Concebir el espíritu.

¿Alianza, incertidumbre o meta-filosofía?

Conceive the spirit.

Alliance, uncertainty or metaphilosophy?

Héctor Sevilla Godínez

Universidad de Guadalajara

hector.sevilla@academicos.udg.mx

Resumen: El artículo plantea distintas concepciones que algunas tradiciones filosóficas y religiosas, tanto de Oriente como de Occidente, han mantenido en torno a lo que es el espíritu y la manera de concebirlo. Se analiza la noción de Alianza entre Dios y el hombre y la personalización del espíritu que deriva de ello en el judaísmo; además, se exponen los argumentos que confrontan tal posición y se debate en torno al finalismo espiritual, aludiendo tanto a Spinoza como a Nagarjuna. Con todo ello, se observará que la filosofía, ya sea como herramienta o modo de vida, constituye un antecedente necesario para considerar la meta-filosofía, la cual se alude en la tercera parte del texto.

Palabras clave: mística, vacuidad, teísmo, filosofía, religión

Abstract: The article analyzes different conceptions that some philosophical and religious traditions, both from the East and from the West, have maintained about what the spirit is and the way of conceiving it. The notion of Alliance between God and man and the personalization of the spirit that derives from it in Judaism is analyzed; In addition, the arguments that confront such position are exposed and the spiritual finalism is discussed, alluding to both Spinoza and Nagarjuna. It will be observed that philosophy, either as a tool or a way of life, constitutes a necessary antecedent to consider metaphilosophy, which is alluded to in the third part of the text.

Keywords: Mysticism, Emptiness, Theism, Philosophy, Religion

Recibido: 01 de mayo 2023

Aceptado: 18 de septiembre 2023

Doi: 10.15174/rv.v16i33.732

Exordio

Concebir el espíritu, a la manera de vislumbre de lo transpersonal, es otra de las alternativas que se derivan de la intuición de lo absoluto. Existen diversas maneras de concebir lo espiritual, algunas están centradas en la maravilla de la vida y otras se sustentan en diversos aspectos que la rodean. Las formas de la mística son variadas y no tendrían que sujetarse a un solo lineamiento. Cualquiera que sea la percepción de lo espiritual, de ella surgen respuestas sobre la finalidad de lo existente. Si se logran superar los obstáculos que están dispersos en el camino hacia el vislumbre de lo transpersonal, se accede a cierta conciencia de lo sagrado, la cual aporta distintas perspectivas sobre el sentido de conocer o sobre la eventual vinculación de la filosofía con la espiritualidad. No se producen niveles superiores de comprensión si no se adopta un sentido personal de contemplación. Si bien desde el parámetro escéptico podría ponerse en duda la opción por lo transpersonal, mantener la intuición de lo espiritual alberga la fortaleza de la presente postura.

1. La personalización del espíritu

En la concepción judía sobre lo divino es notable que Aquel que está más allá de la persona busca establecer con ella un contacto directo para establecer una alianza. Son nociones hebreas las que están a la base de “la intervención directa de Dios en la historia en ciertos momentos críticos y [la de] ser un pueblo elegido como receptor de los designios únicos de Dios” (Smith 291). A pesar de que estas ideas suelen ser aceptadas en el ámbito religioso, resulta posible mantener cierta precaución, sobre todo cuando no se es parte de la diáspora o en los casos en los que uno mismo no ha sido incluido entre los elegidos.

En la perspectiva de Smith, “la idea de que un Dios universal decidiera que la naturaleza divina le fuera revelada, de manera única e incomparable a un solo pueblo, se encuentra entre las más difíciles de tomar en serio en todos los estudios de las religiones” (314). Por un lado, esta concepción del espíritu y de la voluntad divina podrían conducir a que los elegidos sean reconocidos como verdaderos baluartes de la humanidad o auténticos depositarios de la esperanza de ejercer en el mundo la voluntad del Todopoderoso; por otro lado, cabría mantener la cautela y tratar de comprender la base desde la cual se parte para asegurar algo así. Según lo cuestiona Smith, “¿hay razón alguna para pensar que nos encontramos ante nada más que el chauvinismo religioso de rutina?” (314).

Uno de los aspectos centrales en la perspectiva de Heschel es el reconocimiento de la maravilla contenida en el misterio de Dios. Si nos abrimos a la opción de una actitud reverente, quizá podríamos empatizar con la conducta que en su momento tuvieron los profetas. Según afirma el rabino polaco, “dotados para percibir la abrumadora maravilla de la realidad de Dios, [ante] la cual la humanidad parecía ser menor que la nada, los profetas deben de haberse sentido más pasmados con su experiencia que cualquiera de nosotros” (Heschel, Dios en busca 255). Una contraparte de este enfoque fue postulada por Hume, algunos siglos antes; en su enfoque, el filósofo escocés advierte que “si el espíritu religioso se une al gusto por el asombro, se acabó el sentido común y, en tales circunstancias, el testimonio de los hombres se ve despojado de todas sus pretensiones de autoridad” (161). No obstante, la noción de Heschel no trata de un asombro pueril, sino que es acompañada por cierta reverencia ante lo inefable, por el reconocimiento de que aquello que genera el asombro no tendría que generar explicaciones rutinarias ni cándidos esbozos sobre lo que está presente en el misterio. A pesar de ello, la sola idea de una alianza entre el hombre y Dios reporta un claro intento por desmenuzar lo que Dios siente y propone, partiendo del supuesto de que tales acciones son posibles desde su naturaleza.

Por su parte, Spinoza alude la imposibilidad de que lo existente tenga un sustento distinto a Dios. En sus palabras, “puede concebirse sin Dios la esencia de las cosas, pero eso es absurdo” (Ética 92). De esto se desprende la aseveración de que lo que puede ser imaginado no implica, de ninguna manera, la conclusión de que sea real de modo ontológico o más allá de las ideas. Cuando nos preguntamos por el origen de lo existente, así como por lo que propició que las cosas sean tal como son, resulta inevitable la referencia de algo ajeno a lo humano que predispuso que las cosas fuesen así. Para Heschel, la cuestión sobre “¿Quién creó estas cosas? es una pregunta en la que está implícita la imposibilidad de una respuesta negativa. Es una respuesta disfrazada, una pregunta de asombro, no de curiosidad” (Dios en busca 125). El místico judío plantea que la pregunta por el origen de lo existente tendría que centrarse en descubrir quién fue ese Alguien, haciendo a un lado la opción de que la fuente se deba a algo no personal. Este modo de ver las cosas está centrado en una concepción anticipada del espíritu como un ser que es alguien, como si fuese un sujeto. Otra de las variantes de este enfoque centrado en lo metafísico podría ser la óptica transpersonal, en la cual no es necesario referir a Alguien, siempre que se tenga claro que la noción de Algo/Eso escapa de la explicación que pueda darse. A su manera, Heschel deja entrever cierta anuencia a tal punto de vista cuando reconoce que “no hay cosa alguna que pueda servir como símbolo o semejanza a Dios; ni siquiera el universo” (El hombre 34). No obstante, una manera diferente de plantear la cuestión es que cuando el humano utiliza la palabra para nombrar a las cosas o al entorno, está realizando una manifestación del espíritu. En el judaísmo, las palabras no son sólo unión de letras, sino que tienen la capacidad crear. Si bien esto podría parecer una postura racional por conducto del lenguaje, en realidad no es admisible considerar que el lenguaje sea ilimitado. Lo racional tiene el límite de lo translingüístico.

Hasta cierto punto, en los textos de Heschel se desacreditan otras formas de concebir el espíritu, sobre todo las que no muestran la adopción de la idea del compromiso exclusivo entre Dios y un pueblo. El filósofo de Varsovia enuncia que

en el misticismo yoga la comprensión de lo divino sólo se logra por la rendición y disolución completa del ego, sin ningún sentimiento de encuentro. En el pensamiento profético, el hombre es el objeto de la visión, preocupación y entendimiento de Dios. La meta es la visión, preocupación y entendimiento de Dios por el hombre (Heschel, Los profetas 3 336).

Es comprensible que la propia estructuración del mundo, sostenida en el modo particular con el que filtramos y entretejemos los conocimientos, delimite la modalidad con la que cada individuo afirma acercarse a Dios. Partir de que Dios desea conocer al hombre y la mujer implica asumir que no los conoce por completo, lo cual resulta incongruente con la idea de que Dios todo lo sabe. Si Dios necesita de lo humano queda cuestionada su categoría de omnipotente. No obstante, la otra postura ante tal disyuntiva es que Dios, a pesar de su invaluable capacidad de ejercer una influencia directa en el mundo sin necesidad de intermediarios, elige confiar en cada persona para que enmiende su propia situación conflictiva.

Cuando Heschel refiere a otros místicos no se centra en el brillo individual de cada uno, sino que delimita su importancia en función de la conexión que tienen con un pueblo o el seguimiento que éste hace de sus proclamaciones. Por tanto, considera que

Zaratustra fue, sin duda, un hombre inspirado; también lo fue Balaam; pero eran chispas perdidas en la oscuridad. Lo que les siguió fue superstición o completo olvido. Hubo hombres en otras partes que estaban inspirados y eran capaces de inspirar a otros semejantes. Pero ¿dónde hubo una nación capaz de emular la historia profética de Israel? (Los profetas 309).

De esto se entrevé que concebir el espíritu también facilita la ideación de un camino idóneo que conecta con el destino y la misión de un pueblo en particular, derivando de ello la conveniente premisa de que el valor de una vivencia mística es proporcional a su incidencia en una colectividad. En ese sentido, así como hay distintas maneras de comprender la mística, esta también tiene formas particulares de asentarse según sea la estructura de la personalidad del místico. Algunas vivencias místicas están caracterizadas por su alejamiento de las instituciones religiosas, sostenidas por su propio valor, sin importar que sus ideas no reciban difusión ni cuenten con un público cautivo y devoto. Incluso dentro de las tradiciones religiosas, en algunos casos no se observa lo espiritual como algo desencarnado o alejado de la tierra, de lo cotidiano y de lo mundano.

Buber refiere que “el judaísmo ancestral no buscaba realizar la divinidad en el ámbito del espíritu puro, sino en la vida natural. De igual modo que su religión era una religión de campesinos, su legislación era una legislación agraria y, la humanidad, que exigían los profetas, una humanidad vinculada a la tierra” (145). Del mismo modo, no podría excluirse de la vida espiritual a quienes no coinciden con un credo particular, una asamblea o un conjunto de ritos particulares.

El espíritu no necesita constituirse en el individuo o formarse, como si fuese algo que no está presente de antemano. Lo que puede trabajarse es la consciencia de esa dimensión que ya está presente en cada uno. La instauración de la consciencia individual puede devenir por caminos distintos. Cada persona desarrolla su relación con lo trascendental o lo divino a lo largo de la vida. Este proceso es único y puede ser moldeado por una variedad de influencias y experiencias, tales como los desafíos, las pérdidas, las alegrías y las relaciones interpersonales. Todo esto influye en la perspectiva espiritual de cada hombre y mujer, su sentido de conexión con los demás y su comprensión de la existencia. En tal orden de ideas, “para los espíritus profundos, el alma siempre ha sido la metáfora de algo más inaccesible. Es la intuición Atman/Brahman” (Pániker, Filosofía y mística 241).

2. La intención de lo espiritual a debate

La manera de ubicar la Fuente primordial de todo lo existente es una particularidad de cada concepción espiritual. Al hablar de un origen no aludimos a un sitio concreto del que todo brota, sino a una condición de la que emerge lo animado e inanimado. En su libro Ética, Spinoza advierte que “ninguna cosa singular, o sea, ninguna cosa que es finita y tiene una existencia determinada, puede existir, ni ser determinada a obrar, si no es determinada a existir y obrar por otra cosa, que es también finita y tiene una existencia determinada” (93). Esta regla opera en forma constante hasta que conduce a la noción de una Fuente primigenia de la que surge todo lo demás. De esto deriva que el punto último tendría que ser una causa que no tenga dependencia hacia ninguna otra cosa. La opción de contemplar la vacuidad difiere con la de concebir el espíritu; en la segunda de ellas uno se abstiene de considerar a la Fuente como una nada, dotándole, por el contrario, de un carácter espiritual que coincide de manera más armónica con la noción del ser.

Del hecho de que la Fuente no tenga un carácter contingente se deriva que aquello que brotó de ella sí lo tiene. No obstante, uno de los mayores hallazgos de Spinoza consistió en señalar que lo causado no es contingente. El holandés afirmó: “En la naturaleza no hay nada contingente, sino que, en virtud de la necesidad de la naturaleza divina, todo está determinado a existir y obrar de cierta manera” (Spinoza, Ética 95); sin embargo, lo anterior no evade el hecho de que la naturaleza no tiene autodeterminación. Spinoza entiende la contingencia como una condición en la que se está a merced de las circunstancias o de los hechos que suceden alrededor; por ende, si las cosas del mundo fuesen contingentes significaría, para él, que están a la deriva y que no están regidas por el orden divino.

De tal explicación deviene el conflicto sobre la aparente anuencia de Dios hacia las fricciones presentes en la humanidad, generadoras de guerras, violencia, abusos e injusticias. Concebir un espíritu que se encuentra conectado con todo lo que sucede, asumiendo que los fenómenos se desprenden de una especie de establecimiento metafísico que incide y dirige todo lo acontecido en el mundo, puede ofrecer un interesante plano geométrico de lo concerniente a la humanidad. Spinoza deseaba que de semejante proyecto se desprendiese una ética pretendidamente universal, pero el inconveniente que tal supuesto arroja es la condición instrumentalista con la que es concebido lo humano y sus pesares. De ser así, el dolor, la guerra o el sufrimiento estarían en el plan de la Fuente, tal como la felicidad; nada podría mostrarse independiente al espíritu, ni siquiera lo más horrendo.

Una apreciación similar mostró Séneca, varios siglos antes que Spinoza, cuando explicó el oscuro destino del hombre y la mujer en función de su dependencia categorial a lo divino:

Y cuando llegue el tiempo en que el mundo se extinga para renovarse, todo se exterminará con sus propias fuerzas, los astros chocarán con los astros y, cuando toda la materia esté en llamas, todo lo que ahora brilla en buen orden arderá en un sólo fuego. También nosotros, espíritus dichosos y agraciados con la eternidad, cuando le parezca bien a la divinidad reconstruir todo esto, durante el derrumbamiento universal, como una porción minúscula añadida a la desmesurada catástrofe, nos convertiremos en los elementos primeros (35).

Visto con tal radicalidad, si todo tiene un orden preestablecido, resulta innecesaria la discusión sobre la conexión de lo divino con el sufrimiento humano; por un lado, si a Dios le importa, permanecerá sufriendo; pero si no le interesa, entonces es incongruente llamarlo Padre. Si concordamos con Séneca, Dios no puede ser Alguien y mucho menos podría estar personalmente vinculado con nosotros. Así, considerando que al final todo desaparecerá y no habrá consistencia de nuestro dolor más añejo, entonces la renuencia a sufrirlo no tiene sentido. Se goce o se sufra, todo será exterminado bajo la prevalencia y complacencia del espíritu absoluto. ¿Qué razón tiene nuestro exilio en el mundo? ¿Para qué tanto afán por construir lo que se desmoronará?

Con similar sentido finalista de la situación, en sentido inverso al espíritu, Cioran concluye que “se sufra o no, la nada nos devorará indiferente e irremediablemente, y para siempre” (En las cimas 110). Es probable que el desencanto de tal postura se deba a que no considera que las consecuencias finales de la materia no disminuyen su valor presente. Si el regreso a la Fuente es inevitable, entonces esto, la vida, es un intermedio; antes fuimos parte de la llama que inició todo, ahora la intuimos y después nos reinsertaremos en ella, como si todo se hubiese tratado de un simple sueño, importando poco si fue tormentoso o placentero. Al final no importará lo que se haya vivido, pero justo ahora no nos resulta indiferente.

Intuir la conexión con algo de mayor envergadura nos ofrece cierto consuelo, pero no nos vuelve apacibles; podemos creer que hay algo más, pero no podemos descifrarlo. La mente no se tranquiliza, ofrece constantes respuestas, pero ninguna es definitiva. Una fracción de lo que somos permanece inquieta, tomando conciencia de la fragmentación inicial; es como si la vida exigiera, para desplegarse, el estipendio de nuestro aislamiento en el mundo, al tiempo que compartimos la vida con otros que también han sido expulsados del contenedor. La desadaptación sintomática es vertida con claridad en el siguiente relato de Octavio Paz:

Y a medida que la noche se acumula en mi ventana, yo siento que no soy de aquí, sino de allá, de ese mundo que acaba de borrarse y aguarda la resurrección del alba. De allá vengo, de allá venimos todos y allá hemos de volver. Fascinación por el otro lado, seducción por la vertiente no humana del universo: perder el nombre, perder la medida. Cada individuo, cada cosa, cada instante: una realidad única, incomparable, inconmensurable (El mono gramático 83).

Esta especie de conexión palpable, que también podría ser sujeta a duda en un plano escéptico, ocasiona dicha o malestar según concibamos la idea de estar sujetos a un Orden que escapa de nuestra voluntad. En su afán inconforme, aludiendo la dependencia de los seres vivos, Cioran expresa: “mi naturaleza de ser humano me hastía profundamente” (En las cimas 77). Partiendo de la opción por concebir el espíritu, la aparente conexión entre lo humano y una desconocida fuente transpersonal puede convertirse en el mayor valor de la humanidad o en la inevitable condena que nos pertenece.

La idea de la finalidad de todas las cosas tiene una conexión con la voluntad de Dios, según lo refiere Spinoza. Esta modalidad de todo lo existente no puede ser modificada si se considera, tal como lo hizo el filósofo de Ámsterdam, que la modificación del plan original implicaría que Dios mismo no tiene certeza de lo que decidió en un primer momento, lo cual sería incomprensible si entre sus atributos está el de ser perfecto. En palabras de Spinoza,

todas las cosas dependen de la potestad de Dios, de modo que para que las cosas pudiesen ser de otra manera, la voluntad de Dios debería ser también necesariamente de otra manera; ahora bien, la voluntad de Dios no puede ser de otra manera [en virtud de la perfección de Dios]; luego, las cosas tampoco pueden serlo (Ética 106).

En tal veta, de poco sirve la petición piadosa que las personas realizan a su representación de Dios, pues el plan existente no será modificado. Es dudoso que las cosas sean cambiadas en la medida en que mayores sean nuestros rezos; verlo así, disminuye la esencia de Dios a una especie de funcionario de los deseos humanos. En todo caso, más que la suposición de que tenemos el poder para modificar la voluntad de Dios, lo que cabe es formar el temple para aceptar las cosas que suceden y enfrentarlas del modo en que resulte más sensato.

La intención de modificar el orden de las cosas, posicionándonos como negociantes ante la deidad, se centra en un paradigma que tendría que ser removido, en concreto: el de creer que la finalidad de lo existente consiste en generarnos bienestar. De manera coincidente, Schopenhauer concluyó que “hay un sólo error innato: creer que estamos aquí para ser felices” (85). Desprendida esa noción, no hay forma de sentir hastío o decepción por las cosas que suceden, toda vez que entendemos que no existe ningún aliciente para seguir creyendo que todo debe ser ordenado según nuestra voluntad y apetito. El constante esfuerzo por direccionar la propia vida hacia un puerto de autocomplacencia, tratando de acumular la mayor porción de beneficios, sin mediar la propia alevosía y parcialidad, se ha convertido en una característica del ciudadano actual, orientado al consumo y al despilfarro. Poseídos por el ritmo de la vanidad, los individuos notan de pronto que el orden del mundo no se sujeta a su propio capricho, brotando así su molestia y coraje. Todo esto podría ser de otro modo si logramos concebir un orden detrás de los sucesos y extinguimos el pomposo afán de dirigir la sinfonía del universo a partir de nuestra pusilánime e ínfima partitura individual.

Haciendo gala de su erudición, Spinoza denuncia que todos los prejuicios […] dependen de uno solo, a saber: el hecho de que todos los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto (Ética 109).

Esta afirmación podría resultar confusa si se la compara con la noción spinozista de que todo está determinado a existir y obrar de cierta manera; no obstante, la distinción estriba en que no son idénticos los proyectos de Dios y los del hombre, de modo que la naturaleza sí está orientada a una finalidad regida por lo divino, pero el error consiste en argüir que tal finalidad coincide con el bienestar egoísta del hombre, como si éste fuese el motivo y consumación de todo lo creado.

Si bien la propuesta spinozista señala una finalidad en todo lo existente, la pretensión de moldear la realidad a partir de los propios deseos y proyectos conduce a la tergiversación. Esto no se reduce a una mera falacia teológica, sino que “de tal prejuicio sobre la finalidad de las cosas, han surgido los prejuicios acerca del bien y del mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, y otros de ese género” (Spinoza, Ética 109). Por ende, los planteamientos en el orden metafísico condicionan las aseveraciones éticas y estéticas, así como lo hacen con cualquier otra disciplina que conciba su centro en la distinción de las dicotomías.

Una adecuada limpieza de nuestra concepción del mundo, extirpando el tumor del juicio y la desacreditación, resulta posible cuando se pone en duda la función de los valores. No obstante, en el amparo de los valores se han realizado persecuciones que no han considerado la importancia de la perspectiva ajena. Santayana mostró la diferencia entre la espiritualidad y los enfoques axiológicos que están sometidos por una jerarquía de valores predefinidos. Según él, “la vida espiritual no es adoración de ‘valores’, se encuentren en las cosas o sean hipostasiados en poderes sobrenaturales. Es exactamente lo contrario, es desintoxicación de su influencia” (36). El engaño de los valores puede condicionar la visión de las cosas, conduciendo a la idea de que existe un supuesto orden que debe ser mantenido a toda costa; así se propicia la exclusión, el autoritarismo y el abuso. En consideración de tales consecuencias, Nietzsche exclamó con solemnidad apasionada: “Exijo al filósofo que se sitúe más allá del bien y del mal, que ponga por debajo de sí la ilusión del juicio moral” (Cómo se filosofa 65). Es necesaria mucha gallardía para transigir el casi incuestionado paradigma de que la realidad es el escenario ideado para la supremacía del hombre.

La edificación del prejuicio de que todo existe para garantizar el bienestar humano tiene su base en el miedo a la terminación de nuestro tiempo de vida. Por ende, buscando aprovechar al máximo nuestra existencia, pretendemos acomodar las cosas (y a otras personas) a merced de nuestro urgente interés. Resulta imprescindible esquivar la barrera del miedo, sobre todo cuando éste paraliza nuestra propia criticidad. Si realmente concebimos el espíritu, habremos de entender algún tipo de lógica en aquello que nos parece fuera de lugar; llevar esta noción a las últimas consecuencias colinda con la aceptación de la muerte, no de aquella que constatamos ajenamente con el fallecimiento de otros, sino de la propia, la que genera un tremebundo temor por sabernos incluidos en su lista de invitados.

Goldstein y Kornfield aseveran que “si tenemos miedo a la muerte y al abandono, jamás podremos liberarnos del sufrimiento” (288). En su interés de aminorar la ansiedad ante la muerte, ambos autores establecen su perspectiva finalista asegurando que “el miedo es la membrana que separa lo nuevo de lo conocido, un interesante indicador de que estamos a punto de abrirnos a algo superior al mundo al que estamos acostumbrados” (301). La radicalidad en la creencia de un orden establecido por algún tipo de voluntad transpersonal tendría que incluir la aceptación extrema de que, sin importar las usuales estimaciones, no seremos traslados, luego de morir, a ninguna dimensión de reposo, placer o candidez.

Concebir lo espiritual desde la hondura de nuestras entrañas arroja el destello de valentía que nos permite apaciguar el hechizo que nuestra mente suele elaborar sobre lo que nos espera después de la muerte. Podría no suceder algo, o cabría el advenimiento de una instancia que ahora resulta del todo inexplicable. Concebir el espíritu arroja la reverencia ante su designio desconocido. Adentrarse en tan inhóspito panorama no es tarea fácil, por eso solemos adaptarnos a lo que otros estipulan sobre lo que vendrá después, sin considerar que ellos mismos no han estado ahí para poder asegurarlo. “¡Cuánta soledad necesitamos para tener acceso al espíritu!” (Cioran, En las cimas 28). Mientras logremos desechar, con valentía y apertura, nuestro presupuesto sobre el futuro, lo insospechado será atraído hacia nuestro saber.

3. Hacia la meta-filosofía

Steiner afirmó que “solo puede llegarse a un verdadero conocimiento si se ha aprendido a apreciarlo” (20); lo anterior aplica también en lo correspondiente a los saberes de orden espiritual. Concebir lo espiritual no va de la mano con una acumulación acéfala de conocimientos, sino con una penetración volitiva que orilla a reconocer que “lo místico es lo crítico conducido hasta su límite” (Pániker, Aproximación al origen 282). Un avance de tales proporciones requiere de un comprometido recorrido por el sendero de la atención constante. Los saberes espirituales no están delimitados de manera exclusiva por lo que se encuentra en los libros, sino que conducen al encuentro de destellos de lo absoluto en lo ordinario. En consonancia con Goldstein y Kornfield, puede advertirse que “el hecho es que no necesitamos acumular demasiadas cosas para ser felices, sino que es la relación que establecemos con el flujo cambiante de la vida lo que determina, en última instancia, nuestro grado de felicidad o de sufrimiento” (31).

La contemplación de lo más alto puede lograrse cuando se sabe observar lo cotidiano, siempre y cuando se mantenga una atención esforzada y una reiterada concepción del espíritu inmerso en el tiempo. En una acertada consideración, Wilber señala que la atención a los procesos corporales nos puede ofrecer una cátedra del flujo vital que nos habita. Según el autor referido,

en este momento el organismo total está coordinando millones de procesos simultáneamente, desde las complejidades de la digestión a las de la transmisión neural, sin hablar de la coordinación de la información conceptual. Esto requiere de una sabiduría infinitamente mayor que las tretas superficiales de las que tanto se enorgullece el ego (La conciencia 156).

Visto así, el equipamiento para contemplar la maravilla se encuentra dentro de cada hombre y mujer, pero es menester recuperar la capacidad de asombrarse ante aquellas cosas y fenómenos que, de tan usuales, han terminado por considerarse triviales. En este caso, como en otros, nunca será igual ver que contemplar. En cuanto a las relaciones con los demás, estas deben contemplarse más allá del enfrentamiento o la fricción; no tiene sentido destruir ni al otro ni a uno mismo, pues “tan pronto se cumple la venganza sobre uno mismo o sobre otro, se comprende que, lejos de haber rectificado la relación con el otro, se ha destruido la posibilidad misma de cualquier relación, falseada o justificada, entre él y yo” (Marion, Prolegómenos 31).

No sólo es en alusión al cuerpo que “de manera unánime, los místicos nos dicen que el Reino de los Cielos está dentro de nosotros” (Wilber, La conciencia 80), sino que también insinúan que cada individuo representa, en su forma mínima, la complejidad de otros sistemas superiores. Con esto no quiere decirse que la mera observación de la naturaleza y de la grandiosidad cósmica nos reportará un crecimiento espiritual insospechado o que la fricción con lo inexplicable nos conduzca de forma automática al reconocimiento de una divinidad creadora; lo que se afirma es que, a pesar de que no contamos con explicaciones concretas sobre la manera en que funciona el universo en el cerebro o los organismos pluricelulares que pueblan la Tierra, podemos intuir que hay alguna forma de comprender lo desconocido, pero que no se encuentra, por lo pronto, en nuestras manos. De lo anterior deriva cierta conciencia sobre lo inefable y se denota el amplio manantial de alternativas que danzan a través de una armonía que escapa a nuestra cognición como especie. Por ello, saber que no se sabe es el preámbulo de nuevos saberes y de la conciencia fronteriza desde la cual brota el asombro.

A través de la ruptura de nuestro hermetismo se logran observar posibilidades alternas sobre lo que es real. En tal veta, el ojo del corazón es una vía óptima para un tipo distinto de saber. Referir el ojo del corazón no nos orilla a una posición sentimental o que esté enraizada en planteamientos románticos e idílicos, sino que apunta a un orden más allá de lo racional, uno en el que la lógica de las cosas sobrepasa la modalidad otrora comprendida. Heschel aplaudió la noción de Maimónides consistente en que “la fuente de nuestro conocimiento de Dios es el ojo interior, ‘el ojo del corazón’, denominación medieval de la intuición” (Dios en busca 90). Buenaventura de Fidanza, místico franciscano del siglo xiii, propuso la vía del corazón para peregrinar una contemplación de mayores alcances. En su libro Los tres ojos del conocimiento, Wilber retoma el enfático sendero propuesto por Buenaventura y concluye que “es inútil pedir consistencia teórica a los estados transteóricos” (96). Incluso, el escritor estadounidense asevera que Tomás de Aquino se esforzó demasiado por explicar algo que era inexplicable mediante los medios que utilizó; en tal sentido, “su error consistió en intentar demostrar con el ojo de la razón lo que sólo podía ver el ojo de la contemplación” (Los tres ojos 32).

Una de las frases más famosas de Pascal, la cual alude que “el corazón tiene razones que la razón no conoce” (478), se refiere a la influencia del corazón en el enamoramiento, pero resulta coincidente con la vía del corazón que aluden otros autores para lo transpersonal. No debe equipararse el ojo del corazón con la influencia del estado de enamoramiento o las pías recomendaciones de actuar sostenidos por el amor. El camino del corazón se encuentra más allá de la comprobación empírica e incluso podría ser incluido en el ámbito de lo que está más allá de lo racional, toda vez que se sitúa en un plano distinto al de la lógica convencional. En tal orden de ideas, Wilber considera que “del mismo modo que la razón trasciende a la carne, la contemplación trasciende a la razón” (Los tres ojos 17). Ahora bien, referir la trascendencia de la razón no invita a la negación de la capacidad racional, sino que constituye un aliciente para lograr llegar a su frontera, de modo que más que eludirla corresponde recorrerla.

Resulta conveniente establecer el vínculo insoslayable entre la filosofía y la espiritualidad, sobre todo cuando se trata de una filosofía y una espiritualidad de otro nivel, uno en el cual se extingue la separación entre ambas. En sintonía con tal osadía, en su Tratado teológico político, Spinoza elabora “diversas disertaciones que muestran cómo la libertad de filosofar puede garantizarse sin perjuicio de la Piedad y la Paz del Estado, y que no puede destruirse sin que se destruyan también la propia Piedad y Paz estatales” (11). Tal intención, explícita en el extenso título original de la primera impresión de su obra en 1670, conduce a la integración del ejercicio filosófico con la espiritualidad. De manera contraria, las recurrentes prácticas autoritarias de las instituciones religiosas distan mucho de ser spinozistas, de modo que excluyen la opción de dudar, de confrontar y de argumentar lo contrario a lo que establecen los dogmas establecidos por quienes pretenden ser mediadores de la voluntad divina. En ese sentido, Arnau reconoce que “la retórica religiosa ha sido y es una de las estrategias para la construcción de universos de significado y sirve al mismo tiempo para definir esos significados y aislar la ‘experiencia religiosa’ de otras formas del conocimiento humano” (159).

Nietzsche estableció que “en comprender las fronteras de la razón consiste la verdadera filosofía” (El anticristo 106). Lo anterior no tendría que conducir a un sometimiento de la razón en nombre del dogma, ni a una negación de los alcances del pensamiento a cambio de la superposición de autoridades terrenales con investiduras de poder; es a la inversa: el filósofo, sabedor de sus límites, está invitado a recobrar su propio alcance en el terreno de lo que no tenemos certezas ni demostraciones totales. Así también lo piensa Scharfstein cuando concluye que “la filosofía debe de vez en cuando salir de sí misma, introducirse en otros territorios, adoptar perspectivas de otros, intentar ver con la ayuda de cualquiera o de lo que sea que pueda prestarle su punto de vista” (52). Por tanto, los caminos de la razón, si realmente lo son, no están delimitados por la sola razón, sino que colindan e interactúan con otras formas del saber.

Los niveles superiores de comprensión, valiosos por derecho propio, han sido exiliados de forma casi unánime del territorio académico. Wilber refiere, de modo propositivo, que “la psicología y la psiquiatría occidental […] en lugar de negar la existencia de niveles superiores, de patologizarlos o de intentar explicarlos en términos diagnósticos, deberían comenzar a considerar su posible existencia” (Los tres ojos 119). Sin embargo, tanto en los campos disciplinares como en las costumbres colectivas, termina por condenarse aquello de lo que se conoce poco. A decir verdad, el rechazo de ciertos científicos hacia algunas de las propuestas de orden transpersonal se explica por la creciente proliferación de actitudes prerracionales, evidenciadas por distintos grupos o movimientos que predican, sin conocer a fondo, distintos tópicos de las filosofías orientales o variantes místicas de la antigüedad. Es común encontrarse con enfoques que pregonan la renuncia al uso de la razón, suponiendo que del enanismo intelectual surgirá una visión holística de la realidad; no obstante, el asunto opera de manera inversa: “mal podremos liberarnos del ego lógico si antes no hemos conseguido establecerlo” (Wilber, Los tres ojos 190). Lo que está más allá de lo racional no se penetra sin haber transitado por los ámbitos de la razón. En todo caso, cuando la razón no alcanza a descifrar el orden de los trascendente debe dejar de rechazarlo para abrir paso a la consciencia del espíritu, el cual no se delimita a la explicación intelectual. En ese sentido, “tanto en la magia helenística como en la medieval judía y árabe, la opinión dominante sostenía que se pueden atraer hacia abajo las fuerzas espirituales de los cuerpos celestes. Dichas fuerzas, que en griego reciben el nombre de pneumata, en árabe rujaniat y en hebreo rujaniut, eran susceptibles de ser atraídas hacia este mundo” (Idel 93). La consciencia del espíritu no supone reducirlo en un concepto, sino atraerlo.

En el punto más agudo de la suspensión del juicio, del reconocimiento del no saber, de la conciencia de la vacuidad y de la concepción del espíritu se ubica el camino de la no-dualidad, justo el que Nagarjuna estableció al reconocer que “no hay ninguna distinción entre nirvana y samsara” (172). Esta igualdad, vislumbrada tras la superación de las distorsiones, es la que alude Cioran al afirmar que “el hombre se halla en algún lugar entre el ser y el no ser, entre dos ficciones” (Ese maldito yo 116). Con el ojo del corazón, establecido por mediación de una filosofía incluyente e impetuosa, Nietzsche no reporta la unificación de los mundos, sino que considera uno está supeditado al otro cuando establece que “Heráclito tendrá eternamente la razón al defender que el ser es una ficción vacía. No hay más mundo que el ‘aparente’: el ‘mundo verdadero’ no es más que un añadido falaz” (Cómo se filosofa 33). Ese territorio de apariencias es el que corresponde al filósofo y a cada uno de los humanos vivientes; se trata de un mundo al que ilusamente creemos comprender por medio de la etiqueta, de la noción, de la separación y de los conceptos preestablecidos. La verdad, esa que se supone con mayúsculas, permanece inaccesible.

La aventurada labor del filósofo, centrada en distinguir a través del conocimiento y de la especulación, encuentra un muro repentino cuando toma conciencia de la no-dualidad, de la cohesión entre lo existente y lo no existente, de la conexión entre lo material y lo espiritual. A una labor de tal alcurnia no se la puede comprender de forma más genuina que como “una condena divina”, expresión que acuñó Hegel en una de sus cartas (a su novia) para declarar en qué consistía ser filósofo (Scharfstein 248). Irónicamente, la personalísima misión filosófica es conferida, de acuerdo con la observación del pensador alemán, por una instancia transpersonal.

Concebir el espíritu es consecuencia de adentrarse en el camino hacia la Conciencia, un sendero cuya meta es lograr despertar; aquellos que logran semejante cometido son nombrados Buda. En una tónica similar, Jean-Luc Marion (Siendo dado) argumenta que antes de que hablemos de ver u observar algo, primero debemos experimentar el acto de la donación, donde el objeto se nos da. Es necesario eliminar cualquier prejuicio que tengamos sobre los objetos y permitir la experiencia pura de la donación. El concepto de fenómeno saturado describe la experiencia en la que un objeto donante desborda nuestra capacidad de comprensión y categorización. En esta experiencia, el objeto es tan desbordante que no puede ser totalmente aprehendido por nuestra conciencia. El ídolo representa un objeto que puede ser controlado y comprendido, mientras que el icono representa un objeto donante que trasciende nuestra comprensión y nos dona su sentido. En el ámbito de lo espiritual, la relación entre el humano y lo absoluto se puede entender en términos de donación. La donación es primordial y precede a nuestra capacidad de ver, poseer o comprender objetos, conceptos o representaciones de lo espiritual.

Llegado a ese puerto, el filósofo no tendrá mayor interés de identificarse con su rol, porque ha logrado la sapiencia de desconectarse de los atributos y etiquetas implícitas en su labor. El culmen de la búsqueda provoca posicionarse en un punto donde deviene la comprensión de que la búsqueda ha sido innecesaria, puesto que el objeto buscado se poseía de antemano; el sentido de la indagación no fue hacia un sitio alejado de nosotros, sino hacia la zona de partida cuya sustancia es la fuente de lo que somos. Sin la búsqueda no es posible notar que no hay búsqueda necesaria.

En tal sentido, la filosofía conforma un antecedente necesario para comprender que la meta-filosofía es el ámbito culminante de la especulación humana. La razón conduce a lo que está más allá de lo racional, del mismo modo en que las palabras precisas nos orillan al silencio del que brota la respuesta. Desde luego, la filosofía criticará a la meta-filosofía por su imposibilidad de ser reducida a los enunciados, a las sentencias o a los conceptos, por habitar en el ámbito de lo metalingüístico, lo meta-sensorial y lo meta-racional, por no ser elaborada a partir de la necesidad del control. La filosofía es el propedéutico de la meta-filosofía, nunca su negación. Así, “la eternidad no se encuentra, ni se puede encontrar mañana, ni en cinco minutos, ni en dos segundos. Es siempre ya, Ahora” (Wilber, La conciencia 90); el mundo representa lo que ha de ser trascendido, y la trascendencia opera como recordatorio de que no hay algo que trascender. Concebir el espíritu es dejar de concebirlo para serlo.

Referencias

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Buber, Martín. Ocho discursos sobre el judaísmo. Trotta, 2018.

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Steiner, Rudolf. Cómo se adquiere el conocimiento de los mundos superiores. Biblok, 2015.

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