ugalde, ésta abreva más en la filosofía que en la filología; no tanto en la estilística de su colega español Amado Alonso (también alumno de Menéndez Pidal en la Sección de Filología del Centro de Estudios Históricos), como en la fenomenología de Husserl, introducida en México por el filósofo español José Gaos, alumno de José Ortega y Gasset.
Lo más original del libro de Ugalde lo constituye la exposición, a la altura del tercer capítulo, de cuatro documentos inéditos y que Reyes nunca quiso publicar. Se trata de un texto mecanografiado titulado “Historia de la lengua y la literatura castellanas. Apuntes para un curso”, con fecha del 14 de abril de 1913, además de dos cuadernos con “Notas de lingüística” y un guion de sesiones de la clase 5 a la clase 18, que suman casi trescientas páginas. Como tenía menos de veinticinco años y no aún no había viajado a Europa ni a los Estados Unidos en plan de actualizarse, el joven Reyes de 1913 dejó inéditos tales apuntes y ordenó no publicarlos nunca. En ellos, según Ugalde, Reyes siguió al pie de la letra el tratado de Max Müller, La ciencia del lenguaje (1862), asumiendo la superioridad de las lenguas arias (las indoeuropeas) sobre las semíticas y las precolombinas. Y como este tipo de filología historicista nutrió el nazismo –la superioridad de la raza aria en contraposición a la raza semítica– Reyes se abstuvo de publicar tales notas. En 1938, al establecerse definitivamente en México, prefirió dejarlas archivadas.
Llegados a este punto, podría decirse que el libro de Ugalde Quintana encuentra demasiado conflictiva y problemática la ideología que subyace en la práctica de la filología hispánica. Incluso desconfía del supuesto liberalismo de Ramón Menéndez Pidal y de sus alumnos peninsulares, Américo Castro, Amado Alonso, Federico de Onís y Tomás Navarro Tomás. Ellos no dejaron de movilizar, a juicio de Ugalde, toda una estrategia discursiva para reestablecer la hegemonía de España ante los países americanos. Incluso después de la Guerra Civil, cuando varios de ellos se instalaron en las universidades angloamericanas, esta hegemonía peninsular no hizo sino reconcentrarse. Para demostrarlo, Ugalde se apoya en el ya clásico estudio de Fernando Degiovanni, Vernacultar Latin Americanisms: War, the Market and the Making of a Discipline (2018). Otro aspecto que Ugalde Quintana encuentra muy conflictivo es la constante presencia en la obra de Reyes del filólogo español Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), pues no consigue explicar por qué Reyes lo citaba tanto, si los ideales del autor de Historia de los heterodoxos españoles (1880) no coincide con los ideales del mexicano ni de su amigo dominicano Pedro Henríquez Ureña, “jóvenes liberales americanos” (45). Lo cierto es que tanto Reyes como Henríquez Ureña están más cerca de Menéndez Pelayo que de Menéndez Pidal. Pues, mientras la de Menéndez Pelayo es una filología afín a la historia de las ideas y de alcances filosóficos, la de Menéndez Pidal es una filología popularista o folclorista y, en tal sentido, menos “liberal”.
Ahora bien, hay que decir que el autor no profundiza lo suficiente en la serie de estudios críticos sobre Calderón, Quevedo, Góngora, Ruiz de Alarcón ni en la prosificación del Poema del Cid, que Reyes llevó a cabo en la Sección de Filología en el Centro de Estudios Históricos entre 1914 y 1920. Es cierto, pone bastante atención en los estrechos vínculos y negociaciones que Reyes mantuvo con sus colegas españoles para no diluir la particularidad mexicana en la generalidad española y que, incluso, le concede excesiva atención a la discusión sobre el novohispano Juan Ruiz de Alarcón en torno al “alma nacional” de México desde los primeros años de la era colonial. Pero preguntémonos si acaso no hubiese sido mejor prestar mayor atención a la reivindicación de Góngora y a la prosificación del Poema del Cid en la medida de que tales trabajos filológicos de Reyes, en efecto, gozaron de mayor repercusión en el mundo hispano. Semejante pregunta nos llevaría a una mayor y que desde luego rebasa los límites de este estudio: ¿por qué, a pesar de ser la nación hispanohablante más poblada del mundo, México ha dejado en manos de España el liderazgo y la autoridad de la filología hispánica? ¿Acaso por la baja alfabetización y el poco acceso a la cultura letrada, sumado al resabio colonial y a la marginación de las lenguas indígenas? No deja de ser conflictiva la manera en que Reyes ejerció la filología en la primera mitad del siglo xx.
En síntesis, Filología, creación y vida deduce que la literatura no se legitima en el ámbito burgués si no está sancionada por una institución académica. La unión de los estudios literarios y lingüísticos, es decir, las operaciones básicas de editar, comentar e interpretar un corpus oral o escrito de una determinada comunidad político-lingüístico, sancionándolo o legitimándolo con la historicidad y la reflexión necesarias, es lo que solemos llamar filología. Como la escisión entre Iglesia y Estado durante el siglo xix atomizó la actividad filológica en aquellas comunidades de tradición católica, México tardó bastante tiempo en institucionalizar los estudios literarios y lingüísticos en la praxis cotidiana, es decir, como parte de la educación obligatoria o pública. En restablecer esa tradición desde el laicismo y la democracia liberal, según Ugalde, está la gran labor de Alfonso Reyes.
Sebastián Pineda Buitrago
Universidad Veracruzana