Diagnosis sobre la especie del filósofo.

Apreciaciones en torno a su carácter intempestivo

Diagnosis of the Philosopher Species.

Appreciations Regarding his Tempestuous Character

Juan Carlos Hernández Pineda

Investigador independiente

juancarlos.hp@hotmail.com

Resumen: Este artículo esboza una suerte de impresión diagnóstica de la figura del filósofo. Aunque esta tarea pueda convocar a otras ramas del conocimiento humano, no constituye un estudio psicológico de personalidad ni mucho menos la propuesta para una nueva nosología. Si bien para el tema resulta inevitable señalar el conjunto cualitativo de rasgos, tendencias afectivas y disposiciones corporales usualmente asociados al filósofo, el desarrollo procura apegarse al terreno propiamente filosófico y, al principio, arrancarlo desde una perspectiva literaria. Si se habla de diagnosis, se hace en un sentido figurado más que clínico. Si se habla de especie, es desde la lógica aristotélica. Y para responder a la pregunta cómo es un filósofo, de entre todos sus exponentes, Nietzsche se erige como la principal guía, ya que fue él quien resumió con un adjetivo, de gran polivalencia metafórica, cómo es, cómo ha de ser, un filósofo: un intempestivo.

Palabras clave: tempestad, furia, melancolía, metaxy, amor

Abstract: This article sketches a sort of diagnostic impression of the philosopher’s figure. Although this task may summon other fields of the human knowledge, it does not constitute a psychological study of personality, much less the proposal for a new nosology. Although it is inevitable for this matter to point out the qualitative set of characteristics, affective tendencies and body dispositions usually associated with the philosopher, this exposition tries to stick to the strict philosophical domain and, at the beginning, to start it up from a literary perspective. When talking about diagnosis, it is in a figurative rather than a clinical sense. When talking about species, it is from the Aristotelian logic. And to answer the question of what a philosopher is like, among all its exponents, Nietzsche stands as the main guide, since who summarized with an adjective, of great metaphorical polyvalence, what a philosopher is like, what he must be like: an untimely one.

Keywords: Tempest, Fury, Melancholy, Metaxy, Love

Recibido: 24 de abril de 2023

Aceptado: 25 de septiembre de 2023

Doi: 10.15174/rv.v16i33.729

Las palabras más silenciosas son las que traen la tempestad. Los pensamientos que vienen con pies de paloma dirigen el mundo.

Friedrich Nietzsche

1. Preludio: la metáfora de la tempestad1

Un nubarrón en la línea del horizonte aparece ante los ojos como una señal siniestra. Desde lejos se anuncia su exceso con el rugido bestial que rebota en las paredes invisibles de la atmósfera. Es la imagen de la perplejidad, de lo inverosímil, el deus ex machina por excelencia que puede causar un giro inexplicable de la trama.2 Su furia se suspende en el ámbito de la posibilidad, pues su precipitación es capaz de producir cualquier resultado. Acaso se contenga en su paso y dosifique el azul necesario para que, en combinación con el amarillo solar, rebrote el verde de la tierra. Pero también esa oscuridad condensada que le caracteriza puede tupirse a grado tal que en su descenso podrá aniquilar cualquier insinuación de color hasta convertirla en negro, en zona devastada, en mera ausencia.

Un nubarrón que desata a la tempestad, potencial de desastre, y nos recuerda que el tiempo puede presentarse incontrolable y desbordar el espacio físico que aparentemente le encierra. Que es el temporal el que puede remitirnos a la nada. Que no es sólo lluvia, sino en sí mismo la negación de la propia existencia, algo que desafía al logos: un afuera, la in-temperie que se escurre al intento de medida y pronóstico. El tiempo que de un momento a otro puede tornarse intempestivo.

La imagen de la lluvia que cae del cielo torciendo la temporalidad es ya mítica, de los albores del mundo, del dios que manda “el diluvio, o sea, las aguas sobre la tierra, para acabar con todo ser que respira y vive bajo el cielo” (La Biblia 6 Gen. 17). Tiene el poder de detener el curso natural, verosímil, de las cosas, aniquilarlas e imponer el recomenzar de ellas. Por lo mismo, el germen destructor que desata no conlleva una eternidad de muerte,3 sino que marca un intervalo de suspenso, una pausa, que abre de nuevo el horizonte y devuelve el orden de los entes tal y como resulta familiar y hospitalario. Si bien durante el avance del cielo que se precipita en lluvia, la idea imposible de lo absolutamente no-ente espolea la imaginación, la angustia humana termina por ceder y aplacarse una vez que se templa el firmamento, se evapora el agua y se calcula el desastre que dejó.

No obstante, a pesar de que venga la calma después de la tormenta, y se reanude la dirección habitual del tiempo, de ningún modo las cosas se mantienen idénticas. La tempestad deja detrás de sí rastros, huellas de su paso. Los entes de lo cotidiano pueden reaparecer alterados y mostrar otra faz. El restablecimiento de la luz solar exhibe sus deterioros y las insospechadas modificaciones. La masa, el color, el tamaño de algunas cosas, pueden captarse con extrañeza y curiosidad, por lo menos unos segundos, al no ser exactamente iguales que antes. Roland Barthes ejemplifica esta experiencia al describir cómo se podían percibir los objetos tras la inundación de 1955, acontecida en París, por el desbordamiento del Sena:

En primer lugar, descentró algunos objetos, renovó la percepción del mundo introduciendo puntos de observación insólitos y sin embargo explicables: hemos visto autos reducidos a su techo, faroles truncados cuya cabeza era lo único que sobrenadaba como un nenúfar, casas cortadas como cubos de niños, un gato bloqueado varios días sobre un árbol. Todos estos objetos cotidianos parecieron bruscamente separados de sus raíces, privados de la sustancia razonable por excelencia: la tierra. Esa ruptura tuvo el mérito de mantenerse como curiosidad, sin resultar mágicamente amenazante: la napa de agua actuó como truco exitoso pero conocido; los hombres tuvieron el placer de ver formas modificadas pero “naturales” al fin y su espíritu pudo mantenerse fijo sobre el efecto sin retrogradarse angustiosamente hacia la oscuridad de las causas. La creencia trastornó la óptica cotidiana, sin derivarla a lo fantástico; los objetos fueron parcialmente borrados, no deformados: el espectáculo resultó singular pero razonable (34).

En suma, lo intempestivo concita angustia y pasmo, tanto en los momentos previos en que se anuncia, como en el breve lapso que dura su estallido. Pero también, posterior al cataclismo, baña de otra luz al entorno y le otorga otra perspectiva a las cosas, produciendo respecto a ellas una experiencia de extrañamiento y curiosidad, aunque sea de manera fugaz.

Así, con independencia de la gravedad objetivable del desastre que pueda causar, de que pueda o no arrancar las raíces del suelo en que los hombres construyen su cotidianidad, es indudable que un nubarrón a nadie mantiene indiferente, pues su sola presencia amenaza con provocar un colapso temporal. Su sola presencia basta para extender la agitación en cada esquina: las hojas se estremecen con el viento que sopla, las hormigas retroceden en tropel a sus túneles, las aves emiten vigorosas alarmas antes de encontrar recaudo, la tierra de repente se torna voluptuosa, se engalana con el aroma de la humedad, y se prepara para ser receptáculo de lo que el cielo le envíe.

Esto significa que todo ser viviente responde, de una manera u otra, al oscurecimiento de la bóveda celeste. Las reacciones de las plantas y los animales pueden variar de acuerdo con las particularidades biológicas de su especie. Lo mismo para el humano, cuya respuesta puede diversificarse en tantas formas cuantos tipos de humanos haya. En lo general, ya se ha dicho que causa agitación y que, para el caso del conjunto humano, incita a la angustia y a un eventual extrañamiento. En lo específico, no obstante, la afectación que cada hombre o mujer padece por la tempestad, su actitud y orientación anímica ante el nubarrón, son distintas. Y esto no sólo respecto a aquello intempestivo de índole natural, es decir, que se impone como fenómeno de la naturaleza, sino también para aquello que, en un sentido lato y metafórico, cumple con los caracteres de presentarse intempestivamente ante la experiencia.

2. De géneros y especies ante la tempestad

Todo lo descrito con anterioridad no constituye un mero ornato literario. No es el capricho de un ejercicio lírico cualquiera. Es un preámbulo con telón de fondo; es la nota inicial que sirve para trazar las líneas de una figura que se pretende retratar a sí misma: la del filósofo. La representación de la tempestad es útil para caracterizar esa especie de humano que, por la naturaleza de lo que hace –que es filosofar–, tiende a ser escurridiza. ¿Por qué la tempestad, y no otro fenómeno o elemento del orden natural que pudiera elegirse para los mismos efectos? Se elige lo intempestivo como algo prototípico y radical, debido a que se trata del adjetivo que un filósofo alemán empleó para calificar los rasgos de su pensamiento. Y no únicamente de su pensamiento, sino de él mismo en términos relativamente psicológicos. El filósofo es o debe ser, según la convicción nietzscheana, un intempestivo. Sus consideraciones son en sí mismas intempestivas. Por tanto, su disposición ante el nubarrón es de una clase muy singular. Si el filósofo es intempestivo, ¿qué hace, qué siente entonces, ante la amenaza de una tormenta? Si el filósofo trae consigo la tempestad, ¿cómo es que la sufre para sí mismo y qué reacciones produce ante los demás?

Y aún antes que esbozar respuestas a las preguntas anteriores, sería pertinente cuestionar por qué, para el abordaje de este tema, se opta por una vía metodológica tan peregrina como la de definir al filósofo a partir de un campo que parece más literario que rigurosamente académico. ¿Qué no incluso sería más adecuado invocar al psicoanálisis o a una rama de la praxis clínica para determinar lo que podría tener las apariencias de un diagnóstico?

En lo que atañe a esta interrogante filosófica respecto al cómo del ser del filósofo, cómo es él, se juzga más prudente recurrir a la riqueza semántica que provee el lugar común de una metáfora, que recabar mediante lista una serie de cualidades, atributos y comportamientos, de corte objetivista, que determinan a ese cómo. Esto último, en detrimento de la complejidad del tema, tendría el vicio de llevar la cuestión por un camino cerrado, compuesto por interpretaciones que acabarían en reducciones de índole antropológica y psicológica. La filosofía terminaría marginada en relación con algo que directamente le concierne. Por el contrario, afirmar junto con Nietzsche que la personalidad del filósofo evoca la fuerza de la tormenta obliga a mantener la pregunta abierta en su vaga dimensión, sostenerse precisamente, en tanto el diagnóstico no es claro y raya en lo poético –como toda la filosofía–, en zona de intemperie.

En este punto es conveniente poner nota de otro posible cuestionamiento. Se podría considerar que la investigación sobre el cómo necesitaría antes del esclarecimiento del qué. Aquellos defensores de este ordenamiento metodológico entonces objetarían que la definición del qué es una cosa se convierte en condicionante para poder determinar el cómo es esa misma cosa. La pregunta que se explora, planteada en cómo es el filósofo, no podría avanzar ni justificarse si antes no se aclara el qué es o qué hace el filósofo. Empero, tal emprendimiento supera con creces las aspiraciones de la presente formulación, puesto que estaría forzando su rumbo hacia terrenos ontológicos desde una perspectiva metafísica. Si se acuerda con Heidegger que la pregunta por el qué es una pregunta metafísica y que “toda pregunta metafísica abarca siempre la totalidad de la problemática de la metafísica” (18), pues con ella se estaría intentando definir una sustancia primera, la interrogación respecto al cómo no gozaría nunca de pertinencia porque para poder proponerla habría que aguardar un momento imposible: la resolución, o mejor dicho la desaparición, de la metafísica.

Aunado a lo anterior, induciría a engaño creer que el filósofo es una esencia o que conforma una sustancia de la que “ni se dice de un sujeto ni es en un sujeto” (Categorías V 2a11-14), por emplear una expresión de Aristóteles (Categorías). En otras palabras, el filósofo no es una ousía independiente que por sí misma no sirva de predicado. El filósofo nunca podría ser planteado como algo sustancial, en ninguno de los órdenes de la lógica aristotélica. Por el contrario, es un predicado, de naturaleza accidental, del que pueden predicarse categorías igualmente accidentales que pudieran ligarse, o no, a géneros y especies sustanciales. Ilustrado de otro modo, una persona pertenece a la especie humana y ésta a su vez al género animal, en una relación esencial de definición. Luego, dentro de la especie humana, obedeciendo a la misma lógica, puede desprenderse, accidentalmente, el tipo diferenciado del filósofo. Sobre la especie diferenciada del filósofo, máxime por su estatuto accidental y no sustancial, es que resulta mucho más adecuada la pregunta por el cómo que por el qué. ¿Cómo es un filósofo?

Echando mano todavía de la lógica aristotélica, puede decirse que la cuestión por el cómo se sitúa en la categoría accidental de la cualidad.4 Esta categoría tiene por intención enunciar las propiedades que caracterizan, mas no definen, a un sujeto. A pesar de que el estagirita reconoce que la cualidad no tiene un sentido unívoco y puede poseer múltiples significaciones, lo relativo al hábito y a la disposición, así como a las afecciones sensibles, desempeña una función instructiva en la acción de describir cualitativamente a un ente. De esta manera, a la pregunta de cómo es alguien, en este caso el filósofo, habrá que remitirse a sus hábitos, a su disposición y a su temple afectivo.

Lo cual hace remontar al inicio de la presente tesis que utiliza un adjetivo, de resonancias nietzscheanas, para cualificar a aquel dedicado a la filosofía y responder a la pregunta de cómo es: un intempestivo. Dicho talante coloca al filósofo en una situación singular respecto a los demás individuos de su especie humana. Recuperando el conjunto de imágenes que metafóricamente han nutrido dicha cualificación, algunas de las cuales fueron aludidas líneas supra, es posible asociar un listado no exhaustivo de rasgos.

3. Retorno a lo intempestivo

En 1892 la señora Franziska Nietzsche (Los años de la locura) cuidaba de su debilitado hijo Friedrich y daba constancia de la sorpresa que le causaba “su estado inexplicable, porque, como es bien sabido, esta clase de enfermos se ponen especialmente nerviosos con la tormenta, y esto a él no le impresiona nada” (205). Se trata del testimonio que regala la madre de Nietzsche al profesor Franz Overbeck sobre la situación del filósofo venido a menos durante los años de su locura. Nietzsche, un loco intempestivo que aún en su momento más vulnerable no le teme a la tempestad, y que desde los primeros tiempos de su obra exhortaba a asumirse como tal:

Bien cabe, pues, decir que al desear encontrar un verdadero filósofo como educador, capaz de elevarme por encima del malestar de nuestra época y de enseñarme, a la vez, a ser de nuevo honrado y sencillo, tanto en el pensamiento como en la vida, o lo que es igual, intempestivo, tomando esta palabra en su más hondo significado, no hacía otra cosa que entregarme a mis deseos. Porque los hombres se han vuelto tan múltiples y complejos que no pueden menos de ser insinceros y desleales tan pronto como hablan, sientan afirmaciones y quieren obrar de acuerdo con ellas (Nietzsche, Schopenhauer como educador 34).

La función pedagógica que pudiera ejercer el filósofo sobre la cultura, según Nietzsche, se debe en gran parte a la cualidad intempestiva de su personalidad, que hallaría expresión no únicamente en su pensamiento, en el desarrollo de sus ideas, sino inclusive en la manera en que actúa en la práctica. El filósofo, de vida y obra, ha de distinguirse por ser disruptivo. Piensa como vive y vive como piensa. No sólo no le teme a la tempestad, sino que él mismo sería la tempestad ante la mirada perpleja de los otros. Se transfigura en el nubarrón que amenaza con subvertir el orden cotidiano, verosímil, de las cosas. Es el deus ex machina desaconsejado por Aristóteles.

Esta potestad es de una soberbia tan grande que la imagen de la tempestad que trae consigo el filósofo se ramifica en otras metáforas, algunas en apariencia antitéticas. Si el pensador se asemeja a lo que carga una gran nube, oscura y suspendida en el cielo, es porque en cualquier instante puede arrasar lo que encuentre a su paso con la fuerza del agua. Pero precisamente la potencia devastadora se torna en motivo de evocación de elementos contrarios: al lado del agua también está el fuego. Alguien intempestivo también despierta al fuego. Es alguien furioso, que quema y puede quemarse a sí mismo. Por ello abundan las ocasiones en las que Nietzsche se piensa y dice ser dinamita, “materia explosiva, en cuya presencia todo peligra” (Ecce homo 69).

El potencial destructivo, un exceso de fuerza acumulada que amaga con explotar de forma intemperante, es lo que separa al filósofo de sus imitadores, de aquellos a los que Nietzsche va a criticar incesantemente por ser eruditos, pedantes, intelectuales con joroba: “todos ellos son abogados que no quieren llamarse así, y en la mayoría de los casos son incluso pícaros abogados de sus prejuicios, a los que bautizan con el nombre de ‘verdades’” (Más allá del bien y del mal 26-7). Opuesto a estos pensadores de la convención y de la buena consciencia, el filósofo auténtico hace arder el ámbito de la medianía e irrumpe con la vitalidad de un río que se desborda de su cauce. Los demás no pueden menos que reaccionar con turbación:

Si estos pensadores son peligrosos, está, pues, claro por qué no lo son nuestros pensadores académicos, porque sus ideas se desarrollan pacíficamente en la rutina y en lo convencional, como nunca un árbol sostuvo sus frutos. No dan miedo, no ponen nada en cuestión, y de todo su ir y venir cabría decir lo que Diógenes, por su parte, objetó cuando se alababa, ante él, a un filósofo: “¿Qué puede invocar de grande a su favor cuando tras tanta dedicación a la filosofía aún no ha conturbado a nadie?” (Nietzsche, Schopenhauer 121).

Dado que aquí lo que interesa es responder a la pregunta por el cómo del ser del filósofo y no lo relativo a su tarea educativa, o a su función formadora, transvaloradora, es menester quedarse en los alcances de la cualidad. Dentro de ésta, las descripciones reúnen agua y fuego, hacen que en una sola figura confluyan el nubarrón y el incendio. El filósofo es la sede de elementos contrarios que comparten su potencia demoledora, en el sentido de lo extra-ordinario. La caracterización no deja de parecer radical en todos sus términos. La persona dedicada a la filosofía está en el límite, al borde de lo concebible y aceptado. Oscila entre lo demiúrgico y lo salvaje, como un tótem que es a la vez dios y animal.5

No obstante, será necesario no olvidar que, pese al carácter pantagruélico de estas representaciones, el filósofo se encarna en un cuerpo, en un ente de carne y hueso que posee cierta sensibilidad y experiencia sobre sí mismo, y que dichas representaciones, al ser remitidas al cuerpo del filósofo, lo impactan de maneras muy singulares. Lo hacen vivir y padecer de formas únicas, ante sí y ante los demás. Su especificidad, más que admiración o asombro, podrá causar rechazo, exclusión o, en todo caso, desdén y burla. Su intemperancia se tendrá fácilmente por vicio y defecto. Será común que su furia, su estilo incendiario,6 sean catalogados de locura; no de una locura inspirada, que pueda ser estimada como una realización superior, sino de una locura abominable, patológica, merecedora de encierro, exilio, o hasta muerte.

La magnificencia de su propia imagen juega en contra del filósofo. El peligro que personifica se le revierte a costa suya pudiendo aniquilarlo. Su explosividad puede consumirlo. Su impulso torrencial liquidarlo. En efecto, el filósofo es susceptible de volverse un loco incomprendido, un peligro para sí mismo. Es un personaje atormentado, acaso demasiado expuesto a los riesgos que implica permanecer fuera de lo ordinario. Ésta es la razón por la que Nietzsche advierte que el amante de la filosofía puede sucumbir ante su propio aislamiento, desesperarse y renunciar a su actividad de pensador o anquilosarse moral y espiritualmente.7 Hay una alta probabilidad de que su destino sea trágico, de que su pensamiento acabe por no florecer y perezca desolado, sin ningún tipo de interlocución. Quien se aferra en el lugar de la filosofía, por tanto, tiene que vérselas constantemente con la idea de su propia muerte. Lo sepa o no, es un epígono de Sócrates que escenifica su juicio final.

4. La clínica y la morgue del filósofo

El deslizamiento de una imaginería heroica y épica hacia una más lírica y mundana respecto al talante filosófico aterriza la cuestión, llevándola a ámbitos que, como ya se mencionó, interpelan al cuerpo, incluso en un sentido fisiológico. La concentración de pares antitéticos, como el fuego y el agua en un solo organismo, su simultánea transfiguración en nubarrón e incendio, lo perfilan con una disposición anímica que tendería a la melancolía, si se le observa con el ojo clínico de la antigua tradición médica. Ya Aristóteles abría su Problema xxx preguntándose:

¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos, y algunos hasta el punto de hallarse atrapados por las enfermedades provocadas por la bilis negra, tal y como explican, de entre los relatos de tema heroico, aquellos dedicados a Heracles? (El hombre de genio y la melancolía I 953a10).

Hombres de excepción, entre los que se encuentra el filósofo que, de acuerdo con Aristóteles, llaman la atención por su soledad, el recogimiento y su extrañeza respecto al mundo exterior, signos clásicamente vinculados con el carácter melancólico. Sin embargo, a esta disposición anímica le corresponde de manera continua otra faz. Aunque el rasgo más sobresaliente del melancólico pueda ser su tristeza y su aislamiento, en él es común que se presente la alternancia con episodios de furia. Si bien muestra un aplanamiento afectivo durante la mayor parte del tiempo, la melancolía, en tanto constituye un desorden, un desequilibrio de las fuerzas que participan de la composición del cuerpo, en el fondo es una enfermedad de la intemperancia. El melancólico es un intemperante, y por cuanto su estado no se encuentra convenientemente templado, con facilidad su comportamiento puede desembocar en las manifestaciones del polo opuesto. Lo frío puede explotar. El apesadumbrado puede de un momento a otro montar en cólera.

Esta duplicidad pasional del melancólico arraigará tanto en la impresión de la medicina que, siglos después, con el nacimiento de la psiquiatría moderna, conformará la base del denominado ciclo maníaco-depresivo. Así, se establecerá una afinidad clínica entre el mundo sombrío de la melancolía y el movimiento seco, irregular, abrasivo, de un trance que se aproxima al delirio:

Por una parte, un mundo mojado, casi diluviano, donde el hombre está sordo, ciego y adormecido para todo aquello que no es su terror único; un mundo simplificado al extremo, desmesuradamente agrandado en un solo detalle. Del otro lado, un mundo ardiente y desértico, un mundo pánico donde todo es desorden, huida, estela instantánea. Es el rigor de estos temas en su forma cósmica –no en las aproximaciones de una prudencia observadora– el que ha organizado la experiencia (ya casi nuestra experiencia) de la manía y la melancolía (Foucault 423).

La sustancia responsable, si se regresa a la teoría de los humores de la medicina hipocrática, es la bilis negra. Su inestabilidad sería la causante del doble semblante, de la coexistencia del agua fría con el fuego caliente, de la sucesión del desconsuelo tras el violento arrebato, “y es que la bilis negra es a un tiempo demasiado fría y demasiado caliente” (Aristóteles, Problemas I 955a30). Su temperatura, por naturaleza fría, puede mudar de súbito hacia lo caliente debido a su enigmática volatilidad. Esta inconstancia no sólo puede predisponer a la contracción de enfermedades que hundan al individuo en estados agravados de congoja, sino, lo que es más llamativo aún, pueden dotarle de una personalidad versátil, sensible y creativa.8 De esta forma, el filósofo melancólico tiene el poder de crear, de legislar en un sentido nietzscheano, pero al mismo tiempo de destruir. De hecho, es probable que tenga que hacerlo, destruir, para allanar su camino hacia la creación. Ser intempestivo, desatar su furia, con los riesgos que ello conlleva.

Por supuesto que una de las cosas que conlleva es la acusación de sus contemporáneos. Sobre el filósofo recaerá el reproche que le hagan los otros de ser un loco, alguien que vive fuera de su tiempo. Los filósofos son inevitablemente anacrónicos, están desfasados respecto al período histórico en que viven y no responden a los mismos parámetros a los que responden aquellos que les señalan. Buscan el ocio y huir del apremio temporal al que están sujetos los demás en sus ocupaciones; a menudo se tiene la impresión de que “están casualmente en su época, como eremitas o viajeros extraviados y rezagados” (Nietzsche, Schopenhauer 99-100). Su anacronismo es un aspecto del que Nietzsche se enorgullecerá, y alentará a todo amante de la filosofía a distanciarse de su época, a integrarse a esa clase de hombres cuyas obras son entendidas sólo con posterioridad y que, por consiguiente, nacen póstumos.9

El desajuste temporal de su pretendida trascendencia, que imaginariamente lo acerca de nuevo a la figura de una divinidad, o a la de un salvaje, como se mencionó previamente, lo hará parecer soberbio, arrogante, como alguien que presume de un linaje divino y pertenece a un grupo selecto de elegidos, a guisa de Sócrates aseverando estar inspirado por un daimon por cuya influencia puede expresarse con mayor sabiduría.10 El filósofo se convierte en un nódulo de conflicto en el que convergen las invectivas, las ridiculizaciones, los estigmas, los motivos de confusión e incomprensión. Al modo en que se cuenta que se rieron de un distraído Tales de Mileto, quien cayó en un pozo por andar mirando al cielo, los detractores sostendrán que “la misma burla podría hacerse de todos los que dedican su vida a la filosofía”, que todo filósofo es un inepto para las labores comunes y más necesarias, y que por ello “caerá en pozos y en toda clase de dificultades debido a su inexperiencia, y [que] su terrible torpeza da una imagen de necedad” (Platón, Teeteto 174c). El sentido común dirá en contra del filósofo:

Por bien dotada que esté una persona, si sigue filosofando después de la juventud, necesariamente se hace inexperta de todo lo que es preciso que conozca el que tiene el propósito de ser un hombre esclarecido y bien considerado. En efecto, llegan a desconocer las leyes que rigen la ciudad, las palabras que se deben usar para tratar con los hombres en las relaciones privadas y públicas y los placeres y pasiones humanos; en una palabra, ignoran totalmente las costumbres. Así pues, cuando se encuentran en un negocio privado o público, resultan ridículos… (Platón, Gorgias: 484c-e).

El fatalismo del filósofo, por ser como es, por las consecuencias de su cómo, es ser presentado como el protagonista de una comedia aristofánica, ser confundido en sus actividades con las que realizan otros personajes (como los sofistas), ser acusado de inútil y corruptor de las consciencias y, en el más radical de los casos, ser sentenciado al ostracismo o enjuiciado a muerte. Todo filósofo es perseguido por la sombra del destino de Sócrates. Todo filósofo, al igual que Platón, vive y piensa con el duelo por la muerte de su maestro.11 Los que entregan su vida a la filosofía “no se cuidan de ninguna otra cosa, sino de morir y de estar muertos” (Platón, Fedón 64a), se dedican a la ejercitación de su propia muerte.12 La actividad del filósofo es, en suma, la del duelo de un melancólico buscando su cura.

5. El amor como la cura de la intemperancia filosófica

De lo anterior puede inferirse por qué ha constituido un malentendido histórico adjudicar al filósofo una suerte de virtud superior. Al esbozarlo como un ser lábil, con propensión a lo enfermizo, a exponerse gratuitamente a los peligros de su propia rareza y que pueden conducirlo a su inmolación o a sufrir la pena capital, se hace evidente que el ideal del hombre virtuoso es una imagen que le queda lejos. El que ama a la filosofía se ve orillado a mortificarse por ese amor. Es un ser culpable que tiene que cargar con su pena amorosa.

Acaso el equívoco se deba a la obstinación con la que el filósofo ha hablado de la virtud, así como del papel educativo, formativo y ético, que debe cumplir en sociedad. Empero, no es un ídolo, no es que de ordinario sea alguien íntegro, ejemplar y equilibrado, sino alguien que quiere serlo y que insta a los otros a intentarlo. No es un sujeto que es y se define a partir de su ser, sino uno que desea y se delinea a partir de lo que no tiene, de lo que no es, pero desea. Su fragilidad, a la vez que su gran poder que le distancia de la medianía, derivarían del hecho de que se reconoce como un ser en falta, un sujeto del deseo, más que de la razón o del conocimiento. Únicamente sabe que no sabe. Con ocasión de esta advertida carencia es que Nietzsche urgirá a endurecerse y modelarse con la fuerza del cincel, a convertirse en martillo y en la estricta medida de sí mismo. En vistas de la privación autoconsciente del filósofo, es que la tradición griega exaltará el cultivo de la templanza, la moderación, la justicia y la cordura. Paradójicamente, el filósofo sería un intemperante, un loco, un infeliz, hablando de templanza, de razón y de felicidad.

En este espectro de los extremos en que fluctúa el filósofo, entre el nubarrón embarazado de tempestad y el fuego purificador que lo torna ceniza, queda descubierto su lugar preciso. La posición del filósofo es la de hallarse en medio; en medio del desastre y de la creación, del descentrarse y el recentrarse, del no-tener y el tener, de la ignorancia y la sabiduría, es decir, conforme al modo en que lo planteará Platón, el lugar que ocupa el filósofo se asemeja al que corresponde a Eros:

Eros nunca está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses ama la sabiduría ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una causa molesta: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar (Platón, El banquete 203e-204a).

Así es como desde Platón el filósofo queda homologado a Eros, circunscrito a una posición intermedia, de metaxy, de medio camino que no se completa, “de un amor del saber y de un saber del amor, que no es ni saber del significante ni saber del significado, ni adivinación ni ciencia, ni conocimiento ni placer” (Agamben 56). La filosofía es amor que bien puede excederse en sus expresiones pasionales, ocasionar las perturbaciones de la intemperancia, aunque al mismo tiempo se considera un hálito divino que engendra belleza. Quizás de ahí el parentesco imaginario que se achaca al filósofo con algo del orden de lo divino, o que a veces se lo vea, y se vea a sí mismo, como un poseso que clama en representación de una fuerza que le desborda y que puede acarrear el ciclo maníaco de la destrucción junto con el lapso melancólico de la creación. El mismo Nietzsche, en su denuedo beligerante y su cruzada de una transvaloración de todos los valores, pudo haber incurrido en injusticias y atropellos en agravio de sus congéneres filósofos, y olvidado que ellos, tanto como él, sufrían por su amor a la filosofía. Sócrates, Hegel, Kant, Schopenhauer y todos aquellos respecto a los cuales llegó a marcar una enfática distancia, fueron sus compañeros de causa, unos fuera-de-época, intempestivos, melancólicos, unos deseosos asumiendo su falta.

Sin embargo, el caso de Nietzsche sí es único; constituye un hito en el registro del cómo es un filósofo, puesto que logra radicalizar la tendencia de su carácter intempestivo. Pocos pensadores tan congruentes como él, que llevó a un extremo de realización corporal su propia obra: volverse literalmente, literariamente, loco, y evitar, así, que cualquiera le pueda seguir. Nietzsche se volvió irrepetible, nadie puede emularlo en su locura, y abolió de esa manera la posibilidad de su póstuma conversión en un ídolo. De esa magnitud fue su amor a la filosofía, de ese tamaño su declaración de vitalidad. Se comprende, por ello, que haya dirigido tantas diatribas a los que no se atrevieron a llevar a tal cabalidad su propia destitución. Porque al final del día, si el filósofo acepta la condición aporética de su deseo, de su situación permanentemente intermedia e incompleta, termina por darse cuenta de lo libre que en el fondo es. Sale de la biblioteca, al menos por un rato, y (re)comienza a vivir.

No es casualidad que en Teeteto Platón hiciera decir a su maestro que a través del examen de la propia ignorancia uno se hace menos pesado y más tratable para los amigos (210c). La ligereza es un fruto que se cosecha en la vía del filósofo, quien entonces acabaría por danzar con pies livianos, a semejanza de Zaratustra. Y allí puede radicar la cura que está buscando: el amor a la filosofía lleva a su amante a la expiación de su culpa melancólica, al apaciguamiento de su cólera, hacia un campo libre en el que pueda devenir un ser juguetón que ya no filosofa, que ya no carga el peso de un camello ni esconde la fiereza de un león.13 Eros le enseña al filósofo que puede ser un niño,14 ubicado más allá del bien y del mal, y retornar a su inocencia, a la experiencia originaria de la admiración, del asombro, pues este sentimiento “y no otro, efectivamente, es el origen de la filosofía” (Platón, Teeteto 155d).15

Referencias

Agamben, Giorgio. Gusto. Adriana Hidalgo, 2016.

Aristóteles. El hombre de genio y la melancolía (Problema XXX). Acantilado, 2007.

_____. Categorías. Colihue Clásica, 2009.

_____. Poética. Alianza Editorial, 2013.

Barthes, Roland. Mitologías. Siglo Veintiuno Editores, 1999.

Descartes, René. Las pasiones del alma. Ediciones Península, 1972.

Foucault, Michel. Historia de la locura en la época clásica, vol. I. Fondo de Cultura Económica, 2015.

Freud, Sigmund. “Duelo y melancolía”. Obras completas, Amorrortu Editores, 2010.

Heidegger, Martin. ¿Qué es metafísica? Alianza Editorial, 2014.

Sociedad Bíblica Católica Internacional. La Biblia. Ediciones Paulinas-Verbo Divino, 1972.

Nietzsche, Franziska. Los años de la locura. Hermida Editores, 2018.

Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Alianza Editorial, 1997.

_____ . Así habló Zaratustra. Ediciones Cátedra, 2008.

_____ . Schopenhauer como educador. Biblioteca Nueva, 2009.

_____ . Ecce homo. Mestas Ediciones, 2013.

_____ . La gaya ciencia. Edaf, 2014.

_____ . El anticristo. Mestas Ediciones, 2015.

_____ . El crepúsculo de los ídolos. Edaf, 2016.

Platón. Diálogos, vol. I, Apología de Sócrates. Gredos, 2008

_____ . Diálogos, vol. II, Gorgias. Gredos, 2008.

_____ . Diálogos, vol. III, El banquete. Gredos, 2008.

_____ . Diálogos, vol. III, Fedón. Gredos, 2008.

_____ . Diálogos, vol. V, Teeteto. Gredos, 2008.

_____ . Diálogos, vol. VI, Timeo. Gredos, 2014.

Serres, Michel. Los cinco sentidos. Taurus, 2002.

Vuarnet, Jean-Noël. El filósofo-artista. Incorpore, 2015.

1 Cabe consignar para el lector la advertencia de que, con la finalidad de robustecer la imagen de la tempestad que orienta la presente elucidación, esta primera sección del artículo subvierte un tanto la expectativa de encontrarse con el lenguaje neutro y puntual de los textos académicos. Esta elección metodológica, aunque pueda resultar extraña, se realiza para mantener cierta congruencia temática, incluso en el estilo, ya que si se califica de intempestivo al filósofo, solamente puede hacerse desde un sentido metafórico, bastante laxo y ambiguo. Es en las siguientes secciones, con un evidente cambio de ritmo y de tono en la expresión, pero sin perder vínculo con la dimensión poética, que se desarrolla la cuestión con una mayor linealidad formal.

2 En relación con el recurso que Aristóteles desaconseja emplear para el desarrollo de la acción dramática en la tragedia, puesto que para acercarse al ideal de mímesis con la naturaleza, es necesario imprimirle a la obra una ordenación de sucesos que la vuelva verosímil, y cuyo desenlace “debe resultar del argumento en sí mismo, y no, como en la Medea por una máquina, o en la Ilíada respecto al pasaje de la vuelta a las naves” (Poética XV 1454-b). No es que un giro brusco del destino sea imposible para Aristóteles, mas sí improbable en los hechos, e inverosímil e ineficaz para acentuar el efecto trágico de la representación. El artificio del deus ex machina tendría entonces que reservarse para sucesos que se anuncian vagamente y están por venir, pero que se imponen con una violencia tal, que alteran el curso previsto de los hechos, como ocurre precisamente con una tempestad.

3 En un sentido platónico, perteneciente al mundo de las Formas, que refiere al ser inmutable, inmóvil, sempiterno, ideal. Por el contrario, el tiempo sería, por derivación imitativa, “la imagen móvil de la eternidad”, algo generado a posteriori, susceptible de variaciones en pasado, presente y futuro (Platón, Timeo 37d). De esta manera, la tempestad es tiempo, literalmente es el temporal que se renueva, dado que implica un movimiento cíclico.

4 Precisa Aristóteles en el apartado correspondiente de sus Categorías: “Llamo ‘cualidad’ [a aquello] por lo que se dice [que los hombres son] tales o cuales. ‘Cualidad’ se cuenta, empero, entre las [palabras] que se aplican de varios modos” (Categorías VIII 8b25-26).

5 Insiste el filósofo de Röcken: “Para vivir solo hay que ser un animal o un dios, dice Aristóteles. Falta el tercer caso: hay que ser las dos cosas, filósofo…” (El crepúsculo de los ídolos 37).

6 Jean-Noël Vuarnet, un filósofo francés de corte nietzscheano, efectúa la ligazón del símbolo del fuego con la furia, la euforia, el furor que singularizan al filósofo, para definirlo en dos dimensiones: el fuego enseña que el filósofo es un personaje que arde en deseo y, por otro lado, que se purifica a sí mismo de toda culpa. Detalla: “Pero hay fuegos y fuegos. Los fuegos del deseo y los contrafuegos del orden […], símbolo de purificación y tal vez de revolución, el fuego es también agente de las depuraciones” (60-1, 116). Ambos componentes permitirían asimilar al filósofo con el niño, así como a su actividad de pensador con el juego infantil e inocente. Es decir, el destino propiamente filosófico coincide con la última transformación del espíritu de la que hablaba Zaratustra.

7 Nietzsche enlista los peligros que amenazan a los intempestivos y les previene del camino de soledad y tribulación que tienen por delante: “No cabe la menor duda de que para el hombre no común, sobre el que caen pesadamente estas cadenas, la vida estará privada de cuanto en la juventud acostumbra a desearse de ella: alegría, seguridad, ligereza, honor. El aislamiento como destino es el regalo que recibirá de sus congéneres. Y dondequiera que viva, el desierto y la caverna harán inmediatamente acto de presencia” (Schopenhauer 49).

8 Por otras vías de la experiencia médica, Freud destacó la consciencia crítica y el aparente autoconocimiento que pueden cautivar del melancólico, así como la intercalación de la polaridad amor-odio que se da en sus estados afectivos, siendo que “este conflicto de ambivalencia, de origen más bien externo unas veces, más bien constitucional otras, no ha de pasarse por alto entre las premisas de la melancolía” (XIV 248).

9 El hombre excepcional exhibirá una especie de atavismo que lo hará parecer un loco de su tiempo. Nietzsche reitera con vehemencia este punto al grado de prescribirlo como algo imprescindible en la formación del genio: “¡Vive sin saber lo que a tu época le parece lo más importante! ¡Pon entre ti y hoy al menos la piel de tres siglos!” (El anticristo 285). Esto condenará al pensador a una incomprensión de su obra que únicamente tendrá la posibilidad de ser reivindicada con el pasar del tiempo, una vez muerto su autor. El mismo Nietzsche afirmaba que para la comprensión de sus obras se necesitaría como mínimo el transcurso de dos siglos (Nietzsche, Ecce homo 39, 42, 49; El anticristo 11).

10 Sócrates reconoce que habla poseído por un demonio y que su trabajo tiene algo de divino, pues le ha sido “encomendado por el dios por medio de oráculos, de sueños y de todos los demás medios con los que alguna vez alguien, de condición divina, ordenó a un hombre hacer algo” (Platón, Apología de Sócrates 33c).

11 A este propósito es oportuno recordar a Michel Serres cuando declara que convertirse en filósofo “consiste en comer a Sócrates muerto e invocarlo siempre bebiendo su narcótico” (Los cinco sentidos 118).

12 En un juego de ficción que Platón hace dentro del diálogo de Gorgias, Sócrates se anticipa con ironía a su posible condena subrayando lo injusta y absurda que resultaría si llegara a darse: “seré juzgado como lo sería, ante un tribunal de niños, un médico a quien acusara un cocinero” (521e). Por otro lado, no está de más añadir que un joven Nietzsche señalaba en su tercera consideración intempestiva que, debido a la creciente animadversión moderna en contra del pensador original “Sócrates no hubiera podido vivir entre nosotros, y, en cualquier caso, no hubiera llegado a los setenta años” (Schopenhauer 94).

13 En alusión a las tres metamorfosis del espíritu que predica Zaratustra, quien define su estadio final como el de la inocencia del niño y el “olvido, un nuevo comenzar, un juego, una rueda automotriz, un primer movimiento, un santo decir-sí” (Nietzsche, Así habló Zaratustra 155).

14 La jovialidad infantil a la que se encamina el filósofo mediante la afirmación de su pulsión erótica lo hermana con la figura del artista, en especial con la del poeta (Nietzsche, Schopenhauer 111).

15 Valga agregar que, en el mismo sentido, para Descartes “la admiración es la primera de todas las pasiones. Pasión que, además, no tiene contrario, ya que, si el objeto presente no posee nada que nos sorprenda, no nos conmueve en modo alguno y lo consideramos desapasionadamente” (Las pasiones del alma 48). En otras palabras, la admiración es un sentimiento tan primario que de principio no puede insertarse en un encadenamiento lógico ni mucho menos en una dialéctica. Pertenece a la dimensión de una experiencia pura del instante.