“La referencia de lo que me concierne
y me mira en nombre del animal”:
La mirada animal en La ideología
de los perros (2020) de Mauricio Embry
“The reference of what concerns me and looks at me in the name of the animal”:
The animal gaze in La ideología
de los perros (2020) by Mauricio Embry
Mariela Ramírez Peña1
Universidad de Concepción, Chile
marieramirez@udec.cl
Resumen: El presente artículo analiza la mirada del animal en la novela La ideología de los perros (2020) del escritor chileno Mauricio Embry. La narración se centra en la voz de un niño que crece en un Chile de postdictadura militar y, además, lo hace desde un hogar pinochetista. Esta voz se cruza con la de otros dos personajes, Andrés y Arnoldo, para formar un único relato. En este marco, la hipótesis de investigación sostiene que el encuentro con la mirada del animal posibilita la emergencia de discursos alternos, como los de un niño, un ebrio y un loco, a través de los cuales cada personaje puede reconocer a un otro y, al verse observado por ese otro, también puede descubrirse a sí mismo. Para dar cuenta de esto, el análisis se orienta por la propuesta teórica de Jacques Derrida sobre la cuestión de los animales, en El animal que luego estoy si(gui)endo (2006).
Palabras clave: novela chilena, postdictadura, mirada animal, Mauricio Embry, Jacques Derrida.
Abstract: This article analyzes the gaze of the animal in the novel The Ideology of Dogs (2020) by Chilean writer Mauricio Embry. The narrative focuses on the voice of a child who grows up in a post-military dictatorship Chile and, furthermore, does so from a Pinochet home. This voice intersects with that of two other characters, Andrés and Arnoldo, to form a single story. In this framework, the research hypothesis maintains that the encounter with the animal’s gaze enables the emergence of alternate discourses, such as those of a child, a drunk and a madman, through which each character can recognize another and, by seeing themselves observed by that other, he can also discover themselves. To account for this, the analysis is guided by Jacques Derrida’s theoretical proposal on the question of animals, in The animal that I am following (2006).
Keywords: Chilean novel, Post-dictatorship, Animal gaze, Mauricio Embry, Jacques Derrida.
Recibido: 29 de enero de 2024.
Aceptado: 18 de mayo de 2024.
Doi: 10.15174/rv.v18i35.772
1. La ideología de los perros: el relato de un hijo
de pinochetistas
La producción literaria chilena, al igual que otras del Cono Sur, posee un número considerable de novelas cuyos relatos se enmarcan en el contexto de la dictadura militar en Chile (1973-1990). Dichos relatos plasman las experiencias vividas durante este periodo y los años posteriores, a fin de dar cuenta de una realidad extratextual a través del discurso literario. Dentro de estas obras, catalogadas como autobiográficas, se encuentra el subgénero de Relatos de microfiliación, noción que Sarah Roos (2013) retoma de Dominique Viart (2001), para referirse a los relatos de los hijos de quienes vivieron este periodo histórico. Esta categoría narrativa “designa la toma de conciencia de un individuo de ser hijo o hija de alguien –una cognición que siempre dialoga con la herencia familiar transmitida por los padres u otros antepasados más alejados” (336). Estas producciones dan cuenta de las consecuencias de dicha dictadura en la crianza de la generación siguiente a que vivió este periodo: los huérfanos, hijos de detenidos desaparecidos; los que aún ven las lágrimas en sus padres, quienes parecen aún vivir en aquel momento; o, también, quienes crecen en un entorno que se niega a hablar de lo sucedido. Este proyecto escritural, en palabras de Roos (2013):
Destaca por su potencial innovador: los hijos, narrando y comentando la vida de los padres, trazan simultáneamente un retrato preciso de su sociedad. A través de la visión personal de la microhistoria familiar, testimonian la macrohistoria –los acontecimientos más importantes del pasado de un país (335).
Entre los autores más destacados de esta generación –o categoría narrativa– se encuentran Alejandro Zambra, Nona Fernández, Alejandra Costamagna y Álvaro Bisama, entre otros.
Lorena Amaro (2014) describe este conjunto de obras como aquellas que transmiten la experiencia de la infancia desde una perspectiva política. En palabras de la autora:
Se trata, en su mayoría, de relatos definidos como ficcionales, aunque con indudables elementos referenciales (en varios de ellos incluso coinciden el nombre del narrador, el protagonista y el autor). Pero en ellos, más que la figura del niño, la que campea es, realmente, la del hijo (110).
Por lo tanto, estos relatos, también llamados de los ‘hijos de la dictadura’, transmiten la herencia cultural, política y social de los padres.
Dentro de este marco de producciones literarias se sitúa la novela La ideología de los perros (2020) de Mauricio Embry, la cual textualiza la experiencia de una generación que crece en el Chile de postdictadura, donde todo un país se divide entre quienes apoyan o rechazan las acciones del que se hacía llamar “gobierno militar”. La narración se centra en la generación de los hijos de la dictadura, pero marca una diferencia respecto de la literatura anterior: esta vez, es la perspectiva de un niño la que muestra al lector cómo vive el país después de la dictadura y, más importante aún, lo hace desde un hogar pinochetista. Retomando los planteamientos de Amaro, si los autores de este periodo se centran más en la visión del hijo (adulto) que la del niño, la novela de Embry, por su parte, se posiciona desde la perspectiva y la cotidianidad de la infancia, lo que marca una diferencia respecto de la producción precedente.
De acuerdo con Patricia Espinoza (2022), “una de las grandes deudas literarias de nuestro país es la ausencia de publicaciones sobre hijos de represores” (7).2 Dicha deuda es abordada por autores como Bernardita García, con la novela La gente como uno (2020), y Mauricio Embry, con La ideología de los perros (2020). García y Embry, en palabras de Gorica Majstorovic (2020), abordan las experiencias de la postdictadura desde una nueva óptica:
Alejandro Zambra, en Formas de volver a casa (2011), remarca que la dictadura es la “novela de los padres” en la que se margina a los niños (56-57). Lo que pasa cuando los niños se vuelven protagonistas es el tema de dos novelas chilenas publicadas en 2020: La gente como uno de Bernardita García y La ideología de los perros de Mauricio Embry. Al mezclar lo personal y lo político, ambas novelas toman como punto de partida la captura de Augusto Pinochet, en Londres, en 1998. Éste es un momento político decisivo que les permite reflexionar sobre el pasado reciente de Chile (270).
La ideología de los perros no se centra en la voz de los hijos que viven una adultez llena de las consecuencias de la dictadura, sino que se enmarca en una generación de escritores más reciente, quienes exponen la experiencia de la postdictadura desde la mirada de niños que crecen en hogares pinochetistas. A estos autores se suma La resaca de la memoria (2023) de Verónica Estay Stange, hija de torturados y, al mismo tiempo, sobrina del torturador Miguel “El Fanta” Estay, condenado a cadena perpetua en Punta Peuco, y que murió en 2021.3
La novela ha sido escasamente examinada por la crítica especializada. Su publicación fue reseñada en algunos sitios webs, donde, por ejemplo, Sergio Baeza Cabello (2020) afirma que el relato porta un final fuerte, pero necesario:
La novela, devela en todos sus tiempos, que el daño que provocó la dictadura en las personas es más profundo del que se estima, en efecto, a pesar del paso del tiempo, el dolor no termina o se acaba ni siquiera con la partida de los protagonistas, y esto es muy revelador dado que estamos camino del medio siglo del Golpe de Estado, que, por cierto, abrió las heridas más profundas de toda nuestra historia. Los niños de esta potente novela son el mejor ejemplo de lo anterior.
Jorge Salas (2021), por su parte, sostiene que la novela de Embry “descubre el horror de las torturas y la persecución de la dictadura en contra de las y los opositores” (1). La novela también es citada en The Oxford Handbook of the Latin American Novel (2020), pero sólo mencionada a modo de ejemplo. Por lo tanto, se hace evidente que la revisión crítica de la escritura de Embry aún se encuentra pendiente. En este contexto, este trabajo pretende hacerse cargo de su examen, particularmente a partir de la presencia del mundo animal, el cual se textualiza desde el título del libro. La hipótesis de investigación sostiene que el encuentro con la mirada del animal posibilita la emergencia de discursos alternos como los de un niño, un ebrio y un loco. Cada personaje reconoce a un Otro (Levinas) en esa mirada y, al verse observado por esa otredad, también puede descubrirse a sí mismo.
Los principales conceptos teóricos que orientan esta investigación surgen de la propuesta de Jacques Derrida en El animal que luego estoy si(gui)endo (2006), principalmente, sobre el encuentro del hombre con la mirada del animal y cómo ésta abre paso hacia el relato autobiográfico. Para llevar a cabo la revisión de estos postulados, el artículo se estructurará en dos partes: comenzará con la revisión de los planteamientos teóricos de Derrida, en los que se orienta esta investigación y, luego, se desarrollará un análisis crítico-literario de la novela, en función de la hipótesis propuesta.
2. Jacques Derrida y “la referencia de lo que me concierne y me mira en nombre del animal”
En El animal que luego estoy si(gui)endo (2006), Jacques Derrida cuestiona el uso del término “animal”, en la medida en que este designa a un grupo heterogéneo de seres vivos, sin considerar su individualidad. El acto de nombrarlos a todos como “uno solo”, implicaría que son un grupo homogéneo y, por tanto, radicalmente opuesto al “hombre”. El autor indica que el ser humano se atribuyó el derecho de nominarlos, lo que cuestiona críticamente: “¡el animal, vaya palabra! Es una palabra, el animal, es una denominación que unos hombres han instituido, un nombre que ellos se han otorgado el derecho y la autoridad de darle al otro ser vivo” (39). La nominación es una imposición que porta una forma de violencia, ya que es la reapropiación antropocéntrica del ser que llaman animal. Para evitar el uso de esta palabra, Derrida propone la noción de animote (l`animot en francés), el que, cuando se pronuncia, deja oír un plural (animaux) “que recuerda la extrema diversidad de animales que ‘el animal’ borra” (10). De esta manera, invita a abandonar el binomio hombre (ser humano)-animal.
El autor presenta una escena clave para comprender estos postulados cuando está desnudo frente a la mirada de un gato. En ese momento, técnicamente, ambos están desnudos, pero existe una diferencia. El uso de la vestimenta (la acción de cubrir el cuerpo con prendas) es algo propio del ser humano, mientras que el animal es desnudo sin notarlo. El humano siente vergüenza de estar desnudo como un animal, mientras que este último, al estar desnudo sin saberlo, en realidad no lo está, pues no carga con el bochorno de dicha desnudez:
¿Qué es el pudor si no se puede ser púdico más que permaneciendo impúdico y recíprocamente? El hombre ya no estaría nunca desnudo porque tiene el sentido de la desnudez, esto es, el pudor o la vergüenza. El animal estaría en la no-desnudez porque está desnudo, y el hombre estaría en la desnudez allí donde ya no está desnudo (Derrida 19).
El animal que observa es un ‘otro’, es decir, representa una alteridad. El humano desnudo frente al gato, antes de darle caza, siente la prisa por esquivar su mirada y cubrir la obscenidad de su desnudez, para no ser mirado por ese otro. Este momento presenta una dificultad para el humano, ya que cuesta silenciar esa voz que protesta contra la “indecencia” de estar con los genitales expuestos. Esta imagen, según Derrida, es una especie de animalsonancia que corresponde a “la experiencia originaria, única e incomparable de lo malsonante que resultaría aparecer realmente desnudo, ante la mirada insistente del animal, una mirada benevolente o sin piedad, asombrada o agradecida. Una mirada de vidente, de visionario o de ciego extra-lúcido” (18).
El encuentro desnudo con ese “otro” da paso a una serie de interrogantes que agobian al ser humano. Ante su mirada: “¿podemos aproximarnos al animal y desde el animal vernos vistos desnudos?” (Derrida 37). Ese animal que rodea al humano, desde su lugar, puede dejarse mirar, pero también puede mirarlo. De este modo, ambos animales son mirados por el otro y, a su vez, observan cómo son vistos por esa otredad.
Surge, entonces, la interrogante por el mensaje que porta la mirada sin fondo del animal mientras observa al hombre desnudo: “¿Qué me ‘dice’ ésta, la cual manifiesta en suma la verdad desnuda de cualquier mirada, cuando esta verdad me hace ver en los ojos del otro, en los ojos videntes y no solamente vistos del otro?” (Derrida 27). En estos momentos de desnudez el gato salta salvajemente sobre su cara y, tras esto, todo puede pasar, por lo que la mirada del animal no sólo despierta múltiples interrogantes, sino que también abre paso a otras posibilidades de pensamiento y de relación con el otro.
Derrida plantea dos hipótesis. La primera es que desde hace dos siglos los seres humanos estamos envueltos en una transformación sin precedentes, la que afecta la experiencia de quienes llamamos “animales”. Las formas tradicionales de tratamiento del animal se han visto alteradas por los saberes zoológicos, etológicos, biológicos, genéticos, entre otros. Los animales son sometidos a diferentes formas de violencia como, por ejemplo: experimentación genética, industrialización de la producción alimenticia de la carne animal, inseminación artificial masiva, cría y adiestramiento, etc. Todo esto para el supuesto bienestar del humano, sin embargo, el animal nos llama a repensar nuestras formas de interacción: “El animal nos mira, nos concierne y nosotros estamos desnudos ante él. Y pensar comienza quizás ahí” (45).
La segunda hipótesis propone una lógica diferente de entendimiento sobre los límites entre el binomio hombre(ser humano)-animal. No se trata de excluir elementos, sino, al contrario, de contemplar lo que se desarrolla en el límite, pero también alrededor de él, lo que lo alimenta, lo genera o lo complica.
El autor también sostiene que existe una relación entre la mirada del animal y la autobiografía, pues cuando me siento observado por otro, también me descubro. Desde esta perspectiva, en el encuentro con el animal, sus miradas se multiplican y saltan salvajemente sobre la cara del hombre, exponiéndole su propia presencia. Se trata de una escena autobiográfica que se erige como el espejo que refleja la desnudez de pies a cabeza: “en la desnudez o el desamparo de quien dice, abriendo la página de una autobiografía, ‘he aquí quien soy’” (Derrida 68).
Jacques Derrida abre una serie de cuestionamientos sobre la relación con el otro, la denominación que el ser humano ha dado a cada ser y la manera en que interactuamos con ellos, con el objetivo de dar espacio a otras formas de pensar al animal (o animote). En palabras del autor: “mi único afán no es interrumpir esa ‘visión’ animalista sino no sacrificarle ninguna diferencia, ninguna alteridad, el pliegue de ninguna complicación, la apertura de ningún abismo por venir” (112).
3. La mirada animal como un espacio de apertura
hacia discursos alternos
La ideología de los perros (2020) se estructura a partir de tres relatos, los que progresan individualmente hasta encontrarse al final de la narración. Los discursos emergen, en primer lugar, desde la voz del protagonista, Andrés, quien pasa gran parte del relato buscando a un perro en un tiempo presente (que se infiere en el año 2018); luego, surge la voz de un “chico obeso con partidura tipo Superman” en 1998, la versión del pasado de Andrés; y, finalmente, se presenta una voz, a través de una bitácora que contiene misivas sin autor ni destinatario aparente (que más tarde sabemos que son escritas por Arnoldo, el loco del barrio). Estos tres relatos se presentan de manera intercalada a lo largo de la narración y avanzan al mismo tiempo, hasta que el lector advierte que están íntimamente entrelazados.
La novela inicia con la imagen de Andrés (su versión adulta) alimentando a un perro callejero en una plaza. A sólo un día de que su padre —un ex comandante del ejército durante los años de dictadura militar, deba declarar en una audiencia por violación a los derechos humanos, el protagonista busca reprimir con alcohol y drogas esas ideas que lo atormentan. Esta conducta permite situar al personaje dentro del grupo de jóvenes que José Luis Riquelme (2011) llama los hijos drogadictos de la dictadura. Esta generación comienza en el periodo de transición a la democracia y surge “a partir de su rebeldía e inadaptación al discurso construido desde el poder en el transcurso de la modernidad” (206). Sin olvidar los rasgos que diferencian la obra de Embry de los llamados hijos de la dictadura (Majstorovic), la evasión de la realidad a través del consumo de drogas es un punto de encuentro entre estos autores. Esto se debe a que los relatos portan experiencias heredadas a través de la palabra de sus padres/madres y abuelos/abuelas, las que “sólo pueden ser transformadas en escritos a través de sus voces, no existiendo, dato estadístico, ni documento oficial que dé cuenta de tales emociones. Estos sentimientos están vivos aún” (Riquelme 212).
En medio de la ebriedad, unos ladridos lejanos advierten a Andrés que hay un perro llamando por él. La imagen de este animal se adhiere a sus pensamientos y evoca el recuerdo de otro: el Negro, perro que conoció durante la infancia. De este modo, el relato se traslada al pasado de Andrés, para conceder la voz protagónica a un niño de doce años, quien se entera por televisión que “un hombre con cara de pollo” llamado Augusto Pinochet (“Mi General”, como le llaman sus padres), es detenido en Londres en 1998.
Este segundo relato expone el mundo de la niñez desde un hogar pinochetista y con un padre militar, lo que influye en la concepción de mundo de Andrés, así como también en sus relaciones interpersonales y en los conflictos que debe enfrentar tras sostener que Pinochet “nos salvó de ser otra Cuba” (63). El contexto político, entonces, permea todo el relato. Andrés repite las palabras enunciadas por el padre, sin comprender totalmente aquello que hablan “los adultos”. Enamorado de Frida, hija de detenidos desaparecidos, debe decidir si repite las palabras del padre o si apoya el discurso de “la chica de sus sueños”, sin entender muy bien por qué estas posturas causan tantas peleas entre sí. La incomprensión de los discursos enunciados por parte del protagonista será uno de sus rasgos principales. Todo esto sucede mientras la versión adulta de este chico continúa buscando, entre capítulo y capítulo, a ese animal cuyos ladridos le conciernen.
Llama la atención que el punto de apertura hacia el mundo de la infancia sea a través del encuentro del protagonista con un animal: “Hoy comprobé que no hay nada más triste que la mirada de un perro traicionado” (11). La imagen del perro callejero evoca inmediatamente la del Negro y, con ello, una serie de recuerdos que Andrés se esfuerza por reprimir, pero que persisten en sus reflexiones. Retomando los postulados de Derrida (2006), el autor afirma que “nunca me habrá dado tanto que pensar como en los momentos en que me veo desnudo bajo la mirada de un gato” (26); es, precisamente, esta relación la que puede advertirse en la novela de Embry. La mirada del perro callejero que se presenta ante Andrés desata los pensamientos que el personaje estaba evadiendo mediante el consumo excesivo de diversas drogas.
Tal como sucede con el gato del que habla Derrida, los recuerdos saltan felinamente sobre el protagonista: “Sé que esos recuerdos son como un gato escondido en una película de terror: le gusta meter ruidos en mi cabeza. Yo busco de dónde viene el sonido […] Abro lentamente la cortina que lo cubre. Y salta sobre mí dando un maullido que me provoca un infarto” (Embry 46).
La mirada del animal, que concierne a Andrés y que evoca la imagen del Negro, también abre una línea de fuga por la cual se desborda una serie de recuerdos reprimidos. Andrés ya no puede resistirse, pues, tal como indica Beatriz Sarlo (2005), “proponerse no recordar es como proponerse no percibir un olor, porque el recuerdo, como el olor, asalta, incluso cuando no es convocado. Llegado de no se sabe dónde, el recuerdo no permite que se lo desplace” (10). Si bien Sarlo dice no saber de dónde provienen estos recuerdos, al retomar los planteamientos de Derrida, se puede establecer un diálogo entre estos autores, para dar una posible respuesta en la trama de La ideología de los perros: los recuerdos emergen a partir de la referencia de lo que concierne a Andrés y aquello que lo mira en nombre del animal.
El encuentro con el animal le entrega al protagonista la posibilidad de exponerse con honestidad ante un otro. Desde la primera línea, el personaje expone que es la mirada del perro la que le inspira el deseo de ser honesto:
Hoy descubrí que no hay nada más triste que la mirada de un perro traicionado. Esos ojos amarillos mirando en todas direcciones, las orejas levantadas, su lengua salivando sobre el cemento caliente. Debí ser honesto con él. Debí confesarle que sólo lo acaricié para pasar el rato mientras tomaba una Coca-Cola en la plaza (Embry 11).
Desde esta perspectiva, el recuerdo del perro evoca la imagen de la traición causada por la falta de honestidad. Esos ojos amarillos se tornan la llave que abre “el cajón de lo silenciado”, para dar espacio a lo no dicho. Sarlo (1985) postula que “los ojos dicen más que las palabras y, sobre todo, hablan cuando las palabras, a causa de diferentes obstáculos, no son posibles entre quienes aún no se conocen pero pueden manifestar, por los ojos, la voluntad de conocerse” (128).4 En este sentido, a partir de la mirada del animal, los secretos de Andrés se desnudan ante él y le exponen una realidad que no quiere admitir: su padre fue partícipe de los crímenes cometidos por los militares durante la dictadura y, en la medida en que guarda silencio, él también lo es.
Derrida postula que, a medida que el animal que lo mira salta sobre su cara, sus textos se tornan más autobiográficos. Esta idea sugiere una relación entre la mirada del animal y la autobiografía, pues ahí donde el hombre se siente observado surge el relato de un “yo”. La mirada animal y la autobiografía se enlazan en una misma acción: ser visto por otro y, al verse observado, permitir mirarse a sí mismo. El animal, como representación de la alteridad, no sólo muestra a un otro, sino que al observar al humano (Andrés), este último puede verse observado por un perro que lo invita a sumergirse desnudamente en los recuerdos que reprime. De este modo, la novela da paso hacia el mundo de la niñez del protagonista, en un relato que se constituye como autobiográfico.
Cuando Andrés no deja pasar al perro a su hogar, se resiste al encuentro con el otro. Más tarde, los aullidos del animal lo persiguen como otro recuerdo más que resuena en su memoria. Pese a su resistencia, el encuentro con la mirada del perro penetra sus pensamientos: “pero lo más extraño es lo que sucedió después: comiendo una pizza recalentada me puse a llorar” (11). El llanto evocado por la mirada del animal trae dos nombres consigo: el Negro y Arnoldo. No es casual que la alteridad animal de un perro callejero exponga la presencia de dos personajes infames (Michel Foucault), destinados al rechazo y a la muerte, cuyos cadáveres quedan expuestos a vista de los demás personajes. Estos cuerpos, en palabras de Gabriel Giorgi (2014), resisten, permanecen, insisten y se obstinan. Vuelven a la mente de Andrés una y otra vez, como un gato que está a punto de saltar sobre su rostro.
El Negro, perro guardián de la cuadra y amigo de los niños del barrio, desaparece una noche en que se corta la electricidad y, días más tarde, aparece muerto, tirado en la calle. El cadáver es descrito desde los ojos de la niñez. El niño obeso con la partidura de Superman describe la muerte a través de sensaciones, casi instintivamente. Su conclusión es que la muerte tiene olor a jazmín y a yogurt vencido:
El olor a jazmín salía de una de las casas. Desde entonces odia el olor a jazmín […] Al llegar al basurero, siente un olor a yogur vencido. Es tan fuerte que tiene que sujetarse la boca y la nariz con ambas manos.
Bolsa de basura. Sangre. Pelos negros con garrapatas. Las lágrimas del Colorín de inmediato empiezan a caer sobre su polera de Colo-Colo. Nunca antes lo habían visto llorar.
—Tal vez sólo se parece— dice el Churejas para calmarlo, aunque todos saben la verdad: han encontrado al Negro.
El Chete y el chico obeso sacan la bolsa del basurero. Está pesada. El chico obeso intenta aguantar lo más que puede, pero se le cae y salta la cabeza del Negro fuera de la bolsa. Un montón de moscas azulosas parecen bailar encima de las garrapatas de su oreja (Embry 53).
Garrapatas y moscas se unen en la danza de la muerte, con movimientos que resaltan la inmovilidad del cadáver, tirado a la basura como un desecho sin valor. Ese animal desaparecido, cuyo cuerpo aparece envuelto en una bolsa de basura, cortado y degollado, escenifica la imagen de todos los cadáveres que Chile –en el plano extratextual de la novela– quiere olvidar. Esto se debe a que la imagen del cadáver persiste y emerge cada vez que alguien se permite el encuentro con el otro. Se trata del acto de responder al llamado de responsabilidad infinita con el Otro del que habla Emanuel Levinas (1972).
El otro nombre que surge en medio del llanto que ha despertado la mirada del animal es el de Arnoldo, el loco del barrio. La locura es representada en la literatura a través de un ser errante, catalogado como monstruo moral, debido a que “perturba el orden del espacio social” (Foucault 103). El loco, por lo tanto, retrata la alteridad por excelencia:
Dicen que está loco, pero es inofensivo […] Según la vecina, que vive al frente de la casa del Colorín, un día incluso intentó matarse con un cuchillo cortándose el cuello. Por eso tiene la cicatriz. Al oír esto, el chico obeso piensa que tal vez sólo quería sacarse la manzana atascada (Embry 43).
Arnoldo se encuentra con el Negro y lo acaricia un momento. Ese mismo día el perro desaparece, lo que despierta el sentimiento de culpa en el personaje: “estuve todo el día acordándome del Negro. Debí haberle hecho caso a las amenazas. Seguro me vieron pasear con él y acariciarlo en la oreja. Con eso lo marqué, igual como los marqué a la Romi y a ti” (165). Esta escena ilumina la culpa con la que carga el sujeto, debido a los recuerdos que, al igual que Andrés, intenta evadir. Desde esta perspectiva, se plantea que el encuentro de Arnoldo con la mirada del Negro le permite verse visto por otro y, al ver su propia desnudez, se enfrenta a una realidad insoportable que lo empuja al suicidio. El loco del barrio se quita la vida y su cadáver también queda expuesto en la calle, ante la mirada de todo el vecindario. Los demás personajes lo observan sin reaccionar ante el cuerpo que cuelga de un árbol. Todos oyen el llanto del Colorín, pero, nuevamente, nadie responde. Ante el cadáver y el llanto del niño, emerge la responsabilidad con el Otro de la que habla Levinas (1972), donde “el Yo ante Otro es infinitamente responsable. El Otro que provoca este movimiento ético en la conciencia” (63), no obstante, nadie responde a ese llamado.
El único personaje que manifiesta deseo por dirigirse hacia Arnoldo es Andrés, pero su padre lo retiene y él acepta, evitando mirar el rostro del cadáver expuesto tan desnudamente ante todos. Esta no-acción de Andrés pesa sobre sus hombros hasta el presente, lo que se advierte cuando la mirada del animal trae dos nombres a su mente y Arnoldo está entre ellos. Ante el llanto del Colorín, en cambio, desafía al padre y corre hacia su amigo, junto con los demás niños del barrio, quienes se abrazan y olvidan todas las rencillas. Atrás quedan las peleas entre los niños que dicen ser de izquierda o de derecha. Ante la muerte, el sentimiento de dolor los re-une. Esta escena también puede ser leída como el mensaje que el autor quiere dejar al lector en el plano extratextual. Esto adquiere más sentido aún si se lee en conjunto con la dedicatoria del libro: “A mis padres, a quienes el amor me une más allá de cualquier diferencia política” (Embry 7). Si los adultos (la generación de la dictadura) no pueden mirar el rostro del otro, quizás la generación de sus hijos y nietos (postdictadura) sí pueda hacerlo.
El llamado del que habla Levinas, no obstante, se torna insuficiente para comprender esta escena, ya que Andrés, al dirigirse al Colorín y no hacia Arnoldo, relega a un segundo plano al sujeto loco y, por tanto, su representación de la alteridad. La mirada del animal, en cambio, lleva a Andrés a pensar en Arnoldo y admitir las pesadillas donde el rostro de ese cadáver se hace presente durante las noches. Sobre este punto, resulta interesante mencionar que Derrida critica fuertemente a Levinas, entre otros filósofos, por negar al animal e ignorar su mirada en sus planteamientos: “sucede como si los hombres de esta configuración hubieran visto sin ser vistos, como si ellos hubieran visto al animal sin ser vistos por él, sin haberse visto vistos por él” (Derrida 30). Desde esta perspectiva, pese a que los personajes no responden al llamado de ese rostro humano que pide ayuda, a Andrés si le concierne la mirada del perro callejero. El llamado del animal es el que lo mueve a mirar esa infancia escondida en alguna parte de sus pensamientos (que también emerge en su subconsciente a través de los sueños), para ver ese rostro del Otro, cuyo llamado ignoró en el pasado.
Sumado a las experiencias del chico obeso de doce años y a la versión adulta de un Andrés sumergido en la ebriedad, se presenta el tercer relato de esta novela. Se trata de una bitácora, cuyas hojas se llenan con cartas no enviadas y que quedan atrapadas en el silencio del papel. Cada carta indica la fecha, el lugar donde se encuentra el emisor y la temperatura del día, donde se registran minuciosamente los sitios que recorre el autor mientras escribe cada misiva. Las cartas revelan la amistad que existe entre el emisor y el receptor, por lo que esta escritura da cuenta, tal como afirma Gilles Deleuze (1980), que “sólo se escribe por amor, toda escritura es carta de amor” (41). De este modo, el lector va conociendo las comidas que le gustan al emisor, sus amigos, sus experiencias, hasta llegar a su confesión. En ese momento se advierte que las cartas contienen un secreto que su autor necesita textualizar: “no puedo pedirte que me perdones, pero, al menos, me conformo con que te enteres de cómo pasó todo, como llegué a convertirme en la persona que soy” (Embry 165).
Las cartas ya no pueden ser enviadas, pues su destinatario está muerto, debido a que el emisor lo delató ante los militares:
Me gustaría decirte que lloré después de lo que te hice, pero debo confesar que no fue así. No podía llorar, porque el Rinoceronte me miró durante todo el proceso. Cuando me pasó el soplete para que quemara las huellas de tus dedos, cuando el fuego ennegreció tu pelo, cuando la carne de tus mejillas quedó sepultada bajo las cenizas (175).
Con el paso de las páginas, el lector comprende que las cartas no enviadas son escritas por Arnoldo. Pese a la demencia, su escritura sigue una línea lógica, gramaticalmente correcta, que no da cuenta de la falta de cordura con la que lo caracterizan los demás personajes. La culpa, a diferencia de la demencia, sí está presente en las líneas que dedica a Porky, fingiendo que habla con alguien que no puede escucharlo. En este sentido, es posible sugerir que aquí es donde radica su verdadera locura: en creer que puede hablar con un muerto.
Este discurso, el tercero que expone la novela, está escrito en un cuaderno escolar, cuya tapa tiene una imagen de Mickey Mouse. El cuaderno de Arnoldo, sumado a la conducta que tiene cuando lo lleva entre las manos –como si esperase a que nadie lo viese para escribir en él–, despiertan la curiosidad del niño obeso, quien hace todo para conseguirlo. El niño comienza la lectura de las cartas y, de este modo, los tres discursos comienzan a encontrarse, mientras “a lo lejos, un perro le ladra la luna” (164). Al mismo tiempo, el perro que ladra a la luna es el recordatorio de esa primera mirada del perro callejero que posibilitó la emergencia y el encuentro de estos discursos, ya que la presencia del animal, tal como sostiene Gabriel Giorgi (2014), “moviliza ordenamientos de cuerpos, territorios, sentidos y gramáticas de lo visible y de lo sensible que se jugaban alrededor de la oposición entre animal/humano” (12).
El contenido de las cartas de Arnoldo (miedos, culpas, relatos de tortura, conflictos políticos, entre otros) altera la forma en que el niño observa su mundo, su país y, también, a su padre. Las experiencias leídas acompañan a Andrés durante toda su vida hasta llegar a la versión de un Andrés abogado, que debe asesorar a su padre en la audiencia por violación a los derechos humanos. Este es el momento en que los tres discursos se encuentran y forman una sola historia, cuyo resorte inicial fue el encuentro con la mirada del animal (perro callejero). Se trata de una memoria que, siguiendo los planteamientos de Paul Ricoeur (2004), se incorpora a la identidad de los personajes a través de la narración:
Y como la configuración de la trama de los personajes del relato se realiza al mismo tiempo que la de la historia narrada, la configuración narrativa contribuye a modelar la identidad de los protagonistas de la acción al mismo tiempo que los contornos de la propia acción (115)
Siguiendo esta idea, la memoria adquiere un significado particular para Andrés, cuya identidad se forma a partir de una historia que no refiere a un pasado lejano, sino que se trata de uno que sigue siendo parte de su presente.
Tras la mirada del perro callejero, emergen los recuerdos evadidos, los pensamientos reprimidos y, en consecuencia, los cuestionamientos que Andrés quiere hacerle a su padre, pero que se quedan atascados en su garganta. Durante la audiencia, mientras Andrés lo ve mentir y evadir las preguntas del actuario, la culpa leída en las líneas de Arnoldo se funde con la propia:
Mientras los observo, vienen a mi mente las páginas anotadas por Arnoldo, con esa letra torcida que tendía a salirse de los márgenes. Entonces pienso que mi origen se encuentra en la carroña. En kilos y kilos de carroña. Que mi cuna se construyó con la piel carbonizada de miles de hijos que nunca pudieron ser padres. Y que mi primer baño de tina fue con la sangre de centenares de madres violadas, que perecieron sobre una placenta de flores muertas. Tal vez las mismas que Arnoldo olía en ese cuartel (171).
Las cartas sin enviar le confieren a Andrés acceso a otra versión de Arnoldo, una donde la realidad se desnuda y lo expone como un traidor. En esa lectura, el protagonista no sólo observa al otro, sino que también se reconoce a sí mismo y se ve como el hijo de un hombre que derramó la sangre con la que se formó su primer baño de tina. La culpa de Arnoldo abre un espacio para que Andrés experimente el dolor del otro y, también, el propio.
Cuando la novela visibiliza el contenido de las cartas de un loco, que no pueden ser enviadas y por consiguiente tampoco leídas, hace audible el relato de una alteridad. La narración hace oíble –o si se quiere legible– la escritura de un delator, cuyas letras se desbordan a lo largo de las hojas. Dar espacio a este relato, entonces, altera el reparto de lo sensible, en términos de Jacques Rancière (2009), ya que se da voz a quien no la tiene, es decir, a un loco. Del mismo modo sucede con los otros dos discursos, pues esta novela redistribuye el reparto de lo sensible determinado por la literatura chilena de postdictadura, en la medida en que se da voz a un niño que revela la experiencia de crecer en un hogar pinochetista. Los tres personajes son acompañados por el Negro, por lo que el encuentro entre los tres relatos es posible gracias a la presencia del animal. Su mirada revela la desnudez de Andrés y también hace que éste la reconozca como parte de su identidad, pues, tal como afirma Derrida, “en esos momentos de desnudez, bajo la mirada del animal, todo puede ocurrirme, soy como un niño dispuesto al apocalipsis, soy el apocalipsis mismo, es decir, el último y el primer acontecimiento del final, la revelación y el veredicto” (28).
4. Conclusiones
La ideología de los perros retoma la tradición escritural de los llamados hijos de la dictadura, pero esta vez la narración se erige desde la voz de un niño llamado Andrés, quien carga, en la adultez, con el peso de ser hijo de un militar partícipe en la dictadura de 1973 en Chile. Este elemento es el que diferencia su escritura y, por tanto, también su aporte. Desde la óptica de un niño, intercalado con la búsqueda de un ebrio y la confesión de un loco, el relato se torna una novela de aprendizaje, donde Andrés se replantea el pasado, para re-comprender el presente. La novela recobra las discursividades reprimidas que tensionan las versiones oficiales de la historia, desde la voz de sujetos subalternos. Esto permite resituar la mirada retrospectiva de la denominada “literatura de los hijos”, desde las posibilidades que propone el giro animal en el pensamiento contemporáneo.
La novela se sitúa en un nuevo lugar de escritura, el que desafía a las generaciones anteriores. Así lo indica Majstorovic (2020) en su estudio de las novelas del Cono Sur, al mencionar que en la escritura de Mauricio Embry y de Bernardita García:
Los niños protagonistas de ambas novelas desafían el relato oficial y los silencios en los que se crían. Rechazan la herencia de la dictadura pero, sin embargo, se dejan llevar a una profunda autorreflexión y cuestionamiento de los discursos políticos de derecha e izquierda que definen al Chile contemporáneo (270).
La novela de Embry postula una política escritural que va hacia lo minoritario, en la medida en que da espacio a voces y a experiencias de personajes alternos (el niño, el ebrio y el loco); todos acompañados por la presencia del Negro. La culpa permea cada uno de estos relatos y puede advertirse a través de la conducta de los personajes: los desórdenes alimentarios que aquejan al niño; Andrés ebrio buscando a un perro que ignoró; y la traición de Arnoldo, que atormenta su cordura hasta llevarlo al suicidio. De acuerdo con Patricia Espinoza (2022), se trata de un “puñado de personajes que se mueven entre la inocencia y la infamia” (1). Estos elementos, que comparten los relatos, se constituyen como puntos de encuentro entre los personajes. Hay un portal abierto por la mirada del animal que permite contar aquello de lo que no se puede o no se quiere hablar. A partir de la noción de política de Rancière (2009), entonces, es posible sostener que el encuentro con la mirada del animal posibilita una nueva forma de distribución de lo sensible.
Otro elemento relevante que se debe mencionar sobre la escritura de Embry es que no sólo ingresa el relato de postdictadura de la mano de un niño criado en un hogar pinochetista, sino que también incluye el discurso epistolar, forma anacrónica para la producción del siglo xxi. Cabe agregar que la siguiente novela de Embry, Simbiosis (2023) está siendo publicada por entregas en la Revista Carabana, una forma de publicación propia del siglo xix e inicios del xx en Chile, y prácticamente en desuso en la actualidad. Por lo tanto, su obra da cuenta de un lazo con el pasado, los recuerdos y las formas de discursos propias de un tiempo anterior. Estos elementos también revelan que la narrativa de Embry persigue la recuperación de un ayer.
La mirada animal queda en los pensamientos de Andrés y los expone desnudos, abriendo paso a la realidad de los recuerdos que reprime en su mente. Se trata, citando por última vez a Derrida (2006), de “la referencia de lo que me concierne y me mira en nombre del animal, lo que se dice entonces en nombre del animal” (68). Esa mirada queda tan fija en Andrés como lo sugiere la huella del perro en la portada del libro. Huella que, de hecho, está conformada por cuatro imágenes que acompañan las marcas que han dejado las almohadillas del perro. Cada una expone las experiencias que han dejado una huella en el protagonista: los lentes de Salvador Allende; las mariposas que siente cuando ve a Frida, su primer amor; el cuaderno de Mickey Mouse que Arnoldo usa como bitácora, y el rostro de Augusto Pinochet. En el centro de la huella se encuentra la versión adulta de Andrés, sentado en el suelo y observando su bicicleta de la infancia. Esta imagen reitera el intento del autor de mirar hacia un pasado que aún es parte del presente, del mismo modo en que Chile, en el plano extratextual, a 50 años del golpe militar, sigue tratando de entender y vivir con las consecuencias de la dictadura.
Referencias
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Baeza Cabello, Sergio. “Novela ‘La ideología de los perros’: cuando volver a la infancia no es tan seguro”. El quinto poder, 5 de octubre de 2020, https://www.elquintopoder.cl/cultura/novela-la-ideologia-de-los-perroscuando-volver-a-la-infancia-no-es-tan-seguro/
Deleuze, Gilles y Claire Parnet. Diálogos. Pre-Textos, 1980.
Derrida, Jacques. El animal que luego estoy si(gui)endo. Editorial Trotta, 2006.
Embry, Mauricio. La ideología de los perros. Libros del Amanecer, 2020.
Espinoza, Patricia. “Crítica literaria. La ideología de los perros”. Las últimas noticias, 1 de abril de 2022, http://letras.mysite.com/pesp030522.html
Foucault, Michel. Historia de la locura en la época clásica, tomo I. Fondo de Cultura Económica, 1967.
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Majstorovic, Gorica. “The southern cone novel (Argentina, Chile Uruguay and Paraguay)”. The Oxford Handbook of the Latin American Novel, Juan Castro e Ignacio López-Calvo, Oxford University Press, 2020, pp. 258-275.
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Roos, Sarah. “Micro y macrohistoria en los relatos de filiación chilenos”. AISTHESIS, núm. 54, 2013, pp. 335-351.
Salas, Jorge. “Leer es Resistir: ‘Gente como uno’ de Bernardita García Jimenéz y ‘La ideología de los perros’ de Mauricio Embry, por editorial Libros del Amanecer”. Nuevo Mundo Diario Digital. 24 de marzo de 2021, https://radionuevomundo.cl/2021/03/24/leer-es-resistir-gente-como-uno-de-bernardita-garcia-jimenez-y-la-ideologia-de-los-perros-de-mauricio-embry-por-editorial-libros-del-amanecer/
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1 Este artículo es resultado de la asignatura “El problema de los animales en escrituras del yo latinoamericanas recientes”, impartida en el Doctorado en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Concepción por la Dra. María Luisa Martínez.
2 En esta afirmación, la autora se refiere principalmente a la producción de novelas, ya que en otros géneros (como el teatro) sí se observa esta visión desde hace algunos años atrás, como en Ese algo que nunca compartí contigo (2013) e Hijos de… (2015) de Claudia Hidalgo.
3 Dentro de este marco, de autores cuyas obras portan voces narrativas que toman distancia del tratamiento empleado por Zambra, Costamagna, Fernández y Bisama, se debe mencionar la obra de Leonardo Sanhueza, quien también toma la voz y perspectiva de un niño durante la dictadura (centrándose en la figura del niño más que en la del hijo) pero sin abordar la perspectiva de un hogar pinochetista (como lo hace Embry) y de María José Ferrada, quien aborda la visión del niño para plasmarla en la producción de literatura dirigida a niños (infantil).
4 Si bien la autora se refiere a la relación entre individuos-humanos, siguiendo los planteamientos de Jacques Derrida, se debe dejar de lado el binomio animal-humano para poder acceder a otras formas de relación con los otros, por lo que la mirada del animal no debería ser excluida de la teoría de las miradas de la que habla Sarlo.