El deseo como principio de transformación en Aventuras sigilosas (1945) de Lezama Lima

Desire as a transformation principle

in Aventuras sigilosas (1945),

by Lezama Lima

Jesús Armando Gutiérrez Victoria

El Colegio de México

arm.gutierrezv@gmail.com

Resumen: Este artículo analiza Aventuras sigilosas (1945), poemario de José Lezama Lima, a través del concepto de deseo como principio estructural y dinámico en el proceso de transformación al que es sometido el sujeto protagónico; en dicho tránsito, la compleja red de imágenes en sucesión, con distintos valores simbólicos en los poemas, tiene una función central. Para estudiar este fenómeno, se retoman tres composiciones: “Llamado del deseoso”, “El fuego por la aldea” y “El guardián inicia el combate circular”, pues constituyen puntos nodales en el itinerario de transformaciones que articula este poemario. Tras el análisis textual, se señala la naturaleza heterogénea e integral del deseo no solo como principio propio de la esfera sexual, sino como una voluntad dinámica de cambio, vinculada con imágenes naturales y míticas como el fuego.

Palabras clave: deseo, imagen, transformación, fuego, poesía.

Abstract: This paper analyzes Aventuras sigilosas (1945), a collection of poems by José Lezama Lima, through the concept of desire as a structural and dynamic principle in the transformation process to which the protagonist is subjected. In this transit, the complex network of images in sequence, with different symbolic features, has a nuclear function. In order to study this phenomenon, I selected three poems: “Llamado del deseoso”, “El fuego por la aldea” y “El guardián inicia el combate circular”, because they are nodal points in the journey of transformations in this book. After textual analysis, I point out the heterogeneous and integral nature of desire not only as a principle of the sexual sphere but also as a dynamic will of change, related with natural and mythological images as fire.

Keywords: Desire, Image, Transformation, Fire, Poetry.

Recibido: 27 de mayo del 2022

Aprobado: 17 de agosto del 2022

https://dx.doi.org/10.15174/rv.v15i31.687

“Ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer una resistencia, ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen; él siempre se ha sentido como un cuerpo que se sabe imagen, pues el cuerpo, al tomarse a sí mismo como cuerpo, verifica tomar posesión de una imagen”, señala José Lezama Lima en su ensayo “Las imágenes posibles” (1988: 300). Algunas líneas más adelante, añade:

Cada objeto hierve y entrega sucesión. La jarra suda su agua estancada, y de esa podredumbre estática, donde se sientan los insectos a esperar, la flor conduce su testa en la frialdad aconsejable para su frente. A la maravilla de que entre esos saltos se establecen interposiciones, imágenes, queda esa distancia vacía evidenciada en la metáfora. Las vicisitudes de un hombre que se desplaza y las vivencias de ese desplazamiento llegan a nosotros como un todo que ni exhala ni absorbe, pues la red de las imágenes forma la imagen, y aquel desfile de guerreros de distinto uniforme se convierte ahora en el primero que llega a la puerta o en el que se aleja desmesuradamente (Lezama Lima, 1988: 301).

Desde luego, es difícil ponderar con seguridad el sentido –si es que podemos hablar de algún tipo de univocidad de sentido en la escritura de Lezama– de estas palabras. Pero lo cierto es que, en este ensayo de 1948 encontramos muchas reflexiones que en 1945 aparecen formuladas a través de lenguaje poético en Aventuras sigilosas. Esta situación no es del todo extraña, pues, como señala Ben A. Heller, “Lezama often first worked out in poems ideas that were later expounded more conventionally and clearly in essays”. No obstante, el crítico no tarda en acotar la naturaleza de estos textos: “These essays, however, frequently verge on poetic discourse, making widespread use of images and rhetorical figures, as well as executing sudden leaps of logic” (1997: 11).

Lo que me gustaría destacar aquí no es precisamente la continuidad entre la obra poética y la ensayística, sino, más bien, advertir cómo en el universo poético de Lezama existe una relación entre la aventura y el deseo; asimismo, señalar cómo el deseo, por naturaleza, busca vencer una resistencia o, como diría Georges Bataille, una prohibición. El deseo, o esta voluntad por sobreponerse a la resistencia, en Lezama Lima parece fundado en un principio de semejanza, un principio de semejanza que inevitablemente parte de la imagen, para ello hay que entender la imagen como esos “saltos”, esas interposiciones de una sucesión que él advierte en cosas tan sencillas, y al mismo tiempo tan dinámicas, como la jarra de agua que suda. Así, el sujeto, en tanto consciencia individual y subjetiva, hace objeto de su deseo aquello donde ve reflejada la imagen de sí. Visto en estos términos, “las vicisitudes de un hombre que se desplaza y las vivencias de ese desplazamiento” siempre estarán en tensión con el deseo que busca en las imágenes su reconocimiento.

Como intentaré demostrar en el presente ensayo, Aventuras sigilosas puede leerse como el itinerario de un hombre impulsado por el deseo. Y su búsqueda, o sus aventuras, inevitablemente transitan por una red de imágenes que lo transforman; pues, en este complejo sistema, la semejanza del sujeto con la imagen es la manera en la que toma consciencia de sí. Dicho en otros términos, el hombre que desea –o como lo nombra Lezama, el deseoso– busca, al desear, la transformación, pues busca la imagen. Para señalar este fenómeno, me detendré principalmente en tres poemas: “Llamado del deseoso”, “El fuego por la aldea” y “El guardián inicia el combate circular”, pues considero que son puntos nodales en este tránsito, sin embargo, aludiré tangencialmente a otros textos en el poemario, con el objeto de no perder de vista su lectura en conjunto.

Conviene, primeramente, situar este libro en el complejo entramado de la obra poética de Lezama Lima. De ella como un todo, la crítica ha destacado su capacidad para “reconstruir la realidad en un auténtico festival de nacimientos y metamorfosis constantes”, así como su manifiesta complejidad causada “por la sensibilidad peculiar que inaugura y por la forma en que organiza el pensamiento en imágenes, alternando de manera radical los patrones convencionales de la lengua” (Neila, 2011: 107). Manuel Neila distingue tres fases en la trayectoria poética de Lezama. La primera la constituyen Muerte de Narciso (1937) y Enemigo rumor (1941), esta primera fase se distingue por su sensualidad, por su lujo y por su “lirismo descriptivo, vehemente y telúrico” (2011: 107). La segunda sobresale por “la disminución del preciosismo inicial, una mayor severidad especulativa y una apreciable concentración semántica” (2011: 107), a esta etapa pertenecen Aventuras sigilosas (1945), La fijeza (1949) y Dador (1960). La última se caracteriza por su énfasis en la depuración, por un “mayor esencialismo reflexivo” y por un volver la “mirada hacia los temas del vivir humano”, a esta etapa pertenecen la serie de “Poemas no publicados en libro”, en Poesía completa (1970) y el póstumo Fragmentos a su imán (1977) (2011: 108).

En específico, sobre Aventuras sigilosas (1945), Neila señala no una ruptura con los recursos estilísticos y las técnicas de expresión vistas ya en Muerte de Narciso (1937) y en Enemigo rumor (1941), sino una disminución del barroquismo sensorial y preciosista, de impronta gongorina, en pos de una mayor concentración y severidad expresiva, de herencia quevediana (2011: 110-111). Si bien es cierto que, en comparación, el Lezama de Muerte de Narciso presenta divergencias con el Lezama de Aventuras, las similitudes en el plano de la expresión y de la imagen son mucho más notorias; por lo que conviene pensar esta etapa más como la progresión natural en la búsqueda y construcción de un universo poético y menos como un tránsito polarizado entre lo gongorino y lo quevediano.

En cuanto a los juicios críticos, para Rafael Almanza, Aventuras sigilosas (1945) impone una lectura en conjunto como “poema-libro”, esta organicidad “como un flujo narrativo y de sentido” constituye para el estudioso uno de sus mayores méritos (2020: 72). Asimismo, el crítico destaca el carácter autobiográfico-confesional sintetizado en el primer texto en prosa, que sirve para dar argumento al libro, así como el tratamiento del problema sexual que Lezama aborda, pues piensa que “escapar del mundo de la madre nos aboca a unas aventuras sigilosas de error, pecado, extravío y muerte”, idea que, como se verá más adelante, comparto, aunque no exactamente en los mismos términos (2020: 73). En una línea similar, donde el vínculo con lo materno ocupa un papel central, se encuentra la opinión de Arturo Arias, quien ve en Aventuras sigilosas (1945) una fusión del poeta con su madre y considera que el tema principal es el deseo de fuga, que “viene acompañado de la certeza de que aquello de lo que se precisa huir es necesario para nuestra existencia y nos acompaña invisiblemente” (1997: 73).

Más de un crítico ha puesto atención en la importancia que tiene el deseo, en su dimensión erótica, dentro del poemario. Por ejemplo, para Emilio Bejel, Aventuras sigilosas es el libro donde lo poético y lo erótico se manifiestan de la manera más dramática en la poesía de Lezama. De tal modo que para Bejel:

Casi todos los poemas de Aventuras sigilosas sugieren anécdotas de situaciones sexuales excepcionales. De hecho, todo este libro es una gran elipsis del acto sexual. Aquí todas las metáforas y las demás figuras retóricas son, pues, una especie de ordenamiento dentro de un mundo elíptico, elidido, sintomático de un deseo oculto. La elipsis, como la figura retórica que relaciona un término conocido con otro desconocido, es un recurso reiterado en este poemario porque constantemente se hacen referencias veladas a situaciones eróticas excepcionales (1994: 104-105).

En otro texto, Bejel afirma que Aventuras sigilosas también puede ser leído desde un horizonte mítico, pues apunta que en los ritos órficos el nacimiento de Eros es la manifestación del nacimiento del Deseo y, por lo tanto, de la sexualidad. En este mismo sentido, considera que el nacimiento del Deseo es análogo al nacimiento de la textualidad: “De aquí que poetas y artistas de todos los tiempos insistan en retomar los diversos ángulos del deseo como material predilecto para sus obras. La textualidad literaria es una erótica. Una poética deberá siempre implicar un desarrollo erótico del texto” (1979: 136). Por su parte, Ben A. Heller también comparte la opinión de que el deseo ocupa un papel central en el desarrollo del poemario: “In fact, the entire series can be interpreted as a dissertation on the role of desire, deviance, and destruction in the creative life of a writer” (1997: 98). Si bien, matiza que no todo se sintetiza exclusivamente en el deseo sexual: “The central conflict here is between sexual desire and the desire for a more spiritual penetration of reality through art” (1997: 98-99). Así, a partir de estos presupuestos, el crítico retoma la distinción platónica entre los hombres con un deseo sexual de unión y procreación, similar al de los animales, y los hombres cuyas almas son más creativas espiritual e intelectualmente, por lo que desean la inmortalidad a través de sus obras y sus contribuciones a la cultura (1997: 99). En términos generales, Heller fundamenta su análisis en demostrar cómo el protagonista del poemario se debate en medio de esta tensión, entre dos tipos distintos de deseo.

Tras un balance de las aproximaciones críticas a Aventuras sigilosas (1945), es posible advertir algunos intereses en común: tanto Almanza como Arias basan su interpretación del libro en el deseo de huida, el cual supone un abandono de la madre y el emprendimiento de un proceso de error, pecado, extravío y muerte. Por su parte, Bejel considera el deseo desde su dimensión sexual; para el crítico, nos encontramos frente a un poemario en clave, cuyos significados ocultos remiten siempre a la esfera de un deseo también oculto. Por último, Heller considera que estos textos se entienden a través de la tensión de dos tipos distintos de deseo: uno sexual y otro de naturaleza espiritual-estética.

El acercamiento que propongo en el presente trabajo pone énfasis en la lectura de conjunto que señala Almanza, por lo que entiendo Aventuras sigilosas (1945) como un libro de naturaleza argumental que se articula como un proceso, un tránsito fundado en las transformaciones del sujeto protagónico. De este modo, considero el deseo como el detonante de este proceso de transformación o de estas aventuras que se desarrollan a lo largo de los poemas. El deseo es el principio dinámico por el cual el hombre emprende su viaje y busca la separación de la madre, es el impulso motor por el cual el ser se cuestiona a sí mismo y tiene consciencia de sí, aunque para ello deba ponerse en crisis a través de una búsqueda fundada en la imagen. Es de notar que, en el universo poético de Lezama, toda transformación inevitablemente debe valerse de la imagen. Por eso, no es de extrañar que, al seguir el itinerario de este deseo, su protagonista, guiado por el principio de semejanza con la imagen, sufra una constante metamorfosis, a través del poder transformador de la lengua poética.

Conviene precisar que, para Lezama, la imagen constituye un punto central no solo en la creación poética, sino en la comprensión misma; es ella un camino de conocimiento. En sus reflexiones en torno a este tema, Lezama señala en varias ocasiones la importancia de la imagen como una “concepción del mundo”, como un “absoluto”, “la imagen que se sabe imagen, la imagen como la última de las historias posibles”, porque “todo lo que el hombre testifica lo hace en cuanto imagen” (1988: 300).1 En esta particular visión de la realidad, la metáfora actúa como aquel principio dinámico que busca penetrar en la imagen; es decir, como un proceso transformador cuyo objeto es el conocimiento: “En toda metáfora hay como la suprema intención de lograr una analogía, de tender una red para las semejanzas, para precisar cada uno de sus instantes con un parecido...” (1988: 303-304).

Como se verá a través del análisis de algunos poemas, el deseo en Aventuras sigilosas no se puede reducir a su dimensión sexual, ni siquiera a una tensión entre lo sexual y lo espiritual. Más bien, es necesario comprender el deseo como un principio motor del hombre que apetece y busca, fuera de sí, un objeto que responda a esa interioridad manifiesta en imágenes. En este complejo espectro, lo sexual es tan solo uno de los avatares de un sujeto sensible.

En primera instancia, es necesario referir al texto en prosa con el que inicia el libro, el cual abre y cierra con un paréntesis. Este texto, que Almanza considera un poema más, constituye, a mi juicio, un índice argumental, una guía de lectura e interpretación, que simultáneamente da cohesión y deja al descubierto el entramado narrativo del poemario. A propósito, Heller considera que lo referido en este texto sobre la trayectoria del protagonista usualmente es ignorado en los poemas y, del mismo modo, los poemas presentan personajes y situaciones ignorados por esta introducción; de ahí que prefiera interpretar en este extenso paréntesis una imagen del tiempo, mientras que los poemas, textos semiautónomos, interrumpen esta progresión (1997: 98). No comparto este punto de vista, pues, si bien no se puede hablar de una correspondencia unívoca entre lo expresado en este texto y el resto de los poemas, una lectura atenta demuestra que su disposición y núcleo argumental siguen de cerca esta acotación parentética.

Mucho se ha dicho sobre la naturaleza narrativa de Aventuras y su cercanía con la novela, pero lo cierto es que este primer texto guarda muchas más semejanzas con las convenciones teatrales y dramáticas; de tal suerte que parece cumplir con la función de presentar el argumento sobre el cual se funda el tránsito de este hombre que va de ser el hijo, al maduro, al Jorobado, vuelve a ser el maduro y finalmente, en el lecho de muerte, se proyecta a través de su virtual hijo en el “amarillento tinte rosa de la hija de la protestante” (Lezama, 1945: 7). Visto con mayor detalle, conforme se desarrolla el argumento resulta mucho más difícil para el lector seguir el hilo de la trama a través de los poemas; sin embargo, es innegable el reconocimiento de la escena inicial del puerto, el trazado de la relación del hijo con la madre, su huida y sus devaneos nocturnos, el fuego por la aldea, sus periplos por los Países Bajos, su encuentro con la mujer protestante y sus tres días de agonía.

Lo primero que hay que notar es que desde este texto en prosa se señalan las transformaciones del protagonista mediante los distintos nombres que se emplean para identificarlo. El lector, que en un primer momento duda de si se trata del mismo personaje, conforme lee los poemas ratifica que sí es el mismo, pero sometido a distintas metamorfosis mediante el poder evocador de la imagen poética. Como se verá más adelante, estas aventuras o “las vicisitudes de un hombre que se desplaza” tienen como motor principal el deseo, que, naturalmente, también se manifiesta como una imagen.

“Llamado del deseoso” o el impulso de huida de la madre

El poemario comienza luego del paréntesis argumental con “El puerto”, en esta composición ya se advierte el rol protagónico que tiene la naturaleza y las imágenes que emanan de ella en la conformación de la identidad del –en este momento– joven protagonista:

Un cordel apretado en seguimiento de una roca que fija;

el cordel atensado como una espalda cuando alguien la pisa,

une el barco cambiado de colores con la orilla nocheriega;

un sapo pinchado en su centro, un escualo que se pega con una [encina submarina.

La rata pasea por el cordel su oído con un recado.

Un fuego suena en parábola y un ave cae;

el adolescente une en punta el final del fuego

con su chaqueta carmesí, en reflejos dos puntos finales [tragicómicos.

La presa cae en el mar o en la cubierta como un sombrero

caído con una pierda encubierta, con una piedra.

Su índice traza, un fuego pega en parábola (vv. 8-18).

Como estos versos lo ponen de manifiesto, el universo en el que transcurren estos poemas está dominado por la experiencia de una naturaleza dinámica. En este contexto, tanto el lector, como el adolescente, descubren que el mundo está en constante movimiento: el mar, el barco que cambia de colores bajo las luces nocturnas, los animales que se adhieren, caminan y mueren. Conviene detenerse brevemente en el ave que cae vencida por el fuego, porque, como se comprobará más adelante, esta ave que fascina la vista del adolescente es también una imagen que prefigura su final en el poemario: tras el fuego de las transformaciones y las aventuras, cae en parábola hacia la muerte.

Sobre la estrecha relación que tiene la naturaleza y la imagen en la poesía de Lezama Lima, ya Reinaldo Arenas había advertido lo siguiente:

Pues no debemos olvidar que Lezama comparte la concepción pascaliana de que «como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza». Ante ese estupor, la imagen es lo único que puede salvarnos, pues ella, al poder recrear esa naturaleza perdida, sustituyéndola, se coloca, como obra de arte, por encima de la realidad perdida que sustituye, se convierte en algo eterno, se convierte en una sobrenaturaleza. ¿Qué es entonces la sobrenaturaleza de la cual Lezama tanto nos ha hablado? Es el fruto de un don prodigioso, la obra del poeta. La unión de lo que fue (naturaleza perdida) más lo que uno hubiese querido que fuera (imagen) forman lo que uno desea, es decir, la obra de arte, la sobrenaturaleza” (1987: 288).

Si existe una relación dialéctica o una tensión en Aventuras sigilosas, seguramente es entre eso que Arenas llama la unión de lo que fue –la naturaleza perdida– y lo que uno hubiese querido que fuera –la imagen–; en esta tensión radica el principio del deseo, que culmina en la obra de arte o en la poesía misma, según el razonamiento de Arenas. Aquí, sin embargo, solo me interesa destacar que la imagen se manifiesta como esa voluntad por evocar el poder dinámico de la naturaleza. Una fuerza que no le es ajena al protagonista del libro.

El “Llamado del deseoso” es un poema breve comparado con el resto, pero cargado de imágenes significativas que identifican al joven como un sujeto deseante, cuya voluntad busca sobreponerse a la imagen de la madre:

Deseoso es aquel que huye de su madre.

Despedirse es cultivar un rocío para unirlo con la secularidad de [la saliva.

La hondura del deseo no va por el secuestro del fruto.

Deseoso es dejar de ver a su madre.

Es la ausencia del sucedido de un día que se prolonga

y es a la noche que esa ausencia se va ahondando como un [cuchillo.

En esa ausencia se abre una torre, en esa torre baila un fuego

[hueco (vv. 1-7).

Difícilmente puede sostenerse una lectura en estos primeros versos desde el deseo como una pulsión de carácter sexual, a menos que se pretenda dar una interpretación psicoanalítica del pasaje. Por el contrario, lo que destaca aquí es la equiparación entre el deseo y la huida de la madre, como si se tratara de dos principios análogos: si el protagonista es “deseoso” es porque huye de la imagen materna. Así, el tránsito de imágenes parece concentrarse en dilucidar los atributos de este sujeto deseante a través del verbo ser, en una sucesión encadenada: “Deseoso es dejar de ver a su madre”, pero también “Es la ausencia de lo sucedido de un día que se prolonga”. Y si este sujeto es “la ausencia”, en él “se abre una torre, en esa torre baila un fuego hueco”.

Esta primera mención del fuego es la imagen donde se materializa el deseo, pues, como se ve en este mismo poema y en los subsecuentes, comparte muchos de sus atributos. En este sentido, conviene considerar que el fuego ha sido el símbolo de la transformación a lo largo de varias culturas durante siglos, fuerza transmutadora que, al cambiar la materia, también la purifica (Chevalier, 1986: 511-514). El fuego reaparecerá con mayor énfasis en “El fuego por la aldea”, con un sentido similar.

Este mismo poema, algunos versos más adelante, expone el porqué de la huida de la madre y, por lo tanto, su contraposición al deseo:

Lo descendido en vieja sangre suena vacío.

La sangre es fría cuando desciende y cuando se esparce [circulizada.

La madre es fría y está cumplida.

Si es por la muerte, su peso es doble y ya no nos suelta.

No es por las puertas donde se asoma nuestro abandono.

Es por un claro donde la madre sigue marchando, pero ya no [nos sigue.

Es por un claro, allí se ciega y bien nos deja.

Ay del que no marcha esa marcha donde la madre ya no le sigue, [ay (vv. 12-19).

La imagen de la madre sintetiza un principio contrapuesto al fuego, pues se la nombra como “fría”, pero también como “cumplida”, atributo que comparte con la imagen de la sangre que, igual de fría, se esparce en forma de círculo, otra imagen de lo acabado. En oposición, el fuego es calor y transformación, sin una forma definida: una imagen dinámica que transmuta y, en ese sentido, nunca termina por completar un ciclo, sino que es la metamorfosis concretada en el mundo. Lo acabado, o sea la madre, es algo que ya no puede desear, porque ya está cumplido, ya no busca la imagen de sí. Ahora es posible entender mucho mejor aquellos versos iniciales donde el poeta construye la identidad de este joven como un sujeto que naturalmente huye de la madre, pues es un hombre movido por el deseo. Visto en estos términos, mi interpretación es distinta de la de Arturo Arias, quien advierte una fusión entre la madre y el deseoso. Una perspectiva conciliadora sería comprender a la madre como una imagen de la interioridad del mismo deseoso, lectura que nos llevaría a considerar que el joven busca huir de sí mismo, idea que no parece del todo desacertada. Sin embargo, esta interpretación en segundo grado, muy cercana a la interpretación alegórica de Bejel, es peligrosa en la medida en la que coloca, también, a la imagen en un segundo plano dentro de la experiencia, un mero vehículo que encubre un discurso mucho más abstracto; principio diametralmente opuesto a la poética de Lezama, quien no busca comunicar en el sentido más simple de la palabra, sino participar de un acto de creación mítico y primigenio, que a través del lenguaje trasciende cualquier finalidad y se manifiesta como “un enloquecido apetito de desciframiento” (1988: 350).

Los últimos versos se encargan de enfatizar la idea del deseo como principio de movimiento, como motor de lo dinámico, y no una fuerza encaminada a un fin, a una meta definida:

Nuestro deseo no es alcanzar o incorporar un fruto ácido.

El deseoso es el huidizo

y de los cabezazos con nuestras madres cae el planeta centro

[de mesa

y ¿de dónde huimos, si no es de nuestras madres de quien [huimos

que nunca quieren recomenzar el mismo naipe, la misma noche [de igual ijada descomunal? (vv. 23-27)

Aquel que se identifica con el deseo es, casi por naturaleza, huidizo; es decir, un sujeto en movimiento, siempre en la búsqueda de un algo, objeto de su deseo, pero cuya consecución no es el fin en sí mismo. Luego entonces, se puede entender el deseo en este poema, y en todo el libro, bajo dichas coordenadas y no solo como una pulsión que busca satisfacer una apetencia sexual.

En este punto inician propiamente las aventuras sigilosas del protagonista, porque cobra consciencia de sí a través de la imagen y abandona a la madre, símbolo de la resistencia de su deseo y donde le es imposible reconocerse.

“El fuego por la aldea” o la imagen del fracaso del deseo

Los poemas siguientes al “Llamado del deseoso” se caracterizan por su profusión de imágenes en larga sucesión. No sorprende, porque, como lo señala el texto preliminar donde se expone el argumento del poemario, el deseoso deja a la madre y emprende sus aventuras sigilosas que son el camino de la imagen misma. Un claro ejemplo de esto es el inicio de “La esposa en la balanza”:

La siembra del violín o de la hoja,

no la punta del cono hacia dentro de la sangre azucarada;

un deseo en la baba del caracol

que afeita en nuestros sentidos toda la transmutación

del rostro en el círculo de cobre que no gira (vv. 1-5).

Hay en estos versos un dominio de la imagen sobre la lengua, un efecto de extrañamiento ante la concatenación de imágenes que describen una experiencia difícil de comunicar y explicar a través de la lógica común del lenguaje. Es de notar que la imagen del fuego reaparece en este poema, versos más adelante: “Fluye como el fuego cuando el noroeste lo sopla, / va del manglar a la tortuga quemada” (vv. 24-25). Nuevamente esta imagen está usada para representar una fuerza en movimiento.

Asimismo, solo como una parte del itinerario vital donde el joven se transforma a través de la imagen, aparece la dimensión sexual del deseo en “Encuentro con el falso”. En esta composición, que al igual que el resto supone un reto de interpretación, sobresalen las imágenes del tacto y la penetración: “Sube y le toca un collar hecho con los eructos de negaciones de Jove ebrio”, “El polvo quiere pasar e interrumpir; la mirada sabe retroceder”, “Lépero maduro entra en su útero como un cangrejo humedece su galerón”. Difícilmente se puede precisar lo que ocurre en este poema, pero lo cierto es que hay un énfasis en la experiencia sensorial, en la sensibilidad del deseoso que, se intuye, descubre el mundo del placer sexual.

Tras este itinerario, conviene volver a la guía de lectura del texto inicial para comprender “El fuego por la aldea”: “De regreso, el fuego devoró a su madre, donde su madre podía haberlo devorado a él” (Lezama Lima, 1945: 7). De nueva cuenta, el lector se enfrenta a un extrañamiento, pues en el título del poema –“El fuego por la aldea”– se alude a un espacio, no a una persona. Sin embargo, una lectura atenta de las líneas previas, en este mismo apartado, revela que cuando el poeta alude a la aldea, lo hace en función de la madre: “Sale de la aldea de su madre para hacer letras armadas” (1945: 7). Aquí, entonces, el lector se halla nuevamente frente a una compleja red de imágenes que terminan por hacer concreta, casi táctil a través del trabajo con el lenguaje, la experiencia del deseoso: el fuego por la aldea es, en cierta medida, la tentativa del deseo –principio dinámico de la transformación– de triunfar sobre lo acabado que toma forma en la madre.

El fuego preguntó en las ventanas y el zorro

de rabo de azufre con escala dura.

El fuego rizó una veleta

que dejó abandonada un papel de acordeón.

El fuego cantaba en la estancia

por donde tiene que pasar un perro

primero que el tigre que transportó en su cola

un cordel, un papel suspirado (vv. 1-8).

Lo primero que hay que notar es que desde estos versos iniciales hay un tránsito, cifrado en las imágenes del fuego, portado por un zorro y luego por un tigre en su cola. La imagen, de nueva cuenta, se vale de elementos propios de la naturaleza para desarrollarse progresivamente como un incendio que se expande a lo largo de estos versos. Para Almanza, “El fuego por la aldea” representa la destrucción de la casa, desde sus cimientos, a través de las pasiones (2020: 80). Mi interpretación, sin embargo, difiere en el sentido de “destrucción”, pues, como se ha visto, la imagen del fuego en este poemario está asociada con el deseo, al ímpetu de transformación y purificación, no necesariamente con la aniquilación. Ya el mismo Lezama había apuntado esta idea sobre el fuego en su “Coloquio con Juan Ramón Jiménez” (1988 [1937]) y, años más tarde, la desarrollaría de forma extensa como un punto nodal de su conceptualización del barroco americano en La expresión americana (2013 [1957]): “fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica” (90), “plutonismo que quema los fragmentos y los empuja, ya metamorfoseados, hacia su final” (93).2

En este caso concreto, conviene recordar que el deseo se cifra en una voluntad de semejanza con la imagen, por lo que ¿no son este zorro y este tigre flamígeros un par de avatares de las múltiples transformaciones a las que el deseoso se somete? ¿Y, entonces, no son este mismo joven que, una vez que ha abandonado la aldea guiado por el deseo, vuelve a ella para intentar infundirle vitalidad a lo inerte, transmutar por el fuego lo que de otro modo permanecería acabado?

Ciertamente esta fauna plutónica transita por la aldea –la madre– y a su paso busca no aniquilar, sino transformar y poner en movimiento:

El zorro retrocede a un arreglo de columnas

y las va impulsando a golpes de rabo

y de dientes de despedida.

Las columnas avanzando cultivan las llamas,

retrocediendo dedican las cenizas.

El zorro pega con el rabo en una columna salomónica.

El zorro azul escoge la redondez partenopea.

Cuando las columnas ruedan, el zorro salta.

Cuando el zorro salta sobre las columnas,

la aldea murmura su plumón naciente a medianoche.

El zorro con sus patas como flautas,

salta sobre el pellejo de la noche (vv. 19-30)

Las columnas, imágenes del sustento, de lo grave y de lo inerte –pues suelen estar hechas con materiales como la piedra o el mármol–, tras el paso del zorro “ruedan”, y de pronto, la aldea “murmura su plumón”, es decir, cobra vida. En este incendio, hasta la misma noche se vuelve una imagen táctil, un pellejo que el zorro puede tocar. Aquí también cabría desarrollar una lectura mitológica, fundada en los relatos de raigambre tradicional y oral sobre la figura del zorro como trickster o encarnación de una divinidad. Si fuera de este modo, habría que tener en cuenta que, de entre los múltiples significados que ha tenido la figura del zorro en la cultura, Chevalier destaca que en los mitos americanos suele asociársele como un símbolo del deseo (1986: 1091). Asimismo, abundan los relatos orales de animales que, ya sea en la cola, en la cabeza o en cualquier parte del cuerpo, portan o roban el fuego y lo traen a los hombres; el mismo Lezama da cuenta de su conocimiento cuando, años más tarde, señala lo siguiente en el primero de sus ensayos en La expresión americana:

El colibrí, en el origen del fuego en las tribus ecuatorianas, como esbozamos anteriormente, logra burlar las astucias de Tacquea. Se moja las alas para burlar la puerta entreabierta de Tacquea, cuchilla para los robadores del fuego. Por su centelleante brevedad, que le impedía llevarse un tizón de fuego, pasea las plumas de su cola por las llamas, de donde vuela al makuna o árbol de corteza muy seca, de ahí salta y se irisa por los tejados, exclamando: “¡Aquí tenéis el fuego! Tomadlo pronto y llevadlo todos...” En donde vemos al gracioso colibrí en el rôle de la gigantomaquia prometeica (2013: 79-80).

Nuevamente, aun si se sigue el camino de la lectura mitológica, hay una interpretación del animal plutónico –y por extensión del fuego–, no como principio de destrucción del hombre, sino como protagonista prometeico que impulsa y echar a andar su civilización gracias a este regalo.

Tras este despliegue de imágenes que simulan las distintas fuerzas de un incendio por la aldea –es decir, por la idea de los orígenes y lo acabado–, la segunda parte del poema señala lo que ha quedado después de la transmutación, luego del vigor plutónico del fuego que entrega estos fragmentos cambiados.

Su indócil arañar.

Extraño recorrido: arañar.

La misma baba del precipicio

mueve sus espirales descifradas

en la anchurosa muerte.

Las nubes se deshacen

mientras la muerte danzada se endurece como un globo.

Es un globo de terciopelo carnoso,

hinchado por nuestras entrañas,

ocupando como un viejo salmonete

el agua estancada de nuestra frente (vv. 1-11).

Si bien resulta complicado ponderar el sentido de este pasaje, el lector reconoce aquel zorro-tigre de fuego en el “indócil arañar”. Luego de las “nubes”, prueba del paso de la fauna plutónica, aquella “muerte danzada se endurece como un globo”. Aquí cabría interpretar estos versos como la transmutación de la aldea-madre en esta figura esférica “de terciopelo carnoso”. Si esto fuera así, conviene recordar que la imagen de lo circular está asociada con las características de la madre desde el “Llamado del deseoso” y, por lo tanto, sigue siendo una imagen de lo acabado, de lo que ya no desea, fuerza opuesta a la naturaleza del hombre movido por el deseo, que se desplaza en parábola. De tal modo que ha fracasado la tentativa de infundir la fuerza del fuego, que es la misma del deseo de transformación, en la imagen de la aldea-madre, que a su vez representa los orígenes, pero también la resistencia que se contrapone, la naturaleza opuesta al deseo, lo que ya no cambia, incluso aunque se le aplique un principio dinámico como este. No queda más que seguir la huida, continuar con las transformaciones y, por lo tanto, no permanecer quieto.

“El guardián inicia el combate circular” o la culminación del deseo

Luego de su fracaso, el protagonista continúa su travesía. Siempre determinado por el deseo y, por eso mismo, siempre sometido a la semejanza con la imagen. En “Tapiz de ciego”, continúa el periplo de este hombre, pero ahora dotado de una nueva visión que “se nutre de otra luz de espejo a la que cede”:

Su ceguera lasciva

le pervierte el nuevo cuerpo de hermosura

en el que su mirada caída se encuentra fugitiva.

Su cuerpo se abandona a la corriente pura.

El primer remolino le hace la mirada guarnida;

el último, le fabrica la hondura (II, vv. 7-12).

En este poema el deseoso se transforma en el ebrio y en el ciego, aunque esta última identidad no supone que haya perdido del todo el sentido de la vista; pues, estos versos señalan que ha renunciado a la visión ordinaria para poder acceder a una de distinta naturaleza, mucho más cercana a la experiencia de penetrar en la imagen: “altivo milagro le concede / la cuenca del coral y el fuego”. Luego, en “El retrato ovalado”, este sujeto poético –que ha sido ya el deseoso, el hijo, el ciego, el ebrio– adquiere la identidad del esposo y, tras ello, encuentra una nueva resistencia, ahora en su pareja.

Ya desde el título del poema –“El retrato ovalado”– se puede inferir el conflicto al que se enfrentará este hombre: el deseo se ha materializado a través de la imagen del fuego y de lo dinámico, lo que siempre busca otra imagen en que reconocerse y, por lo tanto, nunca está acabado; por el contrario, la fuerza que se le opone, la prohibición del deseo, es lo inmutable, lo que permanece estático como el retrato mismo.

Huyó, pero después de la balanza, la esposa se esconde como [madre.

Sus falsificaciones, sus venenos son asimilados como almejas.

La esposa quiere ser una concha y pegar suave como el molusco,

pero como un retrato se adelanta y escarbamos en la ceniza de la [grulla.

Quiere desinflarse por la boca como un molusco y es un retrato, [telarañas y un ojo que se mueve (vv. 1-5).

Una precisión necesaria –donde otros críticos ven misoginia (Heller, 1997: 100-101)– sería considerar que, como lo exponen estos versos, la esposa tiene el ímpetu de transformación; es decir, se muestra con la disposición de dejarse guiar por el deseo, a la par del protagonista, mas, le es imposible: es un “retrato”, “telarañas” y apenas “un ojo que se mueve”; es, como la madre, un objeto terminado, que permanece inmutable, de ahí la equiparación entre estas imágenes.

La esposa, así, viene a remplazar aquella otra fuerza, aquella resistencia, sin la cual el deseo es imposible. En este punto, me gustaría introducir algunas de las reflexiones de George Bataille sobre el erotismo, no porque considere que en este poema es posible advertir un sentido erótico, pues igualmente habría que tener en cuenta que el término erotismo tiene una muy particular significación en el sistema del pensamiento del teórico francés, sino porque hay semejanzas que iluminarían la comprensión del deseo como impulso de la interioridad del hombre.

Como se ha dicho, la madre cumplía la función de la fuerza opuesta al deseo, al fuego y al ansia de transformación, por lo que representaba un punto de conflicto para este personaje. Ahora bien, tras el fracaso en su transmutación, aparece otra imagen femenina con un significado semejante. Esto, aunque a primera vista no lo parezca, no es arbitrario. Pues, la formulación del deseo en este poemario está condicionada por una resistencia. Para Bataille, el erotismo se fundamenta en el acto de transgresión que se sobrepone a la prohibición. Sin embargo, se trata de una suspensión temporal de dicha prohibición, no de su supresión total. De hecho, de no existir esa prohibición, no existiría el erotismo (1997: 40).

Aventuras sigilosas parece articular una idea del deseo en términos semejantes: el deseo se sobrepone –transgrede– esta fuerza opuesta –la prohibición–, pero solo parcialmente, pues necesita de ella para existir. Visto desde una lógica más sencilla, cabría preguntarse ¿tiene caso desear algo si todo nos es dado, si no hay nada que se interponga entre nuestra voluntad y el objeto de nuestro deseo?

Naturalmente, lo único que parece detener el ciclo sin fin del deseo, que siempre está en busca de la imagen que lo satisfaga y que siempre debe contraponerse a la idea de lo inmutable –la esposa–, es la muerte. Una muerte que se padece y empieza a opacar la compleja red de imágenes que ha sido el deseoso a lo largo de todo el libro: “Hay algo primaveral que se congela en el suspiro / y rueda hasta encarnar en otro cuerpo duro”, dice el yo lírico en “Tedio del segundo día” (Lezama Lima, 1945: 26).

Es significativo que la culminación del poemario no termine explícitamente con la imagen de la muerte de su protagonista, sino con un intrincado poema en prosa que encarna una visión, una extensa red de imágenes, sobre las fuerzas opuestas: el deseo y su principio antagónico. Al llegar a este punto, conviene volver sobre aquella orientación argumental al inicio del libro: “En el tercer día de agonía, cree poder interpretar a su hijo que se acerca en el amarillento tinte rosa de la hija de la protestante)” (Lezama Lima, 1945: 7). Difícilmente es posible advertir en “El guardián inicia el combate circular” lo expuesto en estas líneas. Esto se debe a que la lengua del poema, y toda su estructura, parece estar dominada por la imagen, por el deseo, que, en el lecho de muerte, se niega a desaparecer del todo, se niega a abandonar al deseoso, y se manifiesta en su última plenitud. De ahí que, incluso bajo estas condiciones, el hombre busque a la hija de la protestante, pues busca en su imagen un nuevo objeto de deseo.

Así de sus senos, de sus cinturones blanduchos, almibarados, fluye una simpatía discreta, como un suspiro entre dos columnas, como la joven tortuga entre los yerbazales indios, techo movedizo arañado por una sierra de carpintero de mano dura y labios suaves, apuntalados por un violín y acabados por una almeja (1945: 28).

De acuerdo con la lógica del deseo expuesta en el poemario, el deseoso contempla en la imagen de la hija de la protestante un objeto de su deseo porque de ella “fluye una simpatía discreta”, porque es un “techo movedizo”, porque parece estar en constante cambio al evocar en su persona un conjunto dinámico de metáforas y figuras que devienen todas al mismo tiempo.

Así, el poema transita por distintas fuerzas y elementos de orden natural en una sucesión que parece no estar guiada por una lógica en particular, si no es la del deseo. No obstante, de entre este aparente caos de la imagen, se puede reconocer la figura de Ícaro, que ya había sido sugerida como aquella ave vencida por el fuego que cae en parábola al inicio del poemario y que aquí se nombra de forma directa: “Jamás. Retrocede y no puede. Ícaro, sapo, no y escóndete, vuelve y empieza, no toques nada, sapo, Ícaro. Como la fatalidad que cae con su lágrima en un ostión, si respiro una flor tiendo a la obesidad, y si no, tiendo a la melancolía” (Lezama Lima, 1945: 28). La imagen, de nueva cuenta, parece el único medio por el cual transmitir la compleja experiencia de esta llama que se extingue.

La última visión de este largo tránsito se construye mediante el combate de dos felinos, uno inicia su fuga y el otro solo vigila: “Y entre los animales anteriores comienza una tenebrosa batalla de círculos veloces, entrecruzados por lluvia y escarcha” (1945: 29). Son el deseo y la resistencia que se baten en un último duelo. El yo lírico se lamenta por no ver que uno venza al otro, sino solo su combate se prolonga: “Pero continúan su desdicha tenebrosa” (1945: 29).

Tras esta lucha, termina por vencer aquel animal que “no puede saltar”, es decir, el que solo vigila. Aquí el lector –a través de la imagen– presencia la muerte del deseoso. Sin embargo, de este combate, con fuertes reminiscencias míticas –de este movimiento circular de dos voluntades que se oponen– surge un otro:

Pero otro cuerpo que ha traspasado la resistencia del tronco de la palma penetra insaciablemente. Aquel centro desmesurado ha servido para formar una nueva defensa voluptuosa; el círculo se ha roto para favorecer la penetración del que no puede saltar, pero puede penetrar la humedad resistiendo en el tronco de las palmas (1945: 31).

Este nuevo cuerpo, nacido de la contraposición de otros dos, corrobora aquellas palabras iniciales donde el protagonista, el deseoso, ve a un virtual hijo, encarnado en la única posibilidad, en la imagen misma.

Conclusiones

El análisis textual del poemario demostró que Aventuras sigilosas (1945) constituye el itinerario de un hombre movido por el deseo. No obstante, la conceptualización del deseo no se limita a su dimensión como impulso de carácter sexual, sino que se manifiesta como un complejo principio dinámico de apetencia con un amplio espectro, que mueve a la transformación mediante la búsqueda de semejanza del hombre con la imagen.

El camino del deseo es uno donde el sujeto que posee esta sensibilidad y esta ansia de semejanza toma consciencia de sí en la búsqueda y reconocimiento logrados mediante una compleja red de imágenes que escapan a los paradigmas lógicos tradicionales y que, por el contrario, remiten a un uso particular del lenguaje poético, que busca transmitir –casi hacernos ver– lo que de otro modo sería incomunicable.

Así también, se ha señalado cómo en Aventuras sigilosas la imagen es un concepto indisociable de la naturaleza misma: abundan las alusiones, las metáforas y los símiles que remiten a una gran variedad de elementos animales y vegetales, y vinculan, así, el universo poético de Lezama con la fuerza del paisaje natural. A propósito, conviene notar la semejanza de esta relación entre imagen y naturaleza, ya que, años más tarde, será retomada en extenso por el mismo Lezama como una característica fundamental del barroco americano (Lezama Lima, 2013: 100-101).

De esta misma naturaleza mana la imagen del fuego, que sintetiza la vitalidad del deseo en todas sus dimensiones. El fuego, en estos poemas, es una imagen de cambio que hace posible la transformación, pero también cristaliza, dentro de este complejo sistema poético, el acto de creación mismo: la poiesis que a su vez participa de un impulso primigenio vinculado, para Lezama, con las cosmovisiones míticas. Es esta misma imagen del fuego el antecedente directo de aquel plutonismo integrador y transmutador de La expresión americana (Lezama Lima, 2013: 90-93).

La madre, y luego la esposa, se articulan como elementos antagonistas y condición necesaria para que sea posible el deseo; pues, como se ha señalado, el deseo vive de la tensión entre su satisfacción y la resistencia que se opone a él. Así, cuando el momento de la muerte sobreviene sobre el deseoso, ambas fuerzas configurarán la imagen del combate de dos felinos; de la lucha de los opuestos surgirá un nuevo cuerpo, una imagen renovada del deseo que no acaba por cumplirse y que parece trascender la vida del hombre.

Ciertamente, desde una perspectiva integradora, en el estudio del universo poético de Lezama Lima no abundan las aproximaciones a Aventuras sigilosas, razón por la cual uno de los objetivos del presente artículo es promover su relectura crítica y su discusión no solo como un conjunto de composiciones poéticas extraordinarias, sino también como textos que dialogan con los distintos temas y preocupaciones que recorren la obra del cubano. De este modo, es posible sugerir continuidades e interconexiones que convendría enfatizar, pues promueven un conocimiento más profundo de su poética. Si como se ha aludido, en los ensayos de Lezama el camino de la imagen es un camino de conocimiento del hombre y del mundo, su poesía nos señala que en dicho camino el deseo cumple una función central como impulso motor, como principio dinámico que mueve a la transformación. No se trata entonces de una mera abstracción de la imagen como un proceso intelectual carente de sensibilidad, sino de una concepción de un todo integrador que necesita tanto de su semejanza con la imagen como de aquel sujeto que movido por el deseo busque penetrar en ella. El mundo, sin el deseo, es entonces solo una potencia, un símbolo que todavía no alcanza el estado de imagen porque todavía no ha engendrado ese “enloquecido apetito de desciframiento” que no busca cumplirse, sino prolongarse en una incesante búsqueda.

Bibliografía

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Arias, Arturo, 1997, “Lezama Lima: un gato para dejarse definir”, Pliegos de la Ínsula Barataria. Revista de Creación Literaria y Filológica, núm. 4, pp. 71-82.

Bataille, Georges, 1997, El erotismo, Tusquets, Barcelona.

Bejel, Emilio, 1994, José Lezama Lima, poeta de la imagen, Huerga y Fierro, Madrid.

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Chiampi, Irlemar, 1987, “Teoría de la imagen y teoría de la lectura en Lezama Lima”, Nueva Revista de Filología Hispánica, núm. 35, pp. 485-501.

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Neila, Manuel, 2011, “La aventura sigilosa de José Lezama Lima”, Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 728, pp. 107-116.

1 Irlemar Chiampi ha estudiado el problema de la imagen como pieza central del pensamiento de Lezama Lima. Entre otras cosas, la estudiosa ha señalado la particularidad de los ensayos de Lezama, ya que, en ellos, el escritor teoriza sobre la imagen a través de la imagen misma; para Chiampi, la concepción del mundo como imagen y, por lo tanto, como objeto privilegiado de conocimiento, coloca el pensamiento de Lezama más próximo a un problema ontológico que metafísico (1987: 486-487).

2 Es necesario enfatizar la estrecha continuidad entre la imagen del fuego en este poemario y lo que será el plutonismo. A propósito de este último, Lezama precisará que es el plutonismo una de las principales distinciones con el barroco europeo, pues lo considera un complejo proceso de síntesis, comprensión y creación que emana de la sensibilidad americana. Asimismo, conviene hacer notar que tanto el fuego de Aventuras como el plutonismo de La expresión son ante todo imágenes vinculadas con la transformación, ambos cristalizan aquel tránsito a través del cual el símbolo, que es enigma, pero también materia poética en potencia, se transforma y sintetiza por medio de la metáfora en la concreción de la imagen (1988: 223).