El decadentismo mexicano

y los discursos científicos en diálogo.

El caso de Alberto Leduc: del palacio

a la vecindad

Mexican decadentism and the scientific discourses

in dialogue. The case of Alberto Leduc:

from the palace to the vecindad

Daniel Avechuco Cabrera

Universidad de Sonora

daniel.avechuco@unison.mx

Lucía Guadalupe Rivera Rascón

Avechuco Cabrera

luciagrr71@gmail.com

Resumen: Este artículo analiza los contactos entre la narrativa de los escritores decadentes mexicanos y la ciencia, en especial la medicina y la antropología criminal. La hipótesis central es que de estas disciplinas científicas los decadentes absorbieron y reelaboraron artísticamente no meras nociones, sino valoraciones y códigos de representación de la realidad. Partiendo de presupuestos teóricos del análisis del discurso y centrándose en la figura de la prostituta, el artículo se aproxima a Alberto Leduc (1867-1908), en cuya obra se constata la apropiación de un repertorio léxico, unas estrategias descriptivo-narrativas, unos tópicos y un modo de encuadrar la realidad propios del discurso de la ciencia, que él pone a dialogar con su sensibilidad modernista-decadente.

Palabras clave: interdiscursividad, decadentismo mexicano, ciencia, fin de siglo.

Abstract: This paper analyzes the contacts between the narrative of Mexican decadent writers and science, especially medicine and criminal anthropology. The central hypothesis is that from these scientific disciplines the decadents absorbed and artistically reworked not mere notions, but valuations and codes of representation of reality. Starting from theoretical assumptions of discourse analysis, and focusing on the figure of the prostitute, the article approaches Alberto Leduc (1867-1908), whose work shows the appropriation of a lexical repertoire, descriptive-narrative strategies, themes, and a way of framing reality typical of the discourse of science, which he puts into dialogue with his modernist-decadent sensibility.

Keywords: Interdiscursivity, Mexican decadentism, Science, Fin de siècle.

Recibido: 26 de enero de 2023

Aprobado: 09 de marzo de 2023

DOI: 10.15174/rv.v16i32.713

1. Introducción: decadentes en el laboratorio

En 1876, el joven Manuel Gutiérrez Nájera publica en El Correo Germánico el texto seminal “El arte y el materialismo”, en el cual deplora la “deificación de la materia” (2002: 12), que amenaza con convertir el ideal de la belleza en poco menos que un estanque de aguas putrefactas. En esta obra, el Duque Job no demora en encontrar al culpable de tan lamentable escenario, y no es otro que el “asqueroso y repugnante positivismo” (2002: 5), corriente filosófica que casi diez años antes había comenzado a propagar su principal prosélito mexicano, el médico y político Gabino Barreda, y que pronto se asentaría como una doctrina de Estado, modeladora por ello de prácticas y discursos en diversas esferas de la realidad social, desde la ciencia hasta la literatura, pasando por la política y el periodismo. Hablamos de un conjunto de ideas y procedimientos que, hacia finales del siglo xix, transformaron el pensamiento y la vida material de la metrópoli mexicana. Dada su naturaleza de proclama (Clark y Zavala, 2002: xiv), “El arte y el materialismo” funda una de las posturas dominantes de los modernistas ante el positivismo: en adelante, la razón aparecerá en muchas obras de esta tendencia estética como personificación de la insensibilidad y como una de las principales causas del mal de fin de siglo.

Con todo, el antipositivismo del autor de “Rip-Rip” no deja de ser solo un gesto de autodefinición, necesario para la retórica programática de una expresión literaria –todavía en ciernes, todavía innominada– que sin tapujos se arroga el papel de guardiana del ideal y se considera antihegemónica. Porque, al margen de que profesara un genuino aborrecimiento a lo que él llama “raciocinio descarnado y seco” (Gutiérrez, 2002: 6), la realidad es que las prácticas culturales de las que fueron parte Manuel Gutiérrez Nájera y el grupo de jóvenes escritores que en las siguientes dos décadas él apadrinó artísticamente contemplaban una interacción constante y aun armónica con algunas manifestaciones del positivismo. Basta una somera exploración de las páginas de la Revista Azul y la Revista Moderna, dos de los órganos de difusión más importantes de la estética modernista, para dar cuenta del evidente interés de los guardianes del ideal por las novedades en materia científica, como el pensamiento de la escuela criminológica italiana o las más recientes exploraciones médicas sobre la histeria. En ambas publicaciones podemos encontrar lo mismo notas sobre Joris Karl Huysmans, Arthur Rimbaud, Jean Moréas, Mauricio Rollinat y Guy de Maupassant que reproducciones de fragmentos de la obra de los reputados criminólogos Enrico Ferro y Cesare Lombroso, que palabras de homenaje dirigidas a Auguste Comte o al aludido Gabino Barreda.

En lo que respecta a la Revista Azul, Adela Pineda Franco sostiene que tuvo un cariz rebelde pero también un espíritu conciliatorio:

De aquí que, para los modernistas, la estética decadente haya sido un antifaz que les permitió manejar un rostro ambiguo. Con esta máscara habrían de participar en el carnaval moderno finisecular como enjuiciadores pero, a la vez, como rectificadores del progreso positivista (1998: párr. 3).

No es muy distinto el análisis que sobre las relaciones entre la Revista Moderna y positivismo realiza Ana Laura Zavala Díaz, para quien la apertura de la publicación a las producciones científicas permitió “crear una imaginaria relación especular entre la figura del artista y la del filósofo-científico, personajes indispensables para el desarrollo cultural de la sociedad mexicana” (2019: 99). Es decir, lo que en principio fue un lógico repudio a la racionalidad positiva, supuesta amenaza al ideal –romántico– de la esencia del arte y el espíritu, como Gutiérrez Nájera expone en su fundacional artículo, se convirtió en una oportunidad para integrar a la sensibilidad artística moderna nuevos paradigmas de exploración del ser.

Ahora bien, para la promoción modernista lo que legitimó a las ciencias finiseculares como instrumentos de exploración no fue solo su valor de novedad, sino también –y sobre todo– el hecho de que algunas de ellas se fueron internando en cavernas cada vez más oscuras, escabrosas y enigmáticas, en busca de los resortes de la patología y el crimen, lo cual comprobamos en mucha de su producción poética y narrativa, donde hay no solo indicios que requieren un ejercicio de interpretación, sino también referencia directa a obras y científicos del periodo; es como si algunos de los temas escabrosos que abordaron los decadentes –piénsese, por ejemplo, en Un adulterio, de Ciro B. Ceballos, o “La autopsia”, de Carlos Díaz Dufoo– hubieran sido alentado o respaldados por la novedad científica. Los supuestos hallazgos de esta búsqueda no tardarían en franquear los límites del circuito estrictamente científico para esparcirse, simplificados, deformados, a lo largo y ancho de la realidad social, lo cual dio pie a toda una cosmovisión biomédica (Bernheimer, 2002: 139), lo que se convirtió en un fermento de nuevas visiones artísticas (Härmänmaa y Nissen, 2014: 1); porque durante la segunda mitad del siglo xix, como dice Isabel Clúa Ginés, “la filtración del discurso médico en la literatura fue mucho más allá de la inspiración declarada por parte del naturalismo” (2009: 50).

Uno de los fenómenos sociales que mejor permite verificar la convergencia de escritores decadentes y científicos finiseculares es la prostitución, aserto contrastable en prácticamente cualquier país de occidente. Los imaginarios sobre la prostituta reclamaron la atención de unos y otros porque parecía ser la encarnación de la mayoría de los cambios causados por los procesos de modernización, tanto los relacionados con prácticas y saberes científicos como los concernientes a la moral y, muy particularmente, las nuevas formas de sociabilidad de la mujer (Spongberg, 1997: 14). Por un lado, la ciencia, respaldada por los valores de la burguesía, capitalizó la figura de la prostituta para establecer diferencias definitivas entre identidades sanas e identidades patológicas de la mujer, basadas las primeras en una inhibición del deseo sexual (López, 2007: 45). Por otro, los escritores, acaso incapaces o renuentes a admitir que el modelo burgués de la feminidad empezaba a fisurarse o a abrirse a vías diversas de expresión identitaria, le pusieron tantas máscaras a la prostituta como matices había sobre las finiseculares “desviaciones” femeninas: “[The prostitutes] were represented as demimondaines, femme fatales, coquettes, courtesans, goddesses, sexual Revolutionaries, and champions of the new woman” (Ystehede y Skilbrei, 2017: 5). Es decir, la prostituta se erigió como el más conveniente repositorio para que científicos y escritores, en su papel de portavoces de una clase y de una sensibilidad y una mirada masculinas, vertieran sus fobias, deseos, prejuicios, fantasías y supersticiones acerca del cuerpo y la sexualidad femeninos (Spongberg, 1997: 14).

Ambas miradas y sensibilidades fueron formalizadas en sendos discursos que interactuaban entre sí y se retroalimentaban.1 De este modo, las ideas y las valoraciones sobre el fenómeno de la prostitución saltaron de discurso en discurso, sin respetar en ningún momento las barreras disciplinares ni códigos deontológicos ni fundamentos epistémicos, e incluso “bajaron” a la opinión pública, donde desarrollaron nuevos matices y tuvieron nuevas resonancias. Así pues, enmarcada en el contexto finisecular, la figura de la prostituta permite examinar lo que Tomás Albaladejo llama relaciones de transversalidad interdiscursiva,

por la que son conectados discursos de distintas clases, discursos literarios y discursos no literarios, gracias a la existencia de unos ejes de relaciones entre discursos sobre los que en la praxis comunicativa y en la reflexión teórica se sitúan dinámicamente y desde los que actúan discursos y clases discursivas (2012: 20).

Dicha transversalidad necesariamente supone objetos del discurso comunes, situados en una zona de intersección y de intenso tráfico; se trata, por consecuencia, de objetos prexistentes, ya hablados, discutidos, polemizados, en que “se cruzan, convergen y se bifurcan varios puntos de vista, visiones de mundo” (Bajtín, 2003: 284), objetos, en definitiva, poblados de intenciones ajenas (Bajtín, 1989: 111). Debe tenerse en cuenta, eso sí, que esas intenciones ajenas no son del todo controlables en la medida en que, sin duda, existe una dimensión inconsciente en el diálogo interdiscursivo y en la apropiación de voces ajenas a la hora de generar el enunciado propio (Arnoux, 2006: 21), por lo que necesariamente habrá porciones de los otros discursos que se filtren sin “autorización”.

Con el escenario cultural descrito en este apartado y el sostén teórico brevemente referido en el párrafo anterior, propongo en el presente trabajo una exploración de cómo la narrativa de los decadentes mexicanos se nutrió de los discursos científicos finiseculares a la hora de construir sus universos diegéticos, específicamente de la medicina y la antropología criminal.2 La hipótesis central es que de esas disciplinas los escritores absorbieron y reelaboraron artísticamente no meras nociones, sino valoraciones y códigos de representación de la realidad, una de cuyas consecuencias más importantes fue la atenuación del carácter transgresor en el plano ético que se le adjudica –muy a menudo de forma acrítica– a la obra de los decadentes mexicanos.3 Para desarrollar los puntos más importantes de este planteamiento, me centro en Alberto Leduc (1867-1908), narrador queretano conocido sobre todo por “Fragatita”, una de las mejores piezas de la tradición cuentística mexicana. Leduc exploró con asiduidad la figura de la prostituta, mediante la cual articuló sus simpatías artísticas y externó las inquietudes que le suscitaban los múltiples, imprevistos y galopantes cambios que estaban transformando el espíritu, la faz y hasta las reglas del juego de la realidad circundante.

2. Alberto Leduc, el grumete

al que le interesaba la ciencia

Cuentista, novelista, periodista, historiador, traductor y grumete de la Armada Nacional, Alberto Leduc es un caso paradigmático de lo que significó, en la coyuntura de cambio de siglo, ser un espíritu moderno: celebró la novedad artística y no artística, de la cual se apropió y combinó eficazmente con sus preocupaciones para elaborar una expresión literaria original. Además, el queretano fue quien con más claridad y decibeles expuso las funestas secuelas del crecimiento urbano y criticó las políticas de Porfirio Díaz. Rubén M. Campos escribiría años después sobre Leduc: “jamás quiso aceptar nada ni pidió nada a un gobierno cuyos errores fustigaba a voz en cuello en los corrillos, públicamente, sin temor a ser encarcelado o perseguido” (1996: 189).

Su oficio como traductor acercó a Alberto Leduc a derroteros muy alejados de la literatura: entre otros títulos, tradujo Medios para desarrollar la dignidad y la firmeza del carácter con la educación (1896), La higiene de los sexos (1897), El método en el estudio y en el trabajo intelectual (1898), Juan Jacobo Rousseau y la educación de la naturaleza (1901), La personalidad humana (1901), Hipnotismo (1906) y Espiritismo (1906). De esta lista quiero destacar La higiene de los sexos, traducción de la cual, nos dice Ciro B. Ceballos, Leduc se sentía particularmente ufano (2006: 73). El tratado fue escrito por el médico francés Ernest Monin, experto en el higienismo, corriente de pensamiento de las ciencias médicas que surgió a finales del siglo xviii y que durante la segunda parte del xix fungió como fundamento científico para la implementación de políticas de salud pública que en muchos casos llegaron a operar como auténticas prácticas de control ciudadano, pues su radio de acción contemplaba el ámbito privado, como las actividades sexuales. De que esta era de su interés y que mantuvo contacto con las esferas científicas de la Ciudad de México, hay palpables indicios: durante los primeros años del siglo xx escribe el Diccionario de geografía, historia y biografía mexicana, texto que finalmente es publicado en 1910, en la librería de la viuda de Ch. Bouret. Más allá del contenido de la obra, lo relevante es que el queretano la coescribió con el doctor Luis Lara y Pardo y el criminólogo Carlos Roumagnac.

A pesar de que habitualmente ha sido considerado, sin más, un integrante del grupo de los Científicos, en realidad Luis Lara y Pardo mantuvo una relación compleja con la dictadura. Por un lado, es cierto, reprodujo en su obra muchos de los postulados clasistas, misóginos y racistas con que la administración porfiriana pretendió legitimar su silenciosamente agresivo sistema de segregación, control y vigilancia poblacionales. Esto difícilmente puede leerse como un gesto de docilidad ante el régimen, puesto que nunca renunció a colaborar con publicaciones de clara tendencia antiporfirista, como El Diario del Hogar, e incluso en 1909 hubo de exiliarse por tener a su cargo Actualidades, un semanario muy crítico con el gobierno. Su obra más importante es La prostitución en México (1908), estudio clave sobre la prostitución en el cual convergen diversas perspectivas de la indagación social: medicina, psicología, criminología, estadística, higienismo.

El periodista e inspector de policía Carlos Roumagnac, el tercer coautor del Diccionario de geografía, historia y biografía mexicana, fue uno de los científicos interesados en la etiología del crimen más importantes del periodo, junto con Rafael de Zayas Enríquez, Miguel Macedo, Francisco Martínez Vaca, Agustín Verdugo, Manuel Vergara, Luis G. de la Sierra, Carlos Díaz Infante y Julio Guerrero. Autor de estudios como Los criminales en México (1904), La estadística criminal en México (1907), Elementos de policía científica (1910) y Crímenes sexuales y pasionales: estudios de psicología morbosa, compuesto de dos volúmenes: Crímenes sexuales (1906) y Matadores de mujeres (1910), Roumagnac asimiló los principios lombrosianos y los adaptó a la especificidad del entorno capitalino.

Así pues, cabe ver en el mencionado Diccionario una materialización de las relaciones que Alberto Leduc mantuvo con actores de ámbitos científicos. Los apuntes sobre el Diccionario podrían considerarse una anécdota mínima, un dato biográfico más sobre Leduc, de no ser por que los contactos interdiscursivos que invita a barruntar esta obra en coautoría tienen realización en su narrativa. En varios de sus cuentos se constata la apropiación de un repertorio léxico, unas estrategias descriptivo-narrativas, unos temas y en general un modo de encuadrar la realidad propios del discurso de las disciplinas científicas del periodo, todo lo cual queda formalizado en los motivos, la configuración de los personajes y la construcción de los espacios. Lógicamente, el queretano pone a dialogar el material extraído de las ciencias con su sensibilidad modernista-decadente y con su percepción y lectura de la realidad social, y de ello resultan imágenes tensionadas, ambiguas, casi siempre sin resolución alguna, justo como se esperaría de las fabulaciones de un artista situado en el vértice de múltiples y heterogéneas ideas, valoraciones, sensaciones, fuerzas.

Como señalé en el apartado anterior, Alberto Leduc abordó con insistencia la figura de la prostituta, en la que veía un paradigma de transgresión y un maniquí al que acicalar con ropaje y ornamentos prerrafaelitas o en el cual proyectar el modelo de la mujer fatal, al mismo tiempo que un producto, una víctima y un agente de la maquinaria modernizadora.4 Para ilustrar estos apuntes, y para examinar cómo incorporó los discursos científicos en la gestación de sus universos ficcionales, analizó a continuación “Antonia”, cuento que forma parte de Biografías sentimentales (1898).

3. “Antonia”, entre la mujer fatal y la popocha

“Antonia” desarrolla una prototípica historia de mujer caída. La protagonista, cuyo nombre le da título a la obra, es una bella mujer que nace en una familia aristócrata y crece sin mayores preocupaciones, consciente de que tiene la vida resuelta, y reacia, por eso mismo, a instruirse o por lo menos aprender algún oficio. Cuando pierde a su familia –el texto no brinda detalles sobre las causas–, cae en las redes de varios seductores, uno de los cuales la abandona después de embarazarla. Tras perder sus bienes en embargos y empeños, para subsistir entra al mundo de la prostitución, que pronto la lleva a los más bajos fondos de la periferia citadina. Acechada por la enfermedad, perseguida por la policía de cuando en cuando y atribulada por las constantes humillaciones, recurre al remedio definitivo a través de la ingesta de laúdano, pero fracasa. El cuento finaliza con la católica resignación de Antonia a padecer lo que le resta de vida, viendo cómo su cuerpo se deteriora lentamente.

La narración está situada justo en el momento de la anécdota en que la protagonista se recupera del intento de suicidio. Desde ese punto rememora el pasado, pero no solo el inmediato, sino también el lejano, concretamente la época anterior a la caída, cuando gozaba de una vida opulenta y distinguida. Se trata de un pasado aristocrático de impronta dariana, con salones grandes y pianos con teclas de marfil y madera de ébano, todo lo cual le da pauta a Alberto Leduc para sacar su instrumental modernista y construir una Antonia refinada que cubre sus “manos delicadas de estatua” con “guantes de piel sueca” (Leduc, 1898: 32), y que posee los ojos oscuros y la cabellera densa y abundante con que los decadentistas solían configurar a sus personajes femeninos. En ese sentido, la imagen de la Antonia del pasado se corresponde con la mujer fatal, que en el ideario decadente siempre se halla a un paso de convertirse en la magna peccatrix, de cuerpo escultórico, níveo y algo demoniaco.

La originalidad de la propuesta de Leduc reside en la perturbación de los elementos que tradicionalmente se asocian a una refinada mujer fatal; por ejemplo, un espacio palaciego, exótico y fulgurante, del cual el cuerpo es una prolongación o del que representa un ornamento descollante. La elegante Antonia es removida de su entorno natural y es trasladada a “un cuartucho sombrío y húmedo de [un] barrio infecto” (Leduc, 1898: 27), luego de perder sus últimos bienes y de haber sido botada de la última casa de renta moderadamente decorosa. De la debacle económica solo se salva una mesita de noche con cubierta de mármol blanco, que lógicamente forma “un contraste extraño y cómico […] junto al catre de fierro y junto a las sillas desvencijadas y sucias” (Leduc, 1898: 27). Esta concisa caracterización espacial, ubicada en el primer párrafo del relato, constituye un esbozo de la propuesta ética y estética de la obra, basada en la tensión entre dos imágenes del mundo, además de que faculta la consideración de los discursos científicos como materia de análisis. Por que, así como la evocación del mármol blanco es una evidente referencia al imaginario modernista, la codificación del espacio mediante adjetivos como infecto, desvencijado, sucio y húmedo sugiere la retórica del higienismo, corriente de las ciencias médicas en que el espacio es uno de los factores principales de la degeneración del cuerpo y de la mente, lo que implicaba una supuesta concreción más de la premisa –en realidad siempre expuesta como ley– del determinismo. Basta una veloz revisión de los principales tratados sobre criminalidad, salud pública y prostitución del periodo para corroborar las coincidencias entre la configuración espacial que propone el cuento y la palabra científica. En Algunas consideraciones sobre la prostitución pública en México (1888), por ejemplo, Francisco Güemes asevera que algunas de las mujeres que nutren la prostitución viven “en casuchas infectadas de los barrios más apartados de la ciudad” (citado en Núñez 2005, 134). En La génesis del crimen en México (1904), por su parte, Julio Guerrero sostiene que la inmoralidad que acusan las clases menesterosas en gran parte se explica por vivir en las “pocilgas inmundas de los barrios, con piso húmedo de tierra [y] techo de tejamanil sujeto con pedazos de tepetate” (citado en Núñez, 2005: 137), y considera lógico que semejantes “viviendas destartaladas” sean “el foco de las epidemias y el vivero de todas las prostituciones” (citado en Núñez, 2005: 295). La casa miserable, pues, es en todos los sentidos un lugar común de los discursos científicos, del que se valen no solo para emplazar el objeto de estudio en unas coordenadas concretas, sino también para fijar criterios raciales, morales y de clase que funjan como una primera explicación de las patologías psíquicas y fisiológicas y de los desvíos de hábitos y conductas calificadas de saludables.

El tópico de la casa miserable lo encontramos a menudo trasvasado a la literatura del periodo. En el caso de “Antonia”, parecería que Leduc, convencido de los métodos zolianos, hubiese querido someter a examen algunos de los postulados del higienismo preparando un escenario en el que la casa miserable es habitada no por un ejemplar del ínfimo leperaje, sino por una mujer de alcurnia. Sin embargo, parto de la idea de que en cualquier trasiego interdiscursivo, el sentido y las valoraciones vinculadas a cualquier tópico en su horizonte lingüístico y cultural primario se ven alterados ligera, mediana o profundamente, incluso con independencia de quien promueve dicho trasiego y emite el enunciado; y es que, de acuerdo con el símil bajtiniano, esos sentidos y esas valoraciones pasan a servir a un “segundo amo” (Bajtín, 1989: 116), un segundo texto, que tiene su propia lógica y su propio pacto de lectura. Esto explica que en “Antonia” se registre una silenciosa pugna entre ciertas implicaciones del motivo científico de la casa miserable en la caracterización de las personas que la habitan –predisposición a las enfermedades y a los “vicios”, inferioridad psicológica, debilidad física, etcétera–, y ciertos valores derivados del ideario decadentista sobre el sujeto femenino.

Esta pugna queda bien expresada, por ejemplo, cuando el relato narra el instante exacto en que Antonia se da cuenta de que la prostitución podría ser el remedio de todos sus males. Evidentemente, cuando se trata de formular hipótesis sobre las causas de la prostitución, los discursos científicos finiseculares no contemplaban –o en el mejor de los casos minimizaban– los factores socioeconómicos. En La prostitución en México, Luis Lara y Pardo sostenía que más que “la pobreza, más que la falta de trabajo, más que la seducción y que el sufrimiento” (1908: 118), el fenómeno de la prostitución, “en todos los países, en todas las latitudes y bajo todos los climas, tiene por causa principal, única, la inferioridad psicológica y social” (1908: 110). Sería discutible calificar de transgresor o novedoso el hecho de que el ingreso de Antonia al mundo de la prostitución involucre la ruptura de las fronteras de clase: ese es un aspecto constitutivo del patrón de las historias de la mujer caída, muy a pesar de Lara y Pardo, quien le adjudica esa “licencia” a la novela romántica, que encima ha hecho de la prostituta una heroína (1908: 54); ahora bien, lo que sí puede interpretarse como una (fina) transgresión es que, aun cuando las circunstancias económicas de Antonia son precarias y tiene una hija que mantener, el ingreso a la prostitución está precedida por una escena, anodina solo en apariencia, en la que el personaje parecer tomar consciencia de su poder en tanto sujeto femenino, una consciencia que transitoriamente suprime toda huella del carácter objetual, pasivo de la mujer caída:

Y una tarde Antonia había tomado un fragmento de espejo polvoso, había mirado largo rato sus pupilas muy negras, su frente muy blanca y sus crenchas de cabellos muy abundantes y sombrías.

—Vaya, se dijo lanzando una carcajada nerviosa que despertó á Lelia [su hija], cuando se tiene juventud y hermosura, ¡quién teme la miseria!...

Esperó el anochecer: arregló sus crenchas sombrías y salió a la calle dejando dormida á Lelia.... Y volvió muy tarde, cuando ya las estrellas que se asoman en el Oriente, al obscurecer, llegaban al Ocaso. Entró de puntillas para no despertar a la niña que dormía, y a la mañana siguiente hubo dinero en aquel hogar (Leduc, 1898: 34).

La mujer que se mira en el espejo constituye un tópico predominantemente plástico de la cultura decimonónica occidental,5 que en principio materializa el estereotipo acerca de la vanidad y el narcicismo femeninos. Sin embargo, como ha demostrado Bram Dijkstra a través de una exhaustiva exploración y una osada interpretación de la tradición visual del siglo xix, el tópico se volvió particularmente productivo en el cambio de siglo, periodo durante el cual adquirió matices inusuales, estimulados por las percepciones y las valoraciones de las modernas y muy mortificantes feminidades disidentes surgidas en el periodo:

la personalidad en el espejo de su ser [femenino] material pronto se mezclaron con la irritación masculina por que la mujer no sacrificase su ego a su ser superior. Así, la mirada de una mujer en el espejo acabó representando su perversa falta de colaboración para reconocer que era su deber natural y predestinado someterse a la voluntad del hombre” (Dijkstra, 1994: 135).

En otras palabras, ya no era solo la vanidad o la mera curiosidad de auscultar el cuerpo propio, gestos quizás reprensibles pero prácticamente inocuos, sino el “peligroso” reconocimiento de la autosuficiencia, que, en los casos más febriles de la imaginación plástica masculina, podía llegar a la autocontemplación erótica (Dijkstra, 1994: 144).

En “Antonia” la contemplación en el espejo no se sugiere esto último, por supuesto, pero sí cierta determinación, lo que implica un cuestionamiento no solo, como señalé antes, de la naturaleza objetual típica de la mujer caída, sino también de la inferioridad psicológica o la voluntad errática de la prostituta que planteaban médicos y criminólogos. O sea, apostar por el estereotipo de la mujer fatal, elemento extraño en un ambiente popular, puede considerarse una maniobra puramente estética, una concesión de Leduc a sus simpatías decadentes, pero en realidad tiene repercusiones en otras dimensiones del relato: ese gesto composicional, por ejemplo, pone en tensión percepciones y valoraciones ya no solo sobre la prostituta, sino en general sobre las feminidades disidentes que surgieron durante el cambio de siglo.

Una vez diseñado el experimento, el resto del cuento justamente consiste en registrar las reacciones de una mujer de perfil aristocrático que habita una vecindad de barrio popular. Y la principal reacción es la paulatina transformación de Antonia en una popocha, vocablo con que en el periodo se hacía alusión a las prostitutas de los sectores más desfavorecidos. Ángel de Campo, tal vez el mejor cronista finisecular de la periferia urbana, les dedica un texto a las popochas, en la cual las define como representantes de “la prostitución de medio pelo, encanallada, incorregible, escandalosa” (1896: 1), y las describe como “muchachillas haraposas, de pies descalzo […] una de las inmoralidades jamás vistas en plena luz eléctrica” (1896: 1). Que Micrós, sin duda el más sensible de los escritores del periodo con las clases populares, se exprese en esos términos nos da una pista de la severidad del trato que recibieron las popochas por parte de los científicos. Para Francisco Güemes, por ejemplo, son “mujeres sucias y harapientas, hez de la sociedad, que sirven en el fango del vicio” (citado en Núñez, 2005: 134), y asevera que solo en ellas se observa “los padecimientos sifilíticos graves, las enormes ulceraciones [y] el fagedenismo”. Porfirio Parra las retrata como “gentes ínfimas, andrajosas […] ebrias, despeinadas y sucias [que] pasean su fealdad” (citado en Estrada, 2008: 114). Centrado más en su anatomía, Rafael de Zayas Enríquez las pinta como “mujeres feas de formas, con una expresión de fisonomía y actitud tan siniestra como repulsiva” (citado Núñez, 2005: 168). Como se ve, este modelo femenino, constituido de propiedades anatómicas, sociales, morales, psicológicas y actitudinales, representa la antítesis del perfil que encarna Antonia en un primer momento.

La transformación de Antonia en popocha comienza a operar con el cambio de hábitat, es decir, con el paso del salón aristocrático al cuartucho de vecindad. Obviamente, este cambio no implica solo la adaptación a un nuevo espacio –reducido, sucio, mal iluminado, húmedo, de acuerdo con la adjetivación higienista que el cuento absorbe–, sino también la interacción con una nueva “fauna”. La protagonista es vecina de “Cuca la Chata, que cantaba sones con su voz gutural de alcohólica [y de] Lupe la Cucarachita, que pespunteaba la guitarra” (Leduc, 1898: 36), aparte de que recibe la maternal protección de una mujer que tiene un “ojo lacrimoso y vacío [,] pómulos rojizos y rubicunda nariz” (Leduc, 1898: 36). Al contrario de lo que cabría esperar, Antonia muestra disposición a integrarse a su nuevo ambiente:

Antonia, sentada sobre el pavimento con Lelia en los brazos escuchaba, lanzando carcajadas nerviosas y exasperantes. Cuando la vecina le daba de beber el líquido blanco que se extrae del maguey, Antonia bebía con repugnancia; después, quería beber agua para no oler mal.

—¡Pobrecita niña!, decía la vecina, no puede acostumbrarse.

—Pero si ya sé beber, contestaba Antonia riendo estrepitosamente al mirar la compungida faz de la vecina; ya sé beber... y bebía como Cuca, como Lupe y como la vecina del ojo lacrimoso y rubicunda nariz.

Pero de pronto salía del cuarto, e iba a arrojar el líquido blanco que había bebido.

Después de unos instantes volvía, desencajada, pálida, con los pómulos verdosos y la frente mojada con sudor frío.

—No puedo beber... me hace mal

(Leduc, 1898: 36-37; las cursivas son mías).

De este fragmento me interesa señalar sobre todo dos aspectos. El primero de ellos es que la vía de la integración es la imitación: Antonia, nacida en cuna de oro, busca adaptarse a su nueva vida comportándose como sus vecinas. En este punto, Alberto Leduc nuevamente exhibe conocimiento de los postulados científicos sobre las causas de las conductas “ilícitas” o “inmorales”, en concreto la premisa de que el “hábito se contrae en el medio”, como señala Carlos Roumagnac (1904: 180). De hecho, el fragmento de arriba parece tomado directamente de un tratado sobre prostitución; basta compararla con los planteamientos de Lara y Pardo, para quien la mujer de clase baja cae en el mundo de la prostitución porque “trae consigo una preparación […] dada indefectiblemente por el medio en que ha vivido” (1908: 120). Y agrega: “Ha pasado sus primeros años en las barriadas, en los patios de vecindad, presenciando las diarias reyertas de le ebriedad y los celos salvajes” (Lara, 1908: 121). Evidentemente, el discurso de este doctor –como el de otros tantos– pretende convalidar las diferencias de clase, pues la combinación de la teoría de la imitación y la de la inferioridad psicofisiológica de quienes nacen en entornos precarios genera un círculo según el cual el sector popular es agente de sus propios males. El cuento del queretano desarticula ese círculo introduciendo a la ecuación un elemento ajeno al ambiente de la vecindad, pero mantiene el componente de la imitación para utilizarlo como promotor de la transformación de Antonia.

El otro aspecto que quiero destacar del fragmento de arriba se relaciona, precisamente, con la metamorfosis de la protagonista, y es el detalle de que los cambios el relato los registra en su cuerpo. Véase, por ejemplo, cómo al ingerir pulque, la bebida con que según Julio Guerrero las mujeres de las clases populares “pierden su virtud en los primeros años de la nubilidad” (Guerrero, 1904: 170), Antonia resulta físicamente afectada. Es como si Alberto Leduc, en lugar de apostar por la introspección psicológica y por una exposición pormenorizada de las formas de hostilidad del entorno, pretendiera somatizar la repugnancia que provoca el cambio drástico de vida. Esa es quizás la virtud más destacable de la obra: no se centra en la crónica del manido viacrucis del drama de la prostituta, sino en la gradual descompostura del cuerpo, la cual se representa como la pérdida del pasado aristocrático y la amenazante adquisición de características de una popocha: llega un momento, nos dice el narrador, en el que Antonia “perdió muchas de sus nociones de mujer delicada, se olvidó de sus finuras de niña elegante” (Leduc, 1898: 35), además de que comienza a maquillarse como “un clown” (Leduc, 1898: 39), sin tener plena consciencia de ello. Véase cómo la patologización del cuerpo se registra en la superficie, en la postura, en el revestimiento.

El proceso metamórfico de Antonia desde luego hace pensar en el degeneracionismo, la teoría de las ciencias médicas cuya base fue formulada por el francés Bénédict Morel, que proponía que las patologías físicas y mentales se transmitían por herencia, y que aquellas podían leerse en el cuerpo mediante la descodificación de determinados signos (asimetrías, malformaciones, desproporciones, etcétera). Ahora bien, además de transmitirse por vía de los genes, sostenían sus postulados, la degeneración podía ser causada por agentes externos, por lo que la influencia de medios insanos era decisiva para ciertas corrientes del degeneracionismo. Así es como Carlos Roumagnac explicaba su clasificación de criminales por influencia de medio:

serían aquellos en los cuales la falta de educación, el crecimiento en un medio vicioso o enfermizo, el mal ejemplo, el contagio de otros seres dañados, y en una palabra, las influencias externas obraran en su cerebro, determinando el acto criminal o predisponiéndolos a él (1904: 59).

Esta lectura del medio dio pie a que muchos comportamientos sociales estimados transgresivos en su contexto, como las prácticas homosexuales, el onanismo, la ingesta de alcohol y drogas y la prostitución, fueran comprendidas en clave somática por médicos, alienistas y criminólogos (Maya, 2020: 1819). En el relato de Leduc, la anatomía de Antonia empieza a degenerar por influencia de un medio, cuya nocividad queda codificada en la presencia de música, bebida y juego, la santísima trinidad de los “vicios” de las clases populares según los discursos científicos y, por extensión, los sectores de clase media. La degeneración del personaje, sin embargo, impacta no propiamente en la salud del cuerpo, sino en su superficie, en su gestualidad y en general en su performance, en todo aquello, pues, que lo distinguía como una entidad ajena al miserable entorno de la vecindad. En otras palabras, el cuento capitaliza nociones científicas para dramatizar la fractura del modelo de la mujer fatal, a la vez que ofrece una lectura de la prostitución, lectura que incluye una crítica al inmovilismo social inherente a los discursos científicos, pero también una sanción a feminidades que se desvían de la norma.

No se narra completa la metamorfosis de Antonia en popocha, pero el final abierto sugiere que el proceso ha de culminar en algún momento: antes de que pierda la vida, la protagonista perderá el cuerpo, su bien más preciado, ese que ostentó como una marmórea estatua en el pasado. Pronto la otrora mujer refinada, la que se negó a instruirse, a aprender algún oficio, la que se entregó a más de un seductor y, ya en la bancarrota, se inclinó por la prostitución, no se diferenciará de Cuca la Chata o Lupe la Cucarachita. Para un artista que califica a las mujeres de “fascinadoras y amargas como la muerte” (Leduc, 1899: 111), parece no haber castigo más duro, pero también más justo, que la ruina del cuerpo.

4. Conclusiones

En el siglo xix, la sexualidad femenina suscitó un caudal de discursos de toda naturaleza para explicar, pero sobre todo para “domesticar [,] el deseo [femenino] e imponerle ciertos principios represivos” (López, 2007: 60). En lo que concierne a la ciencia, se valió de su prestigio y de todo un dispositivo retórico, conceptual e instrumental que, fabricado sobre la base de la supuesta objetividad, se consideraba casi infalible. Respecto a la literatura, logró transmitir modelos de feminidad al mismo tiempo que sancionar contramodelos orientando su fuerza, predominantemente, a la dimensión sensible, donde los prejuicios y los sesgos tienen menos ataduras. Si bien sus fundamentos epistémicos no podían ser más opuestos y si bien perseguían finalidades muy distintas, ciencia y literatura se hermanaron cuando la feminidad constituía su objeto de estudio/expresión estética: unos y otros se solazaron con el escrutinio del cuerpo y acto seguido censuraron discreta o abiertamente la “mundanización de las mujeres” (Chaves, 2005: 244).

En el contexto mexicano, vimos que en “Antonia”, del decadente mexicano Alberto Leduc, el fenómeno de la interdiscursividad tiene diversas manifestaciones. Por una parte, el cuento rebate algunos postulados de las disciplinas científicas, por ejemplo los relativos a la etiología de la criminalidad y particularmente de la prostitución: no es solo que la protagonista del relato proceda de la clase alta, sino que además su decisión de entrar al mundo de la prostitución se asienta en la autodeterminación como sujeto corporal y sexual, en un gesto propio del modelo de la mujer fatal que desdice la inferioridad psicológica y la falta de voluntad que se le atribuía a la prostituta. Por otro lado, el queretano construye sus personajes y sus espacios mediante nociones, valores y códigos de representación del higienismo, que conocía muy bien gracias a sus trabajos como traductor y a los contactos que mantuvo con médicos, psiquiatras y criminólogos; además, el proceso de metamorfosis corporal al que es sometido Antonia puede leerse como una reelaboración artística de la degeneración causada por un medio social nocivo.

El científico y el artista decadente podían diferir en su lectura de las estructuras y dinámicas socioeconómicas –el primero ratifica el inmovilismo social y salvaguarda la reputación de los de arriba; el segundo arremete lo mismo contra los defectos de las clases bajas que contra la hipocresía de la burguesía y los remanentes de la aristocracia–, pero coincidían en su visión conservadora de las feminidades con agencia, a las que castigaron de la misma forma cuando contravinieron la norma y amenazaron con ello las “estructuras sociofamiliares que parecían inamovibles” (Bornay, 1995: 85): le marcaron su cuerpo con la promesa del deterioro primero y la desaparición después.

Como uno de los efectos estéticos que resultan del fenómeno de interdiscursividad que se da en “Antonia”, quisiera destacar la estampación de diferentes figuraciones femeninas en el cuerpo de la protagonista. En un primer momento, Antonia es tallada con los instrumentos retóricos modernistas, pero con el transcurso de las páginas el personaje se va perfilando progresivamente como una prostituta popular. Su cuerpo, con todo, permanece en un sugerente punto intermedio: no se corresponde con el de la mujer fatal del aristocrático pasado perdido ni tampoco con el de una popocha. Este cuerpo en devenir supone una crisis de representación, producto de la necesidad de reducir toda ambigüedad corporal a valores claros y unívocos (Achim, 2000: 77), como si Leduc pugnara por encontrar un recipiente femenino adecuado para verter en él ciertas conductas, actitudes y valores –determinación, expresión abierta de la sexualidad, desvío de la norma social, agencia, regocijo popular– y solo viera una solución en la mixtura.

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1 En el contexto mexicano, por ejemplo, el doctor Luis Lara y Pardo partió de lo que él consideraba literatura romántica –puede inferirse que muchos de sus apuntes al respecto tienen como referencia Santa (1901), de Federico Gamboa– para desarrollar algunas de sus premisas de La prostitución de México (1908). Por su parte, el criminólogo Carlos Roumagnac utilizó la literatura como tema en sus entrevistas a presidiarios incluidas en Los criminales en México: ensayo de psicología criminal (1904).

2 Esta hipótesis sugiere que la poesía tomó otros derroteros, salvo excepciones. En los concerniente al tema de la prostituta, es muy evidente que en el discurso poético prevaleció la figura de la cortesana, la magna peccatrix, una prostituta más idealizada, que muchas veces se materializó mediante un apego, sin mayor distancia crítica, al modelo de la mujer fatal. Un ejemplo de esto lo podemos ver en varios de los poemas de José Juan Tablada, como “Las prostitutas”, “Magna peccatrix”, “Agua fuerte”, “En el parque” y “Mujeres templo”.

3 En ese sentido, este artículo se inscribe en la línea de trabajos de Ramírez (2008), Zavala (2008), Sperling (2010) y Oh (2020).

4 Además de hacerlo en “Fragatita” (1896), incluido en libro de relatos de título homónimo, Leduc aborda la figura de la prostituta en “Los tres Reyes”, incluido en Para mamá en el cielo (cuentos de Navidad) (1895), y “Oración de una pecadora”, publicado en 1898 en la Revista Moderna y recogido después en Cuentos: neurosis emperadora fin de siglo, Factoría Ediciones, 2005.

5 Basta recordar, por ejemplo, los eróticos cuadros sobre mujeres de John William Godward o los más místicos-mitológicos de los prerrafaelitas. Entre estos últimos destaca Lady Lilith (1867), de Dante Gabriel Rossetti, del que la escena del relato parece ser una representación ecfrástica.