“La mujer no existe”. Sobre la violencia conceptual y simbólica

del post-feminismo constructivista

“The Woman does not Exist”.

On Conceptual and Symbolic Violence

of Constructivist post-Feminism

María José Binetti

IIEGE-UBA / CONICET, Argentina

mjbinetti@gmail.com

Resumen: Bajo el supuesto de que la ontología constituye un metarrelato totalitario, colonialista y normalizador, la postmodernidad interpretó ‒por defecto‒ que la producción de puras ficciones discursivas e identificaciones sociales sin compromisos ontológicos implicaría de suyo una performance liberadora. En el caso concreto de la diferencia sexual, la postmodernidad queer o trans-feminista instaló que la producción socio-imaginaria de múltiples géneros auto-definidos liberaría a las mujeres de la opresión de ser tales. Las siguientes páginas intentarán explicar por qué la des-ontologización de la diferencia sexual y su sustitución por incontables identificaciones socio-imaginarias es un acto de violencia conceptual, epistémica y simbólica, base de cualquier otra violencia.

Palabras clave: teorías queer, post/trans-feminismo, diferencia sexual, géneros, interseccionalidad.

Abstract: Assuming that all ontology is a totalitarian, colonialist and normative meta-narrative, postmodernity interpreted –by default– that the production of pure discursive fictions and social identifications without ontological commitments would imply a liberating performance. In the particular case of sexual difference, queer or trans-feminist postmodernity has considered that the socio-imaginary production of multiple self-identified genders would liberate women from the oppression of being such. The following pages aim at explaining why the de-ontologization of sexual difference and its replacement by countless socio-imaginary identifications is an act of conceptual, epistemic, and symbolic violence, the basis for any other violence.

Keywords: Queer theories, Post/trans-feminism, Sexual difference, Genders, Intersectionality.

Recibido:1 de septiembre del 2022

Aprobado: 10 de octubre del 2022

https://dx.doi.org/10.15174/rv.v15i31.701

1. Introducción

“El hombre es la medida de todas las cosas”. Esse est percipi. “No hay hechos sino interpretaciones”. “La realidad son simulacros y simulaciones sin original ni copia”. “El sexo es una construcción normativa”. “El sentimiento de ser varón o mujer es una ficción política”. “La mujer no existe”.

El sofístico eslogan según el cual las cosas son como cada uno las interpreta, encuentra en la postmodernidad su última edición y en las teorías queer o post/trans-feministas su versión más popular y difundida. La indetenible proliferación de ficciones y simulacros posmodernos fue entendida como la llave emancipatoria que permitiría deconstruir los metarrelatos totalitarios propios de la razón moderna, autoproclamada universal, objetiva y científica. La razón fue interpretada por los posmodernos como un instrumento de control imperialista, colonial y normalizador, y declinada en favor de micro-agenciamientos discursivos de carácter ficcional y azaroso. Escepticismo post-verdad, subjetivismo psico-imaginario y relativismo cultural representan así la clave emancipatoria que los postmodernos performan.

En el caso concreto de la diferencia sexual, la postmodernidad queer o trans-feminista instaló que ser mujer o varón se reduce a una ficción socio-imaginaria, un modo de sentir, vestir y hablar producto de dispositivos culturales. La propuesta posmoderna consistió en sustituir la producción binaria de mujeres y varones por multiplicidad de identificaciones de género, tantas como sujetos imaginarios sean posibles. Sin embargo, a pesar de sus buenas intenciones políticas, el constructivismo posmo-queer no parece haber logrado la tan ansiada libertad. En su lugar, parecería haber instalado un relativismo subjetivista que despoja a las mujeres de los derechos universales basados en la diferencia sexual y las entrega sin reparos a la fluidez nomádica de los sistemas de poder que operan toda ficción.

El objetivo específico de las siguientes páginas consiste en mostrar por qué la interpretación constructivista y des-ontologizante de la diferencia sexual junto con su sustitución por incontables identificaciones de géneros es de suyo un acto de “violencia conceptual” –el término lo tomamos de Catherine Malabou (2011: 99)–, epistémica y simbólica contra las mujeres, base de cualquier otra violencia. Siguiendo a Malabou, entenderemos el proceso de des-ontologización posmoderna como el capítulo más reciente de la historia falogocéntrica. A diferencia del patriarcado tradicional, sostenido por una metafísica sustancialista, el neo-patriarcado posmoderno se sostiene en un fundacionalismo lingüisticista donde los significantes producen los significados y el discurso social performa todas las cosas. En cualquier de los casos, ser mujer se reduce a una norma cultural, un destino de opresión, violencia y desigualdad, que solo puede superarse asumiendo a otro género. Veámoslo.

2. Sobre identificaciones socio-políticas

sin compromisos ontológicos

Las autoras post/trans-feministas abandonaron todo compromiso “ontológico”, “esencialista” y “fundacionalista” para celebrar a cambio la pura contingencia de las construcciones sociales e imaginarias sin más medida que su propia construcción individual (Nicholson, 1992). Por ontología entienden ellas un metarrelato universal referido a ciertas entelequias o esencias eternas e inmutables que constituirían el fundamento trascendente y perfecto de este mundo móvil y temporal. Cada cosa particular y finita sería una copia de aquel modelo trascendente, compartido por toda la clase de iguales. Esta norma metafísica de imitación y regulación extrínseca tendría su traducción política ‒según las mismas autoras postmodernas‒ en el totalitarismo del Uno, su colonialismo uniformador y la exclusión de todo lo que no se ajuste a su modelo normativo o esencial.

La ideología posmoderna introduce de este modo un paradigma dualista entre ciertas entelequias eternas e inmutables, objeto de la ontología o metafísica, y el mundo histórico y particular, objeto de los estudios culturales y sociales. Dado que aquella debe ser negada por totalitaria, colonialista y excluyente, solo queda la opción del historicismo posmoderno, el análisis cultural y la crítica sociológica “sin compromisos ontológicos” (Nicholson, 1992: 77). De este modo, las cosas serían simples individualidades, agregados de propiedades también individuales, sin nada en común más que asociaciones extrínsecas o generalizaciones abstractas. Toda representación general es una ficción y toda pretensión de universalidad –racional, política o científica–, un mero relato literario. Esto vale para cualquier realidad, pero muy especialmente para “la mujer”: mera ficción representativa e imaginaria modelada por cada cultura.

Según el constructivismo posmoderno, el contenido del significante “mujer” es producto de prácticas discursivas, instituciones sociales e imágenes subjetivas internalizadas e inscritas en los cuerpos. En palabras de Butler, la mujer es una “ficción reguladora” (Nicholson, 1992: 94). ¿Reguladora de qué? De aquello que es producto de su misma regulación, a saber, sujetos discursivos e imaginarios en los cuales se inscribe la representación de “ser una mujer” o “ser un varón”. Mujer es así “la función de un discurso decididamente público y social, la regulación pública de una fantasía a través de las políticas de superficie del cuerpo” (Nicholson, 1992: 90). Valga precisar que no hay para Butler un sujeto regulable preexistente a la regulación social. Por el contrario, el sujeto resulta en rigor un post-sujeto producto de lo social, una función discursiva resultante del a priori simbólico-cultural.

A esta producción de mujeres y varones a partir del aparato social se la ha denominado “género”. Género es el conjunto de normas, discursos y tecnologías productores de sexos, cuerpos, sexualidades, deseos, subjetividades, y asignados por la cultura hegemónica. Butler insiste en que “el género designa el verdadero aparato de producción en y por el cual los sexos son establecidos” (Butler, 1990: 7). De este modo, no hay un sexo pre-discursivo antes de que el género lo asigne como elemento cultural. Ser mujer o varón resulta una asignación extrínseca y arbitraria, un destino social cuyas determinaciones normativas dependen de los estereotipos dominantes en cada caso.

Ahora bien, dado que ser mujer o varón constituye una asignación cultural extrínseca y arbitraria, puede suceder que los post-sujetos discursivos se rebelen contra aquello de lo cual son producto y decidan auto-asignarse otro sexo acorde con otros sentimiento y percepciones. A este sentir subjetivo del género se lo denomina “identidad de género” (Principios de Yogyakarta, 2007: 6). Las identidades de géneros son el sentimiento de género de cada cual, que puede corresponder o no con el sexo asignado al nacer. En rigor, hay tantas identidades de género cuantas subjetividades sintientes, y cada una contiene una multiplicidad de expresiones de género, “incluyendo la vivencia personal del cuerpo (que podría involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios médicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que la misma sea libremente escogida) y otras expresiones de género, incluyendo la vestimenta, el modo de hablar y los modales” (Principios de Yogyakarta, 2007: 6). Cuerpo, genes, órganos sexuales, ropa, poses y modismos son algunas de las tantas expresiones de género asignadas y reasignables.

En el mismo sentido en que el sexo es un efecto del género, ser mujer o varón será efecto de la identidad de género sentida, independientemente del sexo asignado. Eso implica un profundo cambio de paradigma respecto de lo que hasta el momento se conocía como mujer. La definición de mujer como “persona de sexo femenino” es abandonaba en favor de la mujer como “post-sujeto discursivo de identidad de género femenina”. El propio concepto de sexo es disuelto y fragmentado en múltiples “características sexuales” (Principios de Yogyakarta Plus 10, 2017), todas nomádicas, moleculares y recombinables. Bajo el nuevo paradigma, lo que antes llamábamos mujer será ahora nombrado “persona gestante”, “menstruante”, “amamantante con leche humana”, “progenitor gestante o no-gestante”, persona “feminizada” etc., inclusivas en cualquier caso de todos los géneros.

Pero los post-sujetos discursivos no son el efecto de una sola y única representación de género, sino de múltiples representaciones sociales con las cuales se identifica o imagina ser. A saber, representaciones de raza, clase, etnia, edad, orientación sexual, religión, ocupación, nación, estado migratorio, peso, talla, salud, belleza, capacidades o discapacidades cognitivas, verbales, auditivas, visuales, ambulatorias, habilidades sensorio-motrices, estado civil, genealogía familiar, condiciones sanitarias, nivel educativo, antecedentes penales+. Cada sujeto social combina de manera singular todas esas representaciones, de donde, en palabras de Nancy Fraser y Linda Nicholson, no hay una noción “unitaria” de mujer, sino más bien identidades sociales “plurales y de construcción compleja, y en las cuales el género es solamente un hilo relevante entre otros conceptos que prestaran atención a la clase, la raza, la etnicidad, la edad y la orientación social” (Nicholson, 1992: 26). Todas estas representaciones están al mismo nivel socio-discursivo que las restantes. Todas ellas, además, se interseccionan mutuamente de modo que el contenido de cada una depende del contenido de todas las demás y viceversa. Cada post-sujeto social –plural y complejo– es representado por una cadena de significantes sociales interseccionados. Más aún, las cadenas significantes que representan a cada cual dependen además de la importancia subjetiva que cada determinación en cuestión tenga para cada sujeto. A lo largo de esa cadena, lo que ser mujer signifique en cada caso dependerá de los estereotipos sexistas de su cultura junto con la intersección de todos los demás ejes sociales según lo que cada uno perciba al respecto.

Valga insistir en que, para el constructivismo posmo-queer, no existe un sujeto mujer al cual se le atribuyen representaciones sociales de género, raza, clase, etnia, edad, religión, ocupación+. Tampoco existe una mujer lesbiana que elija el amor de otra mujer tal como la piensa el feminismo (Jeffreys, 1993). No hay propiamente una mujer sujeta “de” tales atributos y menos una mujer lesbiana, porque las lesbianas no son mujeres. Lo que hay es un agregado de identificaciones sociales todas al mismo nivel de construcción discursiva que propiamente no se atribuyen a nadie. No hay aquí un sujeto de atribución, sino un post-sujeto social atribuible más bien al relato cultural que lo construye.

3. No hay “la mujer”, pero sí hay “lo Real Femenino”

No solo la sociología y los estudios culturales, sino también el psicoanálisis –post-estructuralista francés– asumió el constructivismo lingüisticista como modelo de representación subjetiva. Me refiero en concreto a Jacques Lacan, para quien “no hay la mujer” (Lacan, 1981: 15), pero sí hay “lo femenino” del discurso. Que “la mujer” no exista significa para Lacan la negación de una entelequia universal y trascendente que determine extrínsecamente las propiedades identitarias de todas las “mujeres” particulares, porque cada una de ellas es única e irrepetible. Lo que sí existe para él son lo Real Femenino y lo masculino del discurso, diferenciados a partir del Significante 1 o Falo. Revisemos su esencialismo discursivo.

Lacan coincide con Butler, Nicholson o Fraser en el principio y elemento socio-lingüístico de la subjetividad (Grosz, 1990: 148). El sujeto lacaniano es radicalmente discursivo, efecto de los significantes que lo representan en tanto que tal. En sus propias palabras, el sujeto es “sujeto de un significante. Lo enuncio con la fórmula mínima de que un significante representa un sujeto para otro significante” (Lacan, 1981: 171). Este pertenece entonces al registro representativo como algo representado por los significantes lingüísticos. Valga aclarar que, para Lacan, los significantes no están asociados a un significado o contenido ‒cosa, imagen sensible o representación general‒ diferente de ellos mismos en tanto que signo. Para Lacan los significantes no significan un objeto sino más bien al sujeto que ellos representan. Ellos comportan unidades fónicas y sonoras, decires o dichos cuyas relaciones diferenciales solo poseen un valor subjetivo (Borch-Jacobsen, 1991: 169-196).

Nada hay del sujeto que preceda a su construcción discursiva. Nada, tampoco ser mujer, varón o sujeto potencial de atributos. Femenino y masculino son posiciones discursivas. En palabras de Lacan, “los hombres, las mujeres y los niños no son más que significantes. Un hombre no es otra cosa que un significante. Una mujer busca a un hombre a título de significante. Un hombre busca a una mujer a título ‒esto va a parecerles curioso‒ de lo que no se sitúa sino por el discurso” (Lacan, 1981: 44, 52). Cada sexo o género es un “locus” del lenguaje y la norma (Grosz, 1990: 67), por lo que para Lacan “no hay relación sexual” (Lacan, 2012: 12), en el mismo sentido en que tampoco hay la mujer. Lo que hay en cada caso son relaciones discursivas y praxis culturales.

En la medida en que sexo o género expresan posiciones discursivas, cualquier hablante-ser o parlêtre ‒como llama Lacan al sujeto discursivo‒ puede ser varón o mujer conforme lo representen sus significantes. Que no haya la mujer, no obsta que haya sujetos más o menos femeninos o feminizados conforme se aproximen a lo Real Femenino. Por lo Real Femenino entiende Lacan una posición meta-discursiva y meta-imaginaria, inefable, indecible, inaccesible, o mejor, accesible, decible y pensable como el más allá de todo discurso y pensar. Lo Real Femenino se parece a una Idea o Esencia platónica, con la salvedad de que esta opera por determinación positiva mientras que la Idea lacaniana opera por determinación negativa: sustracción y falta del pensar y decir. Lo Real agujerea lo simbólico y lo imaginario, lo incompleta e impide su totalización. Lo Femenino es entonces una posición que se sustrae a lo simbólico e imaginario, una instancia irrepresentable, impredecible y sin ley, absolutamente contingente e imprevisible.

La fórmula de la sexuación lacaniana se establece a partir de una tabla de opuestos separada por el Significante 1 o Falo Simbólico, inscrito en lo masculino, pero inescribible en lo femenino (Lacan, 1981: 95-108). Lo masculino se ubica del lado izquierdo del Falo, junto con lo simbólico; lo Real Femenino, del lado derecho del Falo –o eventualmente el izquierdo, según se mire– junto con lo inaccesible. Lo masculino es consistente con el haber: lo localizable, decible, medible, representable, claro y distinto. Lo femenino consiste en una falta infinita: ilocalizable, indecible, indecidible e irrepresentable. Decible simbólico e indecible Real expresan dos formas de gozar: la forma fálica-masculina y el goce complementario o suplementario que va más allá del Falo. El goce fálico responde a la lógica del todo, el goce no-fálico sigue la lógica del no-Todo. De ese goce no se sabe nada excepto que goza de manera inefable e indeterminable (Lacan, 1981: 90). Falo o no-Falo, Todo o no-Todo, goce Fálico o no-Fálico miden entonces la posición de lo masculino y lo Real Femenino en o fuera del discurso.

Si bien la tabla lacaniana de los opuestos sexuados parecería reeditar las viejas tradiciones del Uno determinante –claro, perfecto, definido– y la Díada indeterminada –caos oscuro, amorfo y definible–, su originalidad consiste sin embargo en el posestructuralismo discursivo a partir del cual interpreta ambos significantes. Dicho de otro modo, la novedad lacaniana, derivada de su escencialismo lingüisticista, consiste en predicar femenino y masculino con independencia de la materia. El goce femenino aplica a los sujetos discursivos feminizados, independientemente del cuerpo que tengan. El goce fálico aplica a los sujetos discursivos masculinos en las mismas condiciones.

En breve, si bien para Lacan no existe la mujer, sí existe lo Real Femenino en tanto que Otro Gozante más allá del discurso. De lo femenino solo se puede decir que es no-fálico porque el Falo no se inscribe en ello. Su Realidad persiste como pura negatividad, como lo fallido del lenguaje, su falta, lo que persiste fuera de la cultura tal como Luce Irigaray crítica al inmaterialismo lacaniano (Irigaray, 2007). Justamente porque lo femenino no puede decirse, cualquier sujeto puede representarse mujer, femenino, feminizado. Porque no existe “la mujer”, lo femenino se inscribe desde afuera, desde lo simbólico social en lo imaginario real.

4. Las multitudes post/transfeministas del 99%

Los post-sujetos discursivos plurales, compuestos por complejas cadenas significantes, se congregan en configuraciones sociales que algunos llaman “multitudes queer” (Preciado, 2003), otros el “pueblo posmoderno” (Bensaïd, 2006: 46) y algunos el “99%” de la sociedad (Arruzza, Fraser y Bhattacharya, 2019). No se trata en rigor de algún tipo de “organización” política, sino más bien del agregado extrínseco de identificaciones socio-políticas de suyo individuales, diseminadas, fragmentarias.

Este tipo de conglomerado social constituye el proyecto político post/trans-feminista, inclusivo de todas las identificaciones sociales oprimidas que intentan emanciparse del 1% opresor. A saber: mujeres y varones cis o trans, proletarios, negros, marrones, indígenas, transgéneros, discapacitados, migrantes, asalariados, refugiados, gordos, mutantes, abyectos, indígenas, de la diáspora, marginales++, incluso la tierra y el medio ambiente explotados son también agentes de emancipación. El post/trans-feminismo constituye así un proyecto de insurgencia global para el 99% de la población excluida por el 1% de la élite capitalista, patriarcal, racista, colonizadora, eurocéntrica, neo-liberal y globalizada. Paul Beatriz Preciado comenta al respecto que “el sujeto del feminismo es el proyecto de transformación radical de la sociedad en su conjunto” (2019).

Dada la heterogénea, múltiple y compleja composición identitaria de este 99%, resulta que todos son en realidad oprimidos y opresores a la vez, si bien no bajo el mismo respecto, sí al menos bajo los diferentes ejes sociales que los componen. Por ejemplo, un varón-cis-blanco-norteamericano-asalariado será opresor en tanto que varón-cis-blanco-norteamericano y oprimido en tanto que asalariado, a menos que perciba otra cosa; lo mismo vale para una transmujer-negra-lesbiana-multimillonaria respecto de una cismujer-blanca-ucraniana-pobre, excepto se perciba de otro modo. También puede suceder que no haya para las mujeres ninguna opresión porque su cultura patriarcal y sus tradiciones religiosas las identifica con el sometimiento y sería colonialista juzgarlas a la luz del imperio occidental. El resultado de esta multiplicidad interseccionada de ejes sociales es una suerte de competencia victimista por mostrar el mayor número y grado de opresión/es habidas.

Lo paradójico del caso es la pretendida o imaginada capacidad emancipatoria de los post-sujetos discursivos, efecto del aparato socio-cultural hegemónico que deberían transformar cual causantes del mismo. Pero ¿cómo lograrían hacerlo si son efectos de aquel? ¿Bajo qué criterio de justicia e igualdad? ¿Cuál es el sentido de lo común compartido por el 99% de las identificaciones individuales? Si pudieran efectivamente hacerlo, entonces su consistencia subjetiva sería irreductible a los dispositivos socio-discursivos y la postmodernidad debería explicarnos en quién reside efectivamente tal agencia libremente actuante que transforma lo social. Se debería explicar también un ideal de justicia e igualdad superador de los intereses privados de cada particular. En todo caso, la crítica social debería revisar sus supuestos meta-sociales, vale decir, ontológicos.

Pero lo más paradójico es el modo en que este relativismo psico-imaginario le garantiza al mercado la justificación ideológica de su desregulación e indetenible expansión. Nada más funcional al establishment que la fragmentación continua de identificaciones y deseos transindividuales. No es de extrañar entonces que el constructivismo posmoderno sea considerado la agenda cultural del nuevo capitalismo fármaco-pornográfico (Miyares Fernández, 2021; Bensaïd, 2006; Jameson, 1989), cuyo “negocio es la producción de la especie misma, de su alma y de su cuerpo, de sus deseos y afectos” (Preciado, 2008: 44). A diferencia del capitalismo clásico –basado en el individuo racional como agente de la comercialización de objetos y servicios–, la mercancía del nuevo capitalismo es el propio sujeto, su cuerpo, fluidos, células, funciones vitales, biomateriales, orificios sexuales, hijos, etc. Industria tecno-médica, big pharma, transnacionales del sexo, agencias reproductivas o experimentación transhumanista usufructúan el relato de los sentimientos identificatorios disociados del cuerpo a efectos de desrregular el mercado transhumanista (Miyares Fernández, 2022).

Dado que la agenda política de este 99% se centra en reconocimiento identitario de las diversidades marginadas, se trata entonces de una agenda eminentemente cultural tendiente a que cada uno haga consciente su profunda identificación social. En términos económicos y distributivos, la propuesta es la libre comercialización de los cuerpos regulada por consentimiento y contrato, incluyendo la libre explotación sexual y reproductiva y la fabricación de cuerpos transgenerizados. La narrativa inspiradora anima a cada uno a ser empresario de sí mismo y administrar su colocación en el mercado global con el capital humano que posea. Individualismo contractualista, emprendedorismo y consentimiento empoderante son el non plus ultra de este nuevo paradigma cultural, donde el reclamo de justicia e igualdad estructural han sido reemplazados por los deseos subjetivos.

En conclusión, nos encontramos hoy ante la fragmentación siempre mayor de identificaciones, deseos e intereses privados, sin medida alguna de justicia e igualdad. Este tipo de relativismo subjetivista, lejos de resultar emancipatorio, deja a los sujetos discursivos a merced de los dispositivos de poder que los performan y en manos de los flujos de capital que producen sus nomádicos sentires. El feminismo ha sido desarmado en múltiples post-trans-feminismos con agendas vindicativas opuestas e incompatibles: algunos reivindican los espacios y protecciones de las mujeres, otros, los espacios y protecciones de los varones y la explotación de las mujeres. La desarticulación del proyecto feminista propicia la desregulación del mercado sexo-reproductivo y sus flujos off shore.

5. Las múltiples violencias implícitas

en la des-ontologización de la mujer

Porque lo conceptual es político, lo mal conceptualizado deriva en prácticas violentas y discriminatorias. Tal es el caso de la des-ontologización y redefinición de las mujeres a partir de estereotipos sexistas y representaciones imaginarias. A tal tipo de violencia la denominamos, siguiendo a Catherine Malabou, “violencia conceptual” (Malabou, 2011: 99). La quintaesencia de este esencialismo socio-discursivo reside en definir a las mujeres en tanto que tales por aquello que las oprime socialmente.

En el derecho internacional, por “género” se entiende la estructura de desigualdad y subordinación que oprime a las mujeres. Según la ONU, el género comprende “los roles, comportamientos, actividades, y atributos que una sociedad determinada en una época determinada considera apropiados para hombres y mujeres”. El derecho internacional establece entonces el género a fin de atender a los elementos estructurales, objetivos y comprobables que subordinan a las mujeres. Las políticas con perspectiva de género se proponen erradicar dicho sistema de opresión a fin de emancipar a las mujeres. Sin embargo, la categoría “identidad de género” lo redefine de manera discrecional como una identidad profunda –cis o trans– que debe ser reconocida y protegida, mientras elimina el concepto de sexo, objetivo y verificable.

Tal inversión semántica apunta a normalizar y perpetuar los patrones socioculturales, estereotipos, prejuicios, estándares de belleza, roles, poses o prácticas consuetudinarias que afectan negativamente a las mujeres y que el derecho internacional exige eliminar en lugar de reconocer y proteger como lo auténticamente “femenino”. Si ser mujer es una identidad de género, entonces el hecho de ser asesinadas, violadas, abusadas, discriminadas, oprimidas, explotadas, subordinadas, descalificadas, etc., debe atribuirse al profundo sentir identitario de las mujeres y no a una estructura social opresora. En el mismo sentido, si el género define a las mujeres, entonces ellas no podrán emanciparse en tanto que tales, sino que deberán abandonar su identidad profunda y abrazar alguna otra identidad transgenérica.

Definidas en tanto que constructo social hetero-normativo, las mujeres son puestas en la posición “excluyente” de las otras identidades diversas y felizmente no-normativas. De esta posición excluyente depende la alineación discursiva MLGTBIQ+, cuya estrategia simbólica es vaciar de sentido a la M. Dispuesta en la cadena significante MLGTBIQ+, “mujer” no significa nada en absoluto. En efecto, en una primera aproximación, podríamos suponer que M significa la elección del pene como objeto hetero-sexual a diferencia de lesbianos, bisexuales, asexuales, demisexuales, etc. Pero en tal caso no sería posible distinguir a las mujeres de los gays, que también eligen el pene como objeto sexual, se perciben cis y tienen pene igual que las mujeres trans. Podríamos suponer entonces que M se define por algunos estereotipos sexistas, pero ¿cuáles en concreto? ¿cuál sería el contenido representable de la “feminidad genérica” común a las mujeres “cis” y “trans”? ¿Acaso fregar, usar tacones y ser sensible? Muchas mujeres no se representan de ese modo y tampoco hay estándares universales de comportamiento de varones y mujeres.

La cadena significante MLGTBIQ+ que pone a las mujeres en un lugar de exclusión e indefinición, cumple además una función minorizante y guetificante tendiente a fragmentar y debilitar su acción política. El espectro MLGTBIQ+ significa que las mujeres ya no son la mitad más uno de la humanidad, su mayoría absoluta, sino uno de tantos grupos identitarios. Dicho espectro cumple asimismo la función de disociar y desmembrar la unidad biopsicosocial que ser mujeres supone. En lugar de ser la persona una totalidad integrada, es un post-sujeto disociado entre un cuerpo funcional –gestante, menstruante, eyaculante, amamantante, etc.– y una mente neutra que se identifica con algún género. El cuerpo, por su parte, no es tampoco un organismo integrado sino un agregado de expresiones, partes o características de género que pueden extirparse, recombinarse e implantarse a voluntad según la mente perciba. Disociación y desmembramiento son operaciones simbólicas profundamente alienantes de la unidad integrada que es la persona, cuyo propósito consiste en introducir un modelo antropológico esquizoide que habilite la manipulación y comercialización transhumanista.

El cambio de paradigma supuesto en la transición del género a los géneros se acompaña de una neo-lengua que busca borrar las marcas de diferencia sexual e instituir en su lugar la neutralización del discurso. Aparecen así los morfemas “e” o “x” como expresión de la nueva neutralidad generista, o los sintagmas funcionalistas y biologicistas “persona gestante”, “menstruante”, “amamantante”, “eyaculante”, “progenitor no gestante”, “feminidades”, etc., susceptibles de nombrar indistintamente cualquier género. Por ejemplo, “persona gestante” aplica inclusivamente a varón, mujer, no-binario, andrógino, pangenérico, dos-espíritus, poligénero, género no-conforme, género queer, fluido, mutante++.

La introducción de esta terminología oscura y ambigua, lejos de representar y expresar a las mujeres, les impide ser reconocidas, visibilizadas y nombradas de manera clara y respetuosa. La neutralización neo-lingüística imposibilita a las mujeres reconocer y enunciar sus experiencias, necesidades, opresiones y violencias en tanto que mujeres, transformarlas y transformarse en tanto que tales. Las expone asimismo a la inseguridad jurídica que supone carecer de una definición exhaustiva y rigurosa de “mujer” o “madre”, sujetos de políticas públicas de protección y promoción. Tales categorías son sustituidas por una terminología ajena al sistema jurídico internacional y las convenciones firmadas y ratificadas por los Estados, e incompatible con los derechos humanos. Su objetivo es, claro está, desactivar la aplicación de las normas tendientes a erradicar la discriminación contra las mujeres en tanto que tales.

La diferencia sexual –fuente de experiencias, necesidades, prácticas, funciones o valores diferenciales– es borrada del discurso en pos del igualitarismo formal entre todos los géneros sentidos. Con el discurso desaparecen protecciones, garantías, medidas especiales y espacios exclusivos destinados a proteger la seguridad, privacidad e intimidad del sexo femenino, e inclusivos ahora de ambos sexos. A modo de ejemplo, los varones son incluidos en el deporte femenino, ahora mixto; en cárceles, refugios, baños, vestuarios, salas de atención y cuidado de mujeres, etc.; los datos estadísticos, médicos o cualquier otra información desagregada por sexo resulta inutilizable por la incorporación de los varones; se destorsionan igualmente los mecanismos de acción positiva o paridad tales como sistemas de cupos y cuotas; podría suceder que una mujer deba llamar mujer a su violador. En síntesis, se trata de un retroceso inédito en materia de derechos y garantías constitucionales tendientes a la igualdad sustantiva entre varones y mujeres.

El socio-esencialismo des-ontologizante desemboca así en la desaparición discursiva, política y jurídica de la diferencia sexual, y la sustitución de las mujeres por un modo de percibir y sentir estereotipado que incluye a los varones. Más aún, el propio concepto de persona es reemplazado por un haz de representaciones identitarias, efecto de los dispositivos de poder social que se inscriben en la fantasía de cada cual. En síntesis, los derechos de las mujeres basados en el sexo son eliminados en favor de los todos los géneros, vale decir, de los varones.

6. El compromiso feminista con una ontología

realista y material

Superar la fragmentación y dispersión identitaria a la cual nos han traído las políticas de los géneros exige una profunda tarea de restitución conceptual, que numerosas teóricas feministas han emprendido (Jeffreys, 2014, 2022; Rodríguez Magda, 2019, 2021; Miyares Fernández, 2021, 2022; Stock, 2021). A modo de contribución, quisiéramos en este breve espacio visibilizar las principales falacias del constructivismo socio-linguisticista y sentar algunos pocos principios para un realismo feminista superador del cul de sac posmoderno.

Muy a su pesar, el constructivismo antimetafísico hace las veces de una metafísica que intenta explicar todas las cosas en virtud de un fundacionalismo lingüístico de clara impronta androcéntrica. El lenguaje funciona allí cual a priori trascendental, omniexplicativo y monocausal. Cuerpos, funciones biológicas, sentimientos, objetos, ideas, fantasías, deseos, relaciones intersubjetivas, principios éticos o matemáticos, conocimientos científicos, etc., todo es igualmente efecto de prácticas discursivas y dispositivos culturales que se inscriben en el imaginario subjetivo. La metafísica posmo-queer instituye además un paradigma dualista que fuerza a elegir entre un sustancialismo basado en entelequias eternas, inmutables y trascendentes; y un nominalismo anti-esencialista y anti-fundacionalista según el cual solo hay individuos irrepresentables y nombres generales vacíos. Dado que las cosas son siempre individuales, toda representación general es mera ficción imaginaria, un simulacro sin contenido real.

Este representacionismo formal y abstracto es incapaz de comprender la intrínseca complejidad y dinamismo de la realidad, siempre tensionada por oposiciones y contradicciones irreductibles a lo meramente universal o individual, particular o general, material o inmaterial, natural o cultural, etc. Comprenderla es función de un pensamiento conceptual concreto, capaz de aprehender las contradicciones, el dinamismo y la apertura de lo real. A diferencia de las representaciones formales y abstractas –meras ficciones sin contenido real–, la universalidad concreta del concepto contiene recíprocamente lo universal en lo individual y lo universal en lo particular. Si el pensamiento conceptual no contuviera ambos, la percepción sería ciega, la representación, vacía, la realidad en su conjunto incomprensible y los seres humanos permaneceríamos encerrados en nuestras fantasías privadas, incapaces de comunicarnos y hacer ciencia. Solo habría discursos privados basados en percepciones subjetivas de contenidos particulares. Estas son las premisas de la ideología pos/transfeminista.

Pero lo cierto es que conocemos, hacemos ciencia y nos comunicamos en base a realidades particulares y universales a la vez, susceptibles de ser objetivamente pensadas y compartidas. Cuando afirmamos por ejemplo “Juan es hombre”, “este es un lápiz”, “ahí viene mi padre”, expresamos justamente esa mutua realización concreta de lo individual en lo universal y viceversa. Valga otro ejemplo, cada una de nosotras es una mujer única e irrepetible, situada en un tiempo, espacio y contexto particular que la hace ser “esa” mujer, diferente a todas y sin embargo igualmente “mujer”.

El feminismo está llamado a sostener una ontología realista capaz de pensar la tensión dialéctica y mediación recíproca de lo universal, particular y singular. A este sentido universal inscrito en cada cosa singular, la filosofía lo llama “esencia”, y por ella comprendemos y enunciamos lo que una cosa es. La esencia no tiene que ver con entelequias trascendentes o ideas inmutables que rigen lo finito desde un más allá inaccesible, tampoco con propiedades fijas o con una identidad estable. Antes bien, lo esencial expresa el dinamismo intrínseco de lo real, su modo de ser, devenir y actuar. Como recuerda Catherine Malabou, la esencia significa “la transformabilidad de los seres, nunca su estabilidad sustancial” (Malabou, 2011: 136). Ella dice entonces un dinamismo funcional y apunta a un proceso de desarrollo intrínseco que, continúa Malabou, “nunca deja la identidad en paz” (Malabou, 2011: 136). Las definiciones esenciales son definiciones funcionales y por lo mismo no responden a criterios inmutables, trascendentes o normativos, sino a fuerzas constitutivas de progreso y transformación.

Esto vale para la esencia en general y vale especialmente para la esencia-mujer en particular, constituida por un dinamismo de diferenciación continua. En y por su esencia, la mujer –insiste Irigaray (1981)– no es ni una ni dos sino siempre otra y múltiple en sí misma, atravesada por una alteridad que la niega para transformarla. Este tipo de esencia dinámica, plástica, funcional se aviene a conceptos universales y concretos, inclusivos de lo individual y particular en lo cual aquello se realiza. Por eso Malabou insiste en un “concepto mínimo de mujer” (Malabou, 2011: 93) capaz de expresar el sentido rector de ser mujeres, siempre realizado en y por innumerables diferencias singulares. Este sentido mínimo, concreto y universal, condicionado a la vez por la biología, lo psíquico y la cultura, define a la mujer como “la persona de sexo femenino” (Diccionario de la RAE), esto es, la persona cuya determinación sexual comprende todos los dominios de su ser personal, desde lo biológico hasta lo espiritual y político.

Este concepto mínimo hace posible una filosofía específicamente feminista y una praxis política centrada en la opresión social de las mujeres en tanto que tales, es decir, basada en el sexo. Para la filosofía feminista, ser mujer no es una variable social de opresión colocada al mismo nivel constructivista que las innumerables variables socio-culturales que oprimen al 99% de los post-sujetos discursivos. Por el contrario, ser mujer es la razón específica de la opresión de las mujeres, estén también oprimidas o no por otras razones sociales (Lawford-Smith y Phelan, 2021). La agenda política de tal opresión incluye, entre otras cuestiones, la erradicación de la trata para fines de explotación sexual y reproductiva, la prostitución y la pornografía, el matrimonio de niñas, los abortos selectivos, la ablación de clítoris, las violaciones, acosos, feminicidios y los tantos modos de micromachismos, la exclusión del espacio público, la ciudadanía de segunda y tercera, la doble y triple jornada laboral, la brecha educativa, salarial, el techo y los laberintos de cristal, la feminización de la pobreza y la precarización laboral, etc. También el vaciamiento conceptual de la categoría “mujer” y las implicaciones sociopolíticas de su disolución integran la agenda específica del feminismo. No el de las mujeres cis-hetero-burguésas –¡vaya oxímoron posmoderno!– sino el feminismo de todas y cada una en su universalidad particularidad.

Dado que se trata de una universalidad concreta y compleja, el ser mujer se realiza de modo singular e irrepetible en cada una, a través de un sinnúmero de particularidades que determinan su situación espacio-temporal. Solo este tipo de universal garantiza la inclusión de todas sin distinción de clase, raza, cultura, orientación sexual, religión o cualquier otra condición particular, y previene contra falsas universalizaciones o disolventes fragmentaciones identitarias. La dialéctica de lo universal-individual significa, en términos geo-políticos, que lo internacional es siempre local y lo local, internacional; en términos sociales, que lo subjetivo es radicalmente relacional y comunitario; en términos de praxis feminista, que lo que toca a una, nos toca a todas.

7. A modo de conclusión: la mujer es cada mujer

El constructivismo posmoderno, sin compromisos ontológicos, pero fuertemente comprometido con los estereotipos sexistas, constituye hoy el dispositivo ideológico a través del cual opera la violencia conceptual y epistémica contra las mujeres, fundamento de múltiples formas de violencia simbólica, psicológica, institucional, etc. En tal contexto, urge reponer una filosofía feminista robusta capaz de sostener el proyecto político de igualdad sustantiva entre varones y mujeres.

La mujer existe. Lo que no existe son las entelequias inmutables y los meros agregados de ficciones en el vacío de lo real. La mujer que existe es cada mujer única e irrepetible: síntesis dinámica de múltiples fuerzas, elementos y relaciones que la constituyen. La esencia-mujer es ese núcleo de sentido, acción y transformación que nunca deja estable la identidad sexual de cada una. El universo-mujer es singular y múltiple, uno y diverso a la vez; allí nos encontramos en nuestras diferencias y diferimos en nuestra identidad esencial. Porque lo uni-versal existe, ser mujer no tiene que ver con performar estereotipos sexistas, sino con emanciparnos de ellos a fin de desplegar la libertad que nos define como personas de sexo femenino. Un concepto mínimo, plástico y abierto de mujer nos protege contra todo estereotipo sexista que pretenda reconocer prácticas discriminatorias y desiguales como profundas identificaciones.

Reasumir nuestro compromiso feminista con una ontología realista es hoy la única alternativa al totalitarismo sociologista de los géneros, diseñado para perpetuar la opresión de las mujeres, desregular el mercado transhumanista e instaurar el paraíso neoliberal en un marco ético relativista. Solo nuestra realidad esencial podrá liberarnos, porque ser mujeres es la potencia de una transformación radical.

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