Palabra de mujer: narraciones del dolor que nos atraviesa

Daniela Rea (ed.), Ya no somos las mismas y aquí sigue la guerra, México, Random House, 2020.

En un país convulsionado por las violencias cada vez más explícitas y recurrentes surge este importante texto; valioso por su contenido, pero también porque cristaliza formas feministas de resistir, de escuchar y de acompañar-se, de acompañar-nos durante estos más de quince años de efectos de la guerra contra el narcotráfico. En la carta inicial, las autoras señalan a quiénes va dirigido este libro (mujeres buscadoras, mujeres torturadas, mujeres desplazadas) y quiénes lo escriben (mujeres activistas, mujeres periodistas). Como en muchos otros ámbitos, las mujeres aquí y ahora son protagonistas. Sus historias del dolor, de la resistencia, de las violencias vividas, son importantes y son narradas por mujeres periodistas que, lejos de hacer a un lado sus propios dolores al pretender una anhelada objetividad, asumen que al cubrir tanta barbarie también sus vidas, sus cuerpos, han sido tocados por estas violencias.

Las autoras se rebelan, así, del lugar tradicional desde el cual son otros los que cuentan sus vidas: asumen una voz, como afirma Diana Maffia “reclaman para sí el lugar de sujeto de enunciación, un lugar de autoridad que fundan en la propia experiencia, como legitimación de una visión propia de su condición” (“Epistemología feminista: la subversión semiótica de las mujeres en la ciencia”, Revista Venezolana de Estudios de La Mujer, 12(28), 2007, p. 92). Ellas nos muestran que hablar en primera persona, –atravesando lo personal que es político y viceversa– resulta en esta forma de sentir-escribir-narrar: una práctica de lucha que se aprende y se realiza en colectivo. Este grupo de mujeres periodistas, escritoras e investigadoras hablan sin tapujos de los afectos que las vinculan y nos muestran que la amistad política entre mujeres, como explica Raquel Gutiérrez, es ir a contramano y significa desobedecer, rebelarse a las estructuras patriarcales (Carta a mis hermanas más jóvenes. Amistad política entre mujeres, 2022). Su desobediencia consiste en construir juntas este texto, en hablar de lo que les pasa y asumirse sobrevivientes, pero no de forma aislada ni solitaria, sino fortaleciendo los vínculos, reconociéndose en las diferencias y en la distancia que las hace afirmar con certeza que ya no son las mismas.

El libro está organizado en dos partes, cada una conformada por textos de diversas autoras, con su propio estilo, y siempre precedidos por un verbo. En la primera parte amar, reconstruir, confiar, abrazar, hermanar y cuidar van a la vanguardia de narraciones que, en historias concretas, muestran lo indecible de atravesar horrores como la tortura, el feminicidio, el desplazamiento forzado, la desaparición. Son esa piedra que cae en un lago, (título de este primer apartado) con la fuerza y contundencia de las palabras que narran “porque hay que nombrarlo”, porque escribir es también “UNA-Nuestra posible respuesta al dolor” (11), respuestas que se tejen en encuentros y desde lo colectivo. En la manera de construir cada capítulo está la mirada feminista; esa que ni deja de lado la dimensión afectiva ni la ubica en un lugar supeditado e infravalorado en relación con lo intelectual, pues “la subordinación de las emociones también funciona para subordinar lo femenino y el cuerpo” (Spelman y Jaggar como se citan en Sara Ahmed, La política cultural de las emociones, 2015, p. 22). Este texto, al contrario, incorpora la dimensión emocional y corporal recuperando estas voces tradicionalmente vistas como femeninas e infravaloradas respecto de la objetividad e intelectualidad, casi siempre pensadas como asuntos masculinos.

Verónica Gago y Raquel Gutiérrez Aguilar presentan la primera y segunda parte del texto; ambas feministas académicas, pero con fuerte trabajo de activismo, aportan reflexiones situadas. No son solo escenas terroríficas las que se muestran en esas líneas, se trata, como lo dice la propia Verónica Gago de arqueología de ausencias recientes, de relatos que interpelan y que no por tratarse de experiencias subjetivas dejan de dar cuenta de lo sistémico de las violencias. En esta sacudida, como ella refiere, podemos entrever las explicaciones políticas de la guerra y, sobre todo, dejar de normalizar el horror; narrar la muerte para que no por frecuente se vuelva rutina; prestar el oído a estas historias que permiten sostener la posibilidad de justicia.

Sin grandes pretensiones académicas o disertaciones teóricas, este conjunto de textos muestra con contundencia la incorporación de saberes feministas: deja ver cómo esos lentes color violeta han filtrado la mirada de las periodistas que nos cuentan, de formas muy distintas a los medios convencionales, el horror por el que se atraviesa cuando se es mujer en México. Asimismo, la maternidad se piensa desde nuevos ángulos al leer el texto en primera persona de Daniela Pastrana, quien pregunta a las hijas de periodistas sobre sus formas de convivir o vivir con las coberturas que realizan sus madres en contextos siempre de riesgo, de violencia. Pues, como ella dice: “La guerra trastoca, rompe, descoloca, pone a prueba hasta el sublime mito del amor de las madres mexicanas” (41). Dar espacio a las voces de las hijas y narrar sus vivencias permite a quien lee, dar un giro más a este tema de necesaria reflexión. Pastrana vuelve sobre la dualidad público-privado, trabajo-casa, con la que se ha erigido la institución de la maternidad (Adrianne Rich, Nacemos de mujer, 2019), que consagra a las mujeres, en tanto madres, a la devoción y cuidado de sus hijos/as. ¿Qué pasa entonces cuando estas madres reportean los dolores que viven otras mujeres y con ello des-cuidan a sus hijas/os? ¿Qué pasa cuando dejas de ser madre y te conviertes en buscadora? Los relatos de Marina Azahua y Daniela Rea sobre las madres buscadoras y su incorporación de conocimientos forenses para encontrar a sus hijos/as, nos hablan del cuidado llevado a otras dimensiones: las de la incertidumbre y la esperanza, pero también la de la inevitable posibilidad de que lo que pueda encontrarse sean sus restos.

Cuidar, procurar, abrazar, son acciones propias del maternaje y, sin embargo, en este libro son presentadas en situaciones totalmente contrarias a la idea romántica de maternidad. Si como dice Adrienne Rich (2019) el amor y la furia coexisten en las mujeres con hijos/as, ¿qué formas y direcciones toma esta furia cuando la violencia te arrebata a tu hijo/a? Dice Martha (una de las madres del pueblo Úrsulo Galván) al hablar de su dolor: “Un hijo late en tu vientre, lo cargas durante nueve meses. A un bebé tú le enseñas, le muestras el mundo. Es un pedazo de ti. Es una escultura que tú esculpes con los años” (85). Estas palabras que sonarían tan armoniosas en cualquier historia, son demoledoras al saber que está buscando a su hijo desaparecido.

Además de la honestidad en los relatos, las situaciones planteadas llevan a grandes dilemas y nos permiten problematizar la dureza de sus detalles; cuestiones todavía pendientes desde los feminismos: el cuidado, las formas de maternar, la sobreutilización del término víctima para hablar de las violencias que atravesamos. Las autoras, sin titubear muestran en cada relato cómo las violencias hacia las mujeres se potencian en contextos con mayor presencia de armas (sean del crimen organizado o de las fuerzas de seguridad pública). Van también reconociendo y explicitando que en las historias de dolor hay complejas relaciones de poder involucradas (Ahmed, 2015) con diferentes atribuciones de significado y diversos lenguajes para expresarlo. Sobre esto Emanuela Borzacchiello escribe: “Como si en tu cuerpo tuviera que reproducirse –por azar o por destino– la violencia que sufre nuestro país, como si no existiera una vía de fuga, como si tu vida estuviera inscrita en la tierra que habitas” (110). El cuerpo es territorio, pero ¿el territorio puede ser cuerpo? ¿Es posible expresar en nuestros cuerpos las violencias que azotan hoy a Guanajuato, por ejemplo?, ¿nos volvemos nosotras, como sugiere Borzacchiello, testimonios de ese dolor con el que trabajamos? Sin una respuesta contundente, son cuestiones que merecen reflexiones, escucha y diálogos sobre la violencia que, como una piedra que cae en un lago, sus ondas expansivas, aunque sutiles nos van alcanzando.

Pero este libro (y tal vez ese sea su mayor acierto) no habla solo de la piedra y su caída, presenta las historias que van conformando un dique en el río, título que lleva el segundo apartado presentado por Raquel Gutiérrez. Ella desarrolla el sentido político de estas historias cuando reconoce que necesitamos conocerlas y leerlas, pues son estas mismas palabras duras que nombran la muerte las que “hilvanan el modo en que hemos resistido y cómo vamos aprendiendo a regenerar nuestras fuerzas vitales” (121). En esta segunda parte hay esperanza y organización colectiva. Se trata de escuchar, espejearnos en estas historias para sanar y desplegar esos “anhelos rotos tras la amarga violencia que arrasa vínculos y sentidos” (122). En su presentación cobra sentido recordar y re-escuchar las historias todavía dolientes y, en su mayoría, impunes que atraviesan el territorio nacional. Sanar se vuelve un horizonte posible, habitar nuevos mundos mediante la compañía de otras, las que escuchan, las que acompañan, las que acuerpan y procuran. Estos son los verbos de los seis relatos que integran el segundo apartado.

Acuerpar es el verbo que antecede al texto de Sara Uribe, en el que narra desde su propia historia lo que ha significado vivir en un territorio tan lacerante como Tamaulipas. Lejos de dar cifras o frías reseñas de lo que ahí se ha vivido, se permite y nos lleva con ella a pensar el miedo por el que atravesamos al vivir en este país con tantos años de guerra no dicha o no reconocida, y cómo ese miedo se instala, se expresa en nuestra materialidad. Así, relata su experiencia al hacerse un tatuaje y pensarlo como posibilidad de identificación:

Me pregunté entonces, y lo sigo haciendo ahora, si inconscientemente elegí hacerme un tatuaje por amor o por miedo. Miedo a que mi cuerpo se pierda/se pudra en el anonimato de una multitud de cadáveres desconocidos. Miedo a la borradura total: la desaparición no sólo del cuerpo, sino de la identidad, de la narratividad de la historia. Miedo a que mi cuerpo muerto sea irreconocible y que no quede nada de mi o, de mi memoria, de mi vida. Miedo a ser una mujer muerta en el recuerdo, en la obsesión, de alguien que ha visto mi cuerpo desnudo y muerto y desmembrado, pero ignora mi nombre (134).

En esta reflexión del dolor desde y en el cuerpo encontramos también alusiones a lo que Veena Das refiere cuando afirma que el dolor de otra pide además de un lugar en el lenguaje un hogar en el cuerpo (Violencia, cuerpo y lenguaje, 2016). Reconocer el lenguaje con el que se puede representar el dolor crónico de estas desapariciones, muertes, violencias, pero también estar alerta de cómo el dolor se aloja en nuestros cuerpos. En ese sentido, resulta muy pertinente el verbo que esta autora elige para iniciar su relato pues acuerpar es un concepto que tiene cada vez más presencia en encuentros y foros feministas: se invita a acuerpar movilizaciones, hablamos de acuerparnos como algo que trasciende la acción de “estar con”. En sintonía con esta idea, desde el feminismo comunitario Lorena Cabnal, retoma también esta dimensión material para situar en nuestros cuerpos la indignación, cuando afirma:

Nombro como acuerpamiento o acuerpar a la acción personal y colectiva de nuestros cuerpos indignados ante las injusticias que viven otros cuerpos […] El acuerpamiento genera energías afectivas y espirituales y rompe las fronteras y el tiempo impuesto. Nos provee cercanía, indignación colectiva pero también revitalización y nuevas fuerzas, para recuperar la alegría sin perder la indignación (Cabnal, Feminista comunitaria, 2015, párr. 7).

Sobre esta idea de organizar colectivamente, resistir y renovar las energías de lucha versan los textos del segundo apartado. En la historia de las mujeres zapatistas narrada por Daliri Oropeza encontramos estas certezas cuando Nichim (mujer tzeltal zapatista) afirma: “Para cuidar el territorio hay que trabajar, organizar a las compañeras” (183). Aquí deja ver que en su horizonte la única posibilidad de liberación es colectiva. Se trata de una opción que debe ser construida desde la compañía, con otras que escuchan, que procuran y con quienes se comparten saberes tejiendo una comunidad. Al respecto, Marcela Turati comparte en su texto la importancia de “Cuidar a las que cuidan”, porque ser mujer y defensora de los derechos humanos potencia los riesgos y, muchas veces, el aislamiento. En esas líneas que narran la iniciativa de una casa para el cuidado de mujeres por parte de otras mujeres se dibuja la posibilidad de priorizar el bienestar rompiendo así el mandato patriarcal de que las mujeres estamos para cuidar a otros, aunque eso implique olvidarnos de nosotras mismas. El autocuidado es pensado desde una dimensión política, hay que visualizar los límites y las capacidades de cada defensora evitando sobreexponerse. Así, ellas explican que “Estar bien emocionalmente te permite tener la fortaleza para luchar contra ese monstruo que es el Estado” (207), además de que “No sólo es cuidarte porque eres tú sino por lo que representas” (208).

Habitar es el verbo del último texto, habitar en el sentido de reconstruir y resignificar los espacios, no solo ocuparlos. Erika Lozano retoma el feminicidio de Lesvy Berlín Rivera Osorio ocurrido en Ciudad Universitaria en el 2017. Sin embargo, la narración es a partir de los testimonios de quienes convocaron a las movilizaciones: cómo transitaron del horror a la resistencia ante la imposibilidad de la reparación del daño en los casos de feminicidio. Las entrevistadas plantean nuevas formas de habitar/resignificar los espacios públicos, construir lugares distintos “donde habitemos todos los espacios que nos fueron negados, donde les seguiremos guardando su lugar a nuestras compañeras, donde podremos contar nuestra historia juntas” (228).

Cierra este libro con la intención que plantean desde la carta inicial las autoras, pues muestra, después de un doloroso recorrido, que colectivamente y desde la organización de mujeres se tejen redes para caminar juntas. A lo largo de los capítulos, podemos apreciar las implicaciones de nuestro posicionamiento en tanto investigadoras, y repensar la necesidad de hacer audibles estas voces y estos relatos, para pensar con ellas y para aportar nuevas formas de habitar también los espacios académicos.

“Seguimos creyendo y narrando lo posible.

Seguimos viendo futuro.

Construimos hoy los lugares que queremos habitar” (15).

Sandra Estrada

Universidad de Guanajuato