Cartas a Antonio Acevedo Escobedo,

una correspondencia en el olvido

Letters to Antonio Acevedo Escobedo,

a forgotten correspondence

Dayna Díaz Uribe

Seminario de Edición Crítica de Textos

Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM

dayna_du@hotmail.com

Resumen: El presente artículo es un repaso por la relación que tuvo Antonio Acevedo Escobedo con el género epistolar y una revisión de algunas cartas de su archivo personal. Si bien dialogo brevemente con algunas definiciones del género, me enfoco en la relevancia de las misivas que incluyen a Enrique González Martínez, Mariano Azuela, Alfonso Reyes, Elías Nandino, Edmundo O´Gorman, Mauricio Magdaleno, Rafael Bernal, Jaime García Terrés, José Emilio Pacheco, Francisco Giner de los Ríos y Luis Cardoza y Aragón. Al hacer este examen, esbozo una cartografía del panorama literario mexicano de ese momento, y pongo énfasis en la relevancia tanto del archivo del aguascalentense como en las epístolas seleccionadas para la construcción de este.

Palabras clave: Antonio Acevedo Escobedo, correspondencia, historia de la literatura, siglo xx, INBA.

Abstract: This article is a review of the relationship that Antonio Acevedo Escobedo had with the epistolary genre and a review of some letters from his personal archive. Although I briefly dialogue with some definitions of the genre, I focus on the relevance of the letters that include Enrique González Martínez, Mariano Azuela, Alfonso Reyes, Elías Nandino, Edmundo O´Gorman, Mauricio Magdaleno, Rafael Bernal, Jaime García Terrés, José Emilio Pacheco, Francisco Giner de los Ríos and Luis Cardoza y Aragón. By doing this review, I outline a cartography of the Mexican literary panorama of that moment, and I emphasize the relevance of both the archive of Acevedo Escobedo and the epistles selected for its construction.

Keywords: Antonio Acevedo Escobedo, Epistolary, History of literature, Twentieth century, INBA.

Recibido: 2 de marzo del 2023

Aceptado: 18 de abril del 2023

Doi: 10.15174/rv.v16i32.722

Desde tiempos inmemorables, las cartas han sido un documento que nos ha permitido conocer más de cerca a las civilizaciones y a sus protagonistas. Estas son un medio de comunicación resultado de la distancia y que emanaron a nosotros de la cultura occidental, “desde su origen en la antigüedad clásica griega, y fundamentalmente, romana con Cicerón, a la preceptiva epistolar medieval y la evolución del género con Erasmo de Rotterdam en los inicios del Humanismo” (Hintze y Zandanel, 2012: 14). En un principio, las epístolas tanto privadas como públicas eran elaboradas según lo impuesto por las ars ditaminis o los manuales de retórica que especificaban las partes que debía llevar una carta: saludatio, captatio benevolentiae, narratio, petito y conclusio. Con el tiempo, las misivas fueron evolucionando tanto que, con la llegada de nuevos medios como

el correo moderno, el teléfono y el periódico, [se llegó a decir que iban a matar] el género epistolar, cuando lo que deb[ía] decirse es que [este] […] muda con las condiciones sociales, más rápidamente aun que los demás géneros, por su mayor dependencia […] de las costumbres de cada época (Reyes, 1999: xiv).

De documentos sumamente ortodoxos en el plano retórico, en el siglo xx se evolucionó a cartas más particulares, resultado de los medios y las condiciones en las que se escribieron. Las epístolas han aportado información notable y de primera mano en distintas disciplinas. Por ejemplo, el género epistolar es uno de los que más ha proporcionado datos privilegiados a la historia de la literatura. Según José Luis Martínez, “una buena correspondencia es el resultado de la reunión de factores favorables: el hábito de escribir cartas, el alejamiento circunstancial de los amigos que sustituyen con este recurso la conversación, y el hecho de que tengan cosas interesantes que decirse” (1998: 827). Basta con nombrar algunos epistolarios como el de Alfonso Reyes, Julio Torri, Bernardo Ortiz de Montellano, José Gorostiza, Carlos Pellicer, Octavio Paz, entre otros, para saber que, en la confidencia y en la intimidad de estos escritores, hemos encontrado una gran cantidad de datos que han cambiado, sumado o revelado no solamente las impresiones que tenemos de su vida personal sino también de sus obras. No obstante, aún hay algunas correspondencias que han sido condenadas al olvido a pesar de su importancia y de ser esclarecedoras para la historia de la literatura mexicana, como es el caso de la de Antonio Acevedo Escobedo (1909-1985). Por eso, en este artículo, el objetivo no es el de delinear una historia minuciosa del género epistolar porque sería “prolijo y enojoso” (Reyes, 1999: xxii), ni tampoco hacer un análisis sistemático de las cartas, sino demostrar que “sin el estudio de [estas], la cultura en general […], la historia, la biografía, las letras, presentan zonas de silencio o, a veces, carecen de explicación” (1999: xxiii).

El escritor originario de Aguascalientes fue en su momento, además de un asiduo colaborador de las más prestigiosas publicaciones periódicas de dentro y de fuera del país, un importante cajista, impresor, reseñista, escritor, arqueólogo literario y un gran promotor de nuestras letras. A lo largo de su carrera se desempeñó en cargos como jefe del Departamento de Bibliotecas de la SEP o Coordinador General de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos, pero el más destacado fue cuando fungió como jefe del Departamento de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes, de 1959 a 1971. Mientras laboró en esta institución, mostró un especial interés por el rescate de diversos aspectos de nuestra historia literaria. Hasta la fecha, los productos obtenidos en más de una década han sido tan considerables que se volvieron memorables, tanto que posiblemente a eso se deba que su vida y obra hayan sido relegadas. Entre todos los proyectos que impulsó, además de la publicación de varios libros hoy fundamentales,1 destaca que “organizó más de 200 conferencias sobre aspectos diversos de las letras mexicanas” (s/a: caja 4, legajo 31, foja 15). Entre las mencionadas sobresalen “El trato con escritores”, “Las revistas literarias de México”; “Los narradores ante el público” y “La confidencia epistolar”. Estas últimas se llevaron a cabo en 1964 y seguramente fueron planeadas como una continuación del libro Epístolas literarias, publicado por el INBA en 1958. Este es una selección del poeta Jorge Adalberto Vázquez que contiene textos de Sor Juana Inés de la Cruz, José Antonio Alzate, Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel Puga y Acal, Joaquín Arcadio Pagaza y Jesús Urueta. Su lectura buscaba inspirar a las nuevas generaciones a través de las misivas que nos daban cuenta de “cómo [vivieron], [de las] predilecciones, [lo]s sueños, [lo]s fracasos y [la]s victorias” (Álvarez Acosta, 1958: vii), de “las figuras de los grandes maestros” (1958: vii), y así demostrar que eran humanos como cualquier otros. Como explica Miguel Álvarez Acosta, entonces Director General del Instituto y prologuista del libro, muchas veces, erróneamente, de la biografía de estos personajes solamente conocemos “la versión de un hombre trazada por otro hombre” (1958: vii), lo cual es una limitante porque:

es allí donde podemos reconocer la evolución de un credo, el rumbo de un camino, la diversa luz con que se alumbro la mirada y se percibió el horizonte. Se conoce así una niñez que a veces no corresponde a una pubertad o una infancia y una adolescencia que ceden ante la revisión de la madurez. Leer la historia de un hombre, escrita por otros hombres, es muchas veces leer la historia de un autor a propósito de otra vida. […] Hay sucesos y escenas que el relatista oscurece o subestima; hay actitudes y episodios que trazados con pincel menor (no por impericia, sino por estrategia), dan valor distinto a un acto de claridad original, de nativo perfil exacto (1958: vii-viii).

Este método de escritura es un impedimento para conocer directamente a una persona, porque “la ecuación convencional: biografiado más biógrafo” (1958: viii) solo da como resultado una obra tradicional. Al agregar o suprimir algunos pasajes claros u oscuros de una existencia, se pierde la veracidad y “suele ocurrir entonces que una biografía, más que el espejo de una vida sea la creación de un nuevo ser imaginario, una vida artificial, que es versión corregida, aumentada y disminuida de la original” (1958: viii). Es obvio que cuando el humano se sabe y se siente contemplado, se cuida, perfecciona y adapta su personalidad, por eso una carta es una de las evidencias más fidedignas para conocer de manera auténtica a alguien, porque ahí es posible que “jamás us[e] la pluma y el idioma como herramientas de tribuna, como materiales de discurso […] o [como] frases de una nota editorial” (1958: ix); al contrario, al no sentirse observado, se muestra de manera más transparente y natural. Las correspondencias son valiosas porque al leerlas podemos ir trazando un perfil de una persona, su conciencia, sus razones, sus predilecciones y sus aspiraciones. En la confidencia que habita en las cartas, el lector o el investigador descubre poco a poco, mediante el análisis y el cotejo, la condición real del personaje biográfico. Estos hallazgos son determinantes para construir, reconstruir y enmendar muchos aspectos no solamente de la persona en cuestión sino también de nuestra historia. Porque

[…] Si conociésemos las cartas escritas por todos los hombres en sus momentos cruciales, casi nada ignoraríamos de ellos. Nos sería fácil definirlos y dibujarlos. Y ese es el verdadero documento para presentar un hombre a toda una multitud, a una época distinta o a un país lejano y diferente.

Épocas enteras de la historia podrían definirse con una cuidadosa y esmerada tarea de integración epistolar. Las cartas escritas por los hombres, nos descubren la verdad sobre conspiraciones, sobre textos de dudoso origen, sobre teorías sociales o incertidumbres filosóficas, sobre amores desconocidos, ambiciones, peligros, debilidades y tormentas. Y sumando todos estos elementos, se puede integrar toda una época histórica, todo un proceso sociológico, toda una promoción humana que nos lleva de la biografía de un hombre, a la biografía de un pueblo (1958: ix-x).

Con la intención de proponer una nueva forma de acercarnos a los personajes que han definido nuestra historia y por añadidura comprender más a fondo los sucesos determinantes que los rodearon, el INBA decidió publicar Epístolas literarias; Epistolario de la Revolución; Epístolas de la Reforma y Cartas de la Insurgencia. Esta iniciativa y las “Reflexiones sobre el género epistolar”, de Miguel Álvarez Acosta, seguramente dejaron pensando a Antonio Acevedo Escobedo y fue por eso que, entre otros planes, decidió, durante su larga gestión en el INBA, darle seguimiento y continuidad a los proyectos de administraciones pasadas. Así, impulsó el ciclo de conferencias de “La confidencia epistolar” que tuvieron lugar, de manera quincenal, durante los meses de junio, julio, agosto y septiembre de 1964, en la Sala Manuel M. Ponce. No fue gratuito que estos encuentros se efectuaran en uno de los espacios más íntimos y particulares del recinto, ya que la intención fue que “varios autores [dieran] a conocer diversos pasajes significativos o curiosos de su correspondencia con otros hombres de letras” (s/a: caja 18, legajo 12, foja 12), pero sobre todo, que los ponentes compartieran los fragmentos más entrañables de sus intercambios de cartas con otros escritores. Entre los participantes estuvieron Salvador Novo, J. M. González de Mendoza, Jaime García Terrés, Francisco Monterde, Ermilio Abreu Gómez, Guillermo Jiménez y Carlos Pellicer. Aunque la mayoría de las veces estas charlas fueron publicadas, lamentablemente, como muchas otras, para desventura de los estudiosos de la literatura, precisamente estas se quedaron inéditas. El evento fue un rotundo éxito (Poniatowska, 1968: 4), y gracias a que en esas y en las demás conferencias Antonio Acevedo Escobedo “puso a todos los escritores mexicanos a hablar en público de sí mismos, tanto de su quehacer literario, de su vocación, como de su vida misma” (1968: 4), se ganó el título de “confesor de los novelistas y cuentistas mexicanos” (1968: 4).

Por algunos acontecimientos posteriores, sabemos que el escritor hidrocálido se quedó con algunas inquietudes al respecto. En 1964, mismo año en que se organizó en el INBA “La confidencia epistolar”, el autor fue nombrado miembro titular del Seminario de Cultura Mexicana. Cuatro años más tarde, como parte de sus actividades en dicha institución, dio a conocer el texto “La correspondencia entre escritores” (1968) en una conferencia que ofreció en el Salón de Actos del Seminario. En dicha intervención, Antonio Acevedo Escobedo continuó con una serie de disertaciones a raíz de lo acontecido en la Sala M. Ponce. Para él era “cosa lamentable que en el mundo moderno se [encontrarán] en bancarrota dos nobles artes: el arte de la conversación [y] el arte de la epístola. […] Ese fracaso mancomunado, [según el autor], no se registra[ba] en la bolsa de valores, sino en la bolsa de la cultura […]” (Acevedo Escobedo, 1974: 121). En ese sentido, para Acevedo Escobedo, por un lado, en esos momentos, gracias a la televisión, “la conversación [,] recurso insuperable [,] se halla[ba] en agonía” (1974: 121). Los medios de distracción de los años sesenta, “adorme[cían], [entre los individuos], la facultad de pensar [e] impe[dían] la manifestación verbal espontánea […]” (1974: 121). Por otro lado, el género epistolar, “que en el pasado –y […] menos en el presente– nos dejó maravillosas colecciones de cartas donde quedaron al desnudo […], las almas de tantos escritores y artistas, [se podía] dar por concluido” (1974: 121). A Antonio Acevedo Escobedo le preocupaba que, a diferencia del pasado, donde los humanos no fueron codiciosos de mostrar sus sentimientos, las cartas de su presente “se limita[r]an a tratar de lo utilitario, con el máximo ahorro de palabras” (1974: 121). Él estaba convencido de que estas notas debían ser cálidas, “una expresión sonriente, un amable declive de confidencia” (1974: 121).

Para finales de los años sesenta, cuando Antonio Acevedo Escobedo escribió “La correspondencia entre escritores”, ya llevaba un poco más de 40 años de cartearse con reconocidos autores, artistas, políticos y académicos. Su insistencia con este género surge porque “un día, al revisar [su] archivo, [fue] advirtiendo, conforme releía, cómo a través de aquellos renglones se iluminaban muchos aspectos de la intimidad, o del sentimiento, o de la sensibilidad de [sus] amigos” (1974: 122). Así, le surgió “la idea de que acaso interesar[ía] una revisión en la cual, después de haber puesto en juego discretos recursos, diera a conocer algunos pasajes de tal correspondencia” (1974: 122).

Para Antonio Acevedo Escobedo, el hacer públicos algunos fragmentos de esta correspondencia, “aparte de completar la imagen de los autores que [le] escribieron […], despertaría en su favor una corriente de simpatía entre quienes no los conocieron o trataron” (1974: 122-123). Por eso en su conferencia dio a conocer apenas unos fragmentos de unas cartas cruzadas con algunos autores. Entre estas destacan, una de Enrique Fernández Ledesma, donde podemos conocer lo exigente que fue como jefe de Antonio Acevedo Escobedo y como director de la Biblioteca Nacional de México (1974: 123). Un par de cartas donde Jaime Torres Bodet, además de dejar ver su lado más humano, comparte datos interesantísimos sobre sus obras Proserpina rescatada y 1º de enero (1974: 124). Asimismo, una epístola en la que Alfonso Reyes se defiende de la polémica orquestada por Héctor Pérez Martínez, que lo tachó de vanidoso por usar la frase “el otro regiomontano ilustre” para referirse a Fray Servando Teresa de Mier en su libro Reloj de sol (1974: 125). La nota de Martín Luis Guzmán donde revela importantes datos de la primera edición alemana de El águila y la serpiente (1974: 124-125). Las líneas donde Salvador Novo, crítico severo y enemigo de falsas lisonjas, elogió el primer libro de Antonio Acevedo Escobedo, publicado en 1935.

La misiva que le escribe Andrés Henestrosa, mientras era becario de una universidad, desde Nueva Orleans donde “discurre un río de interminable ternura hacia el mundo, sus amigos y su tierra oaxaqueña” (1974: 127). El texto que le dedica el venezolano Mariano Picón Salas, mientras en 1937 era diplomático en Checoslovaquia, y en “plena tensión mundial, ante la rugiente amenaza cotidiana de Hitler” (1974: 129), habla de su libro Preguntas a Europa y de su inquietud de publicar en medios de México ya que en su país “también hervía la política” (1974: 129).

Otra que merece la pena mencionar es la que nos permite saber que en 1938, cuando Pedro Salinas visitó México, Antonio Acevedo Escobedo fue su guía en la capital y el español, enamorado de nuestro país, y a punto de irse, “lo sacudió de emoción el escuchar un corrido entonado por un humilde cantante popular, en un mercado, así como al advertir las características de la hoja impresa en el papel de color, donde constaba el texto del mismo” (1974: 132). Ante eso, Octavio Paz y Acevedo Escobedo se comprometieron a recopilarle algunos corridos y mandárselos a Estados Unidos, donde impartía cátedra. Al recibirla, Pedro Salinas le respondió al hidrocálido con una carta llena de “confidencias personales y unos paralelismos de suma agudeza entre nuestros corridos y los romances peninsulares” (1974: 132), que por sí sola merecería un estudio aparte, porque, gracias a “Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar”, es sabido que para el poeta español estas eran de suma importancia porque, según él, “actúa[n] como luz, porque luz es el verbo” (Salinas, 1954: 25) y porque cuando las epístolas eran “provocadas por la separación geográfica, se convierten en “voz escrita”, palabra amable pronunciada en la distancia, que sacia la sed de conversación” (Bernal Salgado, 1996: 12). Por último, apuntó las dos misivas donde Miguel N. Lira le habla a Antonio Acevedo Escobedo de su novela, en ese entonces inédita, Una mujer en soledad (1956) y algunos aspectos desconocidos del origen de Huytlale (Acevedo Escobedo, 1974: 133-134). El autor de Sirena en el aula cerró su intervención asegurando que en otra ocasión revisaría algunas de sus cartas escritas en épocas posteriores. Eso, como veremos más adelante, no sucedió. No obstante, este par de testimonios, dados a conocer por Antonio Acevedo Escobedo en su conferencia, “nos permiten percibir ciertos rasgos significativos de la intimidad [y del trabajo] de diferentes escritores” (1974: 135). Porque, “cuando se aplica la conciencia a escribir una carta, por mucho que el pudor o el hermetismo quieran agazaparse, no dejarán de surgir destellos del más profundo yo, aun del más recatado” (1974: 135). No reproduzco los pasajes de las misivas ya que este texto se puede consultar en Rostros en el espejo (1974), libro editado por el Seminario de Cultura Mexicana, que colecciona algunos de los artículos dispersos que el autor originalmente editó en medios impresos.

El 31 de enero de 1980 Antonio Acevedo Escobedo revisitó el tema de los epistolarios en su columna de El Universal, “Un simple observador”, con el artículo titulado “La decadencia epistolar” (Caja 20, legajo 5, foja 45). En este texto, presentó unas nuevas consideraciones del asunto que venían a cuento del número conmemorativo del décimo aniversario de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, que en ese entonces estaba bajo el mando de Jaime García Terrés y en el que en “la totalidad de sus páginas aportan un saboreable regalo a nuestra curiosidad: numerosos fragmentos de cartas de escritores, emitidas desde las más opuestas latitudes, épocas y fechas” (Caja 20, legajo 5, foja 45). A propósito, Antonio Acevedo Escobedo retomó las palabras del “enviable monopolizador de secretos literarios Luis Mario Schneider” (Caja 20, legajo 5, foja 45) para recordar que desde siempre se nos ha dicho que “al acometer contra el secreto de una carta que no nos pertenece cometemos algo así como un pecado mortal” (Caja 20, legajo 5, foja 45). Sin embargo, para el hidrocálido en la historia de la cultura o de la literatura se “justifica el asalto a la privacidad cuando se trata de iluminar, mediante determinadas efusiones epistolares, la índole más insobornable y profunda de un hombre de letras” (Caja 20, legajo 5, foja 45). Así, apelaba de nueva cuenta a la importancia de dar a conocer algunos pasajes de su correspondencia, pues creía, y tenía razón, que en ella se encontraban algunos datos que podrían interesar a los historiadores o estudiosos de nuestras letras.

Días después, en febrero de 1980, el Gobierno del H. Ayuntamiento de Aguascalientes y la Casa de la Cultura, por iniciativa del Consejo Nacional del Seminario de Cultura Mexicana, le rindieron un homenaje a Antonio Acevedo Escobedo, con motivo del cincuentenario de su iniciación en la vida literaria. Durante su discurso de agradecimiento, expresó que quería que, a su partida, su acervo quedaría en Aguascalientes:

Ha sido al llegar aquí, para asistir a los actos a mí dedicados, cuando advierto la extensión fragosa de los días ya vividos, y ante la grave seriedad de los números, quiero expresar mi voluntad de que, al separarme de la vida, mi biblioteca, formada por más de medio siglo, y consistente en veinte mil o treinta mil volúmenes (¡sólo Dios sabe!), mi biblioteca sea destinada al Estado de Aguascalientes (Acevedo Escobedo: caja 7, legajo 75, fojas 13-14).

Después de su muerte, en febrero de 1985, la voluntad del autor se hizo realidad y todo su acervo se quedó en un Pabellón que lleva su nombre, ubicado dentro de las instalaciones del Instituto Cultural de Aguascalientes, en la Biblioteca Enrique Fernández Ledesma, en la Calle del Codo 202-A, de la Zona Centro de Aguascalientes. Además de los volúmenes, también llegaron a dicho recinto más de 20 cajas que contienen un sinfín de documentos, entre los que destacan una gran cantidad de cartas. Por años, este patrimonio pasó desapercibido para los estudiosos de nuestras letras. Fue hasta el 2006, cuando María del Carmen Arellano Olivas, precursora en los trabajos sobre el hidrocálido, realizó su tesis de maestría sobre el epistolario del autor. Su investigación nos presenta una semblanza del escritor y su contexto, la descripción de lo que se encuentra en el Pabellón, algunos comentarios a ciento noventa cartas de corresponsales y treinta misivas enviadas por Acevedo Escobedo, además de un apéndice que comprende el catálogo de 1390 epístolas recibidas por el aguascalentense. El trabajo de la académica, además de ser pionero e invaluable y lamentablemente inédito, suma al “enriquecimiento de la literatura mexicana ya que las pequeñas historias forman parte de la historiografía de un país” (Arellano Olivas, 2006: 3).

¿Pero qué hay de importante en este epistolario que inquietó tanto al escritor hidrocálido? De la correspondencia que aún se mantiene inédita me gustaría rescatar, por extensión, solo algunas que me sirven para mostrar los alcances y la amplitud de Antonio Acevedo Escobedo en el panorama cultural mexicano del siglo pasado. Aunque solamente es una muestra de este considerable archivo, las cartas seleccionadas son con personajes medulares de esa época. En ese sentido, excluyendo los casos que posteriormente daré a conocer, el orden en el que presento los fragmentos de las misivas es por año de nacimiento de los corresponsales.

Bajo esta norma, llaman la atención una serie de cartas que intercambió con autores de otras generaciones anteriores, que además de guías y maestros, fueron sus grandes amigos. Entre ellas está una de Enrique González Martínez que nos revela los momentos de angustia en los que le dice a Acevedo Escobedo, al recibir su primer libro Sirena en el aula (1935), que lamenta “no ten[er] quietud espiritual para rayonear [su] opinión” (González Martínez, 1935: caja 1, legajo 2, foja 11), ya que María Luisa Rojo Fonseca, “[su] mujer [,] est[aba] gravemente enferma y est[aba] apabullado moralmente” (1935: caja 1, legajo 2, foja 11). Esta es relevante porque demuestra, además del lado más humano, noble y sincero del poeta de Silenter, su interés por la naciente y prematura obra de su amigo. Ambos comenzaron su relación desde que el aguascalentense llegó muy joven a publicar en Revista de Revistas, a principios de los años treinta y continuó en proyectos como en Número, de Guillermo Jiménez. Sin importar la diferencia de edades, del terreno de trabajo se pasó a la amistad entrañable y en esas épocas, mientras el hidrocálido estaba en sus veintes y el tapatío en sus sesenta años, junto con otros escritores como Samuel Ramos, Jorge Cuesta, José Gorostiza y Miguel N. Lira, asistían asiduamente al restaurante el “Cisne” y al “Stransky’s”. El hallazgo de una simple carta en los estudios literarios nos lleva a tejer relaciones, tramar y rehacer el panorama literario de esa década.

En ese mismo sentido, también tuvo algunos intercambios con Mariano Azuela, en donde este, al obsequiarle un ejemplar de La luciérnaga, “de antemano le [da] las más cumplidas gracias por las frases que se digna[ría] dedicar[le] a [su] novelita” (Azuela, 1932: caja 1, legajo 1, foja 15) y otra en donde le agradece “por el periódico que se sirvió enviar[le] con un artículo sobre Los de abajo que [le] era desconocido” (Azuela, 1934: caja 1, legajo 1, foja 29).

Durante los años treinta, Antonio Acevedo Escobedo, que publicaba su columna “Hoy noticias literarias”, primero en El Universal Ilustrado y después en Revista de Revistas, empezaba a ser considerado como un gran reseñista y crítico literario, y escritores del calibre de Azuela ya lo tomaban en cuenta. El aguascalentense tenía la costumbre de recortar todo aquello que le parecía importante de los diarios y revistas, de su autoría y de la otros, por lo que fue bautizado por Eusebio Dávalos como arqueólogo de la hemerografía mexicana, y cada que tenía la oportunidad guardaba y enviaba algunos de estos a los involucrados. Muestra de ello son las carpetas que encontramos en algunas de las cajas de su archivo que contienen recortes organizados por nombre de autores, entre los que destacan, además de Azuela, José Vasconcelos, Octavio G. Barreda, Salvador Novo, Ermilo Abreu Gómez, Efraín Huerta, Octavio Paz, José Luis Martínez, entre otros.

Las cartas enviadas por el autor de Los de abajo son muestra de que, desde muy joven, “El Camborio”, como lo apodó Efraín Huerta, obtuvo la aprobación, la simpatía y la amistad de autores de generaciones previas, lo que sin lugar a duda, debe interesar a los estudiosos del hidrocálido, pues su caso es muy particular, ya que, como pocos, no perteneció a una generación sino que se relacionó con todas las que convivió de la manera más cordial y afectuosa.

Alfonso Reyes fue el escritor con el que más se carteó y con el que tuvo una relación, además de fraternal, de trabajo. A parte de la ya mencionada epístola que contiene la polémica frase “el otro regiomontano ilustre”, resaltan otras como una que le envía Reyes desde Río de Janeiro, el 26 febrero 1934. Por esas fechas, Acevedo Escobedo trabajaba con Enrique Fernández Ledesma en la Biblioteca Nacional de México, y a raíz de una exposición de autógrafos que se había llevado a cabo en ese recinto, el regio le agradece el envío de una documentación relacionada con ese evento en el que se exhibió “el autógrafo de Larbaud, a quien tanto qui[so]” (Reyes, 1934: caja 1, legajo 1, foja 32). También le comenta:

Mucho le agradezco […] sus líneas al sacar el saldo del año literario en México. Pienso darle más trabajo enviándole nuevas cosas, en cuanto de nuevo me haga con mis papeles, que se me fueron de las manos en tanto viaje y tanto trajín diplomático de estos meses pasados.

Figúrese que estoy cansado ¡qué ridículo! Nunca pensé que llegara ese día. -Tal vez me iré un par de semanas a Caxambú, a hacer una cura de aguas, porque el hígado se resiente de cuatro años de calor tropical. Ya estoy viendo, con todo, de preparar el nuevo número de Monterrey (1934: caja 1, legajo 1, foja 32).

Como lo comenté, en esa década, el hidrocálido gozaba de cierta fama como un profesional de la imprenta y como crítico literario, y gracias a eso fue que el regiomontano le solicitaba constantemente su ayuda con algunos detalles relacionados con su obra. Asimismo, en esta carta, que data de la primera vez que Alfonso Reyes fue diplomático en Río de Janeiro, observamos la constante angustia que lo invadió al verse desprovisto de sus libros y de sus apuntes, pero sobre todo de tiempo para dedicarse de lleno a lo suyo, que era la literatura. Al sentirse tan agotado, pensaba en viajar a la provincia brasileña con la intención de mejorar sus malestares y preparar el número 11 de Monterrey, publicado hasta septiembre de 1934. De ahí se reinicia el intercambio hasta noviembre de 1950, cuando Reyes había vuelto al entonces Distrito Federal. Este le confiesa a su destinatario:

Ahora sí que “Ya todo se dijo y ya se durmieron las palabras”. Me quedo mudo, confuso y usted es uno de los que bien saben que yo soy sincero. Esto es más que agradecimiento, es algo como un agobio. ¿Pero será posible, mi generoso Antonio, que yo merezca todo eso? En todo caso, me hace mucho bien, me ayuda a vivir y trabajar, que es mucho más de lo que se pide a los amigos (Reyes, 1950: caja 1, legajo 4, foja 8).

Estas líneas de Alfonso Reyes parecieran ser de agradecimiento hacia las atenciones que tuvo Antonio Acevedo Escobedo con él durante tantos años. Pero también ese agotamiento o pena, se puede referir a los padecimientos cardiovasculares que el regio manifestó desde mediados de la década de los cuarenta, que empeoraron para principios de los cincuenta cuando sufrió un “grave infarto en la coronaria” (Reyes, 1997: 45). Y es sabido que ni en las situaciones más extremas el integrante del Ateneo de la Juventud dejó de trabajar. Quizá ahí la razón de que citara en la misiva unos versos que pertenecen al fragmento Persuasión del crepúsculo de su poema “Un día”, editado originalmente en Río de Janeiro en 1938. Según Anthony Stanton, este es “un conjunto de cuatro variaciones que siguen la progresión del día (noche-mañana-mediodía-crepúsculo), [en el que se] procura expresar la armonía esencial de las cosas” (1989: 637) y en donde “al final, la voz poética confía en la comunicación del misterio a los sentidos y al silencio pero el poema termina con una invocación a la voz reflexiva, la voz de la sabiduría poética” (1989: 637). Alfonso Reyes ya se sentía cansado por eso se notaba en su poesía “el instinto poético de conciliación [que] se presenta[ba] a veces como una brújula interior, equivalente a la “espiritual geometría” que establece el equilibrio” (1989: 637), por lo que no fue gratuito que recordara estos versos, ya que en esas fechas él buscaba esa misma concordia expresada por la voz poética. Es hasta mayo de 1959 que encontramos la última carta, que data de siete meses antes del inminente fallecimiento del autor:

La invitación que me trae su grata carta del 12 actual, con ser placentera y honrosa, me llena de aflicción, pues por desgracia los últimos contratiempos de mi salud y la prescripción médica consiguiente me impiden en absoluto contraer nuevos compromisos de este orden. El ciclo de conferencias proyectado por el Instituto es magnífico, y no dudo de que obtendrá el mayor éxito (Reyes, 1959: caja 1, legajo 5, foja 65).

Alfonso Reyes seguramente se refería a las conferencias que se titularon “El trato con escritores”, acontecidas durante el año de 1959,2 en donde se les invitó a varios autores a “un torneo de conferencias en tono menor, respecto a sus recuerdos e impresiones sobre los hombres de letras –ya fueran nacionales o extranjeros– con quienes hubiesen mantenido liga humana” (Acevedo Escobedo, 1961: s/p). Para desventura de las y los estudiosos de la literatura, nos perdimos de las interesantes anécdotas que relataría. Esta carta es un antecedente de cómo se fue mermando la salud de emisor. Además de por el carteo entre ambos, por otros medios podemos constatar que su amistad fue muy prolongada; comenzó a finales de los años veinte y duró hasta los últimos días de Reyes, y continuó, como se puede verificar en el Pabellón, con Manuela M. de Reyes y con su hija, Alicia.

En el archivo del aguascalentense hay varías cartas de Elías Nandino, entre las que podemos leer una de cuando, desde Guadalajara, y mientras trabajaba en el Departamento de Bellas Artes del Gobierno del Estado, le da la noticia de que iba a dirigir la revista Cuadernos de Occidente, y le pide un par de colaboraciones (Nandino, 1972: caja 2, legajo 13, foja 71). Otra que le manda desde Cocula, Jalisco, el 5 de marzo de 1976, escrita en una hoja membretada para elaborar historiales clínicos que contenía el registro del título, el número de cédula profesional y la dirección del consultorio en el que el escritor ejerció como médico cirujano:

Toño […], mi distinguido amigo: Gracias por la amable nota de su creación de El Universal. Fue, como siempre, dando cordialidad y afecto. Yo, por acá, trabajando en mi profesión muy contento, porque me da confianza en mi mismo y me separa de la burocracia. Además, me satisface que a mis 76 años, soy necesario en este pueblo que quiero con toda mi alma, y me tratan como un fósil sagrado de su exclusiva propiedad. […] Terminé de pulir y revisar (sudé sangre) mi libro de 1960, Nocturna Palabra. Hice análisis cuidadoso de cada palabra (porque es mi mejor hijo) de este poemario, para evitar que me traicionen y dijeran lo que no digo, o apenas saborearan lo que hondamente siento. Por fortuna, ante la negativa del Fondo de Cultura para hacer la tercera edición (porque en 1955, editó Nocturna Suma) en 1960, Nocturna Palabra, en la que salieron unidos solos dos libros. El primero se agotó en un mes y Nocturna Palabra desde hace catorce años, me encontré́ otra que al instante me abrlos brazos para ésta y mi nueva obra. […] Por lo demás, debo decirle que este cuerpo ya me traiciona; pues a fuerza de sueños y proyectos, logro que siga conmigo. No crea tampoco que tengo temor a morir; más bien, mi temor es a vivir más no me anima albergarme en un cuerpo inepto. […] Perdona tanta palabra que me fue saliendo sola, al sentir el placer de la confidencia con un viejo amigo que siempre me ha inspirado atenciones y auténtica amistad. Mis recuerdos respetuosos a tu esposa y para ti mi más leal creyente que sólo quede en secreto hasta que yo le aclare editorial y fecha de salida. Este suceso me hará feliz (Nandino, 1976: caja 2, legajo 15, fojas 93-94).

Esta carta es un buen ejemplo de cómo esos asaltos a las correspondencias de ciertos escritores nos proporcionan un perfil suyo más humano. Elías Nandino y Acevedo Escobedo tuvieron una amistad muy duradera, ambos llegaron de su terruño a la Ciudad de México por las mismas épocas. Su relación comenzó cuando ambos colaboraban a principios de los años treinta en El Universal Ilustrado y continuó más allá de 1962, cuando Nandino tomó la dirección de Cuadernos de Bellas Artes, mientras Acevedo Escobedo era jefe del Departamento de Literatura del INBA. Por esas más de cuatro décadas de amistad, en la carta se respira una atmósfera de familiaridad y confidencia. En ese caso, del puño y letra de Elías Nandino nos enteramos que después de ser servidor público, se sintió más aliviado ejerciendo su profesión en el pueblo de Cocula. También descubrimos algunos aspectos desconocidos de la publicación de uno de sus libros más importantes: Nocturna palabra. El cual fue editado por primera vez en la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica en 1960, y en el que el autor advirtió que “algunos de los nocturnos de [ese] libro ya [habían] sido publicados en diferentes revistas y plaquetas; pero [en ese momento], corregidos, aumentados o disminuidos, representa[ban] su versión definitiva que invalida[ba] por completo a las anteriores” (Nandino, 1960: s/p). No obstante, como se advierte en la misiva, Nandino no quedó muy contento con esa edición que estuvo al cuidado de Alí Chumacero y, por las fechas en las que fue remitida, suponemos que el poeta trabajaba en la edición que se publicó en la Universidad Nacional Autónoma de México en 1976 y en la que, como señala Juan José Rodríguez García, hay cambios sustanciales y significativos con la anterior (2022: 63-86). Datos que son de suma importancia para quien quiera realizar una edición crítica de dicho libro. Asimismo, destaca que, aunque Elías Nandino muere hasta 1993, desde sus 76 años ya estaba cansado y se sentía próximo a morir.

Antonio Acevedo Escobedo también se carteó, aunque poco, con Edmundo O’Gorman. El registro que se conserva en el Pabellón va desde los años sesenta hasta finales de los setenta, cuando este trabajaba en el INBA. La primera epístola, del 10 de septiembre de 1968, es un fragmento muy breve en donde el historiador y filósofo le agradece el envío de “Letras de los twentis” y de Entre prensas anda el juego y le promete una pronta lectura (O’Gorman, 1968: caja 2, legajo 10, foja 56). Hay otra del 13 de enero de 1971, en la que le dice que “con grata sorpresa recibi[ó] […] El humanismo mexicano de Gabriel Méndez Plancarte […] que tuvo […] la gentileza de enviar[le]” (O´Gorman, 1971: caja 2, legajo 13, foja 1), que “apenas [había] había tenido tiempo para hojear[lo], pero el suficiente para dar[se] cuenta de su valor para quienes [les] interesa el proceso de la cultura mexicana” (1971: caja 2, legajo 13, foja 1) y que este era un acto de justicia a la memoria de dicho autor. Como lo comenté, Acevedo Escobedo en 1964 se integró como miembro del Seminario de Cultura Mexicana, congregación a la que también perteneció Méndez Plancarte, fundador de la revista Ábside. Lo más seguro es que O´Gorman se refiere a la edición del Seminario de El humanismo mexicano, publicada en 1970, que estuvo al cuidado el aguascalentense y que se editó como homenaje al michoacano fallecido desde 1949.

Entre los autores de su edad con los que se carteó Antonio Acevedo Escobedo, está Mauricio Magdaleno con el que, según Francisco Díaz de León, estudió la escuela primaria. Mientras el autor de Campo Celis era subsecretario de Asuntos Generales de la SEP, en el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, le envió una carta el 7 de julio de 1965:

La Secretaría de Educación Pública, publicó durante el año de 1942 una serie de volúmenes denominados Pensamientos de América con el propósito de auspiciar desde México la divulgación de las obras e ideales que sustentaron los grandes pensadores de nuestro continente.

Ahora bien, […] Agustín Yáñez, titular de esta secretaría, ha considerado conveniente continuar las publicaciones de estas antologías en una segunda serie en la que incluye […] 17 escritores americanos que han muerto en estos últimos años. Hemos programado, igualmente, una tercera serie de volúmenes en los que consideramos oportuno incluir algunos de los escritores americanos más representativos de nuestra época.

Para elaborar tales antologías, seleccionamos un grupo de intelectuales que, por su prestigio y calidad, garanticen el éxito y la seriedad de dichas publicaciones.

Creemos sinceramente que es usted el más indicado para hacer la antología de Mariano Picón Salas, cuya vida y pensamiento se impone divulgar en todos los confines de nuestra América para intensificar el intercambio espiritual entre las Repúblicas que integran nuestro continente.

[…] Quedamos en espera de sus indicaciones sobre este particular, seguros como estamos de que su importante colaboración habrá de redundar en beneficio de los propósitos culturales que nos animan […] (Magdaleno, 1965: caja 1, legajo 8, fojas 102-103).

Esta carta es muy relevante por varias cosas. Podemos ver que ambos autores tenían, además de una relación de amistad, una de trabajo. También que, tanto Agustín Yáñez, íntimo amigo también del aguascalentense, como Magdaleno, confiaron en Acevedo Escobedo para que realizara la antología de Mariano Picón Salas que llevaba poco tiempo de morir y quien en su momento fue el encargado de escribir el extraordinario prólogo de Los días de Aguascalientes (1952), quizá el libro más exitoso del hidrocálido. “El Camborio” fue uno de los más grandes amigos del escritor venezolano, y fue muy atinado que él se encargara de realizar una selección de lo mejor de su obra que, de cierta forma, fue una manera de homenajear a uno de sus colegas más entrañables. Y la tercera, que constatamos que el autor de Al filo del agua fue un incansable promotor cultural que, al desempeñarse como líder de la SEP, impulsó la creación de proyectos editoriales que sumaron a la divulgación de la cultura en nuestro país. Por otro lado, en 1969 el hidrocálido se integró como miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, gracias a la propuesta de otros autores y de Mauricio Magdaleno.3 Por el cariño y la amistad que los unió, este último fue el encargado de responderle su discurso de ingreso en el que declaró la admiración y el respeto que sintió por el aguascalentense del que decía que su “formación literaria […] [siempre fue para él] un misterio” (Magdaleno, 1970: 39), ya que le resultaba curioso y admirable que cuando este llegó a la capital del país en 1925, a pesar de haber terminado apenas hasta quinto de primaria, “traía por todo bagaje […] para emprender una larga carrera de las muy doctas que rematan en título, maestría y hasta doctorado” (1970: 40). En el Pabellón hay otro intercambio del 18 de septiembre de 1971 que tiene relación con la entrada de Acevedo Escobedo a la Academia:

El señor de que te hablé, hermano de Cipriano Campos Alatorre, te manda por mi conducto su más cumplido reconocimiento por el recuerdo que hiciste del autor de Los fusilados.

Y ya que entre de reconocimientos andamos, quiero expresarte los míos por tantos empeños editoriales como te debe el Seminario de Cultura Mexicana. El Boletín, las Memorias de Asambleas Nacionales y de Mesas Redondas, y por fin hasta ahora— este precioso Anuario 1970 en el cual, por sobre los nombres de los autores que lo componen, el tuyo señorea el más consumado arte tipográfico. Gracias a tus disciplinas de tipógrafo el Seminario tiene magníficas publicaciones, tan magníficas como las mejores de México.

Creo […] que interpreto el sentimiento de nuestros compañeros, los del Consejo y los de fuera de la capital, al expresarte algo que de tiempo atrás constituye una deuda por tanta nobleza de letras de imprenta (Magdaleno, 1971: caja 2, legajo 13, foja 29).

Acevedo Escobedo dedicó su discurso de entrada a la Academia Mexicana de la Lengua a Celestino Gorostiza y a cinco escritores en olvido: Alfredo Ortiz Vidales, José Villalobos Ortiz, Justino Sarmiento, Rafael Cuevas y Cipriano Campos Alatorre. El sermón pronunciado por el hidrocálido es, hasta el día de hoy, uno de los emotivos y conmovedores de la historia de la institución ya que, en vez de hablar de él, como lo haría cualquiera, decidió recordar a estos autores que, a pesar de su grandeza, para ese entonces ya habían sido relegados. Por eso el hermano de Cipriano Campos Alatorre, además de conmovido, se sintió agradecido con sus palabras, pues, en esas fechas y hasta el día de hoy, el interés por legado del tapatío era casi nulo. El preocuparse por los que no tuvieron oportunidades para destacar, o el ocuparse de escritores abandonados, siempre fue una misión que distinguió a Antonio Acevedo Escobedo, así como también extender la mano y ayudar a todo aquél que se lo solicitara. Por eso Mauricio Magdaleno en esta epístola le reconoce toda la asistencia que había dado al Seminario en la formación de muchos de los libros que ahí se editaron. Dato que es de utilidad para las nuevas historias sobre las editoriales mexicanas que ahora se están escribiendo. Sin esta información difícilmente podríamos reconstruir la lista de responsables de la manufactura de los libros de aquella época.

En el cuantioso archivo también encontramos una carta que le envía Rafael Bernal desde la Embajada de México en Perú, el 17 de septiembre de 1968:

Por el año de 1943 publiqué en Editorial Quetzal, de Costa Amich […] Improperio a Nueva York y otros poemas, en el cual están los versos citados por Carlos León. […] Después de eso tan sólo he publicado en revistas, sobre todo aquí en Lima en Alpha. Le mando por correo algunas de esas publicaciones.
Además, en los últimos años, he intentado el teatro en verso. Aquí se estrenó, no en teatro, sino en lecturas públicas, una obra
El Agua y el Mar, de la cual también le enviaré una copia. Sin terminar está un monólogo Casandra y, por publicarse, un poema muy largo Informe a los Abuelos. Sobre esto estoy esperando la resolución de Lozada en Buenos Aires.

En cuanto a las frases de mi conferencia, en el primer caso debe decir “... han adquirido nobleza y calidad” y en el segundo está correcto “expresa”.

Por cierto, […] quería rogarle si pudiera usted que, a mi costo, se me mandara una copia de la cinta magnetofónica que se grabó, ya que varias personas aquí quieren oírla.

Yo hubiera querido pasar a despedirme de usted antes de regresar a Lima, pero tuve que ir de nuevo a la Universidad de Texas a otras conferencias y no pude regresar a México, así que volé directamente de Los Ángeles a ésta. De todos modos, por medio de esta carta, quiero agradecerle sus grandes atenciones (Bernal, 1968: caja 2, legajo 10, foja 57).

La misiva revela importantes datos para los estudiosos del autor de El complot mongol, ya que en esta da un itinerario de lo que por ese tiempo producía, dónde lo publicaba y a qué eventos asistía. Los interesados, con esta información, podrán rastrear sus textos con más facilidad. Por la fecha de la carta, posiblemente la conferencia a la que se refiere es la que dio en el ciclo “Los narradores ante el público”, en el que “los sustentantes invitados [hablaron] de la vida y obra personales, previamente a la lectura de algunas páginas de su producción última” (s/a: caja 18, legajo 12, foja 17). Años más tarde, la editorial Joaquín Mortiz publicó dos tomos de Los narradores ante el público, que compilaron las jornadas, solamente de 1965 y 1966, dejando, lamentablemente inéditas las últimas de 1968, mismas que fueron en las que participó Rafael Bernal. Sería muy interesante recuperar dichas cintas y editarlas ya que eso sumaría a la memoria nacional, porque completaría la trilogía que dejó fuera también las charlas de Héctor Morales Saviñón, José Ceballos Maldonado, Alfredo Cardona Peña, Mauricio González de la Garza, Miguel Aguayo, Fernando del Paso, René Avilés Fabila, Juan Tovar, Raúl Navarrete, Jorge Arturo Ojeda, Elena Poniatowska y José Agustín.

Aunque no tuvo muchos intercambios con Jaime García Terrés, vale la pena mencionar que existe una carta del 7 de marzo de 1964, mientras este era Director de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México:

Conforme a nuestra conversación telefónica, y a pesar de los riesgos que “La confidencia epistolar” lleva implícitos, me atrevo a contestar su carta con un imprudente “sí”. Mis archivos epistolarios se hallan incompletos y en desorden. Dios sabe qué tendré que hacer para llenar el tramite.

De todos modos, y aun anticipándole con angustia lo incierto del resultado, le agradezco su confianza y su amistad (García Terrés, 1964: caja 1, legajo 8, foja 19).

Como lo dije en un inicio, Jaime García Terrés fue uno de los invitados a leer algunos fragmentos de su correspondencia en el famoso ciclo organizado por Acevedo Escobedo. En este ejemplo podemos ver que el aguascalentense fue, en cierta medida, un visionario que sabía que estos encuentros, donde se develaron pasajes de los epistolarios de algunos de los escritores más renombrados de esos momentos, aportarían información invaluable a la entonces historia de la literatura mexicana que se comenzaba a escribir. Iniciativa que hoy, las y los estudiosos de la materia, indudablemente, seguimos agradeciendo. Existen otras cartas entre ambos autores, pero ya de principios de los ochenta, cuando Jaime García Terrés era subdirector general del Fondo de Cultura Económica, mismas que son apenas apuntes como felicitaciones de cumpleaños o notas de agradecimiento por algunos envíos o comentarios.

Antonio Acevedo Escobedo también tuvo una amistad con José Emilio Pacheco, quien le envía una carta el 29 de enero de 1960:

Muy estimado Don Antonio:

Hoy, viernes, le devuelvo los textos. Fue imposible rectificarlos, hubiera equivalido a destruirlos. Como no quiero duplicar su trabajo de anotarlos tipográficamente, como no tengo nada nuevo que sea de mi agrado, se los entrego nuevamente. Quisiera haberle dado algo mejor pero hasta aquí llegan mis capacidades. Perdone la profusión de errores ortográficos y mecanográficos. Transcribí demasiado a la carrera; además hay cosas que descuido o me faltan por aprender. Rectifico la anotación bibliográfica porque varió mi puesto en la Universidad; no sé si vaya a ser secretario de la Dirección o me quede encargado de la revista. Por eso me pareció preferible poner únicamente el dato sin especificación de ninguna clase (Pacheco, 1960: caja 1, legajo 6, foja 5).

Durante esas fechas José Emilio Pacheco tenía apenas 21 años, mientras que Acevedo Escobedo ya tenía 51. La carrera del autor de Las batallas en el desierto fue muy parecida a la “El Camborio”; pues, desde muy joven, también fue uno de los colaboradores más asiduos de las publicaciones periódicas del país como, por mencionar solo algunas, Medio Siglo, Estaciones, México en la Cultura, de Novedades, Revista de la Universidad de México, La Cultura en México, de la revista Siempre!, Diálogos, Revista Mexicana de Literatura, etc. A partir de los años sesenta fue cuando Pacheco, además, comenzó a publicar su larga producción literaria y el hidrocálido no dudo en apoyarlo, pues una de sus más destacadas cualidades fue el promover a los autores desconocidos y también auxiliar, desde su posición, ya para ese entonces privilegiada, a los escritores emergentes. En la carta se percibe, además de un gran respeto al trabajo de Antonio Acevedo Escobedo, a un José Emilio Pacheco que entiende y declara que aún le falta formación. Es decir, esta epístola es prueba de que los grandes escritores no se hicieron en un día; tuvieron que recorrer un largo camino para poder llegar a la consagración.

El aguascalentense tenía no solamente una sorprendente facilidad de crear fuertes vínculos y relaciones con escritores nacionales sino también con extranjeros. No obstante, en este texto solo me acotaré a un par de ejemplos. Francisco Giner de los Ríos, cuando estaba en la Subsede de la Comisión Económica para América Latina en las Naciones Unidas, el 26 de junio de 1963, le escribe:

Hace unos días he regresado a México, y ahora ya no de paso, como otras veces estos últimos años, sino con puesto aquí en la Organización en que vengo trabajando desde 1952.

En casa de Joaquín Díez–Canedo me encontré este fin de semana, en El Nacional de 9 de este mes, tu precioso artículo “En tierras de Oaxaca” en que, tan generosamente para mis viejos apuntes oaxaqueños, reproduces mi romancillo de los cántaros negros. Muchas gracias, Antonio. Me sentí como recibido por tu amistad.

Quiero buscarte en cuanto pueda. Aquí va como avance este casi poema para Emilio Prados que me publicaron en México a finales del 1962, pero del que no me había llegado a Santiago más que un solo ejemplar. Ahora lo voy entregando a los amigos.

Nos estamos viendo. Un fuerte abrazo con mi afecto para los tuyos (Giner de los Ríos, 1963: caja 1, legajo 7, foja 61).

Como el caso de Francisco Giner de los Ríos hay varios en el archivo del autor, en el que, junto con las misivas, le enviaban sus libros autografiados; en este caso en el Pabellón encontramos el ejemplar número 37 de Llanto con Emilio Prados que dice: “A Antonio Acevedo Escobedo, este poema deshecho pero verdadero”. En otros casos, con más suerte, los más renombrados escritores del siglo xx le adjuntaban textos aún inéditos o próximos a publicarse con la intención de que el hidrocálido los revisara. Creo que quizá esa fue una de las razones por las que Acevedo Escobedo insistió con tanta vehemencia que era importante echar un vistazo a sus documentos que tanto atesoró. Ahí podemos encontrar una gran cantidad de testimonios, manuscritos y mecanuscritos, que serían fundamentales para enmendar, corregir o reeditar muchos textos de la literatura nacional, pero, no solo eso, también universal.

Otro autor extranjero con el que se mensajeó fue con Luis Cardoza y Aragón. En especial me gustaría enfocarme en la carta que data del 30 de noviembre de 1944:

Mi querido Antonio […]: A nadie pude decir adiós o hasta luego. En un minuto, muy repentinamente, decidí un viaje a Guatemala. Estaré en mi tierra, que visito en parte como turista, tiempo desconocido por mí. Sólo Jehová lo sabe, a pesar del Artículo 3. Quiero reiterarte mi agradecimiento por mi Apolo y Coatlicue. Quedó muy bien. Recibí ya varios ejemplares. […] Y me complace que ese libro escrito en gran parte sobre asuntos mexicanos, esté dedicado a México. Quiero a tu tierra y tengo amigos maravillosos. Cuando me corran de aquí o no pueda estar, torno a verles. A todos les recuerdo con afecto definitivo.

No sé si Educación puede repartir ejemplares en México. Si lo hace te ruego que les envíes a todos: la lista es ésta más o menos: Héctor, Sánchez de Ocaña. Fernando Benítez, Henestrosa, Julio Prieto, Barreda, Efraín Huerta, José Revueltas, Orozco, Siqueiros, Diego, de la Cabada, José Luis Martínez, El Nacional: Carmelita Páez, Raúl Noriega, Raúl Ortiz Ávila, a los “Hijos pródigos” y Letras de México, Pellicer, Carlos Mérida, Luis Ortiz Monasterio, Fernando Gamboa, Yánez, León Felipe, Juan Larrea, Moreno Villa, Rejano, Petere, Iturriaga, José Alvarado, Mancisidor, Ermilo, etc.
Naturalmente no olvides a Gabriel Fernández Ledesma, Pancho Díaz de León, Ismael Cossio Villegas, Reyes, todos los que tú quieras.
Tengo nostalgia enorme de las playas de El puerto de Cadiz. Estoy bastante triste y metido en líos muy serios; pero es un buen momento y me siento satisfecho de estar aquí empeñado en estas cosas. Alguna vez tenía que hacerlas. Fue ésta y las haré lo mejor que pueda (Cardoza y Aragón, 1944: caja 1, legajo 3, foja 10).

La carta está escrita en las fechas en las que regresa a Guatemala a unirse al movimiento revolucionario que había sido abatido por el presidente Jorge Ubico. Como se sabe, el crítico de arte tardó algunos años en regresar a México a causa de ciertos compromisos y ocupaciones, pero volvió y radicó en este país que tanto amó hasta su muerte. Aunque en el libro de Cardoza y Aragón, Apolo y Coatlicue, no se especifica a cargo de quién estuvo la edición, pareciera ser que fue responsabilidad de Antonio Acevedo Escobedo. La epístola nos deja ver en unas pocas líneas la simpatía que tuvo el guatemalteco por otros escritores, lo que nos permite trazar, en cierto modo, sus redes de amistad.

Las cartas en ocasiones son, como decía Pedro Salinas, “tan valioso invento como la rueda en el curso de la vida de la humanidad” (1954: 27) porque muchas veces, como en el caso del epistolario de Acevedo Escobedo, “nos ofrecen […] un preciado “corpus” de […] datos interesantes sobre nuevas dataciones” (1954: 20) de eventos, de encuentros, de colaboraciones, de ediciones, de acontecimientos que marcaron vidas y obras. Lo que las hace generadoras por sí mismas de historia literaria. Aunque una carta privada, íntima, se haga pública “no cambia su naturaleza, ya que la base distintiva, la intención del autor, no queda afectada en lo más mínimo por la publicación” (1954: 39). Esa es la razón por la que son una fuente inagotable de recursos que completan los resquicios o las oscuridades parciales que hay, todavía, en nuestro panorama cultural y literario. El género epistolar es muy peculiar porque, a diferencia de otros, en este, no podemos proyectar el “el ojo crítico” como lo hacemos con un poema, pues se supone que en este “la dificultad […] estriba, entre otras cosas, en la difuminación de los límites que supuestamente separan el ejercicio natural de hablar y el esforzado oficio de escribir” (Bernal Salgado, 1996: 14). El presente trabajo representa los cimientos de un proyecto más extenso que sigue en desarrollo, pero también es una invitación que espera despertar el interés de otras u otros estudiosos a sumergirse en lo que tiene que aportar a la historia de nuestras letras un protagonista lamentablemente aún silenciado a causa de una serie de injustas omisiones. Por eso, no están todas las que son, pero están aquellas cartas por las que creí se podría comenzar. Queda pendiente, para entregas próximas, la relación que Antonio Acevedo Escobedo tuvo con otras grandes personalidades, entre las que quisiera distinguir la amistad sincera y respetuosa que sostuvo por varios años con otros escritores como Julio Torri, Salvador Novo, Francisco Monterde, Joaquín Antonio Peñalosa, Octavio G. Barreda, Rafael Solana, Rafael F. Muñoz, Antonio Castro Leal, José Luis Martínez y Alí Chumacero; la hermandad que lo unió por varios años con el estudioso de la literatura Boyd G. Carter y con el grabador Francisco Díaz de León, y la relación que tuvo con los presidentes, Manuel Ávila Camacho (1940-1946), Miguel Alemán (1946-1952), Adolfo Ruíz Cortines (1952-1958), Adolfo López Mateos (1958-1964) y Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), quienes lo consultaban y lo tomaban en cuenta cuando de promover la cultura se trataba. Ya habrá tiempo para que me dediqué a revisar minuciosamente otros intercambios y sacar a la luz datos que ayuden a dilucidar otros aspectos y otros temas de nuestra historia literaria.

La correspondencia del aguascalentense, que hasta ahora había sido condenada injustamente al olvido, permite seguir muy de cerca la trayectoria de su larga y productiva carrera, desde su llegada a la Ciudad de México a probar suerte en 1925, su pasó por las más importantes publicaciones periódicas del país y del extranjero, sus andanzas como promotor y forjador de cultura, hasta unos días antes de su fallecimiento, el 4 de febrero de 1985.

En esta pequeña muestra de su considerable diálogo epistolar somos testigos de confidencias que dejan ver avenencias y diferencias, sentimientos y pasiones, sobre todo, de algunos de los escritores más relevantes de la literatura mexicana. En palabras de Lourdes Franco Bagnouls, un epistolario es “una aventura en busca del otro. Un remanso a la soledad y un escape a la inquietud; pero un epistolario es también historia; historia personal y colectiva que decanta en cada página” (1999: 11). De manera global, la correspondencia de Antonio Acevedo Escobedo es una historia dentro de la historia que permite explicar algunos aspectos de la cultura mexicana, desde mediados de los años veinte hasta principios de los ochenta.

Referencias

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1 Algunas de las iniciativas que promovió mientras estuvo en el INBA fueron la publicación de algunos libros colectivos como En la muerte de José Vasconcelos: 7 oraciones fúnebres (1959) y Carlos Noriega Hope (1896-1934) (1959). Asimismo, rescató y sacó a la luz los números 5 (1957) y 6 (1958) de Las Letras Patrias que habían sido entregados por Andrés Henestrosa, más no publicados. La antología Almanaque Literario. Espejo del Siglo XIX para 1960 (1959). También Reflejo, de Margarita Gutiérrez Nájera (1960) y Ramón López Velarde, el poeta y el prosista, de Allen W. Phillips (1962). La edición facsimilar de 25 años del Palacio de Bellas Artes (1959), de La Pajarita de Papel (1965) y de El Espectador, una revista mexicana de 1930 (1969). Rescató Prosas transeúntes, de Rafael López (1966); Epigramas y otros escritos, de Carlos Díaz Dufoo Jr. (1967); Disertaciones de un arquitecto, de Jesús T. Acevedo (1967); Pero Galín, de Genaro Estrada (1967); Obras completas, de Efrén Rebolledo (1968); 18 novelas de El Universal Ilustrado (1922-1925) (1969) y Crónicas de la semana, de Ignacio Manuel Altamirano (1969). Otras de las conferencias que también editó fueron los ciclos correspondientes a Las revistas literarias de México, primera y segunda serie (1963 y 1964).

2 La primera serie fue dada a conocer en 1961, en donde participaron Isidro Fabela, Genaro Fernández MacGregor, Jaime García Terrés, Alfonso Junco, José Luis Martínez, Francisco Monterde, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Artemio del Valle-Arizpe y Agustín Yáñez, Vid. Acevedo Escobedo (1961). La segunda es de 1964, y sus invitados fueron: Arturo Arnaiz y Freg, Amalia Castillo Ledón, Antonio Castro Leal, Martín Gómez Palacio, Celestino Gorostiza, Andrés Henestrosa, Salvador Novo y Rodolfo Usigli, Vid. Antonio Acevedo Escobedo (1964).

3 Otros integrantes que también lo sugirieron como posible integrante de la Academia Mexicana de la Lengua fueron Daniel Huacuja, Efrén Núñez Mata y Salvador Azuela.