Camus, la libertad como límite
y afirmación de sí mismo
Camus, Freedom as Limit
and Affirmation of the Self
Juan Francisco García Aguilar
Universidad Autónoma de Querétaro
pakezo@yahoo.com.mx
Resumen: La realización del sí mismo representa un cometido que interpela a nuestra propia identidad humana. La heterogeneidad y riqueza de las voces que hablan sobre el cómo responder a ello demandan una deliberación mesurada, tal cosa, es lo que nos proponemos con este breve texto. En ese sentido es notorio que, para algunos pensadores, esta tarea supone un alto costo intersubjetivo que eventualmente nos vemos orillados a pagar. En cambio, para otros, es apremiante establecer un límite a tal importe para, precisamente, salvaguardar al sí mismo. Ante esta escena, acudiremos a la propuesta reflexiva que Albert Camus dispone, porque nos ofrece un examen sensato que procura un balance entre lo que la conducción de la existencia implica y lo que podemos perfilar como una realización compartida.
Palabras clave: solipsismo, enajenación, intersubjetividad, afirmación, consciencia
Abstract: Self-realization represents a commitment that challenges our own human identity. The richness and heterogeneity of the voices that speak of how to respond to it demand a measured deliberation. In this sense, it is notorious that, for some, this endeavor involves a high intersubjective cost that we are eventually forced to pay. On the other hand, for others, is urgent to establish a limit to such price in order precisely to safeguard the self. Faced with this scene, we will go to the reflective proposal that Albert Camus has, because it offers us a sensible examination that seeks a balance between what the conduct of the existence implies and what we can outline as a shared realization.
Keywords: Solipsism, Alienation, Intersubjectivity, Affirmation, Consciousness
Recibido: 17 de abril de 2023
Aceptado: 15 de junio de 2023
Doi: 10.15174/rv.v16i33.726
Introducción
El paradigma humanista-moderno de la elaboración de sí mismo y la conducción de la propia historia se ve atravesado por una noción de la libertad que merece la pena examinar. La escena del llamado pensamiento existencial puede servir para este propósito. Entre los autores a los que podemos acudir la figura de Albert Camus cobra relevancia, puesto que, como lo advierte De Cassagne (356), se ubica entre la disposición reflexiva de existencialistas de carácter cristiano, como podrían serlo Kierkegaard o Unamuno, y otros de índole secular con una patente distancia del cristianismo, como lo sería Sartre.
Ciertamente que, para el pensador argelino, el existencialismo es una referencia de la que prefirió desmarcarse, pero inmediatamente podemos advertir que tal deslinde responde a la importante disputa que sostuvo con Sartre y a la toma de postura que adoptó al respecto (Frieyro 119). De ningún modo podríamos concluir que este posicionamiento significa un desmarque de los problemas a los que esta escena reflexiva presta atención. Lo consideramos así, porque los contenidos filosóficos que se vierten en las reflexiones camusianas contribuyen de manera notable a elaborar un diagnóstico profundo y atinado sobre los dilemas que atañen a la existencia, y nos parece que podemos recurrir a la riqueza de sus deliberaciones para enfocar de mejor modo la complejidad de los fenómenos que caracterizan a nuestra condición y que insoslayablemente nos conducen a seguir examinándola. Entre éstos, la libertad se vuelve un desafío que nos impele a sostener nuestra indagación sobre lo que significa ser humano. En ese sentido, este texto intenta ponderar los alcances y límites de la libertad en razón de la existencia humana que compartimos y que deseamos orientar hacia su realización.
Camus nos ofrece una mirada oportuna para responder a este cometido, sin otro compromiso que el de la sensatez que exige el anhelo de comprender un poco más acerca de nuestra condición, así como el de esclarecer el modo en el que ésta se despliega para atender a sus potencialidades y expectativas más legítimas. Tal iniciativa resulta ser una tarea exigente, de la que el autor argelino se apropia y traslada al terreno de sus empresas literarias y filosóficas.
Las siguientes líneas ofrecen una aproximación a este compromiso reflexivo que Camus nos obsequia, con la intención de avanzar por la extensión de las posibilidades que nos confiere nuestro ser libre, pero también de ventilar los ineludibles límites que requieren verse salvaguardados, para que ésta no se vuelva el torcido pretexto que ofrecemos al dar pie a todo tipo de atropellos. Sin lugar a duda, bajo el enfoque camusiano, la libertad humana no cuenta con un carácter terminante, no puede tenerse como absoluta, porque ella misma “tiene sus límites en todas partes donde hay un ser humano” (Camus, El hombre 366), o sea, que tal compromiso se sitúa bajo el amparo de la vida humana, de hacerla vivible, de favorecerla. De manera que este hecho opera como un faro que nos advierte de los excesos de la autodeterminación y, a la vez, de la necesaria reivindicación del sí mismo.
Para avanzar hacia este propósito, primero, desarrollaremos un examen sobre la disposición que adopta aquel solipsismo que se justifica en nombre de los riesgos que se corren cuando apostamos por una experiencia intersubjetiva. Naturalmente, la apertura a un alter implica una exposición por parte del sí mismo, lo cual, podría derivar en un alarmante avenimiento para un yo que se encuentra consagrado a sí. Frente a esta escena, Camus hace un llamado a reconocer la oportunidad que nos ofrece el realizar anhelos que sólo se consiguen en común. Después, daremos un giro a la crítica, para pasar a una revisión de aquellas iniciativas gremiales que encubren una voluntad de dominación y control de un sí mismo que pretende ser reducido a una identidad colectiva, la cual, tiene como moneda de cambio el sacrificio de toda singularidad bajo la promesa de lo que sólo pertenece al grupo. En este punto, Camus hará una notable reivindicación de la identidad personal en términos de una apología de la originalidad que hay en cada ser humano, misma que cobra su propio valor gracias a la determinación de un sí mismo que echa mano de su autonomía para dar vida a aspiraciones recogidas en lo más íntimo de sí. Bajo estas claves, es cómo el pensador argelino nos ofrece un extraordinario balance entre la realización de sí mismo y la consecución de anhelos comunes.
Con el fin de avanzar por este análisis de corte existencial, nos centraremos en aquellas obras camusianas que indagan, precisamente, sobre el problema de la realización personal y colectiva. Para ello seguiremos algunas posturas filosóficas que el argelino desarrolla en sus ensayos de El mito de Sísifo y El hombre rebelde. También, traeremos a colación algunas de las notas periodísticas de Camus recogidas en sus Crónicas argelinas, para contrastarlas, por último, con las reflexiones sobre la existencia que nuestro autor reproduce bajo una narrativa literaria en novelas y cuentos cortos como La peste, El revés y el derecho, El verano y Cartas a un amigo alemán. Lo anterior, no estará exento de un breve cotejo con consideraciones filosóficas de pensadores que abordaron el problema de la intersubjetividad y la realización de sí mismo, entre los cuales se encuentran Lévinas, Ricoeur y, recientemente, Cuquerella.
1. La mesura del sí mismo como ampliación
de los propios anhelos
En el pensamiento de un autor como Camus, la libertad se concibe en una clave en la que la realización del sí se juega en un dejar el encierro en donde la primacía del ego nos sitúa, porque ser humano implica dar lugar a anhelos que sólo se alcanzan en plural, cuando asistimos o somos asistidos por el encuentro de alguien más. Empero, es necesario desnudar esta reciproca implicación, porque con facilidad podemos pasar de largo ante ella, sobre todo cuando nuestra mirada del mundo, de los demás, se enajena con los deseos del sí mismo que cede al temor de que alguien más se los arrebate. Por esta razón, la propuesta camusiana recoge aquellos motivos que traen a cuenta lo común de realidad humana, y que ponen de manifiesto la inevitable complicidad que nos aglutina, particularmente al experimentarnos exiguos: “El mar, la lluvia, la necesidad, el deseo, la lucha contra la muerte, eso es lo que nos reúne a todos. Nos reunimos en lo que vemos juntos, en lo que conjuntamente sufrimos” (Camus, El revés 128).
En Camus, la emancipación que ofrece el actuar libremente tiene la potencia de cohesionar lo disperso de nuestra condición, o sea, de unir lo que queda segregado a causa del hermetismo que resulta de la indisposición a mirar más allá de sí. Esta cohesión abre la posibilidad de salvaguardar al sí mismo de sus propias contrariedades. Ciertamente: “Sólo la libertad salva a los hombres del aislamiento; la opresión, en cambio, planea sobre una muchedumbre de soledades” (El revés 141).
El énfasis puesto en el carácter opresivo de la soledad apunta hacia el aspecto arbitrario que conlleva el ensimismamiento, puesto que esta disposición advierte la dimisión que ha tenido lugar al anular el mérito de la presencia de alguien más en el entorno propio. Sin duda, podemos encontrar motivos para adoptar una resolución de este tipo. Es verdad que las personas en reiteradas ocasiones ofrecemos razones para la desconfianza. No obstante, existe en nosotros la oportunidad –y el apremio– de obsequiarnos algo más que recelo, de suerte que nos vemos conducidos a esclarecer y procurar las razones que tenemos para asistir al encuentro con el otro.
En este tono es cómo se va articulando la deliberación ética que el pensador argelino postula, una reflexión que sostiene que no es posible conformarse con aquellas reducciones que hacemos de los demás cuando somos presa del desengaño. Es natural que la experiencia de lo impostado nos conduzca a marcar distancia. Sin embargo, esta disposición sería suficiente si fuésemos capaces de bastarnos a nosotros mismos, de realizar la vida aislándonos permanentemente y, por tal motivo, la moral camusiana reivindica aquello que se urde entre un ego y un alter: “El arte [del] rebelde termina revelando el Nosotros existimos” (Camus, Crónicas argelinas 359).
En efecto, el confinamiento que distingue al solipsismo tiene más de opresivo que de salvaguarda, porque resulta ser como una auto-condena a la soledad, forzada por el temor de ir más lejos de sí. Un ensimismamiento de estas características es retratado por Camus en La Peste, a través de la figura del sacerdote Paneloux, cuando éste renuncia a compartir con los demás la zozobra que ninguno puede cargar con sus propias fuerzas:
Rieux salió para llamar por teléfono y enseguida regresó y se quedó mirando al padre –Yo me quedaré cerca de usted– le dijo con dulzura. El padre se reanimó un poco y levantó hacia el doctor sus ojos, a los que pareció volver una especie de calor. Después articulo con tanta dificultad que era imposible saber si lo decía con tristeza o no: –Gracias. Pero los religiosos no tienen amigos. Ponen todo a disposición de Dios (268).
Es verdad que el encuentro con el otro conlleva una apertura que compromete las seguridades más íntimas, aquellas que son capaces de articular un modo de creer, pensar y vivir, pero al tiempo inauguran la ocasión de revitalizar la propia mirada que tenemos de la realidad, aquello que Gadamer (Verdad 205) refiere como una verdadera ampliación de nuestra individualidad. A este despliegue del particular modo de ser es al que el hermetismo del ego renuncia, una conducta que Camus se propuso exhibir bajo una postura ética que critica un solipsismo nihilista y, en contraparte, perfila los alcances de la solidaridad.
Bajo la mirada camusiana la dimensión ética de la intersubjetividad requiere de toda nuestra atención y cuidado para atenderla de manera pertinente, lo cual, conlleva el no ceder al miedo que provoca la realidad del encuentro con el otro, dado que nuestra realización está en juego y para ello es necesario atender a los anhelos que requieren de alguien más para ser alcanzados.
En todo caso, las justificaciones que ofrecemos para renunciar a los demás serán limitadas, imprecisas, en tanto que resulta imposible aprehender definitivamente al otro, pues, como lo afirma Lévinas, éste se nos escapa y, todavía más, es capaz de sorprendernos: “La relación con el Otro me cuestiona, me vacía de mí mismo y no cesa de vaciarme al descubrirme recursos siempre nuevos” (56). En efecto, la realidad del otro no cabe en el diagnóstico que el yo lleva a cabo, es necesario un cierto desapego de sí para entrar en la novedad que el otro representa para el sí mismo. De modo que no tiene caso concluir que no se puede conceder el beneficio de la duda a alguno, confiar en alguien. El ensimismamiento podría ser la excusa del que desea ahogarse de sí mismo culpando al otro.
Desde luego que Camus es un autor consciente de la contingencia que conlleva el gesto de acudir a alguien más. El autor argelino no adopta una actitud cándida al deliberar sobre el problema de la confianza: “Para cierta raza de hombres, el ser humano es una patria amarga en todos los lugares donde es bello” (Obras selectas-El verano 889). No obstante, le inquieta la insuficiencia que el sujeto humano tiene para consigo mismo, es decir, la inevitable necesidad que el yo guarda para confirmarse en un otro preciso, que en lo ordinario sale al paso, como un tú concreto. Ésta es la sensación que anonada a aquel viajero de Con el alma transida, cuando trata de visitar cualquier lugar para no encontrarse solo, pues este confinamiento en sí mismo es lo que le vuelve un auténtico forastero: “Iglesias, palacios y museos; intentaba mitigar mi angustia con todas las obras de arte. Un truco clásico: quería transformar la rebeldía en melancolía. Pero en vano: en cuanto salía de allí volvía a ser un extranjero” (Camus, El revés 69).
Me parece que esta extraordinaria sensibilidad que Camus adopta sobre el desafío que supone el ir hacia los demás, es lo que le lleva a incorporar en una de sus emblemáticas categorías –la rebelión– este tono que atribuye a la realización del sí mismo el necesario tránsito por la intersubjetividad: “Al ‘Me rebelo, luego existimos’ y al ‘Existimos solos’ de la rebelión metafísica, la rebelión contra la historia añade que en vez de matar y de morir para producir el ser que no somos, tenemos que vivir y hacer vivir para crear lo que somos” (Camus, El hombre 337). Ciertamente que esta creación se sostiene de lo vivo en cada uno, de las cosas que palpitan en todos, y en ello radica el genuino mérito de la rebelión, que reivindica el valor de la vida frente a los amagues de la muerte. El rebelde tiene una apuesta clara, el favorecer la existencia de cada uno ante las arbitrariedades de la historia que pretenden reducirnos al absurdo. El origen de la rebelión recae en esta restitución del acontecer humano que se opone a verse disminuido a la nada:
Elegir la historia, y ella sola, es elegir el nihilismo contra las enseñanzas de la rebelión misma. Quienes se precipitan en la historia en nombre de lo irracional, clamando que no tiene sentido alguno, encuentran la servidumbre y el terror y van a parar al universo de la consternación […] la afirmación de un límite, de una dignidad y de una belleza comunes a los hombres no trae aparejada sino la necesidad de extender este valor a todos y a todo y de marchar hacia la unidad sin renegar de los orígenes. En este sentido la rebelión, en su autenticidad primera, no justifica ningún pensamiento puramente histórico. La reivindicación de la rebelión es la unidad; la reivindicación de la revolución histórica es la totalidad. La primera, parte del no apoyado en un sí; la segunda, de la negación absoluta, y se condena a todas las servidumbres para fabricar un sí aplazado para el final de los tiempos. Una es creadora, la otra nihilista (El hombre 331 y 336).
En el corazón de la rebelión camusiana el pulso de la vida humana –aquello que la hace valiosa, única, digna– ocupa un sitio primordial que está por encima del aspecto sombrío que eventualmente se abre paso cuando tienen lugar las arbitrariedades. No se le resta gravedad a nuestras conductas insensatas cuando sostenemos que éstas no expresan todo lo que puede decirse sobre nuestra condición., y es verdad que la necesidad de reparar el daño que nuestros descalabros causan, o sea, de hacer justicia, es un elemento intrínseco a la rebelión, pero no a cualquier costo, porque la justicia cobra sentido en tanto que la vida se ve favorecida. Tal cosa es lo que la anima, pues acudimos a ella para poder vivir gracias a su mediación, porque para morir, no hace falta buscarla.
La justicia que subyace al gesto rebelde reivindica nuestro anhelo de vivir, y de hacerlo con el merecimiento que ocupa nuestra condición humana. El realizar lo contrario, simplemente, mancilla nuestra dignidad: “Cuando el oprimido toma las armas en nombre de la justicia, da un paso sobre la tierra de la injusticia. Pero puede avanzar más o menos y, si tal es la ley de la historia, la ley del espíritu dice en todo caso que, sin dejar de reclamar justicia para el oprimido, no puede aprobarla en su injusticia” (Crónicas argelinas 131). De suerte que la valía de la rebelión se encuentra en su modo de favorecer la vida en cada uno y no de aniquilarla. Este presupuesto le confiere un carácter ético al acto rebelde y esclarece su verdadera nobleza.
1.1. Rebelión, cohesión y consecución de sí mismo
La rebelión camusiana encuentra una dimensión interpersonal que resulta necesaria para dar lugar al legítimo anhelo de realización al que cada uno intenta responder. Lo que el rebelde demanda para sí, lo reconoce como algo que se cristaliza con el concierto de los demás. Por ello, el bien que desea alcanzar es proporcional a lo que cada uno merece; y el límite que resguarda le protege, en tanto que los demás también se ven protegidos, así es como Camus sostiene una ética de reciprocidad que reconoce los bordes que requerimos salvaguardar para favorecer nuestros anhelos personales, una correspondencia en donde la libertad se vuelve la clave para este propósito: “El rebelde exige, sin duda, cierta libertad para sí mismo, pero en ningún caso, si es consecuente, el derecho a destruir el ser y la libertad del prójimo. No humilla a nadie. Reclama para todos la libertad que reclama para sí mismo; y prohíbe a todos la que rechaza” (El hombre 366). De esta manera, Camus concibe que la rebelión adquiere sentido en tanto que ésta permanece como una iniciativa fraterna, que favorece la vida de todos, y que sabe echar mano de la justicia sin aniquilar a nadie.
El aspecto que la libertad adopta en un autor como Camus se reviste de un evidente grado de solidaridad, y la categoría de la rebelión simplemente confirma el hecho de que se es en verdad libre en tanto que la relación con los demás se salvaguarda. La experiencia de la libertad como dimensión de nuestra condición humana se convalida en cuanto el vivir resulta propicio, pues de poco se aprovecha el apropiarse de una existencia que se conduce hacia su anonadamiento; y por desgracia esto ocurre cuando la libertad sirve más para confinarnos a la sombra del hermetismo, que para superar nuestras contrariedades:
al hacer usted de su desesperación una embriaguez, de librarse de ella erguiéndola [sic] en principio, ha aceptado destruir las obras del hombre y lucha contra él para lograr su miseria esencial. Y yo, al negarme a aceptar esa desesperación y ese mundo torturado, solamente quería que los hombres encontraran su solidaridad para luchar contra su destino indignante” (Obras selectas-Cartas a un amigo alemán 834).
Desde luego que la naturaleza misma de la libertad hace posible elegir de manera solipsista, y creo que Kierkegaard no se equivoca al declarar que: “La posibilidad de la libertad consiste en que se puede” (El Concepto de la Angustia 99). Empero, como lo hace notar Camus, esta oportunidad de optar se ve obturada cuando intenta proceder segregada de la vida, ya que no puede sostenerse si se empecina en estar separada de ella, puesto que la acción libre supone un punto de llegada, un anhelo legítimo por cumplir, que ofrece un sentido al hecho de actuar libremente. En otras palabras, ser libre porque sí es restringirnos a nuestra inmanencia, a un encriptamiento del yo en su propio auto-encierro; en cambio, ser libre para algo implica el anclaje a una vitalidad que termina por orientar el gesto mismo de la libertad, y le ofrece a nuestra naturaleza libre la ocasión de alcanzar anhelos que amplían los cálculos del sí mismo.
La libertad le confiere a la condición humana un cierto modo de ser que caracteriza a nuestro comportamiento, pero este modo de ser humano no es algo inconexo, como si fuese una realidad aislada, es decir, no procede de manera desvinculada de otros aspectos de nuestro ser que apuntan hacia su realización. De suerte que entre el vivir y el ser libres se presenta la necesidad de una correlación, aún más, de una proporción que oriente nuestros anhelos por una ruta en la que la vida se realiza gracias a nuestro ejercicio de la libertad.
Por lo tanto, esta praxis del ser libre se opone –se rebela– ante las arbitrariedades que degradan a la vida misma, y apuesta por procurar aquello que la muestra amable, noble, digna, o sea, decisivamente humana:
La lógica del rebelde consiste en querer servir a la justicia para no aumentar la injusticia de la situación, en esforzarse por emplear un lenguaje claro para no espesar la mentira universal, y en apostar, frente al dolor de los hombres, en favor de la dicha (El hombre 366).
En esta clave, la rebelión se traduce en un empeño por garantizar la vida que cada uno merece, lo cual, implica el amparo de los aspectos que están aunados al vivir, de aquel básico estado de las cosas que de entrada hace admisible la existencia, a la par del rechazo de lo que la vuelve inaceptable. Por este motivo, el acto rebelde se opone a los atropellos que nos anonadan, como la violencia, la opresión, la humillación y la miseria; y establece el punto de partida desde el que es posible llevar a cabo la realización de los humanos anhelos que tienen lugar en todos:
La civilización sólo es posible si, renunciando al nihilismo de los principios formales y al nihilismo sin principios, este mundo vuelve a encontrar el camino de una síntesis creadora […] La rebelión no es en sí misma un elemento de civilización. Pero es previa a toda civilización” (El hombre 357).
De manera que esta originaria determinación de hacer frente a lo que nos aliena, reivindica el afán de cuidar de aquello que le concede a la vida humana su valor, y de esta forma se prepara el escenario en el que nos damos a la tarea de llevar a cabo la realización de nuestros deseos. La rebelión remarca el lindero por el que nos conviene desplegar la consecución de lo que anhelamos, de suerte que las aspiraciones de uno no tengan como precio el atropello de los demás. Entonces, la libertad opera como una oportunidad para alcanzar lo anhelado, pero también como un contrapunto que ataja la trayectoria de aquellas ambiciones que se convierten en arbitrariedades.
En este sentido, es natural que el desdoblamiento de nuestro ser libre haga frente a aquellos comportamientos que degradan la vida y que por eso mismo nos oprimen. Éste es el evidente primer paso que el rebelde da y, al hacerlo, confirma que se es libre para vivir, y que la libertad con la que procede apunta hacia el merecimiento de la vida que reclama:
Todo rebelde, con el mismo movimiento que le alza contra el opresor, aboga en favor de la vida, se compromete a luchar contra la servidumbre, la mentira y el terror, y afirma, durante el tiempo de un relámpago, que estos tres azotes hacen que reine el silencio entre los hombres, oscurecen a los unos para los otros, y les impiden que se encuentren en el único valor que puede salvarlos del nihilismo: la larga complicidad de los hombres en lucha con su destino (El hombre 365).
La complicidad a la que apela el pensador argelino es la clave que recoge su propuesta ética de una rebelión solidaria, y la libertad juega un papel fundamental para este propósito, pues se presenta como una iniciativa autónoma que hace frente a las arbitrariedades de la existencia, reuniendo los anhelos de los que todos participamos, porque somos humanos. Bajo la mirada camusiana, éste es el alcance que tiene la libertad, uno que parte de la determinación del sí mismo para asistir a la determinación del otro.
2. La afirmación de sí mismo como rechazo
a la alienación en masa
Ahora bien, una vez que Camus presenta una crítica al nihilismo solipsista, da un giro para atender a una escena de anonadamiento que adopta diferentes matices, pues la experiencia de la nada que censura el valor de la vida humana, se despliega, también, por coordenadas distintas a las del solipsismo. Las ambiciones del que se encuentra encerrado en sí mismo no son la únicas que llegan a atropellar a los demás. Como lo advierte Espinosa (“Para ver entre las sombras” 635), en clave camusiana puede afirmarse que hoy experimentamos grandes dosis de extranjería y de peste material y moral, en tanto que existe un modo colectivo de proceder en el que la persona particular se disuelve para verse agrupada en una indisposición de hacer propicia la vida, todo ello encubierto bajo el aspecto de una sospechosa homogeneidad englobante.
La elaboración de una identidad humana fija y ampliamente compartida, así como del sentido de pertenencia y de reconocimiento que se construye desde ella, puede implicar un alto costo para aquel que no logre empatar su unicidad con la del conjunto. Para el autor argelino resulta preocupante que las iniciativas que dan sentido a la historia personal, cuyo origen proviene del carácter único de cada individuo, puedan verse menoscabadas por lo que una generalidad observa en dirección opuesta y cuya perspectiva se sostiene como algo estable y unívoco. En efecto: “la historia siempre está en movimiento y los pueblos evolucionan al mismo tiempo que ella. Ninguna situación histórica es nunca definitiva” (El hombre 96). Por lo mismo, hay algo en el devenir histórico que no cabe en los presupuestos de las perspectivas categóricas, y ello consiste en lo inmensurable que reviste a la libertad de cada uno, a la posibilidad de incidir en la historia a través de las singulares determinaciones. Desde luego: “Respirar es juzgar. Quizá sea falso decir que la vida es una elección perpetua. Pero es cierto que no se puede imaginar una vida privada de toda elección” (El hombre 118). Debido a ello, nos vemos conducidos a reconocer en la libertad una potencia que recrea la propia existencia, en términos que pueden pasar desapercibidos para una generalidad o desbordar aquello a lo que ésta le confiere un mérito.
Por esta razón, resulta de toda relevancia afirmar que el hecho de sostener la mirada de la realidad humana en una misma dirección y de hacerlo en conjunto, no nos salva de observar mal o de reducir lo observado a los límites que el propio gremio dispone como el horizonte de lo visible, con las naturales secuelas que tal cosa supone. En este punto, es importante ratificar que la intervención de alguien más en la elaboración del sí mismo resulta una experiencia que nutre aquello que el individuo identifica como real, valioso, genuino. No obstante, tal vivencia de la intersubjetividad no reclama la radical anulación de la mirada que el yo dirige sobre sí mismo y sobre el mundo. Desde luego que la óptica de los demás le ofrece un mayor alcance a nuestra perspectiva personal, pero no la suple, y no debería intentar hacerlo, porque entonces, como lo advierte Camus (El mito 14), el sí mismo se subsume en una uniformidad que lo desvincula de sí, lo arroja a la opacidad y lo vuelve un extranjero.
Me parece que, precisamente, la notable crítica que Camus dirige sobre la praxis de la opresión apunta hacia este desenmascaramiento de aquellas posturas arbitrarias que se esconden bajo el velo de la homogeneidad del conjunto. Sin duda, como menciona Garcés (Un mundo 53), en medio de tal anonimato colectivo se facilita el justificar el daño que inferimos a los demás y, por tanto, el juicio crítico nos impele a desanudar aquellos plexos que autorizan el atropello del otro, a violentarlo. Nuevamente la rebelión representa aquella responsabilidad que Camus confiere a la consciencia que se opone a vernos condenados a este tipo de fatalidades:
La pasión nihilista, al aumentar la injusticia y la mentira, destruye en su ira su exigencia anterior y se despoja así de las razones más claras de su rebelión. Mata, enloquecida al sentir que este mundo está entregado a la muerte. La consecuencia de la rebelión, por el contrario, consiste en negar su justificación al asesinato, puesto que, en su principio, es protesta contra la muerte (Camus, El hombre 366).
El pensador argelino no tiene reparo en insistir en que las causas que nos reúnen se legitiman en la medida en que, al sumarnos a ellas, la vida de los que compartimos una misma condición humana se ve favorecida y que, por tanto, estas causas tienen sus propios límites y el desestimarlos se convierte en el primer paso que se sigue para traicionarlas; particularmente cuando el motivo de una empresa inexorablemente atraviesa por la disyuntiva que supone el uso de la fuerza:
La no violencia absoluta fundamenta negativamente la servidumbre y sus violencias; la violencia sistemática destruye positivamente la comunidad viviente y el ser que recibimos de ella. Para ser fecundas estas dos nociones deben encontrar sus límites […] ¿El fin justifica los medios? Es posible. ¿Pero qué justifica el fin? A esta pregunta, que el pensamiento histórico deja pendiente, la rebelión responde: los medios (El hombre 373).
Camus encuentra una preocupante relación entre la intransigencia de una identidad gremial, la opresión y la violencia. Parecería que estas tres disposiciones perfilan el proceso de un mismo fenómeno que se dirige, desde una geografía distinta a la del solipsismo, a un resultado análogo: el desgaste, la desvalorización y la negación de la vida humana. Por ello mismo se opone completamente a las justificaciones que eventualmente ofrecemos para autorizar el desprecio y el daño del que ocupa una mirada de la realidad distinta a la nuestra. Ninguna causa tiene autorizado sacrificarlo todo y a todos, porque entonces se le concede un valor total a la indignidad y al atropello.
Este cometido que el pensador argelino sigue en contra de tal hostilidad en masa es recuperado de manera notable por Inmaculada Cuquerella en la revisión que lleva a cabo sobre la postura de Camus ante el terrorismo:
S’installe alors, entre l’agresseur et l’agressé une étrange solidarité que Camus dénonce et qu’il appelle la ‘casuistique du sang’. ‘La face affreuse de cette solidarité apparaît dans la dialectique infernale qui veut que ce qui tue les uns tue les autres aussi, chacun rejetant la faute sur l’autre, et justifiant ses violences par la violence de l’adversaire […] ‘Camus a saisi que le terrorisme est un arme vicieuse qui dénature la guerre, pervertit la justice et détruit la politique … au nom de la politique’ (180).1
Desde luego que una violencia como ésta nos sitúa en un extremo en el que el horror pretende encubrirse y justificarse en nombre de una causa colectiva, en la que aparentemente no hay más alternativas ni escapatoria. Me parece de toda importancia el considerar cómo es que se elaboran conclusiones tan sombrías y a mi juicio Camus nos ofrece una clave para examinarlas.
En las primeras páginas de sus Crónicas argelinas (1939 – 1958), el pensador pondera el aprendizaje que la lucha armada ha dejado en Argelia, particularmente cuando los combatientes de ambos bandos confieren al terror el lugar primordial de sus estrategias. Para Camus. tal empresa está lejos de valer los sacrificios que exige para alcanzar su cometido:
el terrorismo, tal como se practica en Argelia, ha influido mucho en mi actitud […] Eso no quiere decir que los principios no tengan sentido. La lucha de las ideas es posible, incluso con las armas en la mano, y es justo saber reconocer las razones del adversario incluso antes de defenderse de él. Pero, en todos los campos, el terror hace cambiar, mientras dura, el orden de los términos (Crónicas argelinas 13-14).
Las legítimas causas como la autodeterminación, el reconocimiento o la igualdad de derechos y de oportunidades se ven torcidas, cuando para triunfar dirigen sus esfuerzos sobre el aprovechamiento del más débil o del inocente. Pero tal cosa resulta incomprensible para el violento, porque –como lo advierte Descombes (Lo mismo y lo otro 34) en su examen sobre los postulados kojevianos– éste se enajena con una idea: sólo el éxito de la causa es verdadero.
Esta inquietante certeza que parece calar muy hondo en la interioridad de Camus es atendida con atino por parte de Cuquerella y considero que la autora, incluso, decide ir un poco más lejos al indagar sobre lo que supone el verter sobre el individuo exiguo toda la estridencia del menosprecio por la vida humana. Cuquerella parte de la deliberación moral que supone esta opción por la explotación del que resulta más frágil:
Camus s’obstine, tout au long de son oeuvre, á dire que ‘rien ne justifie le meurtre d’un innocent’. Il nous faut donc aborder tout d’abord ce qu’est, pour Camus, un innocent […] Nous avons pris aujourd’hui l’habitude d’utiliser le terme de ‘victime’; Camus lui préfère celui d’innocent. Derrière ce choix se trouve une position métaphysique et morale (180).2
En efecto, la persona que se ve atropellada por una lucha que se alimenta de la propia vulnerabilidad humana no puede tenerse como la simple víctima de una circunstancia aleatoria. Por el contrario, como lo dice Castoriadis (El mundo fragmentado 35) acerca de la hostilidad asociada al desprecio, el vulnerable se convierte en el objeto elegido de una crueldad que se dirige precisamente contra éste por el hecho mismo de ser débil. Para Cuquerella (183) es de toda relevancia distinguir lo que en este caso supone la inocencia, porque no implica simplemente el no formar parte activa de algún bando, todavía más, supone el motivo necesario para situar al inocente –por ser vulnerable– en el foco de una atroz sistematización de la violencia.
De la mano de Cuquerella podemos caer en cuenta de que en el pensamiento camusiano tiene lugar esta distinción que desenmascara al horror humano que se viste de una causa justa, para encubrir una fatalidad que se concede el permiso de lograr todo el daño posible. El énfasis puesto en la diferenciación entre víctima e inocente resulta fundamental, porque tal experiencia de violencia no es la mera consecución de un suceso de carácter enigmático que resulta incomprensible. Todo lo contrario, el abuso del inocente reproduce los alcances de una decisión tomada, una postura por la que se ha optado, de una premeditación y un cálculo que recarga sobre el que es frágil todo el peso de la ira, el desprecio y la aversión. Esta intención que subyace a la praxis del horror es la que interpela con urgencia a nuestra reflexión:
Cuando la violencia responde a la violencia en un delirio que se exaspera y convierte en imposible el simple lenguaje de la razón, el papel de los intelectuales no puede ser, tal como leemos todos los días, el de excusar desde la lejanía una de las violencias y condenar la otra, con lo que se consigue el doble efecto de enfurecer al violento al que se condena y animar a una violencia mayor al violento al que se le aplaude (Crónicas argelinas 17).
Sin lugar a dudas la cita, a la que la razón nos invita, ocupa la disposición a oponerse a aquellas determinaciones que ven en el atropello del vulnerable el camino para alcanzar los anhelos del sí mismo o del grupo. Me parece que Ricoeur está en lo cierto al aseverar que:
Porque hay violencia, la moral no puede limitarse a preferencias, a deseos, a evaluaciones enunciadas según el modo optativo. Debe hacerse prescriptiva, es decir, pronunciar en modo interpretativo obligaciones y prohibiciones; la violencia excede lo no deseable; porque ella es un mal –quizá el mal– [y] no debe ser (Escritos y conferencias 2 56).
Y es este mal el que nos pone en alerta cuando nos permitimos todo tipo de excesos en nombre de un bien que tiene a la arbitrariedad como aliada permanente y como recurso primordial.
La escena de una Argelia descarnada por sus luchas nos presenta a un Camus que no desea subestimar este tipo de causas que pretenden ocultar el horror bajo el maquillaje de un bien general, un pensador que desmiente este fatal embaucamiento exhibiendo su verdadero rostro absurdo. De suerte que cuando el atropello se presenta a sí mismo como lo que toca, como lo normal, la razón irrumpe para hacer notar que el rechazar tal iniquidad se traduce en una responsabilidad de la que cada uno tendrá que rendir cuentas: “la lucha armada y la represión han adoptado aspectos inaceptables por nuestra parte. Las represalias contra las poblaciones civiles y las prácticas de tortura son crímenes de los que todos somos solidarios. Que esos hechos hayan podido tener lugar entre nosotros es una humillación en la que a partir de ahora habremos de enfrentarnos” (Crónicas argelinas 15).
Bajo la mirada camusiana las excusas que ofrecemos para atropellar al frágil resultan ser un escarnio a la propia racionalidad, porque apuntan en un sentido radicalmente adverso a ésta y pretenden justificar el sufrimiento como un fin en sí mismo, es decir, como un destino inapelable que toma la última palabra del acontecer humano. Una tesis similar es sostenida por Han (Topología de la violencia 66) en su crítica a Schmitt cuando examina la interacción humana en términos de relaciones entre dominantes y dominados. En un texto paralelo a este trabajo analizaremos con mayor detenimiento este asunto. En todo caso, esta lógica lóbrega es la que preocupa a Camus, y la trayectoria de esta sombría mirada de la realidad humana avanza por una inquietante auto-referencialidad que bien puede adoptar el aspecto del egocentrismo o de la alienación colectiva. Esta última conlleva un tránsito que va de la intransigencia gremial a una hostilidad radical que termina por hacer del horror un modo de vida. Por ello mismo, la consciencia se convierte en un potente y genuino recurso para elaborar una manera de vivir que no reclame el atropello de nadie, que confiere, pese a la discrepancia de nuestras perspectivas, un sitio a cada uno y, en última instancia, que nos ofrece una oportunidad de coexistir aún en medio de los conflictos que nos enfrentan.
Conclusiones
Las observaciones que Camus lleva a cabo a propósito de la libertad nos obsequian la oportunidad de distinguir cómo es que esta dimensión de nuestro ser permite dar lugar a anhelos que amplían nuestras particulares expectativas al proveernos de la interacción con alguien más. Es verdad que lo que, por voluntad propia, llegamos a alcanzar con el concierto de los demás, confirma que reunidos somos capaces de hacer frente a nuestras propias contrariedades y de repartir la carga de lo que a los ojos del sí mismo se presenta como insuperable. En este sentido, el actuar libremente le confiere a la vida la ocasión de un bien que se hace posible gracias a una resuelta determinación de mirar más allá de sí. Tal circunstancia representa un motivo para la confianza, es decir, para asistir y vernos asistidos por aquellos con los que compartimos una condición humana común.
De suerte que el cuidado que demanda esta confianza nos conduce, con ayuda de la reflexión, a establecer los límites que la hacen posible, para poder mediar entre las legítimas aspiraciones que cada uno tiene para realizarse a sí mismo. Al establecer estos linderos de la libertad, fortalecemos la asistencia que mutuamente nos brindamos y evitamos que los deseos de alguno se conviertan en un atropello para el resto.
Ahora bien, la complejidad de nuestra condición nos deja ver que la vida humana llega a verse amagada por otro tipo de arbitrariedades que no responden al mero ensimismamiento de un sujeto particular. La vida puede ser desdeñada en una clave distinta, en la que tienen lugar determinaciones que se proponen anularla, pero bajo el inquietante encubrimiento de una homogeneidad en la que los rostros concretos de los individuos se desdibujan para adoptar la imagen de lo gremial. En esta opacidad se gestan posturas, resoluciones y disposiciones que violentan y cierran el paso a la realización de aquel que ofrece la alternativa de una mirada que no ha sido considerada bajo el foco colectivo. Lo original que hay en cada uno, lo único de sí mismo que no puede encontrarse en nadie más, es visto, bajo la perspectiva unívoca del grupo, como una auténtica amenaza que podría romper con lo que anhelamos alcanzar en conjunto.
Ante esta faceta de la enajenación que adopta el tono de una hostilidad colectiva, de nuevo, Camus nos ofrece la ocasión de acudir a la consciencia para hacer notar que lo distinto en cada uno es más una oportunidad que un agravio. Así lo es, cuando esta unicidad se traduce en un favorecimiento de la vida que se sostiene en la afirmación del sí mismo frente a lo que termina por oprimirnos a todos.
De manera que la reflexión se comporta como aquel baremo que nos permite identificar los excesos en que incurren el sí mismo o el gremio, los cuáles, terminan por atropellar la vida y alienarla. De igual modo, el juicio crítico se desdobla como la ocasión de reivindicar la vida misma, al echar mano de un balance entre los tesoros que confieren –a cada quien– una singularidad insustituible y la riqueza que tiene lugar cuando somos capaces de reunirnos en torno a lo común que compartimos, para participar de anhelos que se revisten bajo el aspecto de lo plural. Tal es la potencia de nuestra dimensión humana libre y a la par reflexiva, algo en lo que Camus insiste y no deja de exhortarnos a comprobarlo.
Referencias
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Ricoeur, Paul. Escritos y conferencias 2. Trad. Adolfo Castañón, Siglo veintiuno editores, 2012.
1 Traducción propia: “Tiene lugar entonces una extraña solidaridad entre el agresor y el agredido, que Camus denuncia y que denomina ‘casuística de la sangre’. El rostro espantoso de esta solidaridad aparece en la dialéctica infernal que desea que lo que mata a unos también mate a los otros, echando la culpa al otro y justificando su violencia con la violencia del adversario […] Camus entendió que el terrorismo es un arma viciosa que distorsiona la guerra, pervierte la justicia y destruye la política ... en nombre de la política”.
2 Traducción propia: “Camus insiste, a lo largo de su obra, en decir que ‘nada justifica el asesinato de un inocente’. Por lo tanto, primero debemos abordar lo que es, para Camus, un inocente [...] Hoy nos hemos acostumbrado a usar el término ‘víctima’; Camus prefiere al inocente. Detrás de esta elección hay una posición metafísica y moral”.