Mito y violencia: una aproximación

a la novela ecuatoriana

Siete lunas y siete serpientes

Myth and violence: an approach to the Ecuadorian novel Siete Lunas y siete serpientes

Tomás Estrada Hevia

Universidad de Oviedo, España

tomasturias@hotmail.com

Resumen: El propósito de este trabajo será el de analizar el sustrato mítico presente en una novela nacida de este contexto, Siete lunas y siete serpientes (1970), del escritor ecuatoriano Demetrio Aguilera-Malta. La importancia que el mito adquiere dentro de esta novela es la que suscita el presente estudio. Los diferentes mitos y creencias populares insertados en la narrativa maltiana no responden a una mera sucesión cumulativa de los mismos, sino que son parte fundamental en la significación de toda la obra en su conjunto.

Palabras clave: literatura contemporánea, Ecuador, Demeterio Aguilera-Malta, Siete lunas y siete serpientes, violencia, mitos.

Abstract: The purpose of this paper is to analyze the mythical substratum present in a novel born in this context, Siete lunas y siete serpientes (1970), by the Ecuadorian writer Demetrio Aguilera-Malta. The importance that myth acquires in this novel is the subject of the present study. The different myths and popular beliefs inserted in Malti’s narrative are not a mere cumulative succession of them, but are a fundamental part of the significance of the whole work as a whole.

Keywords: Modern literature, Ecuador, Demetrio Aguilera-Malta, Siete lunas y siete serpientes, Violence, Myths.

Recibido: 26 de junio de 2022

Aprobado: 7 de octubre de 2022

DOI: 10.15174/rv.v16i32.695

Los estudios humanísticos han querido ver en América Latina un continente dominado por la ubicuidad de la violencia. El hecho violento se extiende por su historia y ha permanecido muy vinculado a los diferentes sucesos políticos y sociales que han venido aconteciendo hasta nuestros días. La fuerza con la que irrumpe le ha permitido traspasar los márgenes de lo esporádico para acercarse a lo cotidiano y, así, invadir la esfera cultural y artística. Ariel Dorfman (1972: 10) nos recuerda cómo las influencias del naturalismo europeo permitieron ver a través del marco literario la esencia social latinoamericana determinada por el sufrimiento y el abuso del imperialismo. El novelista se convierte, entonces, en cronista de una realidad y de un padecer, teniendo la violencia como eje central de su obra. Y lo esencial, continúa Dorfman, no es analizar el peso de esta temática en la realidad y la literatura sino descifrar las formas concretas en que se presenta. En su conferencia Lo barroco y lo real maravilloso (2003), Alejo Carpentier especifica que lo maravilloso no solo emana de lo bello, sino que también lo produce lo terrible. La cabellera de víboras de Medusa, el deforme Vulcano y Prometeo devorado por los buitres también forman parte de lo extraordinario. “Todo lo insólito es maravilloso” (1955: 80). El autor de Siete lunas y siete serpientes comulga con una concepción amplia de la realidad (Fama, 1978: 18):

La realidad es lo que captan mis sentidos, pero también es lo que imagino y lo que sueño. Es decir que, para mí, no hay una oposición entre realismo, surrealismo, realismo mágico o cualquier otra clase de realismo sino que todas estas realidades parciales son partes integrantes de una misma realidad total.

La realidad se torna aquí un entramado complejo donde todo cabe. Dado que esa realidad de la que Carpentier habla también acoge lo violento, no es extraño comprobar cómo el mito se convierte en un vehículo apto para la expresión de esta parte concreta de la realidad. Ya que el propósito de este análisis es dilucidar el modo en que los mitos y la violencia se aúnan en la novela de Aguilera-Malta, me detengo primero en establecer un marco teórico que sostenga mi propuesta.

El mito y la realidad objetiva pueden presentarse como entidades opuestas. Sin embargo, para nuestro autor el realismo convive con lo onírico, lo surrealista y, muy importante, con el realismo mágico –o lo real maravilloso que diría Carpentier–. Este último concepto literario es el que permite el aglutinamiento de lo mítico y lo realista dentro de una misma obra. Lo mítico produjo un enorme atractivo en los escritores americanos del siglo xx, aunque siempre se les ha achacado una natural predisposición hacia lo maravilloso, quizás producida por la extravagante naturaleza y la simbiosis cultural entre lo indígena y las tradiciones mágicas importadas desde África (Ordiz, 1986: 65). El propio Aguilera-Malta alude a una tradición mágico-realista que se hunde en las entrañas de América y encuentra manifestaciones tanto en las letras precolombinas como en las crónicas de los conquistadores fascinados por la búsqueda de El Dorado. Es tan fuerte su presencia que incluso a veces, dice, lo mítico se impone a cualquier vertiente de realismo (Fama, 1978: 19). El cauce primitivista proveniente de Europa fue asumido por autores como Miguel Ángel Asturias o el mismo Carpentier que, en los años treinta, comienzan a acercarse al modelo mítico-simbólico para crear obras en las que el sustrato legendario americano se fusiona con la tradición judeocristiana. Radica, pues, la esencia maravillosa de América en lo mestizo (Ordiz, 1986: 66). En Siete lunas y siete serpientes, se da cuenta de la genealogía mestiza pues por sus páginas transitan mitos indígenas, africanos y cristianos para ofrecer al lector un marco totalizador de la realidad ecuatoriana.

Sin embargo, no es esta la primera incursión del ecuatoriano en el universo cosmogónico, ya lo había hecho en la década del treinta junto a sus compañeros del Grupo de Guayaquil. Una nómina de autores compuesta por los nombres de José de la Cuadra, Demetrio Aguilera-Malta, Enrique Gil Gilbert, Joaquín Gallegos Lara y Alfredo Pareja Díez-Canseco unidos, en palabras de Jorge Icaza, por “una realidad nueva, por un contenido humano, propio, que renacía desde los mitos y desde los símbolos de piedra y de barro del antepasado indígena, por un lado, y desde la sangre aventurera y ecuménica de los conquistadores, por otro” (1966: 211). Los jovencísimos autores publicarán de forma conjunta el libro de relatos Los que se van (1930) y en el que cholos, indígenas y negros marginados, víctimas de las injusticias sociales y raciales son sus protagonistas. A pesar de que la intención de los autores sea el realismo y captar un determinado modo de vida, no escapan, en realidad, de los tópicos que sitúan al indígena o mestizo dentro de una personalidad salvaje, incapaz de guiarse por otra cosa que no sean sus impulsos. Los ocho relatos escritos por Aguilera-Malta son: “El cholo que odió la plata”, “El cholo del curito e venao”, “El cholo de la atacosa”, “El cholo del tibrón”, “El cholo que se vengó”, “El cholo que se fue pa Guayaquil”, “El cholo de las patas e mulas” y “El cholo que se castró”.

El título de cada de uno de los cuentos ya le revela al lector quién va a protagonizarlos. El fin perseguido por la narrativa maltiana es el de representar al cholo y su universo, siempre rodeado por una naturaleza exótica de la que se siente parte. El uso del cholo como protagonista de todas sus obras explica su intención de darle voz al miembro de una clase social relegada, pero sus obras no son únicamente páginas de denuncia social pues a su autor, consciente de la función de su oficio, le preocupa más crear una obra artística: “El arte como yo lo entiendo es social pero sobre todas las cosas, arte” (Fama, 1978: 18). Dado que el retrato social también afecta al diálogo, Aguilera-Malta será más proclive que sus compañeros a dejar que sean los propios personajes quienes cuenten su historia a través de un lenguaje regional que no respeta más normas que las de la sonoridad. Los cholos maltianos están unidos por su brutal manera de vivir, especialmente las relaciones amorosas. Dominados por el odio, los celos y la venganza deciden castigar a sus mujeres con la violencia. Sin embargo, estos cholos no siempre responden a una caricatura que los dibuja como seres primarios, sino que la venganza se llegar a planear desde la profundidad psicológica. Ese es el caso de “El cholo que se vengó”, un hombre que ante el rechazo de la mujer amada no la castiga con sus propias manos. Cuando se reencuentran, años más tarde, él le revela que su venganza consistió en permitir que ella se fuera con el que sería su marido aun sabiendo que la maltrataría. “Yo conocía a Andrés. Sabía que con ér solo te esperaban er palo y la miseria. Así que er sería mejor quien me vengaría…” (1980: 49).

Otras veces, son víctimas de la ambición desmedida por el dinero como ocurre en “El cholo que odió la plata”. En este relato la amistad entre dos cholos acaba destruyéndose debido al dinero. La idea que se transmite al inicio del relato es que el dinero es un producto extraño a los cholos, algo traído por los blancos. Guayamabe le dice a su amigo Bachón: “Los blancos son unos desgraciaos […] Los blancos me quitaron todo” (1980: 11). Aguilera-Malta cultiva la imagen de un cholo inocente e ingenuo sometido al poder extranjero. Pero la actitud que Guayamabe juzga en los blancos acaba siendo practicada por su amigo Bachón, quien hará lo que haga falta por conseguir más dinero. El cholo cede ante el atractivo del poder, algo que Guayamabe no puede soportar y decide vengarse pues: “La plata esgracia a los hombres…” (1980: 12).

También podemos encontrar en “El cholo del tibrón” antecedentes de una técnica muy usada en Siete lunas y siete serpientes, la metamorfosis del personaje en un animal. A diferencia de lo que ocurre en la novela, al lector no se le muestra una metamorfosis clara del cholo. Su ira y sed de venganza, al ver a su mujer con otro hombre, llevan al protagonista de “El cholo del tibrón” a asumir las características salvajes de un animal. Finalmente, una fuerza superior a él parece llamarlo desde el agua para acabar hundiéndose ante la mirada de su mujer que dice: “Er tibrón… er tibrón…” (1980: 32).

Esta convivencia natural entre mito y realidad puede hallar su explicación en la noción que Mircea Eliade tenía del mito. Para el autor de Mito y realidad (1991), el mito cosmogónico es una realidad verdadera en tanto que se propone explicar el origen del mundo y este se encuentra ahí para demostrarlo. Del mismo modo que el mito sobre el origen de la muerte encuentra su justificación en la real mortalidad. Aunque en la novelística sea tratado como un elemento más de la realidad, esta no se adecúa perfectamente al concepto que en Europa tenemos de la cronología. ¿En qué época ocurren los mitos? Tienen lugar en el llamado “tiempo mítico”. En su análisis sobre el tiempo en Pedro Páramo, Coddou aclara que el tiempo novelesco no es cronológico, no se puede medir (citado en Correa, 1992: 334). Es un tiempo detenido vivido desde la conciencia y la subjetividad, algo que no contempla la concepción europea. Pero esta estructura mítica no tiene como única función detener la trama novelesca y al lector en una cronología inmutable, sino que debe producir una sensación de caos. La propia disposición estructural de Siete lunas y siete serpientes, con sus treinta y tres capítulos –nótese la influencia del cristianismo en este número– conectados de un modo aparentemente ilógico pues no siguen la línea secuencial, los saltos entre el pasado y el presente, la omnipresencia del narrador que, tan pronto se cuela en la conciencia de los personajes para darnos la visión que ellos tienen del mundo, como se convierte en una segunda persona, la aparición de fantasmas, un narrador que cambia de idioma y la deconstrucción del lenguaje invocan el caos en que viven los personajes. Los mitos tuvieron lugar antes del logos y la racionalidad. Tanto la atemporalidad como la narración en espiral amplifican el sentido simbólico de la violencia asentando la novela en el mundo mítico. La narración en espiral concibe la violencia como generadora de sí misma. La violencia produce más violencia. Al sumir la trama en la atemporalidad se consigue proyectar la violencia ejercida a toda la eternidad americana. Salirse de la omnipresencia de la violencia y comenzar una nueva era se vuelve algo imposible (García, 2013: 359-361). El final de la novela maltiana, donde por fin iban a batirse las fuerzas del Bien y del Mal, queda inconcluso. El narrador únicamente nos acerca hasta los preparativos de la batalla. Optar por un final abierto e indeterminado viene motivado, precisamente, por la espiral de la que antes hablaba. Se deja la puerta abierta para que la violencia vuelva a empezar pues el héroe jamás libra su batalla.

La inclusión de mitos y hechos sobrenaturales entronca con el cauce indigenista de la literatura hispanoamericana. Prestar atención a la población de origen prehispánico supone el retorno a lo primitivo y previo a la europeización. Ya de por sí, el mito implica un acto que ha tenido lugar “en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzos” (Eliade, 1991: 6). Ambos elementos tienen lugar en la novela de este análisis cuyos personajes viven en Santorontón, “un lugar donde las cosas empiezan a inventarse” (356). Este mundo legendario bien recuerda al tiempo de los comienzos de Eliade o al Macondo de Cien años de soledad.

Como mostraré en el siguiente análisis, los personajes de Siete lunas y siete serpientes personifican los mitos asumiendo, así, todo tipo de cualidades sobrenaturales y divinas gracias a las teorías del realismo mágico. Del mismo modo, asumirán también la violencia intrínseca en la ontología cosmogónica provocada, en estos casos, por los sentimientos más viscerales, como la pasión sexual y la venganza. La metodología que se seguirá está guiada por la selección de una serie de fragmentos extraídos de la novela y que han de considerarse relevantes tanto por el peso con el que cuentan dentro de la obra como la claridad con que los mitos se despliegan en ellas. Dichas escenas serán analizadas tanto desde el punto de vista literario –es decir, en función del papel que cumplen dentro del entramado narrativo– como desde una perspectiva mitológica, tratando de desentrañar su significación cosmogónica.

La mujer, la luna y la serpiente

En la escena que da inicio a la novela, Dominga duerme en su petate bajo el toldo. Pronto advierte la presencia de dos tin-tines (duendes selváticos de la mitología montubia) que han venido a dejarla embarazada. Se dan cuenta de que solo uno puede llevar a cabo la faena así que dan inicio al ritual decisorio. Como dos guardias, desenvainan sus penes para golpearse con ellos mutuamente. Uno de los duendes resbala, ocasión que el otro aprovecha para machacarle la cabeza (siempre con el pene) a golpes hasta matarlo. El camino estaba ya libre para este ser que solo debía abalanzarse sobre Dominga y penetrarla. El conato sexual se verá interrumpido por la aparición de otro actante: la X-Rabo-de-Hueso, una víbora que, ante la presencia de un competidor, inicia una batalla que pasa primero por enroscarse en torno al miembro del duende y luego clavarle sus colmillos, haciéndolo huir y finalmente morir entre los árboles. La serpiente no es la salvadora de Dominga sino una continuadora más de esta escena sexual que se extiende a lo largo de cinco páginas. Con una Dominga tumbada y paralizada, la víbora pudo restregarse por su cuerpo en una especie de violación zoofílica. Lo que seguramente no esperaba el animal era que su presa iba a estrangularla con sus propias manos. El episodio finaliza con el entierro de la serpiente bajo la luna.

El título de este apartado incluye tres personajes que, como veremos, representan cada uno de ellos diferentes mitos que he decidido agrupar como un todo. Tal decisión la motiva un intento por comprender la estructura cosmogónica de manera sintética. La mente arcaica no percibió, según Eliade (1974: 191), la experiencia de un modo analítico o cumulativo, disociando las virtudes y poderes atribuidos a un determinado elemento del resto, sino encajándolos en el puzle mitológico. La significación del rito arcaico se define al ponerla en relación con otros símbolos. Por tanto, sería erróneo y simplista tratar de comprender la huella mítica presente en los tres elementos del título como entidades ajenas las unas de las otras, capaces de construir su identidad únicamente por sí mismas. Veremos que, aunque relacionadas, la luna es el elemento “superior” que lo conecta todo y lo rellena de significado. La mujer y la serpiente tienen significación propia, pero a su vez son valorizadas por la luna y se convierten en epifanías del astro.

Comienzo el análisis con una descripción de la luna en tanto que símbolo mitológico para luego hablar de las relaciones que mantiene con la escena antes resumida y con la obra en su conjunto. Mircea Eliade (1974: 188) explica que la luna “está sujeta a la ley universal del devenir, del nacimiento y de la muerte”. La constante evolución y retorno a su forma inicial la convierten en el astro regidor de los ritmos vitales. La experiencia primitiva descubrió el ritmo lunar y lo vinculó a todo tipo de fenómenos como la agricultura, la lluvia, el movimiento de las aguas o la menstruación femenina. El hombre comienza a urdir todo un entramado de relaciones, analogías y leyes naturales que le dan consistencia y heterogeneidad. Pero en la luna se arraciman otras valencias igualmente significativas. Cirlot, en su explicación simbólica del astro, recuerda el carácter pasivo que se la ha venido atribuyendo (1992: 284). Esto se debe a que determinadas culturas la consideran una duplicación del sol, astro rey y activo, identificado con el hombre. Su carácter duplicativo, no de existencia propia sino en relación a algo superior, hizo que automáticamente pasara a ser un símbolo femenino. La feminidad atribuida, además de sustentarse sobre el control que ejerce la luna sobre los ciclos menstruales, guarda estrecha relación con la concepción del astro como símbolo de la fertilidad. Esta nueva idea alimenta las relaciones entre el tiempo y la luna. Es el constante renacer, la vida que resurge inagotablemente. Pero el vínculo entre la luna y la fertilidad, dice Eliade, se vuelve complejo al aparecer otras entidades simbólicas como la tierra (veremos luego su significación) o animales (1974: 198). Algunos animales son epifanías de la luna y pueden evocar el renacer, la fertilidad o ambas. El último caso es, precisamente, el de la serpiente.

La serpiente ha venido adquiriendo numerosas connotaciones, pero todas ellas se dirigen hacia la misma máxima: la serpiente se regenera y ello la convierte en un símbolo selénico. Al hacerlo, asume las características dadas a la luna, siendo, entonces, representación de la fertilidad. La serpiente no se define a través de la luna, es la luna misma. Además, la serpiente posee un carácter fálico que confirma el maridaje con la luna y del que se extrae la implicación de lo sexual.

Lo que queda claro es cómo el polisimbolismo lunar puede presentarse a través de distintas formas, personificaciones y analogías. Entre algunas culturas se extendió la creencia de que la luna fue el primer marido de la mujer y en el entorno rabínico la menstruación femenina es debida a las relaciones sexuales que mantuvo Eva con la serpiente del Paraíso (Eliade, 1974: 200). La realidad precolombina también fue campo fértil para este tipo de creencias. Así lo explica Gloria Anzaldúa al hablar de la serpiente (Coatl) en La frontera (1987: 79):

Los olmecas asociaban la condición femenina con la boca de la Serpiente, que estaba protegida por filas de dientes peligrosos, una especie de vagina dentada. Lo consideraban el lugar más sagrado de la tierra, un lugar de refugio, el útero creativo del que nacían todas las cosas y al que todas ellas retornaban.

Las explicaciones antropológicas aportadas por Cirlot, Eliade y Anzaldúa son perfectamente aplicables al mundo recreado en la novela de Aguilera-Malta. Las aportaciones de Lévi-Strauss al campo de la mitología han permitido comprobar que los sistemas cosmogónicos se reducen a dicotomías a partir de las cuales se engendran nuevas creaciones. Su significación, dice el autor al igual que Eliade, se define gracias a la posición que el mito en cuestión ocupa dentro del sistema. Esto explicaría una organización común que, a su vez, permite el mensaje común (Gómez, 1976). El cosmos descrito por Aguilera-Malta reproduce el mismo cosmos del que hablan los autores antes citados.

Paso a centrarme en el personaje femenino. Teniendo en cuenta el influjo producido por el astro y la esencia sexual tanto del simbolismo cosmogónico como el de la propia escena, la Dominga de Siete lunas y siete serpientes encuentra su eco en las mujeres “alunadas” del folklore. Recuerda Cirlot la creencia groenlandesa que impedía a las mujeres contemplar durante demasiado tiempo la luna porque las induciría a practicar orgías (1992: 284). Pero tampoco hay que olvidar el sustrato judeocristiano subyacente en la obra. La óptica bíblica también puede aportar nuevas interpretaciones al respecto. Ya en su nombre hallamos un ambivalente juego de palabras que remite al “domingo”, el “dies Dominica” o “día del Señor”. La reminiscencia religiosa se vuelve un plano consustancial al personaje femenino. Sin embargo, es igualmente remarcable la connotación que despierta el hipocorístico usado por su padre para referirse a ella. “Minga” puede, en caso de que adoptemos una perspectiva centrada en lo erótico, conducirnos hacia una evocación del pene que, dado el fuerte carácter sexual de la escena en la que el narrador omnisciente presenta al personaje y las connotaciones, igualmente sexuales, promovidas por el hipocorístico de otros personajes, no resulta exagerado.

Volviendo al plano judeocristiano, Dominga puede ser interpretada como la Eva del Paraíso. El personaje femenino (adolescente) encarna la figura de una virgen en su despertar sexual. La pulsión sexual se figura a través de los duendes y la víbora que la visitan para introducirla en el mundo del sexo. La serpiente, como vimos antes, es un símbolo de la fecundidad y de la dualidad masculino-femenino, pero el relato bíblico la prefiere representar como una materialización de la tentación (negativo), embaucadora de la pureza (positivo) encarnada por Eva o Dominga. La diferencia entre ambas es que la primera cede a la tentación mientras que el personaje de Aguilera-Malta la destruye. La sexualidad es rechazada por el personaje femenino, aparece como una amenaza. De hecho, el ritual no dejará de repetirse y seguirá produciéndose hasta que ella se case. El matrimonio la librará, o al menos eso cree su padre, de la lascivia.

Una vez visto el sedimento mitológico presente en la luna, la serpiente y la mujer, la siguiente pregunta debería ser qué pretende recrear el autor con esta escena y qué sentido cobra dentro de la obra y del mensaje que se quiere transmitir. Primero, el mito nos sitúa en el tiempo mítico, in illo tempore, el momento en que el mundo comienza a crearse hasta nacer lo que hoy conocemos como tal. La escena analizada fue colocada por su autor en el primer capítulo de la novela. No debiéramos desdeñar la posibilidad de que esta decisión orgánica encierre una intención por convertir la escena en ese inicio mítico de la existencia humana ya que en Santorontón las cosas aún empiezan a inventarse. Otra cuestión mitológica reafirma esta teoría. Tras matar a la serpiente, Dominga sale de la cabaña y, en mitad de la selva, hace un hoyo en el suelo para enterrar allí al ofidio. Quizás Dominga sea algo más que una Eva, quizás quiera representar a una diosa. La tierra (Magna Mater, Terra Mater) es un símbolo igualmente identificado con la luna y sus virtudes en cuanto a la fertilidad y fecundidad. La luna puede ser hermanada con la tierra considerándola matriz de los seres vivos. Dominga entierra a la serpiente en la tierra y este rito debe ser repetido durante siete lunas. La capacidad para la fecundidad y la regeneración tanto de la luna como de la tierra permiten que la serpiente vuelva a aparecer cada noche. La serpiente participa de este simbolismo y ello explica su habitual presencia iconográfica en los ritos de las grandes diosas dedicados a la fertilidad. La serpiente aúna los componentes lunar y telúrico. Lo mismo ocurre con las grandes diosas que, al adentrarse en lo telúrico se vuelven también divinidades funerarias (la serpiente se contagia de este hecho para convertirse en símbolo de los muertos) (Eliade, 1974: 203). Dominga inicia su ritual cada noche bajo el poder de la luna y lo finaliza entregando su víctima a la Madre Tierra para que pueda regenerarse. Recordemos las palabras de Anzaldúa sobre la analogía entre la vagina y la boca de la serpiente entendida como ese lugar del que “nacían todas las cosas y al que todas ellas retornaban”. El carácter regenerativo de todas estas entidades también hizo que figuraran como parte de los ritos de iniciación (Eliade, 1974: 203). El componente sexual se torna pertinente al pensar en Dominga como una joven que comienza a iniciarse en el universo de lo carnal y debe pasar por su particular ritual.

Si, por otro lado, ponemos en relación la regeneración con la idea de una violencia omnipresente en América, se extrae la conclusión de que Aguilera-Malta, al colocar esta escena al principio del relato, quiso expresar que la violencia implícita en ella puede reproducirse, repetirse en una espiral sin fin. En un continente tan unido a lo mágico y lo telúrico la violencia encuentra la fuente de la vida y, como la serpiente, siempre vuelve.

Los tin-tines

El otro personaje que interviene en la escena antes discutida es el tin-tin. En este caso son dos los que aparecen y se cuelan en la cabaña de Dominga para dejarla embarazada. El origen de este duende se hunde en el imaginario precolombino. Aunque en la novela el narrador omnisciente lo describa con la apariencia de física de un duende con rasgos humanos masculinos, esta imagen no siempre se representó así en los pueblos andinos. Originalmente era un dios que recibía el nombre de “Tin” y tenía forma animal, más concretamente, la de un murciélago. Este ser zoomórfico y noctámbulo era el dios de la fecundidad puesto que se colaba en casa de las mujeres para dejarlas embarazadas. La conciencia andina no esperaba del acto sexual la llegada del embarazo, sino que debía producirse la visita del murciélago (Pérez, 1988), algo así como la cigüeña del ámbito cultural europeo o la serpiente portadora de bebés de Guatemala (Eliade, 1974: 201). Como explica Lévi-Strauss, los mitos evolucionan, se transforman y engendran otros mitos y variantes. En otras regiones de Ecuador, el mismo personaje recibe el nombre de “chuzalongo”. Una leyenda cuenta que el chuzalongo es hijo de urcu-yaya y urcu-mama (espíritus del cerro). Esta última leyenda nos devuelve a lo telúrico y al tiempo mítico. Urcu-mama o mamahuca son el espíritu femenino del cerro, de la tierra, de la naturaleza en su conjunto. Simboliza la naturaleza frente a la vida social y ello implica simbolizar el pasado (Gutiérrez, 2003: 355). El chuzalongo, al igual que los tin-tines de la novela, arrastra su enorme pene y es fruto de una relación incestuosa. Acecha a las mujeres solitarias para violarlas como sucede con Dominga en la novela. Si aplicamos de nuevo la perspectiva de Eliade sobre las epifanías y la asunción que hacen los símbolos de las virtudes de los otros símbolos con los que interactúan, podemos ver a Dominga como una representación de la Madre Tierra o de mamahuaca a la que su hijo, el tin-tin, va a intentar dejar embarazada. El ser que en su día fue fruto del incesto cae en su propia relación incestuosa. Puede ser entendido este momento como el intento por engendrar el primer humano en el pasado mítico.

Hay un aspecto que no debemos dejar de lado: el exceso cruel que conllevan los mitos. Ya he explicado la constante presencia de la violencia en el relato americano que, en la novela maltiana, ha optado por expresarse a través del mito. Más allá de la propia escena narrada, un conato de violación, el narrador utiliza una serie de recursos lingüísticos que afianzan una atmósfera agresiva. Los duendes se dan cuenta de que solo uno de ellos puede mantener relaciones sexuales con Dominga así que debe ser la pelea quien decida. El narrador en tercera persona no se sitúa detrás del objetivismo, sino que participa de la narración comentando lo que ve, algo que va más allá de la narración objetiva, y dirige la secuencia hacia un tono arrebatado:

Se golpearon con los miembros viriles. Esgrima inverosímil, los cruzaron previamente. En saludo imprevisto. Breves segundos se estudiaron. El uno al otro. Después, separaron esas armas absurdas. Con rapidez vertiginosa, las usaron. Como si cada uno de sus bálanos se convirtiera en el extremo grueso de una cachiporra. En el silencio absorto de la noche, al impactarse, la carne endurecida sonaba con chasquidos de cuero curtido (77).

Describe así la pelea entre los íncubos. Comentarios como “esgrima inverosímil” o “armas absurdas” son seña de un narrador-espectador que juzga lo que ve. Lo importante aquí es ver en qué términos se plantea el rito sexual. Antes de llevarse a cabo debe haber una pelea que acabará en muerte. Además, el pene excede las funciones biológicas propias para asimilar las características de un arma. Esta batalla y la especificación que también hará el narrador sobre la desnudez de ambos persiguen enriquecer el mundo que la narrativa primitivista quiere dibujar, un mundo anclado en el caos donde sus personajes actúan como seres primitivos, salvajes, como animales. El primitivismo1 y la animalización se ven, de igual modo, en la concepción que el narrador hace de los tin-tines a través de expresiones como las siguientes: “Hechos solo de nervios, músculo y sexo” (76) y “¿Le pasaría [el Tin-Tin a Dominga] las rasposas manos por el cuerpo? ¿Utilizaría los labios de ventosa al recorrer su piel, centímetro a centímetro?” (77). El sexo no se describe desde la perspectiva romántica. Ni siquiera, casi, desde una perspectiva humana. El macho debe demostrar su fuerza y por tanto su poder. El ganador “lanzó un extraño grito gutural” (78). Ese grito ancestral es una muestra más de su fuerza, como el soldado de una tribu que antes de la batalla entona sus profundos gritos para asustar al adversario o se golpea el pecho. Son animales preparados para la cópula y deben luchar por su hembra.

Referirse al duende como el “preñador” (van a llevar a cabo la tarea más primaria y razón única por la que los animales mantienen relaciones: preñar) y describir el miedo de Dominga a la penetración de este modo: “El experimentar –como un machetazo ardiente– el empuje del espeque de carne contra sí misma” (77), continúa por la misma línea de violencia. Son numerosas las expresiones del narrador que aluden a la penetración y al miedo y parálisis del personaje femenino: “El dolor. El pánico. La desesperación de sufrir el desgarramiento de sus partes íntimas. El frotamiento vertiginoso del pequeño monstruo” (77), “Éste […] se le iría enredando en su interior” (77), “Tiritaba de miedo y angustia […] Experimentaba la sensación de cien lazos potentes anudándola al suelo” (77), “Tenía la impresión de que se estaba convirtiendo en una estatua” (80).

Las expresiones de dolor, formas verbales que indican parálisis, metáforas sobre el pene evocadoras de un acto doloroso demuestran que el plano lingüístico se vuelve permeable ante una violencia que actúa desde el espectro mitológico. La violencia atrapa a los personajes, atrapa también el discurso del narrador y la estructura de la novela para, finalmente, atrapar al lector y contagiarlo. La espiral de la violencia impide que salgamos de ella y Eliade (1991: 47), citando a Jensen, afirma el binomio procreación-muerte: “las ceremonias de pubertad recuerdan el hecho de que la capacidad de procrear, para los hombres, deriva del primer asesinato mítico e iluminan asimismo el hecho de que la mortalidad es inseparable de la procreación”.

El caimán

En la siguiente escena, que inicia el capítulo seis, el deseo de Candelario Mariscal es poder mantener relaciones sexuales con Josefa Quindales. Ante la negativa constante de esta, Candelario decide asaltar su casa en mitad de la noche y entrar a violarla. Lo que descubrirá es que la joven no está así que decide matar a sus padres en una terrible sangría y asaltar sexualmente a su hermana pequeña.

Para entender mejor lo que representa el personaje masculino en esta escena es conveniente señalar la información que, como lectores, se nos ha venido dando en boca del narrador y los personajes sobre él. La trama principal de la obra es la sempiterna lucha entre las fuerzas del Bien y las del Mal, lo cual hace indefectible la presencia de un ser maligno superior a los mortales. Este personaje, que podemos entender como el Diablo, va adquiriendo varios nombres en función del personaje que decida tener el valor de nombrarlo. Lo que también podemos comprobar es que este ser nunca se presenta en su forma natural, sino que lo hace a través del cuerpo de los personajes. Los demonios, en el imaginario cosmogónico, suelen adoptar todo tipo de formas a la hora de aparecer ante los mortales. Ahí están las crónicas que relatan las transformaciones de los dioses griegos o la adopción de formas humanas tanto de íncubos como de súcubos para seducir a sus víctimas. Debido a un origen incierto y a su maldad, Candelario Mariscal será objeto de numerosas supersticiones que lo convierten en hijo de El Coludo2 o incluso en él mismo.

En escenas anteriores, el narrador omnisciente se adentra en la mente de Candelario Mariscal y nos muestra el modo en que ve a Josefa,3 un modo muy distinto del visto en este capítulo, algo más cercano a una idea romántica del acto sexual. Hasta aquí, Candelario Mariscal ha sido descrito como un hombre, pero cuando la ira lo consume tiene la capacidad de transformarse en caimán. Es cierto que, en escenas anteriores, relatando un episodio violento, el narrador dice lo siguiente: “Abrirse paso entre todos tiburón hambriento” (111). No hay coma ni ningún elemento comparativo. “Tiburón hambriento” se introduce con naturalidad, sin elementos lingüísticos que lo limiten o expliquen. No queda claro si es una metáfora, una comparación o una realidad zoomórfica. Las fronteras entre lo humano y lo animal comienzan a borrarse y será un fenómeno que, a medida que avance la obra, irá cobrando fuerza. El personaje masculino parece querer controlar sus impulsos agresivos, pero hay cierto determinismo sobre él –no hay que olvidar las influencias que la novela naturalista de Zola ejerció sobre Aguilera-Malta y el resto de escritores guayaquileños– que le hace moverse entre el fatalismo ontológico y el intento por superarlo. Finalmente, cuando no lo soporte más, se transformará por completo en un caimán. Son abundantes las representaciones iconográficas de dioses y divinidades en cuya fisonomía se mezclan formas animales con formas humanas. El tiempo mítico de los comienzos, cuando aún imperaba el caos y como en Santorontón las cosas se estaban inventando, las formas no estaban perfectamente definidas.

En toda América, el caimán ha sido considerado un animal sagrado estrechamente vinculado con el origen del mundo. Es muy común encontrar iconografías en las que se representa el universo con la forma de un caimán, como en el Obelisco Tello. El caimán flota sobre el mar y, así, su cuerpo se divide entre el cielo y el inframundo. La boca dentada del animal vendría a simbolizar la entrada al mundo de los muertos. Su identidad aúna la trinidad cielo-tierra-inframundo. Es el señor de la vida y de la muerte (Gutiérrez, 2003: 312). Si recordamos la capacidad cíclica y regeneradora de luna, expresada también a través de animales como el caracol que aparece y desaparece en su concha o el oso que aparece y desaparece con la hibernación (Eliade, 1974: 198), el caimán, en tanto que anfibio, también absorbe esta virtud. Su cuerpo, entre la tierra y el agua, aparece y desaparece a su antojo (Eliade habla de la rana). Las virtudes selénicas y su vinculación atribuida por los pueblos amerindios con el origen de la vida, convierten al caimán en un ser capaz de regenerarse y regenerar todo lo que le rodea. Por otro lado, Cirlot le añade un simbolismo caracterizado por dos factores: su agresividad implica furia y maldad, y por otro lado, su pertenencia a los mundos acuático y terrestre le sirve como emblema de la fecundidad y la lujuria (1992: 135). Tanto la ira como la lujuria se expresan en el personaje de Candelario. El mito sirve aquí al narrador (y por extensión al autor) para expresar una actitud humana concreta. Las implicaciones extraídas del simbolismo del caimán cimientan las peculiaridades ontológicas del protagonista. Ahora bien, hemos visto cómo este animal forma parte de la capacidad regeneradora de la luna al igual que la serpiente de la primera escena. Teniendo esto en cuenta, de la violencia implícita –tanto en esta escena como en la novela en su conjunto– y la idea de una espiral de violencia americana puede extraerse la conclusión de que el caimán actúa también como regenerador de esa violencia, hace circular la espiral. La identidad americana puede verse expresada en la complejidad coyuntural y personal del personaje masculino. Pretende frenar sus impulsos violentos, pero estos son más fuertes que él y lo devoran. Cuando la violencia se manifiesta, el caimán (símbolo regenerador) aparece al igual que América incapaz de librarse de una violencia ínsita.

Al igual que en la escena antes analizada, el mundo verbal creado por el narrador omnisciente se empapa del código violento. El narrador introduce así la escena: “La noche de los Quindales llovía lujuria en el mar y en la montaña. El multimillón de ojos zoomórficos tejía metáforas de fósforo. Clavados en los nervios verde-sepia, presentían la llegada” (129). El componente telúrico parece algo imprescindible. La lujuria llueve sobre el mar y la montaña, hay una unión de los dos elementos al igual que en el simbolismo del cocodrilo. La naturaleza está expectante y la voz narradora, para dar cuenta de toda la vida selvática crea el término “multimillón”, como si el lenguaje ordinario no le fuera suficiente para expresar el sinfín de seres que contemplan la escena. La naturaleza ya no es únicamente un contexto o una situación geográfica, es también un personaje que contempla y aguarda. Para expresar aquello ante lo que se encuentra, el narrador debe recurrir a la combinación de términos concretos que le permitan nombrar una realidad más amplia. Ese es el caso de “verde-sepia”, dos términos que se unen como una realidad abarcadora. Llega un momento en que el narrador estira el lenguaje hasta el límite:

Caymantapachaca. El agua de encrespa. Caymantapachaca manajaycapi. La sangre se enciende. Caymantapachaca manajaycapi canta. El puñal en las fauces. Caymantapachaca manajaycapi canta tigrashpa ricuhuashachu.4 El puñal de marfil –Redoma del viento. Remolino del iris. Imanes del sexo. –La lengua de vidrio. La sangre de humo. La voz de metal. Candelario. Candela-río. Mar-iscal. Candela-río. Candela-mar. –Fuego-agua. Sexo-sangre. Hombre-saurio. Candela-río-mar. Tatuajes rútilos. En los ojos: la Chepa desnuda. En la boca: las fauces hirvientes. La ruta al infierno. La fuente del mal. –Puñal en las garras. Colmillos y sexo. Puñal de marfil, de acero y coral. Caymantapachaca manajaycapi canta tigrashpa ricuhuashachu. De hoy en adelante, jamás volveré el rostro para verte (129).

La asociación de elementos y su yuxtaposición configuran una realidad compleja, casi mágica. Lo que viene a simbolizar es la metamorfosis de Candelario. Este proceso se da por pasos y la narración marca el compás. Un caso que lo demuestra es la primera expresión en quichua5 a la que, poco a poco, se le van sumando otras hasta formar una oración con sentido propio. Todo el conjunto está formado por retazos de un cuadro fragmentado que acaba componiendo la transformación del personaje. Entre las varias razones que pueden explicar el recurso expresivo del quichua aparecen la tónica primitivista, que permite la conexión del personaje con sus orígenes y lo prístino, y la tradición popular de raigambre europea que hacía hablar a los poseídos por un demonio en latín. El mundo en el que Candelario está inserto no tiene como lengua vernácula el latín sino el quichua.

El nombre “Candelario” se descompone para crear una realidad totalizadora. Él es el río y la candela, el fuego, como también es un hombre-saurio, mitad hombre mitad reptil. También es fuego y agua, sexo y sangre. Todos los elementos son complementarios, miembros de un mismo ser. Su lengua, contagiada de la violencia, es de “vidrio”. Las fauces, el puñal, los colmillos, las garras apuntan hacia la misma dirección. El narrador hace, como la creencia indígena, una analogía entre su boca y la “ruta al infierno”. El sexo y la sangre se fusionan en una misma entidad. La vida y la procreación son unidas por la voz narradora a la sangre. El caimán es el señor de la vida y también el de la muerte. Su identidad totalizadora se extiende y abarca toda la existencia. El narrador ha creado un mundo verbal que ensancha y consolida la violencia portada por los mitos y sus personajes.

Hemos podido adentrarnos, o al menos acercarnos, a la figura de un autor que, a pesar de su calidad estética, no goza de una posición de privilegio en la nómina de representantes del realismo mágico. No por ello deja de ser interesante tratar de comprender la narrativa del ecuatoriano.

Las experiencias vitales fueron enriqueciendo la imaginación de Aguilera-Malta hasta conseguir crear un corpus literario de novelas y cuentos que despierta arraigado en la realidad social, entremezclado con el estrato más descarnado. La hostilidad de la que sus personajes emergen los enfrenta unos con otros e incluso contra sí mismos puesto que son incapaces de encontrar acomodo entre las vicisitudes del amor y del odio. La clave del conflicto ontológico viene originada por las cadenas de un determinismo impuesto del que es imposible escapar. Los personajes maltianos están hundidos en su propio abismo, condenados al dolor y la sangre que ellos mismos son incapaces de dejar de producir. La voz narradora no participa de los conflictos de los cuentos, son los personajes quienes cuentan y demuestran el fatal sino de sus vidas. Nicasio Yagual, del relato “El cholo que se castró”, es el ejemplo paradigmático del determinismo. Dedicó su vida a violar mujeres y debe huir de pueblo en pueblo para que no le alcancen los machetes de los hombres que quieren matarlo, pero es imposible, el destino, en forma de mujer, se presenta ante él y lo conduce al humillante suicidio. A Nicasio le perseguía su pasado para llevárselo consigo a la muerte.

Aguilera-Malta creía que sus primeros cuentos respondían a la tendencia literaria del realismo social interesado en captar la esencia del ambiente y de sus gentes, en reflejar la vida a la que estas se enfrentaban. Sin embargo, a pesar de lo que su autor pudiera creer, debemos pensar en si aquella era realmente la vida choluna y en qué modo ha sido representada en los trabajos citados. Los personajes de Aguilera-Malta no se enfrentan a la opresión ejercida por una entidad superior ni se estrellan contra el mundo exterior. Sus conflictos nacen y mueren en sus propias relaciones, en el íntimo mundo que el autor quiso retratar dominado por el salvajismo y el sexo violento. El realismo maltiano sigue la estela primitivista que concibe al indígena atrapado en sus impulsos primarios y el telurismo. Sus cholos, dice en “El cholo que odió la plata” (1930: 11), están hechos de “idéntico barro”, como el hombre nerudiano de “antes de la peluca y la casaca” hecho de arcilla, “tierno y sangriento” (Amor América, 1988), entre la inocencia del paraíso y la barbarie primitiva.

Es destacable también el recurso estilístico de la escritura fonética del diálogo para configurar una atmósfera realista. Algo cambió en la mentalidad del autor puesto que es un rasgo que desaparece en Siete lunas y siete serpientes. Poco antes de publicarse, le escribe una carta a Manuel Andújar en la que reconoce “un cambio total en mi manera de escribir” (Ferreras, 1999: 223). Esas personas, dice Anzaldúa en La Frontera (1987: 106), que no hallan acomodo en la lengua estándar deben constituir su lengua propia, “una lengua a la que puedan conectar su identidad, una lengua capaz de comunicar las realidades y los valores auténticos para ellos”, pero cuando esta lengua quiere ser reproducida en la literatura a través de un autor que, aunque diga haber convivido con los cholos, no comparte su misma realidad puede caer, a veces, en la caricatura, en un lenguaje artificioso y forzado.

El mundo de Siete lunas y siete serpientes se ve enriquecido por la urdimbre mítica. Aguilera-Malta no construye utopías, el mito no da pie a una fantasía amable, sino que subraya y apuntala la condición violenta de los personajes, porque si algo tienen en común las criaturas maltianas es la violencia en la que viven. Aguilera-Malta construye, si tenemos en cuenta la significación que los mitos aportan al conjunto de la novela, su propio cosmos, él es un dios que contempla el nacimiento caótico de su creación. Para ello se sirve de un lenguaje con vida propia, invocador de seres sobrenaturales y de violencia. La orquesta de sexo, violencia y sangre desborda los límites de la narrativa y se hace eco de la realidad americana. América, al igual que los cholos maltianos, está sometida al determinismo de la violencia, la persigue, como persiguió al cholo Nicasio Yagual, para demostrarle al lector que el futuro es aún inimaginable. El universo del autor responde a la idea del continente americano que continúa en estado embrionario, formándose, tan inacabado como Santorontón. Aún no ha podido superar esa “tierra sin nombre, sin América” (Neruda, 1988).

Junto a la idea de un mundo incapaz de escapar de la violencia que él mismo genera no dejan de ser interesantes las aportaciones de Girard. Para el autor de La violencia y lo sagrado (1985) toda sociedad se inicia con un sacrificio sagrado, lo que implica un thanatos primordial que guiará el futuro y a sus personas. Al igual que en las teorías del francés, el mundo narrativo creado por Aguilera Malta se encuentra corrompido por la crueldad. Advierte Girard que la naturaleza humana es cruel y ese rasgo acaba brotando muchas veces en forma de venganza. De este modo, un primer sacrificio desencadena otro y este a su vez otro y así sucesivamente sin fin. Es esta violencia cíclica la que queda reflejada en Siete lunas y siete serpientes, un universo cuyos integrantes no están capacitados para la sociedad pues solo los mueve la muerte. La escalada de violencia se va elevando desde lo individual a lo colectivo, hasta que, como explicaba Girard, toda la sociedad se enfrenta entre sí tal y como el ecuatoriano vaticina que ocurrirá al final de su obra.

La conjunción de todos los mitos y metamorfosis presentes en la novela estudiada pueden servir a dos objetivos finales por parte de su autor. Por un lado, y como ya se ha venido explicando, crear un espacio ficticio propio, una sociedad maltiana regida por la agresividad y la magia. Pero las transformaciones sufridas por los personajes son una forma de llevarlos al límite con el fin de mostrar una esencia humana corrompida y salvaje. Dado el interés por la denuncia social que el ecuatoriano mostró ya en sus primeras andadas literarias, la construcción de este particular universo responde al mundo corrupto que buscaba condenar, un lugar en el que la ambición y el poder desmesurados de unos pocos sobre muchos acaba alienando a las personas y convirtiéndolas en animales.

Referencias

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1 El concepto de lo “primitivo” es, indudablemente, ambiguo y ha ido evolucionando y desarrollándose con complejidad. Para comprender mejor su función en la obra y su relación con el realismo mágico, debemos ver lo “moderno” como una idea asumida por Europa y, desde la conquista, opuesta a América como un continente ajeno al progreso. El realismo mágico, que explota la singularidad de la naturaleza americana, aprovechó ese determinismo geográfico para unir lo primitivo con lo mágico. Del mestizaje y choque del mundo moderno y antiguo o como escribió Carpentier “América es el único continente en que el hombre de hoy, del siglo xx, puede vivir con hombres situados en distintas épocas que se remontan hasta el neolítico y que le son contemporáneos” (1981: 105-6), nace una simbiosis cultural que mezcla lo indio, lo negro y lo europeo tal y como puede verse en la novela aquí estudiada. Además, con el fin de enfatizar la barbarie americana, Aguilera Malta opta por un cauce primitivista que expone a sus personajes a una total crueldad y falta de racionalidad.

2 Este es el apodo que más veces se repite en la obra para referirse al representante del Mal. El DRAE lo recoge como un localismo extendido por múltiples países de América Latina. El significado de “diablo” corresponde únicamente a Perú, Nicaragua y El Salvador. En el resto de países, incluido Ecuador, hace referencia a un “rabudo” u hombre con el pene muy grande. Ya pudimos comprobar con el nombre “Dominga” la ambivalente significación que pueden adquirir los nombres en la novela. La dualidad le permite al narrador hacer referencia a dos realidades que se conjugan en una misma persona; en este caso se fusiona el demonio con un hombre definido a través del modo en que mantiene relaciones sexuales.

3 Tanto los personajes como el narrador prefieren denominarla por el hipocorístico de Josefa en Ecuador: Chepa. De nuevo nos encontramos ante un caso en que el nombre significa algo más. Es el modo vulgar de referirse al órgano sexual femenino. La condición del personaje femenino queda sexualizada gracias a su nombre.

4 En quichua: De hoy en adelante, sin pena, jamás volveré el rostro para verte.

5 El uso del quichua no es algo nuevo en la narrativa maltiana ni en la americana. En sus primeros relatos de los años treinta, un Aguilera-Malta (junto al resto de escritores del Grupo de Guayaquil) mucho más preocupado por captar la realidad social de su Ecuador natal, mezcló con el castellano términos de la lengua indígena. También lo hizo en su novela posterior Don Goyo. Un autor preocupado también por ser fiel a la realidad circundante fue José María Arguedas quien se preguntaba: “¿Cómo describir esas aldeas, pueblos y campos; en qué idioma narrar su apacible y a la vez inquietante vida? ¿En castellano? ¿Después de haberlo aprendido, amado y vivido a través del dulce y palpitante quechua?” (2009: 156).