Dorte Katrin Jansen, Feliz nuevo siglo de dramaturgas, México, Paso de Gato, 2018.

A toda persona que, en este controvertido milenio que inicia, aún diga o piense que la dramaturgia no es un territorio de las creadoras mexicanas, le vendría muy bien leer este libro. Dorte Katrin Jansen nos muestra que las dramaturgas en México escriben desde hace muchas décadas y están para quedarse. En Feliz nuevo siglo de dramaturgas –Premio Internacional de Ensayo Teatral en 2018– la autora alemana-mexicana nos ofrece un recorrido por las problemáticas que enfrentaron, los hallazgos y aciertos que alcanzaron estas mujeres durante el siglo xx y un panorama general de su producción actual.

Dorte Jansen es investigadora escénica y dramaturga. Se formó primero como licenciada en Enseñanza del francés y del español en Alemania, es maestra en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana y doctora en Letras Mexicanas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Desarrolló su pasión por el teatro desde los diecinueve años, la cual se fortaleció gracias a estancias en Francia y España, aunque fue hasta que llegó a la Ciudad de México que se animó a convertirse en dramaturga. Con Los güeros no me excitan recibió el Premio Internacional de Dramaturgia Teatro por la Dignidad, y mención honorífica por Historias de carriolas en el Primer Concurso de Dramaturgia de Teatro para el Barrio, ambas en 2017. Desde esos trabajos se evidencia su interés por escribir experiencias de mujeres desde una visión crítica.

En el artículo “Generaciones de mujeres, generaciones de dramaturgas” (2004), Kirsten F. Nigro considera que las formas de hacer teatro de Berta Hiriart, Estela Leñero y Ximena Escalante son “como un sitio donde puede florecer su doble compromiso con el arte y con sus voces individuales como mujeres” (122). Algo similar ocurre con Dorte Jansen en su quehacer como investigadora y dramaturga.

Buscando mantener el diálogo entre la comunidad teatral y el público durante el confinamiento de la pandemia, Teatro UNAM y Cátedra Bergman emitieron en 2020 la convocatoria “7 preguntas sobre teatro en estos tiempos que corren”, misma que incluyó el testimonio de esta joven artista, y quien ante la pregunta sobre qué interrogantes continúan alimentando su práctica como dramaturga, respondió:

En su mayoría mis escrituras han sido procesos de sanación: Sana, sana alita de murciélago, obra para niños para abrazar la amistad y la confianza; Acuña el de Laura Méndez, para disputar la idea del amor romántico; Los güeros no me excitan, para sacar enojo y rabia frente al patriarcado; Libélulas hembras, para sobrevivir la violencia de género en un país feminicida, Historias de carriolas, para luchar por un lugar digno siendo madre soltera […] (Teatro UNAM, Instantánea: 7 preguntas sobre teatro en estos tiempos que corren).

Jansen explica que Feliz nuevo siglo de dramaturgas tiene como objetivo ofrecer un panorama y exponer algunas de las tendencias de la dramaturgia escrita por mujeres en México; sin embargo, conforme nos vamos adentrando en el ensayo descubrimos que cumple con mucho más. En él confluyen testimonios, entrevistas, crítica, historia del teatro, premiaciones y estímulos para dramaturgas, tendencias diversas y clasificaciones. Para aproximarse a esta información, se apegó a las sugerencias del crítico e historiador teatral Jorge Dubatti, quien insiste en una estrategia que conjugue al artista-investigador y al investigador-artista; lo cual se hace evidente con la cantidad, calidad y sensibilidad de las entrevistas y testimonios de las dramaturgas compartidos con la autora.

Es necesario aplaudir que Dorte Jansen realiza un trabajo cartográfico al mencionar cerca de ciento cincuenta creadoras escénicas en México. En la mayoría de los casos, hace más completa la información incluyendo el título y comentarios de obras representativas. Este trabajo rescata la tradición teatral femenina de este país y contribuye a visibilizar a las creadoras y su producción. Buena parte de estas mujeres son también actrices, creadoras escénicas, directoras, productoras, escritoras, investigadoras, cabareteras, titiriteras, empresarias, etc. Rescato las palabras de Sabina Berman citadas en el texto: “Ahora reclamo ser llamada dramaturga. Reclamo la a en el nombre de mi oficio, porque esa a sintetiza mi diferencia” (12).

Siguiendo un orden cronológico, el volumen consta de seis capítulos: comienza por presentar a Elena Garro (1916-1998), Luisa Josefina Hernández (1928) y Sabina Berman (1955), las tres dramaturgas más emblemáticas del país; el segundo capítulo relaciona el auge de la crítica feminista con los estudios literarios, lo que dio como resultado un “boom femenino” en la producción contemporánea; en el siguiente, establece una distinción categórica entre escritura feminista, femenina y de mujeres; en el cuarto, señala las inquietudes y motivaciones de distintas artistas e intelectuales, las cuales coinciden, a más de cincuenta años, con un poema escrito por Rosario Castellanos: “Escribo porque yo, un día, adolescente, / Me incliné ante un espejo y no había nadie” (22). A partir de los capítulos quinto y sexto, la autora presenta su propuesta de cartografía y analiza las obras buscando características y relaciones notables en la creación escénica de las autoras incluidas.

Para adentrarse al escenario de la dramaturgia mexicana partió de trabajos previos como: Dramaturgas hispanoamericanas contemporáneas: antología crítica (1991), de E. Andrade e H. Cramise; Las mujeres y la dramaturgia mexicana del siglo XX (2011), de C. Gidi y J. Bixler; Teatro, mujer y país (2000), de F. Galván; Escena con otra mirada: antología de dramaturgas (2003), de R. Barrera, entre otros.

Con Feliz nuevo siglo de dramaturgas profundizamos en los múltiples perfiles, estilos, temáticas de creadoras mexicanas y se plantea una de las preguntas rectoras: ¿desde dónde y desde qué experiencia escribimos? Amplia interrogante que esta investigadora busca responder desde una perspectiva de género y haciendo énfasis en el lugar de enunciación de las escritoras; a la vez que se nos presenta como una invitación abierta a leer, conocer, investigar, disfrutar y ser espectador de las propuestas realizadas por mujeres.

Así pues, el repertorio que nos presenta Dorte Jansen evidencia que en México contamos con dramaturgas de distintas generaciones, estilos, intereses y perfiles, y que abordan diversas temáticas. Asimismo, informa sobre antologías y recopilaciones publicadas en las últimas tres décadas, sobre investigadores e investigadoras dedicadas al estudio particular de las mujeres y el teatro, premiaciones y estímulos artísticos y de una creciente atención a este tema en mesas y simposios, e incluso ciclos de lectura apoyados por instituciones.

Una de las importantes sorpresas que se lleva el lector o lectora de este ensayo es darse cuenta de la gigantesca labor que la mirada femenina ha sumado a la creación escénica. Cada vez se vuelve más común escuchar la propuesta del trabajo desde la horizontalidad, por un lado, en contra de la figura de dirección como “todopoderosa” y, por el otro, como búsqueda de desjerarquizar los saberes. De acuerdo con los testimonios que la autora reúne, este tipo de organización de las labores es mucho más común entre mujeres. Además, dramaturgas como Micaela Gramajo, Laura Uribe, Mariana Gándara, entre otras, ponen al centro de su práctica la dimensión afectiva y emocional de los y las participantes de cada montaje escénico. Jansen nos conduce a reflexionar que el accionar de algunas dramaturgas desde la ternura, la empatía y la escucha posibilita “una revolución amorosa desde el escenario” (36).

Algunos de los rasgos y posicionamientos que Dorte Jansen expone y rescata como característicos de los textos dramáticos escritos por mujeres en México son: dignificar el teatro infantil como lo han hecho Perla Szuchmacher, Maribel Carrasco y Berta Hiriart; enfatizar el trabajo en colectivo como sostiene Mariana Gándara; exponer la necesidad de politizar las prácticas teatrales con la propuesta de un “sistema vaginal” de Laura Uribe; crear desde la propia experiencia como lo escenifican creadoras como Conchi León y Amaranta Leyva; el trabajo de la investigadora Rocío Galicia con las dramaturgias femeninas que abordan a la sangre menstrual como imagen poética y simbólica, como Larisa López por dar un ejemplo; la reinterpretación de los personajes femeninos a partir de reflexionar el propio lugar de enunciación en contraste con los hombres; hacer crítica social desde el humor y la ironía; y, para finalizar, alejarse del victimismo como Sabina Berman, Mariana Hartasánchez, Verónica Bujeiro o Lucía Leonor Enríquez.

Si esta investigación muestra que el universo de dramaturgas en México no solamente existe, sino que es amplio, consolidado y legitimado por distintas instancias: ¿cuál es el problema?, ¿por qué insistir en el tema de las dramaturgas mexicanas? Pues bien, porque aún hoy perviven prácticas de inequidad de género en las artes escénicas.

A partir de los hechos, su experiencia personal, críticas previas y los honestos testimonios de las creadoras en los que comparten las dificultades que enfrentan haciendo teatro en una cultura patriarcal, la autora afirma que “existe una enorme cantidad de escritoras cuyos trabajos valen la pena ser leídos y montados, pero les falta mayor visibilidad editorial y escénica” (18). Es decir, en México hay mujeres que escriben teatro, pero la circulación de sus textos, así como la puesta en escena de los mismos es escasa y, en ocasiones, se ve injustamente obstaculizada en razón de género.

Por otro lado, me atrevo a sumar otro desafío, al cual considero no se hace el énfasis suficiente: la centralización de la producción y representación. Basta con poner atención a la generosa mención de dramaturgas y su procedencia para observar que es, en primer lugar, una minoría quienes no son originarias de la Ciudad de México y la frecuencia con que emigraron en algún punto de su carrera, quienes nacieron en el interior del país; en segundo, que son todavía menos aquellas que pudieron sostener su producción fuera de la capital.

La pregunta final de Teatro UNAM y Cátedra Bergman a Jansen es: ¿qué le deseas a la siguiente generación de hacedores teatrales? A lo que respondió:

Creo que algo que escribí en mi ensayo Feliz nuevo siglo de dramaturgas (2018) ya se está cumpliendo: la emancipación de los artistas. El que todos tengamos una voz y sepamos articularla, tanto hombres como mujeres. Un sistema teatral democrático. Horizontalidad en la forma de relacionarnos. No deseo a nadie maestros arrogantes y humillantes. Les deseo un medio con menos envidias y más trabajo en equipo (Teatro UNAM, Instantánea: 7 preguntas sobre teatro en estos tiempos que corren).

Esta reseña es una invitación a acercarse al trabajo de esta investigadora y dramaturga que recupera y analiza el importante trabajo que las mujeres están llevando a cabo en las artes escénicas; el cual, a decir verdad, es mucho más de lo que se cree; asimismo, propongo acercarnos a los dramas y montajes de tantas escritoras como nos sea posible para disfrutar de su rico universo.

Lucía Mondragón Vincent

Universidad Veracruzana

Andreas Kurz y Eduardo Estala Rojas (coords.), De Francia a México, de México a Francia: textos sobre el trayecto entre dos culturas, México, Universidad de Guanajuato, 2018.

La historia cultural e intelectual de México y Francia está llena de cruces. Algunos se han vuelto parte del sentido común: la impronta de las ideas ilustradas en la independencia nacional, aunque ha sido matizada desde la academia, es una referencia constante en la conversación pública. Otros se han constituido en fructíferos campos de estudio, con la colaboración destacada de académicos franceses radicados en el país: pienso en las biografías de ilustres visitantes como André Breton, Benjamin Péret y Antonin Artaud publicadas por Fabienne Bradu en el Fondo de Cultura Económica, o bien en su compilación de textos sobre Octavio Paz y Francia hecha con Philippe Ollé-Laprune, otro referente en este tema.

En cualquier caso, como sugiere Andreas Kurz en la presentación del libro, el estudio de este vínculo está lejos de agotarse, sobre todo si consideramos que hasta ahora ha fluido casi siempre en una sola dirección. Los siete artículos aquí reunidos, si bien con una sola excepción no invierten el esquema de la influencia de Francia en México, logran mostrar que en este proceso de intercambio intelectual los actores mexicanos no han sido entes pasivos, sino que han recibido la cultura francesa con curiosidad, la han interrogado y en algunos casos le han dado un giro creativo propio. El punto de vista de cada capítulo es diferente, por lo que las apropiaciones francesas en el contexto nacional se filtran también por diversas miradas disciplinarias, lo que nos permite observar cómo operan en niveles tan distintos como la obra de un artista o la esfera pública de una época.

El primer artículo parte de uno de los mitos más caros a la relación entre ambos países, que es el afrancesamiento cultural del México decimonónico. A partir de un notable conocimiento de trabajos históricos y del estrecho lazo entre cultura y política en este periodo, se muestra que las élites mexicanas recurrirían a modelos alternativos para la independencia cultural de la nación, entre ellos el pasado propio. Mientras los liberales admiran la cultura y la ciencia de sus referentes franceses, desconfían de sus ambiciones expansionistas; por su parte, en los conservadores prima el miedo a las ideas revolucionarias y sus potenciales efectos nocivos en un pueblo que se supone inmaduro. La incipiente literatura nacional refleja el mismo ánimo: tras la guerra con Francia, los escritores idealizarán el pasado azteca y asociarán a los europeos con la corrupción moral y civil. Salvo la asimilación de tendencias simbolistas y decadentistas en el modernismo mexicano, el afrancesamiento porfirista se reduciría a la moda y a ciertos estilos de vida.

Posteriormente, nos encontramos con un estudio sobre el papel de los libreros franceses en el siglo xix mexicano, cercano a la historia cultural de un Roger Chartier o de Robert Darnton. A pesar de que desde la primera década de independencia el establecimiento de bibliotecas, imprentas y otras empresas editoriales son una prioridad, la inestabilidad política impide proyectos de mayor calado como el impulso a la lectura. Es hasta el triunfo de 1967 cuando las circunstancias son más propicias, mientras las premisas del positivismo solo refuerzan la idea de la educación como elemento de orden y progreso. En este escenario, la librería Rosa y Bouret, resultado de la fusión de dos casas francesas, tiene un rol central en la edición de libros en español para exportar a América Latina. El repaso de sus fuentes de datos indica un interés claro en la difusión de conocimientos científicos y tecnológicos, pero también en áreas más sociales como la psicología y la filosofía.

El primer texto que se ocupa de un personaje en particular es el que analiza el pensamiento de Henri Bergson en la obra filosófica de José Vasconcelos, un punto de vista original en relación con sus lecturas más sociopolíticas. De entrada, el autor presenta al bergsonismo y su influencia en México no como una mera reacción al positivismo: más que negar los valores del pensamiento científico, este buscaba una metafísica que dialogara con la ciencia, una tesis respaldada por las interpretaciones de Bergson que argumentan que no fue un enemigo de Kant o del idealismo alemán. Ahora bien, tras una detallada revisión de conceptos, la forma en la que estos pensadores plantean la relación entre arte y filosofía diverge en una cuestión fundamental, pues Vasconcelos estatiza el tiempo del acto estético, lo hace un instante eterno, idéntico a sí mismo: un enfoque monista opuesto al dualismo bergsoniano en el que espíritu y materia difieren en naturaleza, no en grado.

Decía que un capítulo revisa una de las vías por las que México influye en Francia: es aquel sobre las técnicas surrealistas, las cuales tienen paralelismos con la manera en la que sus artistas entendieron al país. El surrealismo es un puente como pocos entre ambas naciones: una fue su pilar y la otra parecía ser su misma expresión. Muchos de sus impulsores encontrarían en el territorio mexicano no solo una fuente para sus procesos creativos sino un imaginario que les ayudaría a darle solidez a su movimiento. La fascinación por lo precolombino o el pasado legendario, la revolución, el quiebre de distinciones entre arte popular y de élite, la integración del artista a la sociedad: los elementos que admiraron los surrealistas podían tener un carácter ingenuo o artificial, pero sirvieron para la confirmación de sus premisas, para la captura del inconsciente sin intermediarios a través de técnicas libres o más premeditadas.

Regresamos a los estudios de casos individuales con el quinto artículo, centrado en la huella de Paul Valéry en Salvador Elizondo y su método. Si la presencia del francés en la formación y en la obra de Elizondo es conocida, desde sus traducciones hasta el célebre ensayo “El método de Paul Valéry”, eco del texto que este hiciera sobre Leonardo Da Vinci, la autora nos descubre un aspecto más profundo, que es la forma en la que su ideario subyace en el proyecto del autor de Farabeuf. La afinidad entre ambos, a grandes rasgos, se basa en una misma obsesión intelectual: la relación entre operaciones mentales y el acto de escribir. Elizondo no busca la representación de la inteligencia absoluta en un Edmond Teste, pero el camino que traza Valéry lo lleva a ver en la escritura un espacio de experimentación en el que se revela cómo opera el pensamiento o, dicho de otro modo, una posibilidad demostrativa de los esquemas del espíritu, indescriptibles según su maestro.

El penúltimo texto repasa los “Inventarios” de José Emilio Pacheco y los motivos franceses que se encuentran en estos desde la idea de la galería: aquellas estampas y retratos del mundo que integran esta faceta peculiar de la obra del poeta. Ya que el siglo xix es uno de sus temas cardinales, es normal que Pacheco rinda homenajes a esos escritores viajeros como Rubén Darío en París. De esta fijación decimonónica vienen otros tópicos como el instante, el paso del tiempo y lo que las ruinas nos dicen sobre una época, interés que culminaría en su traducción de París, capital del siglo xix, de Walter Benjamin.

Finalmente, la exposición Los inmateriales, realizada en 1985 en París, sirve al último artículo como punto de partida para una reflexión sobre la modernidad y la posmodernidad en espacios donde el paso de una a otra no se puede dar por descontado. En resumen, lo que se nos propone es un recorrido –la metáfora museística es clave– por las reacciones estéticas mexicanas que manifiestan e incluso anticipan las ideas de la posmodernidad occidental según los planteamientos de Jean-François Lyotard. El autor describe las diferentes fases de las concepciones históricas del arte hasta llegar a la historia figural lyotardiana, cuyos preceptos se ilustran con artistas como José Clemente Orozco, Carlos Fuentes, el pintor del siglo xvii José Juárez o el poeta decimonónico Antonio Plaza.

Como mencioné al inicio, el gran aporte del libro radica en exponer la complejidad de los procesos de recepción en la historia intelectual mexicana. Es decir, ilumina la forma en la que influjos del exterior como aquellos provenientes de Francia, aunque valiosos en sí mismos, se modifican al aparecer en un contexto tan distinto e interactuar con problemas políticos, la imaginación literaria o las características de la sociedad mexicana en sus diferentes etapas. Podríamos tomar ejemplos específicos de cada intervención, pero quisiera mencionar solamente tres apuntes generales que nos ayudan a esclarecer esta cuestión.

El capítulo sobre el afrancesamiento en el siglo xix mexicano es un buen ejemplo de cómo avanzar hacia una lectura más crítica de esta conexión cultural. Se sabe que, a diferencia de la tradicional historia de ideas, en la práctica la nueva historia intelectual ha dejado de hablar de influencias para enfocarse más en discursos o conceptos. No es el lugar para extenderme en este cambio, pero basta con subrayar un supuesto metodológico: se deja de asumir una relación directa entre ideas y eventos para concentrarse en el despliegue de ciertos lenguajes en circunstancias particulares. Me parece que, en este sentido, el texto de Andreas Kurz dialoga con los estudios que han cuestionado la supuesta tradición ilustrada que habría impulsado a los protagonistas de la Independencia.

Entre otras cosas, lo que se ha intentado ha sido contextualizar las fuentes con el fin de captar qué implicaba ser “ilustrado” en este escenario específico. Se ha demostrado que muchos actores de la Independencia a quienes les atribuimos esta filiación rechazaban ciertos rasgos asociados a los philosophes, e incluso se valían del tópico negativo de la injerencia externa para acusar a sus rivales de lazos con el imperio francés. La idea que tenemos de una genealogía ilustrada y revolucionaria sería el efecto de las acusaciones mutuas entre bandos rivales, como lo es en parte la noción del afrancesamiento en el México decimonónico. Un buen ejercicio complementario sería revisar discursos en el campo científico y literario: no solo para matizar la idea de una importación acrítica del positivismo, sino para entender la incorporación del simbolismo y del decadentismo francés en el marco amplio de la creciente especialización de los campos y la progresiva autonomía del arte.

Otro buen parámetro para revisar la traducción de discursos y tendencias intelectuales francesas es la forma en la que los captan figuras de la cultura mexicana. Además, las diferencias en los análisis sobre Vasconcelos y Elizondo revelan un aspecto que me interesa resaltar. En el caso de la presencia de Bergson en la obra del mexicano, vista desde el ámbito filosófico, su apropiación parece tener un carácter más incidental en la medida en que el énfasis del autor está en las categorías bergsonianas, las cuales se contrastan solo de forma breve y al final con el monismo estético de Vasconcelos para mostrar que este llegó a conclusiones opuestas. Más allá del argumento general, que es convincente, la falta de una explicación sobre por qué Vasconcelos habría leído así a Bergson da la impresión de que el objetivo del estudio es probar un malentendido. Por supuesto, este un camino válido, pero obstaculiza la problematización del proceso de recepción de ciertas ideas, ya que parte de un contraste entre un modelo “original” y sus “deformaciones” al ser importado, sin profundizar en las razones de estas diferencias.

El capítulo sobre Valéry y Elizondo, por el contrario, sortea estas tensiones de una manera sobresaliente: aunque se nos ofrece un punto de referencia, el cual es una reconstrucción muy completa de las premisas del francés, el núcleo del análisis no deja de ser la forma en la que Elizondo las despliega en su proyecto literario personal. Incluso cuando se aleja de aquellos propósitos a los que podríamos llamar “originales”, esto no constituye un inconveniente, sino un punto de interés. No quiero dejar de mencionar otras reflexiones que suscita este artículo: el paralelismo con Valéry invita a cuestionar el nexo de Elizondo con corrientes como el nouveau roman y nos ayuda a apreciar la cercanía que siempre manifestó, más bien, con autores como James Joyce.

Sin embargo, en el plano general de la relación entre México y Francia, me parece fundamental subrayar dos tipos de aproximaciones a esta historia intelectual: las que parten de la noción de un aparato conceptual primigenio y original del que se distanciarían sus seguidores en otros países, sin indagar mucho en las causas, y las que hacen de esas torsiones inevitables un marco en el que se llegan a desarrollar propuestas propias. Son estas últimas, a final de cuentas, las que más se acercan a ese ideal de subvertir la unilateralidad con la que se tienden a leer estos intercambios.

De aquí paso al último punto, en el que simplemente quiero reafirmar la relevancia del artículo sobre el surrealismo, al exponer la influencia de México en Francia mediante el papel que el imaginario mexicano jugó en la consolidación del movimiento. Esta operación abre algunas líneas que podrían explorarse, como el contacto entre este repertorio y algunos estudiosos de lo sagrado y lo ritual, lectores de Émile Durkheim y Marcel Mauss, en círculos como el de Georges Bataille y la revista Documents. Asimismo, sería importante extender el análisis hacia lo que los artistas nacionales le aportaron no solo en esta fase temprana, sino una vez que los cambios en el campo cultural francés de la posguerra lo relegaron, pues tendría su segunda vida en América Latina en un momento en el que la región reemplazaba a una Europa destruida como el lugar de la utopía.

No cabe duda de que la relación entre México y Francia, cuya cercanía suele hacernos creer que sabemos todo sobre ella, es un terreno con muchas parcelas por descubrir aún. La colaboración institucional que está en el origen del libro, entre la Universidad de Guanajuato, la Alianza Francesa y el Mexican Cultural Centre, indica que este interés es recíproco y debería ir creciendo. Quienes se interesan en el tema harían bien en seguir las directrices que marca este completo y sugerente estudio.

Yael David Vertty Velasco

El Colegio de México

La técnica del capital.

Tres comentarios

Andrea Torres Gaxiola, La técnica del capital. Ensayos sobre Bolívar Echeverría y Karl Marx, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2021.

El tren es una ráfaga de hierro

que azota el panorama y lo [conmueve todo.

Manuel Maples Arce

Después de la traducción Transcrítica, sobre Kant y Marx (2020) de Kojin Karatani, que aporta un camino de largo alcance en la investigación de los estudios críticos en Latinoamérica, Andrea Torres Gaxiola presenta un estudio sobre la categoría de técnica dentro del capitalismo. Un estudio original que pone en tensión la conformación de las dinámicas sociales de las ciudades-estado a la vez que va desarrollando su crítica a la técnica y la tecnología. Un estudio que recuerda, por la presencia de la máquina, a la crítica estridentista de Manuel Maples Arce en Paroxismo y, a pesar de no tener los elementos satíricos, al Orozco de Katharsis, pues por caminos diversos, llegan a similares conclusiones. El progreso y la tecnología como categorías que guían el curso dinámico de las sociedades se encuentran, pues, en conflicto. Por otro lado, algunas de las posturas recuerdan propuestas como la de la economía política del vampirismo de John Kraniauskas, ya que la autora, en un momento dado, habla del capital como si fuera un nuevo Prometeo, “para Marx el valor se autonomiza a través del capital, cobra vida. En su interior, se halla la pulsión de ser relanzado perpetuamente; así se transforma en un pseudo-sujeto cuando impone su voluntad, cuando impele al capitalista a lanzar nuevamente el dinero acumulado, una y otra vez, al proceso de producción/circulación” (178).

Me interesa dejar algunos puntos de lectura que considero imprescindibles sobre este libro.

1) Una original forma de pensar a Marx. La autora presenta a un Marx en tensión, entre el de la alienación (Manuscritos del 44), el de la ley general de la acumulación capitalista (visión tanto anglosajona como soviética) y la visión de Marx como un científico, como el caso de Althusser. Entre esta tensión, la autora analiza la técnica que, a su decir, está naturalizada en la obra de Marx, pues “por momentos se presenta como una en la que la industrialización que surge del capital es un avance importante de la sociedad, y por momentos, al contrario, sobre todo en el Marx de los primeros años, parece añorar una forma de trabajo que recuerda al feudalismo” (12).

Aunque el objetivo es claro: “la tecnología del capital ha sido desarrollada con el fin de producir mayor plusvalor, y contribuir a profundizar el proceso de acumulación” (14), el desarrollo parece ser complicado, pues la misma tensión teórica en la que se posiciona la autora hace no estar siempre en un lugar fijo. La crítica se va desplazando, va volteando la mira constantemente; la fija solo por momentos breves y concisos. Un trabajo teórico complicado que utiliza la movilidad infinita y, en apariencia, contradictoria. La traductora de Transcrítica, al ver a un Marx en tensión, se encuentra en un vaivén teórico importante que enriquece sus aportaciones. Va del pensamiento marxiano al marxismo soviético y del analítico anglosajón a la teoría crítica con conocimientos de causa de alto nivel. Este intersticio crítico en el cual se encuentra es, tal vez, uno de los elementos más potentes de su estudio.

Asimismo, la técnica también está pensada dentro de una tensión importante, entre la naturaleza y las sociedades humanas. Una tensión que ocurre entre el metabolismo, el trabajo y la reproducción social. “Es claro que una superación del capitalismo supone una revolución en las tecnologías y, más aún, en la concepción misma de la naturaleza” (120). La autora trabaja este dilema desde la categoría echeverríana/marxiana de forma natural, aunque la asocia con perspectivas feministas como la de Maria Mies que plantea la división sexual del trabajo en Patriarcado y acumulación en escala mundial. Para esto recurre a una revisión del concepto de propiedad en Marx.

2) ¿Es posible una modernidad no capitalista y tecnológicamente desarrollada? Esta pregunta va dirigiendo intermitentemente los desarrollos teóricos a lo largo del libro. Así, se piensa la técnica desde tres frentes: como concepto crítico, en relación con la transformación de la naturaleza y en el proceso de producción capitalista. Estos tres frentes tienen la intención de atacar un interés aún más complicado: “intentaremos pensar en el conflicto que, en la actualidad, la técnica nos manifiesta: la imposibilidad de pensar una sociedad post-capitalista, a menos de concebirla como una sociedad post-dineraria” (16). Si bien el libro es una suerte de crítica de la tecnología del capital, no es la historia crítica de la tecnología que propone Marx en El capital como un recurso necesario de análisis de las relaciones sociales de vida de la humanidad. En este sentido el libro es un espacio crítico de dicha categoría que, en buena medida, barbecha el terreno para la comprensión de dicho concepto en las sociedades modernas actuales.

Desde esta posición teórica, desde dicho intersticio crítico, las conclusiones son interesantes. Así, la técnica permite, según nuestra autora, la materialización de la ley del valor. Bajo esta tesis, trabaja constantemente para, después, enlazarla con la crítica de la fetichización. Esta es una de las grandes problemáticas a las que se enfrenta el texto, pues “¿Por qué, entonces, utilizar dicha técnica en un socialismo que pretende trascender el modo capitalista de reproducción?” (22).

Una cosa queda pendiente, a mi parecer, pues al asegurar que “la transformación de la técnica consiste en buscar nuevos instrumentos, nuevas teorías científicas que se apliquen a la producción de nuevos instrumentos que incrementen la eficacia de la producción” (54), la autora omite análisis de obras canónicas como Materialismo y empiriocriticismo y vuelca rápidamente su mirada al marxismo contemporáneo. Tal vez, un análisis desde su postura de dicha obra resulte un trabajo interesante.

3) Tesis de trabajo sobre la técnica. Para la filósofa, la materialidad de la técnica es la máquina y, a su vez, como ya se aseguró, la técnica es la materialización de la teoría del valor en tanto explotación del trabajador, la profundización de las contradicciones del capitalismo y la valorización del valor. En suma, la técnica es el elemento que le permite establecerse al capitalismo como modo de producción. De ahí parte la importancia de su análisis.

La autora se posiciona claramente, desde el principio del libro, en el terreno del análisis del momento de producción capitalista. Por tal motivo, la técnica entra en el proceso de trabajo, que no es otro que el de producción, tanto en su momento proyectivo (actividad conforme a fines) como en el activo (el cumplimiento de dichos fines). No obstante lo anterior, otorga elementos importantes para pensar la técnica desde el momento del intercambio al decir que el dinero es por sí solo una tecnología. De esta manera se encuentra la técnica ya en el proceso de intercambio. Este es uno de los derroteros, en esta obra, que se sugieren seguir.

El análisis y seguimiento de El capital en este libro es admirable tanto por la claridad con la que lo hace como por la complejidad con la que maneja las categorías que operan en el capitalismo. Así, es muy claro cuando la filósofa relaciona el plusvalor relativo (aumento de la productividad, reducción del tiempo de trabajo necesario y aumento del plusvalor, que se traduce en la innovación técnica) con el estudio sobre la técnica y la tecnología en el capital.

Después de una interesante distinción entre instrumento y máquina, la autora sostiene que la maquinaria, en su diseño, está orientada a controlar la intensidad del trabajo, a monopolizar la virtuosidad y habilidad del trabajador, así como a simplificar su trabajo. Por tanto, la máquina no es neutral. Al considerar a la tecnología como una fuerza independiente del capital, se comete el error que llevó a los soviéticos a adoptar técnicas de producción capitalistas y a pensar que con la sola socialización de los medios de producción bastaba para superar la enajenación del trabajo. Esto último, tan solo en el marxismo contemporáneo en México, debería de poner en entredicho a más de alguna postura al respecto.

Luis Guillermo Martínez Gutiérrez

Universidad Nacional Autónoma de México

Las huellas del cuervo

de Baltimore

Sergio Hernández Roura, Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana

(1859-1922), México, Bonilla Artigas Editores, 2020.

Hay autores que han impactado con su obra al mundo literario de tal manera que modifican significativamente la concepción misma de lo que se entiende por literatura. Nuevos géneros, corrientes o movimientos surgen de las propuestas estéticas de estos escritores; algunas veces su incidencia es efímera y otras, cala consciente o inconscientemente en las letras de las generaciones que les suceden. Su relevancia, incluso, se suele asumir de forma incuestionable, como el caso de Edgar Allan Poe; sin embargo, es tarea del investigador averiguar cómo es recibida una obra en un determinado lugar o tiempo.

La empresa que desarrolla Sergio Hernández Roura en este título que sostengo entre las manos, editado en 2020, es un rastreo de la obra del norteamericano en México durante un periodo que resulta crucial para comprender el impacto y los alcances de una influencia que se palpa tanto en escritores como en corrientes literarias. Más específicamente, hay un interés por el desarrollo de la literatura fantástica en México, una literatura que en el siglo xx cuenta con grandes representantes como Francisco Tario, Carlos Fuentes o Amparo Dávila, pero que se encuentra presente desde mediados del siglo xix en diversas publicaciones periódicas mexicanas.

Hernández Roura acota su investigación a los años que van de 1859 a 1922, lo que de antemano advierte que el proyecto se presenta monumental pero, como apunta Vicente Quirarte en el prólogo de este volumen, necesario. El objetivo del libro queda claro: ayudar a “responder un conjunto de interrogantes que sin duda pueden brindar una mayor comprensión de la historia de la literatura fantástica”. Es decir, el acercamiento que se hace a Edgar Allan Poe sirve de pretexto para delinear el desarrollo de una literatura que está íntimamente ligada a su figura.

En ese sentido, coincido con Quirarte cuando califica la empresa de este investigador como un “libro ejemplar y estimulante”, sobre todo porque desde 2014, en una sobremesa, platicábamos con el que ahora preside El Colegio Nacional sobre la importancia de esta figura en las letras nacionales. En esa charla efímera pero estimulante nos comentaba sobre su interés en realizar un trabajo sobre su recepción en Hispanoamérica. Me pregunto si el fruto de esa curiosidad se concretó en el texto citado por Hernández Roura en la página 44, pero omitido por desliz en la bibliografía final, o bien es el trabajo en proceso que Quirarte mantiene con Lilia Vieyra (20). En realidad, el dato importa más porque enfatiza que los historiadores de la literatura han regresado la mirada a la figura y obra de Poe y han encontrado una omisión terrible que tenía que ser enmendada: no existían trabajos de gran calado sobre su recepción en nuestro catálogo de investigaciones.

Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana sirve para enmendar esta omisión a la vez que da pauta para que tanto el curioso como el investigador consulten la cartografía minuciosa de un fenómeno que ni fue breve ni fue sencillo; fue un proceso lento pero constante, que significó un replanteamiento estético para las letras mexicanas y se consolidó por las lecturas hechas en francés, gracias a las traducciones de Charles Baudelaire, o por las traducciones al español que fueron apareciendo esporádicamente en los periódicos y revistas mexicanas.

El recorrido propuesto en este libro, además, permite reconstruir las distintas facetas de ese proceso enmarañado. En una primera instancia se hace una reflexión sobre la literatura fantástica en México de manera general, desde sus antecedentes en lo gótico, hasta su asimilación en lo cotidiano y su evolución hacia la lógica y la ciencia, más cercanas a la narrativa de Poe. Al sentar los precedentes que se remontan a la tradición oral, el acercamiento, aunque breve, arroja luz sobre una manera particular de ir construyendo una literatura que tiene su base en la imaginación y que encuentra un sustento, un apoyo o una forma de propagarse con fluidez gracias al papel que jugó la imprenta en el siglo xix, que recibió los primeros cuentos fantásticos impresos en un tiempo donde los escritores y políticos tenían como meta la construcción de una identidad nacional. Este primer apartado también sirve para contextualizar las aproximaciones posteriores; por eso, la parte histórica se desarrolla con precisión, enfatizando los eventos que mayor repercusión tuvieron para el desarrollo del género fantástico en México.

En un segundo momento, Hernández Roura comienza a presentarnos los hallazgos historiográficos que fueron producto de su investigación: las traducciones. El investigador afirma que estas se encuentran diseminadas entre las publicaciones periódicas, porque las traducciones de los libros del autor estadounidense se hicieron primero al francés y poco después estas se tradujeron a nuestra lengua por los españoles. Es decir, los lectores mexicanos inicialmente tuvieron un encuentro con una traducción europea que después se filtró o tradujo del francés para la prensa mexicana. De ahí sigue, de manera puntual, una “reconstrucción de la historia de las traducciones más relevantes a partir de artículos, notas, reseñas y anuncios que se refieren al autor o a sus obras” (43). Esta serie de datos permiten dilucidar que tanto Poe como su obra estaban presentes en los espacios más relevantes de la segunda mitad del siglo xix, pero también cómo, por medio de las traducciones, se pueden asegurar la procedencia de los textos que se usaran como referencia, lo que permite, de alguna manera, trazar un primer esbozo de la red que identifica las formas en que Poe se leyó en México.

Lo que nos deja claro este acercamiento es que si bien es cierto que la atención sobre el escritor de “El gato negro” se dio por la mirada que continuamente los escritores mexicanos posaban en Francia, la presencia del estadounidense fue relativamente temprana, por lo menos desde el año 1868, y su lectura podría ser en francés, traducciones españolas y muy rara vez en su lengua original. Además, resulta particularmente interesante cómo el investigador aprovecha el tema rector del libro para reflexionar, aunque de manera breve, sobre la visión literaria de la época –tanto de los liberales como de los conservadores–, recurso que permite al lector contemplar y comprender de manera panorámica el fenómeno, al tiempo que explica cómo las diferentes posturas produjeron algunas alteraciones sobre los textos originales al momento de traducir, pues en el trasfondo la cuestión moral era primordial.

En un tercer momento, se afianza el respaldo histórico y nos ofrece de manera detallada elementos que condicionaban la literatura del siglo xix de manera tajante en tanto la moral y la estética, así como una reflexión que estuvo en el aire sobre la necesidad de una literatura nacional, que después, con Gutiérrez Nájera, se reformuló como literatura propia. El sesgo radical que tuvieron estas posturas ocasionó que hubiera censura a diferentes propuestas literarias que se alejaban de la ideología positivista instituida con la República Restaurada. La lucha por estéticas que dejaban atrás la literatura realista o que cuestionaban el orden establecido eran discutidas desde el punto de vista moral y tanto la obra como el artista que abanderaban estas corrientes o tendencias eran condenados por los paladines de la moral reinante (lo cual se puntualiza en los apartados “Alcoholismo y locura” y “Degeneración y decadencia”).

Hernández Roura, en este sentido, nos presenta un resumen que plasma la visión apasionada y compleja de la literatura mexicana de fin de siglo, donde confluyeron tendencias con afinidades cercanas o totalmente opuestas, lo que permitió que la literatura fantástica tuviera un terreno fértil y variado para pronunciarse. La obra de Poe, por lo tanto, fue recibida de distintas maneras, a veces de modo positivo y en otras muchas ocasiones de forma negativa, por parte de la crítica. Precisamente desde estas distintas posturas se puede ofrecer una constancia sobre la forma en que Poe se fue asimilando en los lectores mexicanos; pero también cómo fue “utilizado” en las polémicas que marcaron los derroteros de nuestra literatura, ya fuera por los detractores que invalidaron la obra al equipararla a la vida personal del escritor de manera hiperbólica, o por sus seguidores más fervientes que incluso llegaron a expresarse con un fanatismo ciego, o bien por la crítica argumentada, que ponderaba los aportes estéticos de la obra, de figuras cardinales como Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufoo.

La obra de Edgar Allan Poe se prestaba para la discusión simplemente porque en los postulados de “El principio poético” dejaba claro que se debía privilegiar la belleza sobre la moral y, además, las tendencias fantásticas, un poco macabras, de sus cuentos se alejaban por completo de la ideología reinante en el régimen porfirista. Esto, aunado a las múltiples traducciones, notas y críticas, nos deja claro que no hubo una figura del norteamericano definida ni una obra que no fuera filtrada y modificada para el público mexicano. Pero de toda la amalgama que este título registra se pueden delinear tendencias y preferencias que algunos escritores asimilaron.

Así, Hernández Roura guía al lector por una breve historia de la literatura mexicana que enfatiza los momentos, las publicaciones y las polémicas que giran en torno a Poe, para finalizar con un último apartado donde todo desemboca: “La influencia de Poe en México”. Aquí las individualidades se resaltan por afinidades estéticas, por gustos programáticos, por sensibilidades parecidas; pero también por particularidades que sobresalen en producciones moderadas, cuentos que abarcan elementos que se permean y nos acercan, a veces de manera somera y otras de forma palpable, a las propuestas de Poe. Con ello, el investigador rastrea y separa los cuentos del periodo estudiado en cinco categorías: lo fantástico legendario, el cuento gótico, lo fantástico cotidiano, lo fantástico esotérico y la ficción científica fantástica.

Con todo, Edgar Allan Poe y la literatura mexicana fantástica mexicana (1859-1922) se presenta como una lectura erudita pero afable, con un aparato crítico riguroso que da cuenta, en sí mismo, de la complejidad de la investigación que Sergio Hernández nos ofrece. Es una lectura obligada para todos aquellos que se interesen en la figura de Edgar Allan Poe o en la literatura fantástica; pero, además, es una declaración necesaria para los estudios literarios: hay que saber el cómo y el cuándo y el por qué ocurren las cosas y no solo dar por sentadas algunas conjeturas que se han repetido con el tiempo.

Ernesto Sánchez Pineda

Universidad Nacional Autónoma de México