Poética de la lectura en Raúl Dorra

Poetics of reading in Raúl Dorra

Víctor Alejandro Ruiz Ramírez

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

victor.ruizramirez@correo.buap.mx

Resumen: Raúl Dorra dedica, a lo largo de su obra, un lugar central al estudio de la escritura donde la lectura aparece como su correlato. Sin ser fenomenólogo, Dorra, no obstante, siempre plantea de modo intencional la relación entre lectura y escritura al considerar que en la segunda anida la presencia de un sujeto que la primera desentraña al hacer oír su voz. El presente artículo explora el intercambio entre la percepción visual de la escritura y la auditiva de la voz mediante la lectura, para avanzar hacia la propuesta vertebral de Raúl Dorra sobre los tres modos en que la lectura, desde su dimensión sensible, configura su poética; a saber, la búsqueda, la negociación y la distribución con las que aparece la presencia del sujeto mediante la voz.

Palabras clave: lectura, voz, poética, cuerpo, visualidad.

Abstract: Throughout his work, Raúl Dorra devotes a central place to the study of writing where reading appears as its correlate. Without being a phenomenologist, Dorra, however, always intentionally raises the relationship between reading and writing when considering that in the second nests the presence of a subject that the first unravels when making his voice heard. This article explores the exchange between the visual perception of writing and the auditory perception of the voice through reading, to move towards the vertebral proposal of Raúl Dorra on the three ways in which reading, from its sensitive dimension, configures its poetics; namely, the search, negotiation, and distribution with which the presence of the subject appears through voice.

Keywords: Reading, Voice, Poetics, Body, Visuality.

Recibido: 31 de diciembre de 2022

Aprobado: 2 de marzo de 2023

DOI: 10.15174/rv.v16i32.712

Introducción

Raúl Dorra se ocupó durante toda su investigación de elucubrar las relaciones entre el cuerpo y el lenguaje, encontrando en la lectura una de las manifestaciones más complejas y, al mismo tiempo, comunes de cómo la lengua y la percepción se engarzan haciendo sistemas. Los principales trabajos en los que aborda la lectura en tanto creación del sentido son aquellos donde también reflexiona sobre la escritura, tales como De la lengua escrita (1982), La literatura puesta en juego (1986), Entre la voz y la letra (1997), Fundamentos sensibles de la discursividad (1997), La retórica como arte de la mirada (2002), Con el afán de la página (2003), La casa y el caracol (2005), Sobre palabras (2007) y ¿Leer está de moda? (2014), por mencionar los tratados más relevantes sobre esta materia.

En definitiva, es a través de la obra literaria y en particular de la poesía (esa literatura profunda según Bacherlard) que Raúl Dorra reconoce en la lectura una poética, es decir, cierta expresión creadora. El fragmento del famoso verso de Quevedo (que fue caro a la reflexión de Dorra) “Escucho con mis ojos…”, presupone el trabajo de realización visual ejercido por la escritura sobre la lengua donde no solo se comunican la visualidad con la percepción auditiva, sino, sobre todo, donde lo verbal ha contagiado de sentido lo visible o ha encontrado en lo visual valores de equivalencia. También la expresión “escucho con mis ojos” implica la relación necesaria, intencional, entre lectura y escritura, ambas solo existen en el encuentro mutuo: “La lectura es lectura de la escritura, lo que implica que tiene en la escritura tanto su posibilidad como su límite” (Dorra, 1986: 81). Si bien es cierto que Raúl Dorra no se inscribió en el desarrollo del método fenomenológico para la elaboración de sus estudios, siempre mantuvo en el sustento de sus reflexiones la experiencia como él mismo lo declara: “Aunque soy un consistente desconocedor del pensamiento de los fenomenólogos, prácticamente toda mi obra tiene a la vez como suelo y como objeto de estudio la experiencia inmediata” (Dorra, 2022: 18). Volver a la lectura misma implica el doble afán por despertar la voz latente en la escritura y por crear la escucha en la mirada.

Dos pasajes integran el presente artículo. En el primero, “Lectura de la voz”, la dilucidación de la sinestesia entre ver y oír propia del acto de leer desencadena la averiguación en torno al intercambio no solo de las formas de la percepción, sino, ante todo, de los vínculos entre el cuerpo y el lenguaje. En el segundo, “Búsqueda, negociación y distribución”, expongo la propuesta más original de Raúl Dorra sobre la voz, haciendo de esta el agente de la lectura como expresión creadora que solo significa en la convergencia entre las subjetividades del texto y el lector. El propósito de esta investigación radica en dar cuenta de la experiencia particular de la lectura desde su poética, la cual consiste en llevar a cabo la migración de la voz que anida en la escritura al cuerpo del lector.

Lectura de la voz

Siguiendo la lucidez de los poetas, Raúl Dorra dilucida que en el momento de la lectura las formas auditiva y visual de la percepción se comunican mediante la voz y la mirada respectivamente. Por esta razón, en este apartado propongo revisar ciertos pasajes de la obra de Raúl Dorra que permiten discernir una poética de la lectura cuyo propósito radica en mirar la voz como presencia de la subjetividad.

Como bien lo advierte Dorra, en la lectura aparece “el aspecto visible de la voz, la distribución espacial del discurso […]” (Dorra, 2002: 13), gracias a que el acto de leer comunica la percepción visual con la auditiva:

El ejercicio de la lectura impone una combinación de lo visible con lo audible, esto es, la página escrita tiene que devenir no sólo visible sino matizadamente audible para penetrar su sentido y juzgar, además, la cualidad sensible de un estilo. La lectura, incluso, nos impone, en cada caso, una tensión corporal y aun un acomodo de la respiración para adecuarla a las ondulaciones de las frases (Dorra, 2007: 54).

De esta manera, toda lectura, ya sea de comprensión o de placer, parte necesariamente de su dimensión estética porque “lo sensible hace sentido en la continua interrelación de las formas perceptivas” (Dorra, 2002: 12). Así, Dorra concibe la lectura como una expresión particular de lo sensible, sin dejar de considerar su dimensión inteligible donde subsisten la clasificación y el estilo:

En tanto cada lectura es un acto comprensivo, toda lectura es al mismo tiempo una clasificación: se lee dentro de un género y aun dentro de una especie y aun, si se trata de una mirada especializada, dentro de una subespecie, de una escuela o de un estilo (Dorra, 1990: 37).

Empero, solo partiendo del hacer perceptivo la lectura deviene comprensiva. Ciertamente contamos con una orientación en cada lectura que guía la comprensión donde el acto inaugural acontece en la profundidad intensiva de la mirada. Por lo tanto, antes de ser inteligible, la lectura es sensible, antes de ser comprensiva, es perceptiva.

Volviendo a la relación de la lectura y la escritutra mediante la voz, María Isabel Filinich reconoce que Dorra desarrolla una concepción de la oralidad y la escritura con la que se enfrenta a la evidencia simplificadora de que en una priva la percepción auditiva y en la otra la visual, y le hace frente con la siguiente tesis: “la escritura contiene en su seno a la voz” (Filinich, 2020: 134). La poética de la lectura comunica a la percepción visual con la auditiva porque escuchamos lo que vemos en el acto de leer: “la voz simulada (asumida y actuada) en la escritura, voz que contagia sus afectos. Voz que viene de lejos y se posesiona del cuerpo de cada nuevo lector, quien la revive con su propia voz” (Solís Zepeda, 2021: 87). De esta manera, la voz contenida en el seno de la escritura significa como expresión creadora si su destinatario siente que lo apela diciéndole “Óyeme con los ojos…” tal como versa el celebérrimo poema de Sor Juana Inés de la Cruz.

Por lo tanto, la lectura hace una poética si se vuelve el puro poder de expresar la voz contenida en el seno de la escritura. A propósito, defino la dimensión poética en su mero ámbito vivencial y, en consecuencia, desde un punto de vista fenomenológico como lo postula Maurice Merleau-Ponty considerando el acto creador, la poesía se revela allende las formas del poema y funge, más bien, cubriendo la carencia intrínseca en la “expresión del mundo” para que esta “sea poesía, es decir, que despierte y reconvoque por entero nuestro puro poder de expresar, más allá de las cosas ya dichas o ya vistas” (Merleau-Ponty, 1964: 63). En este sentido hablo de una poética.

El mismo Raúl Dorra concibe a la poesía como pura expresión y coincide con el postulado de la fenomenología: “En la poesía todo es expresión; no hay ya escucha sino una voz soberana que habla desde nosotros” (Dorra, 1993: 278). También desde la perspectiva fenomenológica donde prima la experiencia, cuando Gaston Bachelard habla de lo poético está haciendo referencia a la consciencia creadora, pero esta forma de la consciencia no es privativa del poeta, sino que se puede ampliar a los artistas plásticos y a los músicos. Si Bachelard se centra en la poesía se debe a que en la actividad poética la imaginación es dinamismo puro ya que las imágenes pictóricas o musicales mueven al soñador mientras que en la poesía el soñador es el que mueve a las imágenes poéticas: “Dos tipos de ensoñaciones son posibles, según nos dejemos llevar por la secuencia feliz de las imágenes, o vivamos en el centro de una imagen sintiéndola irradiar” (Bachelard, 2000: 231). A mi turno puedo decir que gracias a la lectura vivimos la segunda ensoñación posible señalada por Bachelard, aquélla en la que nos situamos en el centro de una imagen sintiéndola irradiar.

Entonces, la lectura no solo comunica a lo visual con lo auditivo, sino que crea valores de equivalencia entre la verbalidad y la visualidad. Dicho de otro modo, abordar la lectura desde su visualidad nos permite comprender que es puesta en juego por

una semiótica del valor; la cual permitiría concebir a la visualidad como un valor perceptivo opuesto y semejante a muchos otros. Aunque en ese concierto y por tradición quizás cultural, es con la verbalidad […] que la visualidad se opone de manera más clara y, por ello mismo, con la que es comparada y con la que a menudo se complementa (Ruiz Moreno, 2006).

Por lo tanto, la poética de la lectura propicia los intercambios entre la verbalidad y la visualidad y de esta manera la lectura va tejiendo en la escritura la trama y la urdimbre del texto. Para Raúl Dorra

La lectura de no importa qué texto ciertamente será –debe ser– sobre todo una mirada que lo atraviesa como si realizara un ejercicio de bordado en el que la aguja penetra, introduce y recupera hebras, anuda al mismo tiempo que construye huecos en donde se condensa el sentido, un sentido siempre evanescente, siempre sometido a un proceso de resemantización (Dorra, 2008b: 173).

La travesía de la mirada por el tejido significante que es el texto revela lo que tiene de viaje la lectura. A la par, la lectura va tejiendo sobre la oquedad del texto: “si en su cara visible el texto –al menos así lo imaginamos– es una trama cerrada, su cara interna, invisible, es una oquedad que nuestra práctica verbal ha terminado llenando con la idea de tejido” (Dorra, 2008b: 191). Si bien es cierto que la idea de tejido se desprende de una práctica verbal, esta idea proviene y remite a la particular experiencia de la lectura, permitiendo percatarse que, lejos de ser pasiva, la lectura produce en la mirada, a modo de tejido, el sentido invisible del texto a partir de las grafías visibles de la escritura. No es fortuita la expresión, también derivada de nuestras prácticas verbales en torno a la experiencia inmediata, de haber perdido el hilo de la lectura cuando nos distraemos, justamente porque el sentido ha dejado de tejerse.1 La lectura transita entre lo visible y lo invisible, pasa de la escritura al tejido del texto, en el doble acto de ver y mirar:

La construcción del espacio de legibilidad resulta de una permanente relación de lo visible con lo invisible, mejor dicho de una invisibilidad que se hace visible como tal, esto es como invisibilidad. Para escribir, tanto como para leer hay la necesidad de esta relación que es relación de engendramiento tanto como de presuposición transformadora. Tal vez incluso esto sea una condición general de lo visible: mostrar la invisibilidad que lo sostiene, ese punto de continua fuga y de continuo retorno. El ojo, si quiere ver, necesita apoyarse en lo invisible (beber de esa fuente) y desde ahí auto expulsarse para construir una relación incesante e inestable consigo mismo. Esta relación hace del agente del mirar a la vez un paciente, un objeto mirante y mirado (Dorra, 2003: 181).

El tejido del texto es invisible, pero hace ver e implica así a lo visual en la mirada. Sin embargo, gracias a la mirada lo invisible también forma parte de lo visible:

La mirada insufla lo invisible en lo visible, no para hacerlo menos visible sino, al contrario, para hacerlo más visible: en lugar de experimentar impresiones caóticamente informes, vemos así la visibilidad misma de las cosas. Lo invisible pues, y sólo lo invisible, hace lo visible real (Marion, 2006: 22).

Desde su invisibilidad, la lectura otorga un mayor ser a la visibilidad de la escritura.

La escritura inaugura su visibilidad en el acto de ver propio de la visión. Por lo tanto, la lectura articula la inteligibilidad de la visión con la sensibilidad de la mirada y de esta manera pone en juego la visualidad que se intercambia con la verbalidad: “La lectura pone el habla delante de los ojos, registra visualmente su sonido” (Dorra, 2008a: 104). No solo se trata de una experiencia sinestésica, lo cual ya es mucho decir, sino la vivencia misma de que la lectura es un material sensible del sentido.

El texto le exige a la lectura que responda al llamado de la voz. Para dicha respuesta se requiere la combinación entre un desplazamiento horizontal y una exploración oblicua. El primero corresponde a la visibilidad del texto en el acto de ver de la lectura, pero la segunda se desarrolla si la lectura, a través del acto de mirar, toca de modo indirecto esa profundidad inaprehensible de la invisibilidad textual que es el tejido significante donde se encuentra la voz, aquella presencia de la ausencia corporal de la subjetividad que ha compuesto la trama de sentido que dota al texto de intencionalidad:

Por más plano que parezca, cualquier texto siempre tendrá grados de profundidad o niveles semánticos y por ello siempre exigirá que su lectura no sea una pura operación sintagmática sino un desplazamiento horizontal combinado con una exploración vertical o en todo caso oblicua, en respuesta a un llamado que proviene de distintas altitudes o latitudes (Dorra, 2008b: 172 y 173).

Si la lectura se lleva a cabo como “una pura operación sintagmática”, deviene mecánica porque ha dejado sin atender a ese llamado que no es otro que el de la voz. Por este motivo, para cierta fenomenología de la lectura, resulta indispensable “lograr describir la lectura como un proceso de un efecto cambiante, de carácter dinámico, entre texto y lector” (Iser, 2022: 192). El intercambio entre las instancias del texto y el lector genera la dialéctica que propicia en la lectura un dinamismo. Dorra coincide con la estética de la recepción en reconocer que la lectura resulta irreductible al desciframiento gracias a su efecto cambiante.

Desde una perspectiva enfocada en lo sensible se hace lectura de la voz. La mirada lee la voz sin jamás permanecer o reducirse a las grafías que solo le sirven de andamio. Si en la experiencia estética de la lectura, que es su dimensión poética, lo que se lee es la voz, este contagio del sentido entre la voz y la lectura se pone en juego por el acto mismo de mirar. Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de la voz? Primeramente, esta se manifiesta en su dimensión material, “la voz en tanto materia –materia sonora– que toma forma en la medida que es un desprendimiento de cuerpo, cuerpo que se autoexpulsa y se convierte en una vibración que señala la presencia de uno: esto es, la presencia del sujeto” (Dorra, 2002: 10). De esta manera, la voz pasa de ser materia a forma si implica la presencia del sujeto y “es ese primer compuesto de sonido y sentido anterior a la palabra, un compuesto que debemos imaginar como continuo, es decir, como anterior al sistema de articulaciones que da forma a la palabra” (Dorra, 1997a: 66). Se trata de la composición primordial del sentido que emana del cuerpo.

Entre el cuerpo y el lenguaje media la voz. Por parte del lenguaje, la voz encarna la presencia del sujeto en el que el lenguaje encuentra su núcleo gracias a que le provee de una estructura pronominal: “El núcleo del lenguaje es una estructura pronominal que reúne a las personas expresadas en yo y en tú, y se extiende hasta él, al que el mismo Benveniste caracterizó como la no-persona […]” (Dorra, 2017: 4). Mientras que, por parte del cuerpo, la voz es forma de la espiración del sujeto en la estructura tensiva de su respiración.

La lectura pone en juego la presencia del sujeto a través de su voz porque “la voz es el elemento empático del texto, aquello donde se juega la posibilidad de alcanzar la subjetividad del lector” (Dorra, 1993: 277). Ahora bien, el sujeto aquí lo comprendemos ciertamente en el despliegue de la verbalidad, pero antes que nada como la fuente desde donde emana la voz con la que el lenguaje se abre paso en el mundo de la experiencia para articularse con el cuerpo.

A propósito de la locución coloquial “poner en juego”, diversas fuentes que van desde sitios de consulta en línea hasta enciclopedias universales en lengua española coinciden en que dicha locución implica arriesgar el objeto de esa puesta. De tal manera que la puesta en juego de la lectura conllevaría un riesgo. ¿Cómo la arriesga el acto de leer y con qué propósito? La lectura pone en juego la empatía del lector con la voz que anida en la escritura: “leer un texto es dar vida a la voz que nos aguarda en sus páginas. Esa voz […] es el aspecto empático del texto, una especie de fuerza centrípeta que busca hacerse sitio en la voz del lector identificándose con ella” (Dorra, 1993: 278). Para lograr dicha identificación, la lectura hace de la escritura un texto donde va tejiendo el sentido con el que esa voz no solo se escuche, sino que ahora anide en el lector.

Búsqueda, negociación y distribución

Con el afán de ensayar una respuesta a la interrogante de cómo la lectura pone en juego la voz me apoyo en una de las más relevantes aportaciones de Raúl Dorra a la semiopoética que consiste en haber distinguido tres modos en los que la lectura como experiencia estética se realiza, a saber, la búsqueda, la negociación y la distribución. La poética de la lectura requiere existir en estos tres modos.

En la primera forma de existencia, el riesgo que la lectura corre es el de no encontrarse con esa voz que al mismo tiempo la espera en el trazo de la escritura, “[e]n la página, buscándose, busca la voz el lector, ese otro intérprete” (Dorra, 2005: 46). El caso de la poesía resulta liminar porque no basta una lectura comunicativa como la “de una sentencia que el auxiliar del juez dirige a los que, en una sala, han seguido las incidencias de un juicio” (Dorra, 2005: 47). En este ejemplo que ofrece Dorra, “la actuación del lector debe dejar en claro que él no está concernido en la lectura” (2005: 47), por el contrario, la poesía sí necesita que el lector se sienta concernido en la lectura, ser ese deseo oyendo “esa voz única. […] [porque] tiene que haber la inmediatez del yo-aquí-ahora […] tiene que estar el cuerpo; mi cuerpo habitado por la voz” (Dorra, 2005: 52). Solo entonces habrá poesía, si la voz de otro nos habita como puro poder de expresión siendo propia a través de la lectura.

Al respecto, Dorra precisa que se refiere “[n]o [a]l lector de carne y hueso, que puede ser más o menos inteligente, sino al lector interiorizado que cada obra lleva en sí y al mismo tiempo busca. El lector es en realidad esa mirada que hace brotar la obra” (1994: 13 y 14). Por lo tanto, la búsqueda culmina si en la mirada del lector brota la obra, es decir, el encuentro con la voz. La búsqueda inicia entre el libro y el cuerpo sintiente:

Considerando el espacio en el que despliega toda la variedad de lo estésico, podríamos señalar dos características que determinan la infinitud del sentir; en efecto: 1) no hay un órgano propio del sentir –el sentir adviene o se produce en el sujeto abarcándolo por completo–; sólo podemos pensar que ese órgano es el “cuerpo sintiente” si entendemos que éste no se limita el aspecto puramente somático sino que incluye las proyecciones metonímicas del cuerpo; 2) dado que el sujeto está ante –o por decirlo así, como flotando en– la pura sensación, todo, para él, se vuelve sentible; no hay límites para el sentir (Dorra, 1999: 258).

El lector siente al libro, en tanto cosa escrita, como una continuación de su cuerpo.

La poética del libro que consiste en ser “fuente infinita de nuevas realidades” se desprende de la poética de la lectura porque en esta comienza la transformación que el libro lleva a cabo en el mundo:

El libro, cosa escrita, entra en el mundo en donde realiza su obra de transformación y de negación. Él también es porvenir de muchas otras cosas y no sólo de libros, sino que, por los proyectos que de él pueden nacer, por las empresas que favorece, por la totalidad del mundo cuyo reflejo cambiado es, es fuente infinita de nuevas realidades, a partir de lo que la existencia será lo que no era (Blanchot, 2012: 31).

Asimismo, el cuerpo del lector se da como instancia de pasaje entre libro, obra y texto. En relación con el libro se abren dos espacios, uno de goce donde se da la búsqueda, y otro de placer donde se da el encuentro. Tomando la referencia crítica de Barthes, el placer del texto hace de su escritura una lectura y del acto de leer un sueño, la lectura mira la dimensión estética de la escritura; mientras que el goce del texto hace de la escritura una cifra donde se capta su dimensión ética, el desciframiento hace de la escritura una realidad. Para la poética de la lectura, el goce empieza en la certeza de que existe una voz en la escritura a la espera de ser revivida e incita a su búsqueda, pero el placer acontece en el encuentro de la mirada de quien lee con la voz del texto. Gracias a los espacios sensibles el libro deviene obra.

En la segunda instancia el cuerpo percibiente aparece llevado por la obra, porque el obrar del libro es llevar al cuerpo propio hacia lo imaginario, y en su mirada –la del cuerpo percibiente– se recorta el texto de la lectura. Barthes, siguiendo a Bachelard, remarca que el texto se reconoce como lectura en el placer, mientras que en el goce reaparecen en el texto los trazos de su escritura:

Se diría que para Bachelard los escritores no han escrito nunca: por una extraña ablación son solamente leídos. Por eso ha podido fundar una pura crítica de lectura y la ha fundado en el placer: estamos comprometidos en una práctica homogénea […] y esta práctica nos colma: leer-soñar. Con Bachelard es toda la poesía […] que pasa al crédito del Placer. Pero desde el momento en que la obra es percibida bajo las especies de una escritura, el placer rechina, el goce asoma y Bachelard se aleja (Barthes, 2004: 62).

La lectura es el placer del texto porque ese placer de leer-soñar solo se logra con la lectura vuelta ensoñación.

En consecuencia, el cuerpo percibiente es el sujeto que partiendo de la sensibilidad construye la inteligibilidad del mundo. El estudio del cuerpo vivido no resulta una línea alterna del pensamiento de Dorra, sino un compromiso intelectual por tratar de comprender cómo la expresión verbal se acompaña y se afinca en la corporal. Así, la percepción del cuerpo y la enunciación del lenguaje trabajan en la conformación del sentido. El sujeto en este caso “es un proceso constituido por el lenguaje” (Dorra, 1989: 174) porque su percepción se restituye en el discurso:

Si es mediante el cuerpo percibiente que el mundo se convierte en sentido, es mediante la instancia de la enunciación que “el que habla” se convierte en sujeto. Y es a partir de esa instancia que el sentir puede adquirir ciertas especificidades y sobre todo ser experimentado como tal. Al instalar al sujeto, la enunciación da lugar a la propioceptividad y, con ella, a la íntero y a la exteroceptividad, que no son sino dos direcciones que toma la experiencia de lo propioceptivo (Dorra, 1999: 257).

Nuestra subjetividad se constituye en la posibilidad de expresar verbalmente la experiencia vital de habitar el mundo aquí y ahora.

Por último, hay un tercer cuerpo que emerge no de la figura del lector sino del texto (aunque el lector, siendo también una figura textual, podría compaginarse con este tercer cuerpo); este cuerpo se bifurca en el cuerpo del actante que reviste al sujeto enunciante con las formas del lenguaje, esto es, lo dota de sensibilidad e inteligibilidad, por ello el cuerpo del actante se torna enunciador afirmándose como expresión primordial en su enunciación, y el cuerpo del deseo que convoca al lector –en tanto figura del enunciatario– como ese “otro” a que realice la lectura.

Discutiendo la crítica de la lectura de Roland Barthes, Raúl Dorra propone que “[l]a escritura es el cuerpo profundo, reprimido, el cuerpo del deseo, del goce, es decir, ‘el cuerpo erótico’. La escritura es este campo de pulsiones, un espacio marcado por el deseo del otro” (Dorra, 1989: 171). Barthes recupera la condición vicaria de la textualidad, ser lectura y escritura, con el propósito de dar cuenta tanto del placer como del goce respectivamente. La lectura en su poética busca el deseo del otro. Acontece la estesia2 en el encuentro entre la lectura y la voz de la escritura. De tal modo, podemos observar en el acto de leer una figura del proceso de la semiosis, y en la lectura la figura del sujeto enunciante donde enunciador y enunciatario se congregan, siendo la escritura una forma de la enunciación misma.

La negociación es la segunda forma de existencia indispensable para la experiencia estética de la lectura. No puede haber lectura donde solo existe reproducción mecánica de las grafías, donde se carece de apertura de recorridos múltiples, de composiciones potenciales de tramas en la mirada, porque, en palabras de Dorra,

La lectura es una negociación. Si no lo fuera, tendríamos que pensar que no habría sino una lectura, siempre la misma, la que el texto ordena, ahora reduciendo el ordenar al solo sentido de mandato. Sin embargo, hay estilos en la lectura, grados en la interpretación. Hay, también, distancias y profundidades, recorridos por espacios reales o imaginarios (2005: 46)

Gracias a la negociación nunca se hace la misma lectura de un texto porque la negociación despliega las condiciones temporales y espaciales de la existencia. La negociación permite establecer la analogía entre la lectura y el río de Heráclito a la que Borges recurría con frecuencia:

Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado (2007: 204 y 205).

Existe negociación en la lectura porque esta participa en el entramado del texto; en palabras de Borges “[l]os lectores han ido enriqueciendo el libro” (2007: 205). Cada lectura aporta nuevas posibilidades de sentido, además de inaugurar el proceso de significación en el texto. Sin embargo, el mismo Dorra distingue este tipo de lectura contingente como “interpretación” de una esencial como “poética”: “Entre la ‘poética’ y la ‘interpretación’ hay, quiérase o no, la distancia que va de lo esencial a lo contingente” (1976: 111). Una lectura poética sigue “un sistema interior de relaciones formales” (1976: 111). Mientras que, por su parte, en la lectura interpretativa “cada hombre, cada generación, cada momento histórico dirá su palabra acerca del sentido” (1976: 111). La lectura poética, al dar cuenta de las condiciones de posibilidad de la obra, de la interdependencia de sus elementos y de la relación del todo con cada una de sus partes, se opone a la lectura interpretativa: “Porque la interpretación está sujeta a cada circunstancia, está modificada –enriquecida, perturbada– por el azar que rodea a cada acto de lectura” (Dorra, 1976: 111). En síntesis, la poética de la lectura encuentra en la lectura poética la dimensión estructural con la que inicia su búsqueda, pero lleva a cabo su negociación en la lectura interpretativa por ser esta histórica, incluso diría que la lectura poética es inmanente mientras que la interpretativa es situacional.

Por lo anterior, la lectura estética del texto literario no se lleva a cabo nunca como mero desciframiento gráfico, sino como el movimiento de la consciencia para entrar en el espacio y el tiempo imaginarios donde es posible sentir la voz. La realización del contacto con el mundo real mediante los signos es labor de la función realizante (Bachelard) de la imaginación en la lectura. Así, leer en el texto sobre espacios y tiempos, conlleva lo imaginario, “ese trabajo del espíritu que trae a la conciencia la certeza de que el mundo no termina en aquello que se ve y que se nombra pues siempre hay un más allá que, oculto y a la espera, se sitúa […] más allá de los nombres” (Dorra, 2014: 36). Sin embargo, la consciencia imaginante, constitutiva de la experiencia estética de la lectura, no se halla en lo irreal. Si bien la experiencia literaria es real, no así el objeto imaginario que se conforma en dicha experiencia y que requiere de la presencia del texto en tanto que se desprende de ella para irrealizarse.

El texto literario le da al lector una posibilidad de liberación en la poética de la lectura. La irrealización propiciada por el texto literario se afirma en lo que solo se puede vivir de modo imaginario por mor de la lectura. Además, hay otra liberación durante la lectura del texto literario cuando el sujeto se desprende de los imperativos categóricos de su lengua que lo implantan en una situación ambivalente de ser poseedor y preso a la vez. Al respecto, Dorra –siguiendo a Barthes– explica que

al hablar yo estoy destinado a ser al mismo tiempo autoridad y grey, amo y esclavo. El poder aparece de un extremo a otro: de la obligación de afirmar a la obligación de repetir: no sólo estoy sometido, sino que, a mi vez, al hablar someto, hago circular junto con los signos las formas del poder (Dorra, 1989: 168).

La escritura literaria aparece como posibilidad de liberar al hablante del círculo de sometimiento que la lengua le impone en su condición de institución social. A causa de esto, la negociación de la lectura vuelve a crear la liberación que la voz encontró en el trazo de la escritura.

Entre la expresión de la poesía y la comunicación de la sentencia se encuentra la actuación de la lectura en el relato literario que requiere un modo de negociación entre lo erótico y lo tanático. Nos dice Dorra:

cada relato es […] un recorrido erótico: travesía en la que puede vivirse la experiencia de una anhelante morosidad o de la agitada entrega a una espesura súbita, a las aceleraciones de un jadeo que en su final es plenitud y anonadamiento, saboreo de ese temblor que sobreviene al sujeto que se enfrenta con la muerte en el punto más alto de la vida, ahí donde Eros y Thánatos se abrazan. Así, si el relato se relaciona con el erotismo es porque su tempo está impregnado, trabajado, tensionado por la proximidad de la muerte (Dorra, 1998: 47).

La distribución, tercer modo de existencia de la lectura como experiencia estética, prolonga la búsqueda de su origen, ese yo en que se afirma, y continúa con la negociación porque intenta adecuarse al ritmo y entonación de la voz que la reclama. Mientras que en la lectura en voz alta se actúa en un espacio real, ante un otro percibido, “[e]l que lee en silencio distribuye la voz aunque esa distribución opere en un espacio imaginario y para oyentes imaginarios en una suerte de inaudible teatralización” (Dorra, 2005: 47). La lectura existe en la acción y efecto de distribuir la voz para un oyente y un espacio ya sean reales o imaginarios.

Cabe observar que la distribución de la lectura en el tiempo mantiene su realidad tanto en la lectura silenciosa como la que se hace en voz alta, lo que cambiaría sería el tempo,3 porque el ritmo con el que se interpreta el texto varía en ambas formas de lectura debido a que en la lectura en voz alta el lector actúa para otro, se hace objeto de exhibición, pero en la lectura silenciosa el lector se pliega porque actúa para sí mismo como otro, se trata entonces de un acto de recogimiento y desdoblamiento.

El cuerpo hace figura en ambas lecturas; no obstante, según Dorra, “el cuerpo no sólo hace figura sino que también, y sobre todo, hace signo, convierte al mundo en texto” (Dorra, 2002: 25). La textualidad se teje con la presencia del cuerpo en el mundo, el ser aquí y ahora. Entre el cuerpo y el texto media el tejido significante. El cuerpo entendido como entramado sensible del sentido nos permite dilucidar que se constituye con la misma tela del mundo: “mi cuerpo está en el número de las cosas, es una de ellas, pertenece al tejido del mundo y su cohesión es la de una cosa” (Merleau-Ponty, 1986: 17). Hacer del mundo un texto es la acción corporal de la lectura.

La mirada que hace del mundo tejido es la expresión primordial de la lectura como acto creador: “Pues la lectura únicamente se convierte en placer allí donde nuestra productividad entra en juego, esto es, allí donde el texto ofrece una posibilidad de activar nuestras capacidades” (Iser, 2022: 192). Recíprocamente, gracias al libro y a la escritura, un texto posee la corporeidad que lo presenta en el mundo para la mirada del lector. El acto creador de la lectura culmina en la composición de un nuevo texto, en sublimarse ella misma como escritura “pues –siempre según Dorra– una obra no hace sino recoger obras que la han precedido y de las cuales es una lectura y una renovación […]” (Dorra, 1998: 23). De esta manera Raúl Dorra concibe que

el arte de componer un texto sea equivalente al arte de formar un cuerpo, no un cuerpo laxo sino un cuerpo tenso que esté en condiciones de mostrarse como un espectáculo para una mirada que juzgará su valor teniendo en cuenta la virtud con que sus partes han sido seleccionadas, ordenadas y verbalizadas (Dorra, 2002: 25).

Entonces, “[l]a lectura es una forma de escritura” (Dorra, 1982: 67). Si bien toda escritura se trama en la superficie de la página, en la espera de una lectura que se distribuya según los recorridos de la voz, contamos con un caso de las letras universales donde la escritura expresa su entramado con la página y al mismo tiempo interroga la distribución porque la voz se ha dispersado, con lo que se pone en juego el acto creador de la lectura, me refiero a Un coupe des dés… de Stéphane Mallarmé, obra en la que el lector participa en el proceso de creación del texto al aportar en su mirada el componente de la lectura.

Pero hay algo más, la lectura hace recrear la experiencia del otro plasmada en la escritura; de modo tal que la experiencia del lector recupera la toma de contacto del escritor ante la página, el instante en que la escritura se vuelve un enunciado donde se restituye la lectura, donde revive el texto. Un coupe des dés en su distribución nos revela cierta propiedad de la escritura que había quedado velada por razones instrumentales, a saber, que “la escritura […] es una lectura realizada en lo vivo y lo dinámico, en aquello que va tomando forma en nosotros a medida que lo producimos” (Dorra, 1982: 68). El poema de Mallarmé se vuelve una imagen de la escritura como producto de la lectura. La continuidad de la escritura en la lectura, como el avance por una espiral dialéctica, resulta crucial porque: “la lectura se hace a su vez escritura, el trazo que la mirada ejecuta sobre el texto, la construcción de un discurso silencioso que completa y actualiza otro discurso” (Dorra, 1977: 26). Además, la lectura se presenta en el acto de escribir si este se configura para una mirada que la reciba.

La distribución de la lectura culmina en la conformación de nuevos recorridos para la mirada, de otros tejidos significantes en elaboración y de escritura por venir (o del “libro que vendrá” desde la concepción de Blanchot). Es en este sentido que la lectura condiciona la emergencia de la voz en la escritura y que, en el caso de la obra literaria, la lectura crea escritura.

Los tres modos de existencia de la lectura que Dorra conceptualiza ciertamente han requerido un esfuerzo intelectual para su descripción; sin embargo, su tratamiento ha tomado como suelo la experiencia inmediata enfatizando su dimensión sensible. Cabe destacar que Rául Dorra cultivó tanto la investigación de la voz en el cuerpo y el lenguaje como la creación literaria, encontrando en la escritura científica y en la artística dos figuras de un mismo intento, a saber, articular lo sensible con lo inteligible. A pesar de ser un prolífico escritor, Dorra nos confiesa su propia experiencia personal como lector: “Yo tal vez he servido más a la literatura como lector que como escritor” (Dorra, 1994: 14).

Conclusiones

Con el afán de concluir, debo admitir que he deformado la propuesta de Raúl Dorra contenida principalmente en La casa y el caracol para encaminarla hacia el estudio de la poética de la lectura, pero he tratado su propuesta de manera coherente porque me esforcé en conservar la base estética de la que parte Dorra para estudiar la lectura donde la voz resulta imprescindible y he rastreado en diversos trabajos suyos confirmaciones sobre su concepción de la lectura.

De forma paralela, este artículo plantea un recorrido para la investigación sobre la obra de Dorra y ha puesto a dialogar diversos conceptos como los de cuerpo, voz, escritura, texto, lengua y percepción; lo que nos permite apreciar la coherencia de su pensamiento, ya que sus definiciones, lejos de contradecirse, van remitiéndose unas a las otras en un gesto de expansión del conocimiento y ampliación de la comprensión. En particular, el estudio de la poética de la lectura ofrece una pauta más para revisar la articulación entre cuerpo y lenguaje, si consideramos que la voz emana de la respiración y pone en juego la presencia de la subjetividad. Gracias a la poética de la lectura, la voz que anida en la escritura encuentra en el cuerpo del lector un nuevo nido desde el cual nos habla.

Además, con el propósito de dimensionar el alcance de la propuesta teórica de Dorra para los estudios literarios, desplegué la discusión sostenida con ciertos pensadores; tales son los casos de Roland Barthes, con quien la poética de la lectura encuentra una resonancia en el reconocimiento del placer del texto que para la estética de la recepción de Iser es la lectura en su producción de sentido, o de Maurice Blanchot, donde la poética del libro, como cosa escrita, se contrapuntea a la de la lectura porque ambas realizan su obra de transformación en el mundo, pero en divergencia cada una.

Recapitulando, la voz aparece en el mundo de la experiencia como la articulación primordial entre cuerpo y lenguaje. La escritura, desde el punto de vista estético, resguarda la voz que implica la presencia del sujeto; mientras que la lectura, mediante la búsqueda, pone en juego el contacto de la mirada con la voz en un ejercicio no solo sinestésico, sino creador, porque en la negociación abre nuevos recorridos para la mirada y en la distribución genera nuevas escrituras. Entonces, la poiesis de la lectura consiste en tejer el sentido en la escritura para desentrañar la presencia del sujeto mediante su voz, pero también en hacer del mundo un texto entramado con la misma tela del cuerpo.

Para finalizar, la reflexión de Raúl Dorra en torno a la lectura se ha caracterizado por considerar a esta tanto en su inmanencia como en su situación, en la búsqueda de la voz que contiene la escritura con la que negocia y en la que se distribuye afirmándose como EGO que dice EGO (Benveniste); por lo tanto, la lectura se pone en juego con la recreación de la voz de la escritura en la mirada. Qué escuchan los ojos en la lectura sino la voz.

Referencias

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1 Si asimilamos el hilo de la lectura con el hilo de Ariadna, desentrañamos la mitología subyacente en la escritura donde la mirada lectora recorre el texto a la manera de un laberinto y donde el escritor se asume como un Dédalo. Ciertamente el lector sigue el rol de Teseo, pero queda preguntarse quién hace de Minotauro.

2 La vivencia de plenitud total acontece en la estesis del sujeto con el objeto. A propósito, Greimas define el estremecimiento como “la concreción de la estesia”, y se distribuye “a la vez en el sujeto y el objeto, y marca el sincretismo de estos dos actantes, una fusión momentánea del hombre y del mundo que reúne al mismo tiempo, para decirlo como Descartes, la pasión del alma y la pasión del cuerpo” (1990: 43 y 44). La estesis o estesia inaugura el instante en el que se funden sujeto y objeto. En palabras de Raúl Dorra, la estesis se define como el “momento en que el sujeto queda por una parte mirando hacia lo puramente sensible que incluye su cuerpo y las palpitaciones de su cuerpo y, por otra, instalado en el sentido que hace aparición a través de su cuerpo” (Dorra, 1997a: 75). Entonces, la fusión del sujeto con el objeto implica la aparición del sentido en el cuerpo del sujeto. Dorra advertía, al respecto, que en la oposición entre el sujeto y el objeto “se produce una apertura hacia el espacio discursivo en general e incluso hacia el mundo de la experiencia” (Dorra, 2018: 18).

3 Raúl Dorra concibe el tempo en el interior de la estructura tensión-distensión: “La velocidad del recorrido [tensión-distensión], los cambios en el ritmo de la marcha corresponden al ‘tempo’ (que puede ser más o menos lento, más o menos ágil, o combinar la lentitud con la agilización)” (Dorra, 1997b: 15).