Orfandad, exilio y utopía

en el pensamiento literario

de Tomás Segovia

Juan Pascual Gay

El Colegio de San Luis

 

 

 

 

 

 

Resumen

Este texto pretende una aproximación al desarrollo de ciertas ideas centrales presentes en la obra de Tomás Segovia: exilio, orfandad y utopía. En el caso del exilio se hablará del que se corresponde con una noción más bien abstracta antes que la histórica concreta; el estado de orfandad como un exilio radical conculcado por el reconocimiento, y la utopía como un lugar posible de ser vivido desde el respeto por el otro, por el mero hecho de ser hombre.

 

Palabras clave: orfandad, reconocimiento, exilio, utopía.

 

Abstract

This text aims to an approach to the development of certain central ideas present in the work of Tomás Segovia: exile, orphanhood, and utopia. In the case of the exile will discuss which corresponds to a rather abstract notion rather than the historic concrete; the State of orphanhood as a radical exile violated by the recognition, and utopia as a possible place of living out of respect on the other, by the mere fact of being a man.

 

Keywords: Orphanhood, Recognition, Exile, Utopia.

Con frecuencia, se ha calificado a Tomás Segovia como escritor del exilio, incluso ha pasado a formar parte de esas clasificaciones académicas destinadas a ubicar a los escritores para las cuales no basta la obra y les es necesario elaborar adscripciones y proponer registros como si eso asegurara la pervivencia de tales escritores. Afirmar que Tomás Segovia es un escritor del exilio español de 1939 es una obviedad, pero asegurar que su obra se corresponde con lo que comúnmente se entiende como obra de exiliado, si tal cosa existiera, es otra cosa. Se puede hablar del exilio de Tomás Segovia o, mejor todavía, de la presencia del exilio en su obra pero a condición de establecer qué entiende por exilio. Las ideas de Segovia en torno al exilio poco o nada tienen que ver con aquellas que habitualmente se argumentan para clasificar como autor exiliado a tal o cual escritor. Hay como dos planos definidos, establecidos por Segovia, en relación con el destierro o el exilio. De un lado, una reflexión más bien abstracta que se sitúa en un momento anterior a la sociedad pero que la inaugura, en un estadio pre-social que a la vez funda el mito y es fundada por éste; de otro, un exilio concreto debido a circunstancias históricas particulares que afectan a la vida de quienes lo padecen. Uno y otro se relacionan entre sí, se modifican y ofrecen una visión muy personal de ese avatar, pero ese segundo exilio hay que situarlo dentro de las reflexiones de Segovia acerca del primero, lo que no quiere decir que no haya experimentado en carne propia las consecuencias del exilio del 39, sólo que las ve desde ese otro lado que no excluye al segundo, sino que lo dota de un sentido que va más allá de los testimonios en torno a este hecho. De muestra vale un botón, entresacado del ensayo “Juan Ramón o el artista. Juan Ramón uno y trino”, en el que subraya la pérdida que conlleva siempre el destierro al abolir el futuro: “Esta es la soledad en la que ha muerto: no poder hablar a esos jóvenes que su palabra hubiera ayudado a definirse, con él o frente a él. Lo más cruel del exilio es que destierra también el porvenir, y en el caso de Juan Ramón esto es particularmente injusto porque él tenía mucho que hacer allí”. (1988: 98) Estas páginas se ocupan del primer exilio o destierro, aunque como no puede ser de otro modo, hay alusiones, referencias y correspondencias con aquel que experimentó Segovia a raíz de la guerra civil española, pero siempre a contraluz, supeditado a ese otro primigenio originado en sus propias ideas y que ha recibido la mayor atención de los críticos e historiadores.

Orfandad, reconocimiento

Así como para Segovia la idea del reconocimiento es originaria y se despliega a lo largo y ancho de su escritura, también la noción de orfandad permea tanto su pensamiento como su literatura. La orfandad que está en el origen de ese reconocimiento, que lo precede y sustenta, sin el que aquella tendría su sentido completo. No hay duda de las resonancias de Kierkegaard en esta premisa. Escribía el filósofo a propósito del capítulo XI de la Poética de Aristóteles: “Naturalmente lo que aquí me interesa es el segundo momento: el reconocimiento. En todas partes y siempre que se habla de un reconocimiento hay eo ipso algo que estaba anteriormente oculto. Del mismo modo que el reconocimiento trae consigo alivio y calma, lo que permanece oculto ocasiona la tensión característica de la existencia dramática” (2006: 159). La orfandad es el exilio, pero el exilio radical; la única manera de proscribirlo es mediante el reconocimiento. De hecho, la verdadera orfandad sólo lo es si antes o después viene el reconocimiento. Es en este contexto, donde la anagnórisis adquiere toda su relevancia y todo su sentido. No es una casualidad que uno de los poemarios más importantes de Tomás Segovia se titule precisamente así, Anagnórisis (1967). Podría decirse, sin faltar al rigor, que la orfandad es el centro de las reflexiones de Segovia no sólo en torno al hombre sino sobre todo en relación con la tarea del artista. Pero junto a la orfandad y el reconocimiento desfilan otros conceptos de los que no puede deslindarse: la paternidad y la maternidad, la fidelidad y la infidelidad, la partida y el regreso, la palabra y el amor. En torno a ellos oscilan esas ideas originarias sobre la orfandad y el reconocimiento; ambivalencias de sentido que construyen la dialéctica de la propuesta moral y literaria del hispano-mexicano.

El amor, para Segovia, es lo que justifica la existencia misma, como dice en alguna página de El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas (1950-1983), “el amor es todo en la vida, pero no es toda la vida” (2009: 662). Pero el amor exige una aceptación que se traduce en el pleno abandono de la persona que se siente amada. Así, asienta que “La verdadera aceptación del Amor que nos ama es la plenitud de la condición filial” (2009: 578). Aceptar que es recibir voluntariamente lo que se da y ofrece; no basta pues con recibir, sino que la aceptación implica un movimiento de solidaridad hacia aquel que entrega algo y aquello que es entregado. La filiación consigna la primera aceptación del amor: un amor que no es conquistado pero que tampoco se recibe como una deuda ni por parte del padre ni por la del hijo; es un amor que “no es suyo puesto que no puede faltarle; pero es suyo porque lo acepta, y en realidad sólo por eso no puede faltarle” (2009: 579). El amor del padre hacia el hijo exhibe una doble condición puesto que es personal e impersonal. Es decir, “el hijo acepta ser amado porque es él —y ser amado porque es el hijo de su padre” (579). Además, el amor que siente el hijo por su padre no es independiente de la aceptación del amor de éste hacia el hijo, por eso es a la vez “activo y pasivo”. Pero el hijo debe aceptar el amor del padre para ser el elegido, si no lo es se debe a que “no ha aceptado” (579).

En este punto, surge una importante aclaración en el mismo diario, puesto que ser elegido no es una cosa que pueda quererse, únicamente puede aceptarse. La orfandad para Segovia encierra una paradoja por la que es negada: “Todo huérfano es hijo de una virgen. Lleva dentro a su madre que no se ha desarrollado, que no ha desplegado y cumplido su maternidad” (2009: 612). La paradoja reside en considerar que todo hijo es también su propia madre o es hijo de sí mismo, pero se trata de una maternidad que no se despliega. Lo maternal es la condición no ya para ser reconocido sino confirmado, pero confirmado en el ser, acto simultáneo al reconocimiento. Esta orfandad es un primer exilio, pero no es propiamente un exilio puesto que el reconocimiento y la confirmación siempre llegan desde la madre que todo hijo tiene dentro. Al hijo-huérfano, pues, no le falta el reconocimiento maternal aunque no haya conocido a su madre. En consecuencia, el hijo siempre hace el hogar, pero el hogar propiamente lo construyen el hombre y la mujer, el padre y la madre, y cada uno despliega una función diferente: “pero dentro, en lo delimitado, entre las mores, el hombre abandona la semilla, no es el guardián de la semilla; puede volver a los elementos, y es el pastor, y es el poeta. Pero tiene que «volver por la honra», porque la mujer es la sede de la «honra» pero el hombre es su guardián” (2009: 664). El hombre es el guardián de la honra por lo que debe volver por la semilla que es volver por el hijo o por el amor, puesto que eso representa el hijo: “el padre tiene que reclamar (y reconocer: anagnórisis) a su hijo para que el amor no pierda su sentido esencial” (2009: 664).

El hogar en torno al hombre y la mujer, padre y madre una vez fecundada, distribuye los espacios de uno y otro: “El espíritu creador (fuego masculino) fecunda la tierra, y así la tierra apresa el espíritu y se hace moral, límite y freno (femenino). La moral es guardiana de la semilla de fuego, del espíritu creador; pero el espíritu tiene que volver por su honra y ser el guardián de la moral. Para reclamar y reconocer a su hijo. Esto es lo que hacen los poetas de la «honra» (clásicos españoles)” (2009: 664). Se trata de una reflexión ontológica e histórica: en el primer caso porque redunda en el ser del hombre y la mujer en tanto padre y madre, en segundo lugar porque remite al inicio propiamente de la historia que únicamente puede comenzar a partir del hijo, es decir, de la descendencia. Estas relaciones se fundan en el amor porque propiamente el hogar lo es si salva al amor, sin hogar no hay amor verdadero, sólo “pasión amorosa” que es principio de la perdición. El lugar del hombre y la mujer alrededor del hogar sólo puede concederlo la palabra:

 

La palabra es lo que da su sitio al hombre y a la mujer alrededor del “hogar”. Sólo por la palabra se hacen cargo del “hogar”, se hacen sustento de la casa que los sustenta.

Toda la profunda dialéctica del sitio del hombre entre los hombres está contenida en la relación del fuego y la piedra. Cada uno de estos elementos transforma al otro en “hogar”; cada uno tiene que hacerse cargo del otro antes y después.

Del mismo modo, una vez fundado el “hogar”, el hombre y la mujer se fundan en él. Pero tienen que fundarlo antes y después de fundarse en él.

El “hogar” apresa al amor como la piedra al fuego y el vientre a la semilla. Pero, como la semilla, el fuego tiene que romper y salir. El fuego tiene que devorar antes y después. La llama traspasa el “hogar”. El hijo irrumpe en la historia, es la encarnación de la paternidad (como Cristo). La paternidad no descendería si el hijo no rompiera (2009: 668).

 

Todas estas relaciones únicamente pueden realizarse desde y en la palabra, porque ese lugar ocupado por el hombre y la mujer sólo lo pueden ocupar a partir de la palabra o, más precisamente, del diálogo, puesto que en el diálogo la palabra adquiere su sentido. El hogar alcanza su plenitud si surge ese diálogo entre el hombre y la mujer, si no nace es un hogar frustrado. Así, “la palabra es la fundación de lo fundado” (2009: 668) , pero la fecundación es la fundación de lo infundado. El sentido del hijo en el hogar no puede darse plenamente en una sociedad matriarcal, puesto que la mujer es a la vez el hogar y su guardián, y no necesita del hombre para que lo custodie, así el hijo no es hijo de hombre. Por eso el hijo tiene que salir porque sólo retornado trae una segunda semilla, un segundo fuego que ya no es presa del hogar. Este retorno es literalmente “la semilla guardada y con ella empieza el silo y la agricultura. La agricultura es la segunda aportación del fuego. Esta segunda fundación del «hogar» es su fundación plena”(670). Por eso asienta Segovia que “la única tarea del poeta es justificar a su padre y a su madre” (669). Es la única tarea porque el hogar se funda entonces plenamente en torno al amor, la palabra y la descendencia. La palabra poética adquiere su plétora de sentido, pero esa palabra poética sólo la puede traer el hijo, puesto que cierra el círculo del hogar y la morada, al sostenerla a la vez que los sostiene. Es el hijo el que otorga la paternidad al padre y no al revés; el padre es padre por el hijo, no por su condición de hombre: “Por eso es el hijo el que da la paternidad, el que hace padre al padre, y no el padre el que hace hijo a su hijo. Pero no es lo mismo con respecto a la madre. La madre hace hijo suyo al hijo. Éste es el sentido de que la maternidad sea siempre segura mientras que la paternidad en rigor siempre es putativa” (670). El hijo retornado es, pues, el hijo pródigo, es decir, el segundo fundador, quien asegura la perdurabilidad de lo fundado; de ahí que el hijo pródigo encarne al poeta, puesto que “sólo el poeta, pero sólo retornado, puede hacer la segunda fundación”(670). Y ello porque es ya dueño de la palabra y por eso su tarea es justificar a su padre y a su madre que es justificarse a sí mismo. Ahora bien, para que el hijo sea verdaderamente retornado es necesario que sea reconocido, si no hay una anagnórisis no hay regreso posible. El hijo pródigo sólo lo es si es reconocido. Ulises una vez de regreso en Ítaca no es reconocido por lo que todavía no ha vuelto plenamente, a pesar de estar ya allí, en esa escena del canto XIX de la Odisea. Erich Auerbach, en el comienzo de Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, recrea la escena apegado a la epojé clásica, a esa suspensión que exige ya la anagnórisis:

 

El forastero se ha granjeado la benevolencia de Penélope, quien ordena al ama lavarle los pies, primer deber de hospitalidad hacia los fatigados caminantes en las historias antiguas; Euriclea se dispone a traer el agua y mezclar la caliente con la fría, mientras habla con tristeza del señor ausente, que muy bien pudiera tener la misma edad que el huésped, y que quizá se encuentre ahora, como éste, vagando quién sabe dónde como un pobre expatriado, y entonces se da cuenta del asombroso parecido entre ambos, al mismo tiempo que Ulises se acuerda de su cicatriz y se retira aparte en la oscuridad, a fin de no ser reconocido, al menos por Penélope (1950: 9).

 

En este momento, todavía Ulises es un expatriado, un exiliado, a pesar de haber regresado. El regreso originario, pero también el circunstancial exigen el reconocimiento del que partió. Pero hay una distinción de grado en ambas partidas. El regreso originario del hijo es necesario para que comience la historia, mientras que el del desterrado obedece a otras causas. No obstante, en Segovia la partida es siempre necesaria, el exilio es una condición natural, a condición de que haya regreso. Un exilio histórico es otro exilio añadido, pero no es el fundamental, ni el originario, y muchas veces oscurece el verdadero sentido de la partida.

El hijo pródigo, la palabra, el poeta

El hijo pródigo, el hijo retornado, es el poeta porque él mismo es la palabra, es decir, compendia la relación primigenia del padre y la madre mediante el diálogo, junto al fuego apresado por la piedra; es decir, casa, la morada. El hijo mismo es la morada cuando ya no es propiamente esa morada, pero no sería sin ella. Por eso lleva consigo la palabra y la semilla y la morada, por eso con él comienza la segunda fundación e inicia la historia. Sin el hijo, ni el padre ni la madre ocuparían su lugar en el hogar. El hijo supone un primer ordenamiento de los elementos del hogar siendo él mismo el elemento decisivo. Esta fundación, decisiva para la moral, sólo es posible mediante la unión del fuego y la palabra, de la semilla y la poesía, de la artesanía y el arte. El poeta hace suyo el patrimonio del artesano y luego canta; esa síntesis es la que representa Orfeo, pero no Hefesto, quien es dueño del fuego, pero no de la semilla:

 

La palabra poética es el fuego de la segunda fundación.

Cuando la mujer apresa la semilla y la piedra apresa el fuego ha sido hecha la primera fundación del hogar. Es la fundación prepaternal. En el hogar prepaternal la mujer y la piedra son el hogar: el fuego y la semilla son suyos, el hombre no ha vuelto por su honra.

Con el retorno del hijo viril la mujer ya no es la dueña de la segunda semilla y la piedra no es la dueña del segundo fuego, que es la palabra poética, la palabra traída de allá. Entonces empieza el diálogo. El coloquio. Por la “honra” la mujer devuelve la semilla, el hombre reconoce al hijo, se produce la anagnórisis, y el fuego y la palabra de allá se responden. El paso se hace mediante la salida del fuego, la huida del hijo, el robo del hogar por el artesano. Se completa con el retorno del hijo viril, la transformación de Hefaístos en Orfeo, la insuflación de la palabra de allá en artefacto. El artífice inspirado. El “virtuoso” con destino (2009: 676).

 

Es indispensable, pues, dentro del pensamiento de Segovia, que el hijo salga para que pueda volver una vez reconocido, para que verdaderamente regrese como poeta. Pero para ello, para iniciar esta transformación la partida es inevitable. Pero la salida implica otra noción asociada con el hijo retornado: la infidelidad o la fidelidad vista desde otro lado. Porque para Segovia esa primera infidelidad que resulta del abandono de la morada por parte del hijo, en realidad, resulta de la fidelidad a su condición de hijo que encierra la infidelidad necesaria expresada por la salida. “La «infidelidad» es necesaria porque el hogar tiene que ser fundado una segunda vez ­—y sobre todo la «moral» tiene que ser fundada una segunda vez. La verdadera historia humana, o sea el «espíritu», sólo puede empezar como salida de la «moral» e «infidelidad», pues sólo la «infidelidad» puede fundar por segunda vez” (2009: 677).

Esta infidelidad-fiel o fidelidad-infiel se manifiesta en una doble dirección: hacia el hogar y hacia la moral. El hogar no se vuelca sobre lo abierto, sino sobre la moral; el hogar se vuelve sobre sí mismo. Si el hogar funda la moral, romper el hogar es destruir la moral, por eso el hogar no puede discutirse desde la moral ni la moral desde el hogar. Pero “romper la «moral» es abrirse al más allá del espíritu” (2009: 678). Desgarrar la moral exige salir del hogar porque se trata de la moral de “allá”. Es esta distinción la que propicia un nuevo deslinde entre “trinidad simétrica” y “trinidad asimétrica”: “Pero la trinidad del hogar es simétrica: el padre, la madre y el hijo; mientras que la trinidad del más allá es asimétrica: el Padre, el Hijo… y el Espíritu Santo. Por eso Cristo en cuanto hijo del «hogar» tiene un padre y una madre, mientras que en cuanto hijo de Dios no tiene más que un Padre” (2009: 678). La consecuencia de todo esto afecta directamente al poeta, porque el fuego del segundo retorno no puede ser igual al primero, la semilla que fecunda; no puede remitir a una mera repetición sino a una síntesis que atraiga la moral de allá en el acá, es decir, vuelve no como fuego sino como palabra. Este asunto es primordial en la poética de Segovia puesto que el poeta, el verdadero poeta y poeta sabio, tiene que salir para hacerse poeta, para adueñarse de la palabra. Por eso el destierro, a condición de regresar, es imprescindible y por eso también se puede entender la reflexión de Segovia en torno al exilio no como un evento ligado a una circunstancia histórica, política, social o del tipo que sea, sino siempre como una premisa para el verdadero poeta. Así, ese exilio segundo siempre se subordina, en el caso del poeta, al primero, originario y primigenio, pero insoslayable y necesario. Lo cual retoma de nuevo la cuestión de la infidelidad: “Es en el hijo donde se articula la posibilidad de resolver la contradicción «infidelidad» al «hogar», y en la paternidad se cifra todo el destino terrestre del hombre. Sólo la transformación de la cría en hijo hace posible al mismo tiempo la infidelidad y su sentido. Esto es esencial porque sin «infidelidad» no puede hacerse la segunda fundación, pero sin la «honra» que transforma la cría en hijo y en macho al padre, la «infidelidad» no podría dejar de minar la moral que a su vez protege al hogar” (2009: 678). Es la segunda fundación la que inicia la historia, pero también el espíritu. Pero para que se dé plenamente la fundación es necesario el amor, puesto que “el sentido originario del amor es el coloquio. El amor es el fruto y el sentido de la segunda fundación. Representa la ruptura del silencio que separa al hombre y a la mujer antes del retorno y del reconocimiento. Por eso el amor, en un sentido, es la Poesía misma y aun toda la poesía” (679-680).

El amor, la palabra, la segunda fundación

Así, el amor y la palabra están en el origen de la primera partida que precede a la segunda fundación. El exilio originario es tan necesario como imprescindible para que el hijo retornado vuelva adueñado de la palabra, de la poesía. La palabra no es sólo portadora de la belleza, sino que es la belleza misma. La belleza, en realidad, es la patria verdadera del hombre. “Toda belleza es connatural nuestra porque la Belleza es la patria verdadera —hasta el punto de que toda pretensión ajena a una propiedad de esas bellezas nos parece monstruosa” (2009: 709). Por tanto ¿es posible ser exiliado o desterrado de esa patria que obedece a una decisión personal de búsqueda y construcción? ¿Acaso esa belleza en cuanto patria puede arrebatársele al poeta? Esta patria erigida en la belleza condiciona entonces el modo de relacionarse de Segovia con el exilio:

 

Pero el exiliado a veces se siente excluido de ese derecho. Siente que no participa, que todo eso no es para él. (Aquí entraría perfectamente la idea —Simon Weil, creo— de la Belleza como Orden. Porque es la exclusión de un orden, un orden que a veces no comprende, o en el que a veces no le es permitido participar, lo que excluye al extranjero de la participación en la belleza.)

Por todo eso el verdadero exilio no tiene nada que ver (quiero decir que no necesariamente) con las naciones (2009: 709).

 

Este apunte sitúa el exilio en otro lugar que poco tiene que ver con los vaivenes coyunturales, propiciados por circunstancias de diferente género. Por eso en otro lugar decía Segovia que el arte es el nombre de la patria del hombre, pero no es su lugar natal. Es decir, la patria fundada en y por la belleza hay que construirla, no es algo que se le da a nadie como un regalo o como una situación ya dada en función de su nacimiento geográfico. Para encontrar esa patria es necesario perder ante todo lo que impide su invención, es decir exiliarse: “No se trataba de encontrar, sino de perder a la madre en la esposa, segunda madre, segunda vez perdida, como la «segunda patria» —exiliarse del exilio, enviudar de la orfandad. Así el ciclo se cierra. La madre perdida (y ya doblemente desde el principio) la volví a perder en la pérdida de la patria, y ahora la pierdo en la «segunda madre» como en la «segunda patria». Por fin me libro de ella […], por fin la veo” (2009: 710).

Pero, además, en Segovia hay una variable necesaria para comprender su relación con el espacio y, en particular, con la geografía y la poesía: el exilio histórico. Parece claro que Tomás Segovia vivió un exilio histórico, pero no se conforma únicamente con esta evidencia, sino que la traslada a la poesía misma; una duda más que razonable que sitúa a la palabra poética en otro sitio: “Estos días he estado profundizando —aunque sin medirlo todavía— en el sentido de este exilio. Pero lo importante sería saber hasta qué punto es mi exilio y hasta qué punto el de la poesía misma” (2009: 329). Esta dubitación ubica las reflexiones del poeta en un lugar revisitado: la palabra poética está afuera, en lo abierto; por tanto, independientemente de la experiencia del exilio de determinado autor, siempre será desarraigada en la medida que lo es la poesía misma. Guillermo Sucre escribe que “Segovia vive su exilio como una fatalidad, pero justamente esa fatalidad es lo que lo inserta en un contexto más amplio: siente que cumple un destino que el hombre, en cualquier tiempo, ha sobrellevado también. […] El exilio se convierte, así, en una nueva aventura, en una experiencia dramática pero también jubilosa. La aventura del hombre que sabe que ha perdido la patria pero que el único modo de recuperarla es ganar el mundo” (2009: 369). Tomás Segovia ha reflexionado sobre su exilio, pero lo ha hecho desde un lugar que otros exiliados no siempre han compartido:

 

Más interesante sería preguntarse si esa influencia [la del exilio] puede implicar o debe necesariamente implicar algunas características que la distingan de cualquier otra influencia (prácticamente cualquier cosa puede influir en los tonos o en los temas de un poeta). O bien plantear la pregunta al revés: ¿puede el destierro no influir en la obra de un poeta? Yo diría que puede no influir (aunque sería sorprendente). Pero sobre todo que puede no influir en los temas, o que puede no influir en el tono […] Añadir el tema del exilio al repertorio de un poeta es tal vez influir, pero sólo en la suma de sus temas, no necesariamente en los temas mismos otros que el exilio. (1991b: 199-200)

 

Más revelador, quizás, es el sentimiento del exilio, las sensaciones que le despertó esa experiencia siendo niño:

 

Cuando de niño, en mis primeros exilios (los menos conscientes, pero también, por eso mismo, los más “auténticos” en algún sentido), vivía sumergido casi todo el tiempo en aquella vasta tristeza, el sentimiento de exilio desaparecía sin embargo en cuanto me invadía esa calurosa sensación de la Belleza-amada-y-amante en quien creer. Y no hablo de seres, o no sólo, sino hasta de paisajes o de situaciones de plenitud infantil, de reconfortación, de protección, por ejemplo. Era verdaderamente ese sentimiento de Madremundo a que aludo en “El sexo en el arte” (2009: 708-709).

 

Tierra y mundo, silencio y palabra, son los elementos que configuran la expresión del destierro tanto original como “episódico”, como lo califica también Segovia en el texto “Explicación (1978). Respuestas del exilio”:

 

La Tierra y la Palabra (permítaseme variar así la formulación de León Felipe) es una fórmula que puede expresar, para mí, no sólo un tema fundamental, sino el plano donde toma sentido el del exilio. Sin duda puede concebirse una experiencia del exilio que llamaré accidental: el exilio como uno de los episodios, aunque fuese el más grave, de la vida de un ser humano. Pero hay otra experiencia en la que un hombre vive el exilio no como un episodio de su vida sino como su condición. Esta es la experiencia de mi generación, y tal vez, a partir de cierto momento, la de la generación anterior de los exiliados españoles, cuando sus tenaces ilusiones no pudieron seguir ya presentándoles el exilio como un episodio (aunque aun así no es lo mismo una condición que nos cae encima en cierto momento de nuestra vida que la que es vivida como originaria o casi) (1991b: 204).

Exilio, arraigo, desierto

Tomás Segovia, ya se refiera a un exilio o a otro, privilegia un paisaje que remite tanto al principio de la palabra como al espacio íntimo. Ese paraje es el lugar que, en determinado momento, el poeta selecciona y escoge no tanto para hablar de un espacio literario en donde se remansan sus versos, sino como ese espacio originario y primario donde el artista, el poeta en este caso, construye su arte. Se trata de un espacio originario, anterior al tiempo y que, sin embargo, lo inaugura; donde la historia no está escrita, pero comienza a escribirse; hollado por unas pisadas que el viento borra, pero que la palabra atestigua y fija: el desierto. Sin duda, el simbolismo del desierto está ligado a la experiencia del exilio, pero un exilio entendido según propone Sucre: la pérdida de la patria, a condición de conquistar el mundo.

Ahora bien, esta construcción de un nuevo mundo para Tomás Segovia se relaciona con un ámbito situado en la orilla del tiempo o, como dice, ubicado “sobre la nada”. El artista construye su obra sobre la nada si antes es capaz de asumir su desarraigo, aun cuando éste sea su arraigo. Pero para ello, para arraigarse en el movimiento es preciso asumir el desplazamiento como condición necesaria para acceder a esa nada. Por eso, en Tomás Segovia, la palabra es tiempo y lo es en una doble dimensión: en tanto que palabra poética, goza de una naturaleza profética; en cuanto medio de comunicación, exige un silencio obligado. El silencio de la palabra incide igualmente en su hábitat geográfico. El desierto, como espacio geográfico e imaginario, rebosa de sentido la palabra poética. Ahora bien, para levantar la casa en esa orilla hay que demoler primero aquello que impide ese impulso extremo, para comenzar a edificar después de ese primer desmantelamiento. Con todo, la verdadera casa para Segovia es siempre interior, es decir, ese lugar del que salir y adónde volver, como subraya en El tiempo en los brazos: “Eso es la casa: tener adónde volver, para de veras salir, para de veras entrar. (Pero —no: por eso— la verdadera casa es «interior»: «la que hace mi casa en todas partes»)” (2009: 646). Construir, en este sentido, es fundar; inaugurar algo nuevo. En la tradición occidental ese espacio geográfico y simbólico está representado por el desierto. El espacio árido es el ámbito natural para la revelación por medio de la palabra. Así, el paisaje desértico se relaciona a la vez con la palabra y con su naturaleza sagrada; pero la sacralidad no reside únicamente en la palabra, sino también en la realidad misma, en la medida que la palabra profética descifra esa realidad. Pero no basta sólo con esto, es necesario que la palabra poética regrese a su principio profético. Es paradójico que ese paraje tan reactivo a la vida, sin embargo, instituya la vida misma o, por lo menos, la memoria de esa vida. El desierto, en tanto que espacio geográfico, exhibe el irracionalismo del paisaje como se colige de su vinculación con la palabra profética y con la palabra errante, que la devuelve a una originariedad que reside en el movimiento, oponiéndose a todo estatismo, estancia y encomienda. El espíritu nómada puede vincularse con la reticencia a valorar el espacio. Blanchot, en “La palabra profética”, comenta que “el desierto no es todavía ni el tiempo ni el espacio, sino un espacio sin lugar y un tiempo sin engendramiento. Allí sólo se puede vagar, y el tiempo que pasa no deja nada tras de sí; es un tiempo sin pasado, sin presente, tiempo de una promesa que sólo es real en el vacío del cielo y la esterilidad de una tierra desnuda donde el hombre no está nunca, sino siempre fuera” (2005: 106-107). Quizás por eso, para el romanticismo, el desierto representa ese viaje a los infiernos al que exhortan por igual Novalis y Nerval; un predicamento al que Leopardi, Baudelaire o Poe dan la vuelta al elevar la muerte a una categoría estética.
Pero ese afuera que subraya Blanchot es la morada del poeta, la nada sobre la que edifica su obra. Así, el desierto es el ámbito del sacrificio y el sacrificio sacraliza la obra que se funda en la realidad. No extraña, por tanto, la crítica permanente de Segovia hacia el arte abstracto en El tiempo en los brazos, hacia esa expresión artística que no está inspirada en la realidad:

 

El género de absoluto que instaura el abstraccionismo es el del infinito vacío; es, en una forma elaborada y disfrazada, el infinito de la negación; consiste (también hegelianamente) en trasladar el acento del ser al no ser no-ser. El ser así es como una interrupción del no-ser. Así en el abstraccionismo la realidad es como un accidente de la estructura. Se afirma que hay una organización cuyos intersticios o cruzamientos “forman” la realidad, en lugar de afirmar que hay una realidad organizada. El fundamento absoluto es un absoluto negativo, la infinitud vacía de la negación. El abstraccionismo pone el absoluto en el no-ser infinito (2009: 317).

 

Pero quizás donde se muestra más crítico y ácido hacia el “arte artístico” como también llama al arte abstracto, es en el ensayo “Marsias y Orfeo”:

 

Creo, en resumen, que la parte esencial de las doctrinas puristas en este sentido de la palabra: o sea purismo intelectual o antiintelectual, puede resumirse con dos afirmaciones: primera, que la poesía no debe apuntar a nada fuera de ella misma; no debe referirse a la realidad exterior, aludir a ella —puesto que esto significaría supeditar el espíritu verdadero a la realidad falsa—, es decir, la poesía no debe significar nada; y segunda, que no debe recibir en su seno nada que provenga de otro sitio: de nuestros intereses, de nuestros conflictos ante el mundo, ante el tiempo, etcétera —puesto que esto significaría supeditar la absoluta libertad del espíritu a la circunstancia, que es justamente el contrapeso, el límite de la libertad—, es decir, la poesía debe ser gratuita, desinteresada en el sentido de no tener relación alguna con los intereses humanos de cualquier especie (1990: 478).

 

Y, poco después, expresa implícitamente que es para él el arte: “El abstraccionismo consiste en considerar a la obra de arte como una cosa, como un objeto en el pleno sentido de la palabra, o sea algo a lo que se mira, en lugar de considerarlo, como está implícito en todo el arte anterior, como un lugar desde el cual se mira, como un punto de vista sobre las cosas, o sea, en rigor, como un sujeto” (1990: 480).

El poeta es quien dota de sentido a la realidad y no quien crea al margen de esa misma realidad con la pretensión de construir una realidad autónoma y autosuficiente distinta a la realidad. Pero es que para Segovia es imposible dividir o abstraer el arte del hombre mismo, puesto que la humanidad es anterior y, a la vez, le confiere sentido al hombre singular, así lo consigna en sus Cuadernos de notas: “El hombre nace en la Naturaleza, pero es porque no nace hombre. Se hace hombre después, poco a poco entre los hombres. Desde el primer momento es tomado por los otros, por la vida «social», es educado, instruido, humanizado: La humanidad es un legado. Por eso es histórica. El hombre no tiene la humanidad; vive en ella: está allí antes que él: para él es un mundo. Hacerse hombre es entrar en posesión de ese mundo” (2009: 577). Si la humanidad es un legado es porque es una tradición, porque ya está inscrita en la historia. Pero para registrarse en esa tradición previamente hay que reconocer el legado al que ese individuo pertenece. Abrazar el mundo es reconocer igualmente ese legado al que se pertenece. Y reconocimiento del mundo en la tradición occidental está asociado al viaje y la errancia, es decir, al nomadismo, forma de vida preferente de quien habita en el desierto. Si Tomás Segovia propone el desierto y la orilla como un espacio privilegiado donde levantar la obra, es porque considera que un lugar es lo único verdaderamente sagrado. Por eso no importa que el artista se hospede en el desierto, en esa orilla del tiempo y del espacio, porque es capaz de sacralizarlo, convertirlo en templo:

 

Lo único verdaderamente sagrado es un templum (= lugar). En rigor, todo lo que sea considerar sagrada cualquier cosa que no sea un lugar es idolatría. (Cuando los cristianos dicen “hermanos en Cristo” hacen de Cristo un lugar).

Si lo sagrado es siempre un lugar sagrado, es porque nada que tengamos es sagrado, sino sólo aquello donde entramos.

Entrar en un templo es lo único que no es idolatría.

En el templo se entra y se sale y no es posible vivir dentro de él. Pero el templo está siempre abierto, y aunque nos quedemos en el umbral (Buber), nada es lo mismo cuando hay templo y cuando no hay templo.

Lo sagrado es siempre algo que hay.

Pero el yo no tiene que ser destruido sino salvado.

El lenguaje es sagrado porque es un lugar al que entramos. Hacer vivir el lenguaje —¿hacer vivir en el lenguaje?— es una creación y es sagrada (2009: 626).

 

El templo o templum, al igual que el desierto, es abierto; por eso el desierto es el espacio de la revelación, de lo sagrado y, por eso también, la palabra poética se origina en la profética. Pero lo que interesa de la propuesta de Segovia es que el centro, sin importar si es imaginario o no, es un lugar y en ese lugar se construye el arte; por eso, en su poética, la poesía es sagrada porque se construye a partir de la naturaleza abierta del lenguaje; el lenguaje es el centro, el templo de la poesía; por eso también, la poesía puede levantarse sobre la nada a condición de convertirse en centro o templo. Si el desierto es un paraje inhóspito para la vida, no lo es para el arte; al contrario, es su espacio privilegiado en tanto que en él habita la palabra como expresión de la sacralidad del mundo, como imago mundi. El propio Segovia establece este vínculo entre palabra y sacralidad, entre palabra esencial y arte en una página de sus cuadernos: “Tampoco quiere que se identifique con la Palabra, o sea su producto. Realidad es lo que la palabra quiere “fingir” cuando quiere “fingir la realidad”. Por consiguiente nunca podrá entregar sino su ficción, y eso está implícito en la esencia misma de la Palabra (por eso la Palabra esencial es el Arte). Pero a su vez la realidad no puede darse sino como desnudamiento, desvelamiento, desciframiento de su ficción por la Palabra” (2009: 659). Y, en otro lugar, explica la diferencia entre religión y espiritualidad, remitiendo el sentido de este último vocablo a la expresión poética: “El caso extremo permitido en este terreno es el de San Juan de la Cruz. Sus poemas en general —y por supuesto aquí se trata de conjuntos de sentido y no de datos— no hablan de religión, sino que hablan religiosamente de la vida. Pero nos da al lado una clave simbólica perfectamente formulada para transportar (en el sentido musical) esa poesía al lenguaje de la literatura teológica (¿o sería más preciso decir «teología literaria»?)” (2009: 533). Puede calificarse de paradójico el planteamiento de Segovia, y quizás lo sea en algo, pero no es en absoluto contradictorio. Sin duda, su propuesta poética, esa que formula la poesía como un acto sagrado y, por tanto, goza de las cualidades de la palabra poética, nada tiene que ver con una poesía religiosa o con la expresión de un sentimiento religioso, pero sí con el registro de lo sagrado como cualidad de lo poético. Esa sacralidad, claro, necesita de un centro o un templo, pero sobre todo del mecanismo que convierte lo profano en sagrado: el sacrificio. Ese sacrificio únicamente se cumplimenta en lo abierto, donde el poeta arriesga para ganar o perder todo, porque es en lo abierto, en ese margen del tiempo y el espacio, en el que el poeta puede levantar su obra, es decir, su morada. Así el desierto se transforma en esa imagen geográfica y espacial que resume no sólo la tradición occidental de la poesía entendida como revelación (desvelamiento, descubrimiento), sino como un lugar preferente para transformarla en lo sagrado.

Esa invención está estrechamente vinculada a la idea de utopía. Gregory Claeys ofrece una caracterización de las utopías modernas que, en parte, puede atribuirse a la propuesta poética e intelectual de Tomás Segovia: “La mayoría de las utopías modernas, sea su tipo más o menos primitivista, incluyen un grado sustancial de igualdad. Este rasgo define de hecho tanto la ética que domina en las utopías modernas y cuyo epítome es el igualitarismo de las Revoluciones americana y francesa, como la insistencia aún mayor del socialismo en la igualdad. La decadencia de la fe religiosa que acompaña en la modernidad permitió así que la búsqueda de la igualdad en el otro mundo fuera desplazada por un mayor deseo de lograrlo en éste” (2011: 13). Todas estas ideas, todas estas circunstancias, todos estos factores se han amalgamado para ofrecer una idea de la utopía distinta a como se ha manejado tradicionalmente. En el caso de que Segovia haya construido una utopía, y yo no dudo de que lo haya hecho, ésta diverge en algo del concepto tradicional y, más bien, arraiga en la modernidad misma. Conviene retomar la caracterización de Claeys sobre este asunto:

 

Si consideramos la utopía no como la religión ni como un estado psíquico interior sino como un discurso de la sociabilidad voluntaria, quizá lleguemos a una conclusión diferente. Es posible crear espacios utópicos y periodos de tiempo sin reimaginar una sociedad entera reestructurada como utopía. Las saturnales y el carnaval son prueba de esto, al igual que instituciones religiosas como las Iglesias, donde la mayor pretensión de igualdad y el fortalecimiento de los vínculos colectivos nos recuerdan, momentáneamente, las ventajas de la obligación y la fe. Las comunidades ad hoc son nichos utópicos en un espacio ajeno. Y la isla de Utopía de Moro es, desde luego, un oasis, en un desierto no-utópico, aunque acaso se proponía representar un espacio real. ¿Es posible, pues, que todavía lleguemos a concebir una visión de ayuda mutua, incluso global, que no cometa los errores que definen la distopía? (2011: 204)

 

Tomás Segovia parece proponer esa utopía entendida como “un discurso de la sociabilidad humana”. Es natural que así sea, si repasamos las reiteradas ocasiones en las que el poeta habla del amor, de la adhesión a la vida, del respeto al otro. Sobre todo, Segovia subraya en “Identidad, razón y magia” el respeto como cualidad intrínseca en una sociedad utópica: “Pues no dudo que el rasgo fundamental de una sociedad humana deseable, por supuesto utópica, sería un tipo de general respeto, de interés activo, de sabia comprensión que merecería un nombre más alto aún que el de tolerancia” (1993: 141). Este ideario es el que le lleva a censurar a los “filósofos” del XVIII y rehabilitar el pensamiento fourieriano en “Fourier y la mujer (1974)”: “La fórmula que simboliza el programa de estos ideólogos del siglo XVIII, «la felicidad del mayor número», no puede satisfacerle. Mientras haya un solo ser al que se le aflige injustamente la desgracia, ningún aumento en el número de los que escaparon a esa suerte podrá borrar esa injusticia. La mirada que llega así a este último de los desvalidos (y que lo está los mismo para producir que para gozar) es una mirada que ha recorrido necesariamente toda la gama del desvalimiento” (1991c: 68). Estas palabras que se sirven del pensamiento del francés, en realidad encubren el pensamiento mismo de Segovia en torno a la sociedad, la moral y la justicia. No hay duda de la adhesión al ideario fourieriano del hispano-mexicano como un instrumento para reivindicar una utopía asentada en el respeto debido a cualquiera por el hecho de ser hombre. En todo caso, no deja de ser una aplicación más a eso que Segovia llama compasión hacia el mundo, hacia la vida. El ideario de Fourier le permite argumentar a favor de la igualdad entre los hombres, es cierto, pero también defender la libertad sexual de la mujer en un momento, a principios de la década de los setenta del siglo pasado, en el que en México pocos hablaban de este derecho. Al remitirse a Fourier, Segovia no sólo hace gala de su conocimiento del pensamiento occidental, sino que reforzaba esa idea constante de que en ocasiones la tradición es capaz de afrontar el presente con mayor solvencia intelectual y moral, que las ideas y tendencias que predominan en un momento determinado. A la vez, Segovia ensalzaba ese pensamiento al situarlo en un proceso en el que la liberación de la mujer era un síntoma más asociado a un movimiento armónico de toda la sociedad: “Todo en Fourier tiende a mostrar que el sentido de la sociedad humana es realizar en su plenitud la unidad del hombre y que esta plenitud depende de la pluralidad, la diversidad, y el grado de divergencia de los hombres. La historia de la idea de universalidad es la historia de la distancia siempre creciente que un espécimen humano es capaz de salvar para reconocer en otro espécimen lejano a un hombre de pleno derecho.” (1993: 73-74)

Como siempre, esa sociedad armónica respetaría, en la propuesta de Segovia, el derecho irrenunciable a la disidencia, en donde la libertad de expresión, sin importar quién, ni de dónde hable, no sólo debe ser aceptada sino defendida. Para Tomás, ese siglo XVIII representa el momento soberano de la humanidad en el que los seres excéntricos y marginales se vuelven centrales, a fuerza de cobijarse bajo el lema de la libertad, la igualdad y la fraternidad universales: “el primitivo, el niño, el oriental, el loco, el dormido, la mujer, el solitario” (1991c: 74). Pero lo relevante no es únicamente la aceptación de esta nivelación, sino que el sistema fourieranio representa ante todo el sentido del Romanticismo:

 

Que el ser del hombre está en otro y aun en lo otro —recordemos una vez más el Je est un autre de Rimabaud—, que el mundo no es un edificio cuya ley es la consolidación y su principio el equilibrio de las fuerzas que se limitan mutuamente desde fuera, sino un organismo cuyo principio es la esencial interdependencia de las partes, relacionadas por influencias mutuas que les son internas y cuya ley es la expansión, tal es el sentido profundo de ese pensamiento que trastorna a Occidente desde la segunda mitad del siglo XVIII y que debemos seguir llamando, a pesar del desprestigio del término, romanticismo (1991c: 77).

 

De donde se infiere que esa utopía apenas entrevista por Tomás Segovia sólo podría darse a partir de la revolución romántica producida en el seno del pensamiento más efervescente de la Ilustración, es decir, en los albores de la modernidad. ¿Qué hace de la doctrina de Fourier un pensamiento moderno? En palabras de Segovia en el ensayo “Pizca fourieriana (1972)”, “tanto lo societario como la armonía, es decir, dos factores que conciben la sociedad no como una maquinaria que propicia la represión, sino que la levanta” (1991d: 84). Y aquí, en la ausencia de la represión como justificación social, radica la relevancia de este pensador para Segovia. Fourier había propuesto “cambiar al hombre”, y Segovia se adhiere tácitamente a la propuesta. Segovia, mediante Fourier, dice que la utopía sólo puede darse entre los “armonianos”, pero que no hay posibilidad alguna para transformarnos en ellos, de manera que la utopía, en el aparente fracaso de su inaccesibilidad, se preserva a sí misma, puesto que está fuera del tiempo y del espacio. Con todo, eso no impide que busquemos permanentemente orientarnos hacia ella.

El estadio pre-social en el que se alberga Segovia reproduce el comienzo de la convivencia humana cifrada en la morada, la moral y la palabra. Ese principio todavía no es el comienzo de la historia puesto que para que comience se necesita que la mujer sea fecundada y el hijo de sentido a todo eso. Pero el hijo, además, tiene que salir, primera infidelidad, para regresar, cumplimiento de su fidelidad. Una vez que ha regresado, y regresado por la palabra (por eso el hijo pródigo es el poeta y por eso el poeta representa la fundación de lo fundado) comienza la historia. La fidelidad al hogar y la moral y, por tanto a la palabra, expresa por igual el silencio originario de la palabra profética del hijo que sale de la morada. El hijo en el allá dota de sentido al mundo mediante la apertura a esa misma realidad a la que lo impulsa la palabra misma. Ese momento anterior a todo estado y principio de todo lo demás representa esa utopía sostenida por Tomás Segovia. Por eso este destierro o infidelidad anterior a cualquier exilio es el verdadero exilio, común y compartido por todos los hombres a condición de que lo acepten. Un espacio intelectual e imaginario que, sin embargo, dota de sentido y de todo su sentido a la palabra poética.

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La habitación de Eugenio Montejo

Jorge Ramírez

Universidad de Guanajuato

 

 

 

 

 

 

 

Resumen

Este ensayo crítico se concentra en la visión de mundo de la poesía de Eugenio Montejo en su libro Terredad. La visión de mundo de Montejo posee la imagen de la “habitación”. La esencia vital de la naturaleza y el ser humano “habita” en los cuerpos, en la memoria, en el amor, en el mundo. Lo vital habita y permanece. La permanencia de lo vital, en el ser humano, reside por la transmigración: lo vital adopta formas y cuerpos sucesivamente y se instaura en sus profundidades.

 

Palabras clave: Tierra, habitación, transmigración, vital, profundidad.

 

Abstract

This critical essay focuses on the world-view of the poetry of Eugenio Montejo in his book Terredad. The world-view of Montejo has the image of the “room”. The vital essence of nature and man “dwells” in bodies, in memory, in love, in the world. He lives and remains vital. The permanence of the vital, in humans, is established by the transmigration: it takes vital body shapes and on and introducing in its depths.

 

Keywords: Earth, Room, Transmigration, Vital, Deep.

Y yo digo: cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no de hombres.

 

César Vallejo

 

Académicamente, el título de este artículo debería figurar como “La habitación: visión de mundo de la poesía de Eugenio Montejo”. La necesidad de suprimir la irritante cacofonía, la dilatación del título y la oportunidad de sugerir el sustantivo habitación como una forma verbal que designe también la acción y efecto de habitar, me autorizaron la elección de un rótulo sintético y literario.

La visión de mundo de un poeta, en apariencia, no significa lo mismo que su poética. La poética es una forma de creación estética —llanamente definida—; la visión de mundo, por lo contrario, no es un procedimiento poético sino una experiencia cognitiva —una manera de observar, entender y proyectar un mundo—. Tomás Segovia encuentra una secreta alianza entre poética y visión: el desciframiento poético. Una poética “es pues un desciframiento, ya sea usando un lenguaje para descifrar el mundo sin teorizarlo, ya sea descifrando ese lenguaje sin teorizarlo y sin teorizar aquello de lo que habla” (1989: 427). Este desciframiento implica necesariamente una observación ontológica de la realidad: una fenomenología. Sólo que el mundo es irreductible a la pasiva descripción; necesita —lo supo Heidegger— una hermenéutica, una interpretación (en el caso de la poesía es lenguaje no teorizado) que es también un impulso creativo. El lenguaje poético crea el mundo que describe. Esta “intervención” la observa con mayor claridad Amado Alonso: “La mirada que el poeta pone en su propia concepción del mundo no es de mero espectador, sino que interviene en su plasmación, interviene en sus elementos cualitativos y en el sentido profundo que del conjunto se desprende” (1986: 92). Desciframiento e intervención, fenomenología y hermenéutica, poética y visión de mundo operan un doble acto indisoluble: la contemplación y la creación de la realidad. Dicha creación, obviamente, es una creación poética; es decir, una desrealización en la que los fenómenos físicos de la realidad se transmutan en ideas y emociones: “Todo poeta opera una desrealización de los datos que le entrega la experiencia. Las cosas pierden la realidad sustancial, práctica, tangible […] para pasar a ser formas de la conciencia. Un árbol es una idea; un paisaje, un sentimiento” (Xirau, 2004: 162). La desrealización de la realidad es, por lo tanto, realización de una realidad poética, que no toma distancia de la realidad, sino solamente se traduce y se cifra de nuevo: “Cada poema es una lectura de la realidad; esa lectura es una traducción; esa traducción es una escritura: un volver a cifrar la realidad que se descifra. El poema es el doble del universo” (Paz, 1987: 108).

El poeta percibe el mundo mediante una visión poética; lo interpreta y por lo mismo lo crea, lo instaura. La instauración de la visión de mundo es el resultado de un conocimiento intuitivo de la realidad; es también el nombramiento de la esencia que determina su entidad: “el poeta, al decir la palabra esencial, nombra con esta denominación […] el ente por lo que es y así es conocido como ente. La poesía es la instauración del ser con la palabra”. Pero, ¿qué es lo que instaura la poesía? “Lo que permanece […], lo que permanece debe ser detenido contra la corriente […] Debe ser hecho patente lo que soporta y rige al ente en totalidad. El ser debe ponerse al descubierto para que aparezca el ente” (Heidegger, 1988: 137). El ente, por lo tanto, cumple el acto de habitar el ser —mejor dicho, el ser es la habitación del ente—. La visión de mundo de Eugenio Montejo se funda en la idea de una esencia vital que habita permanentemente las profundidades de un ser: un cuerpo humano, un elemento de la naturaleza, un sentimiento, un recuerdo, un mundo. Habitar, en este sentido, es un acto vivo, pues “el espacio captado por la imaginación no puede seguir siendo el espacio indiferente […] Es vivido. Y es vivido, no en su positividad, sino con todas las parcialidades de la imaginación […] Concentra ser en el interior de los límites que protegen” (Bachelard, 2012: 28). Lo que habita, vive; lo que vive, habita y permanece. Sobre esta creencia Eugenio Montejo instaura y proyecta su visión de mundo en el libro Terredad (1978). No por casualidad la habitación y la vida son los fundamentos de esta poesía. Guillermo Sucre, atinadamente, afirma la importancia del “hogar” en la poesía del venezolano, “ese centro al que siempre vuelve la poesía de Montejo”. Y respecto de la manifiesta vitalidad de esta poesía, menciona que “No se trata, por cierto, de ningún ciego vitalismo […] porque capta con intensidad esa naturaleza indescifrable, esa lenta o rápida erosión que es toda la vida” (2001: 310-311). Vitalismo que culmina en “canto”, como coinciden las opiniones de Guillermo Sucre, Francisco Rivera (véase Sucre, 2011: 310) y Adolfo Castañón (2006: 15). Sólo que el canto vital de Eugenio Montejo no es festivo sino nostálgico: “Debo estar lejos / porque no oigo los pájaros” (2005: 145);
no es predominantemente colectivo sino individual: “Soy esta vida y la que queda” (116); “Yo soy mi río…” (147). Su tono —más que una exaltación, como opina Sucre— me parece reivindicativo: “La vida vale más que la vida, sólo eso cuenta” (113). También, con bastante frecuencia, incurre en la exhortación: “Mira setiembre: nada se ha perdido / con fiarnos de las hojas” (113); “Vuelve a tus dioses profundos” (130). Cuando no es una exhortación su tono, alcanza la rotundidad de la sabiduría: “Dura menos un hombre que una vela” (114); “La terredad de un pájaro es su canto” (139); “Ningún amor cabe en un cuerpo solamente” (135). Nostalgia, reivindicación, exhortación y sabiduría constituyen el tono vitalista de esta poesía.

El gran tema de la poesía de Montejo es el mundo; no es fortuito que los dos libros más celebrados por la crítica se intitulen Alfabeto del mundo y Terredad. La voz poética en estos dos libros observa con acuidad y nostalgia —incluso luminosidad— las formas de la naturaleza, sentimientos y recuerdos en los que habita la esencia vital de la tierra. Pablo Mora, por ejemplo, acierta cuando afirma que “la suya es una poesía de la conciencia de lo efímero, de la desposesión, de la nostalgia de un pasado personal que lo lleva a la búsqueda de sus primeras fuentes (2008: internet). Conciencia, efímero y búsqueda son tres provechosas ideas para entender la visión de mundo de Montejo, pues es bastante claro que existe en la voz poética una conciencia para buscar, en el “alfabeto del mundo”, la esencia vital que triunfa sobre lo efímero y se inscribe permanente en la memoria. Cada árbol, cada río, cada paisaje contemplado en su poesía es un cuerpo perecedero en el que habita una esencia vital permanente. Para Heidegger “hasta que el hombre se sitúa en la actualidad de una permanencia, puede por primera vez exponerse a los mudable, a lo que viene y a lo que va; porque sólo lo persistente es mudable” (135; cursivas mías). La “actualidad de la permanencia”, en la poesía de Montejo, se define por la renovación de las formas naturales y por el carácter habitante de la vitalidad. Así, apoyado en esta noción de lo que habita, el propósito de estas páginas será describir la visión de mundo de Eugenio Montejo en su libro Terredad.

Una visión de mundo se compone naturalmente de imágenes; cada imagen es el desciframiento de una realidad y la clave más directa de su acceso. Para mi juicio la imagen que configura la visión de mundo en Terredad es la imagen de la habitación —seré más preciso: la imagen del propio acto de habitar—. El título del libro anticipa esta noción: terredad significa habitar, “Estar aquí por años en la tierra […] / mientras el sol da vueltas y nos arrastra” (115). Por la tentativa de este libro no resulta difícil sospechar un vínculo con Residencia en la tierra, de Pablo Neruda. La relación existe, sólo que es distante y divergente. La visión de mundo de Neruda es desolada y “proyecta una lenta descomposición de todo lo existente […], el derrumbe de lo erguido, el desvencijamiento de las formas, la ceniza del fuego […] La angustia de ver a lo vivo muriéndose incesantemente: los hombres y sus afanes, las estrellas, las olas, las plantas” (Alonso, 1975: 19). La visión de Eugenio Montejo, por lo contrario, afirma la ineluctable permanencia de la vida. Las formas también cesan, pero queda algo que habita el recuerdo, que habita el sentimiento y que habita la ausencia: “La juventud vino y se fue, los árboles no se movieron […] / pero el sol continúa. / La casa fue derrumbada, no su recuerdo” (113). Divergentes y distantes, la visión de mundo de Residencia en la tierra y de Terredad coinciden en una poderosa imagen: el poeta como testigo de la tierra y como habitante pasajero.

Gaston Bacherlard, en La poética del espacio, sugiere que “En toda vivienda, incluso en el castillo, el encontrar la concha inicial, es la tarea ineludible del fenomenólogo”; la concha inicial, es decir, “el germen de la felicidad central, segura, inmediata”. Y añade: “Hay que decir, pues, cómo habitamos nuestro espacio vital de acuerdo con todas las dialécticas de la vida, cómo nos enraizamos, de día en día, en un «rincón del mundo»” (34). En el caso particular de Terredad, encuentro la “concha inicial” en el nombramiento —reivindicación, dije en el principio de este ensayo— de la vida que habita en el mundo, en la memoria, en los cuerpos y en los sentimientos. Para Montejo la vida de la naturaleza permanece porque se renueva, y en este sentido posee una sabiduría que la vida humana desconoce. De aquí la exhortación de la voz poética: “Mira setiembre: nada se ha perdido / con fiarnos de las hojas. / La juventud vino y se fue, los árboles no se movieron. / El hermano al morir te quemó en llanto / pero el sol continúa [….] / Los árboles saben menos que nosotros / y aún no se vuelven. / La tierra va más sola ahora sin dioses / pero nunca blasfema” (113). Mientras la naturaleza se renueva, el hombre perece; pero su breve habitación en la tierra no es menos determinante para la armónica correspondencia del sistema cósmico: “Dura menos un hombre que una vela, / pero la tierra prefiere su lumbre / para seguir el paso de los astros. / Dura menos que un árbol, / que una piedra […] / Dura menos que un pájaro / que un pez fuera del agua; / casi no tiene tiempo de nacer; / da unas vueltas al sol y se borra […] / Y sin embargo, cuando parte / siempre deja la tierra más clara” (114). Habitar, en este sentido y en este poema, significa durar en la tierra (terredad). La duración humana es breve —como una lumbre que “con un soplo se apaga”— y posee en sí misma una condición mudable. La duración de los elementos naturales no es menos breve que la vida humana, sólo que la naturaleza se renueva y con esta renovación “actualiza su permanencia”. La breve duración física del hombre en nada inflige su esencia vital, pues “La vida vale más que la vida”. La esencia vital de los cuerpos naturales y humanos es incorruptible; no es ser sino ente, y por este motivo no es duración. No posee un origen o un final: transmigra. En la visión de mundo de Montejo la creencia transmigratoria resulta medular para entender el tono inmemorial y nostálgico con que el poeta evoca los elementos de su poesía. La transmigración, además, supone el acto de habitar, y con esta sucesión de habitaciones la vida humana actualiza su permanencia.

La esencia vital, renovada o transmigrada, es la que identifica a la naturaleza con el humano en la habitación de la tierra (“A veces creo que soy un árbol”) y en su terredad: “Estar aquí por años en la tierra, / con las nubes que lleguen, / con los pájaros […] / mientras el sol da vueltas y nos arrastra […] // Estar aquí en la tierra: no más lejos / que un árbol, no más inexplicables; / livianos en otoño, henchidos en verano, / con lo que somos o no somos, con la sombra, / la memoria, el deseo, hasta el fin / (si hay un fin)” (115). La vida permanece; la existencia perece. La existencia es justamente la forma que adopta la vida para habitar la tierra. La transitoriedad de la existencia explica la exhortación de este poema: vivir —aunque sea “a bordo, casi a la deriva”— la vida que dura “mientras el sol da vueltas”. Esta existencia vital se presenta como un sistema de correspondencias universales: el ser humano se corresponde con el cosmos (“más cerca de Saturno, más lejanos”) y con los más diminutos habitantes de la naturaleza (“sin olvidar […] la hormiga / que siempre viaja de remotas estrellas / para estar a la hora en nuestra casa”).

El poema “Soy esta vida” alumbra perfectamente esta idea de la transmigración que funda la permanencia de la vida humana. La esencia vital habita diversos cuerpos, rostros, vidas: “Soy esta vida y la que queda, / la que vendrá después en otros días, / en otras vueltas de la tierra […] // no conozco su rostro, su cuerpo, su mirada; / no sé si llegará de otro país […] // Soy esta vida que he vivido o malvivido / pero más la que aguardo todavía / en las vueltas que la tierra me debe. / La que seré mañana cuando venga / en un amor, una palabra” (116). Guillermo Sucre observa que la poesía de Montejo, “indescifrable, transitoria, la vida es igualmente lo que permanece: lo memorable” (311). La esencia vital permanece porque transmigra y habita sucesivamente. No habita el tiempo: es el tiempo. Por esta razón la vida se convierte en algo inmemorial: no posee un origen ni un fin —“desconozco mi fin y mi comienzo”, dice la voz poética en el poema “Yo soy mi río”—. El poema “Provisorio epitafio” reafirma esta creencia transmigratoria: “No me despido en una piedra / ilegible a la sombra del musgo, / —voy a nacer en otra parte […] // son cifras de otra vida, no de muerte, / son una partida futura / de nacimiento. // Ignoro adónde voy, / de qué planeta seré huésped, / a partir de cuál forma de materia / —carbón, sílex, titanio— / me explicaré después por aerolitos, / hablaré desde el agua” (133). La transmigración de la esencia vital que habita diversos cuerpos no es más que la afirmación de la vida, la imaginación que triunfa sobre la caducidad de la existencia humana: “Lo que nadie imagina es lo más práctico”.

La visión de mundo de Montejo en Terredad resulta inconcebible sin la imagen de la habitación. María del Rosario Chacón Ortega menciona con puntualidad que en la poesía de Montejo el poema “se construye como una casa donde habita el ser. De esta manera, el poema tendrá resistencia ante el tiempo y la muerte porque será permanente […] El poema será así una casa donde caben tiempo y horizonte, canto y memoria” (2000: internet). No solamente el poema constituye una habitación, el propio poeta se figura así: “Ser el esclavo que perdió su cuerpo / para que lo habiten las palabras”. En el cuerpo del poeta habitan los instrumentos de su canto; el interior de la figura humana constituye su propio mundo, sin dejar de comunicarse con la naturaleza. Su cuerpo, como los elementos naturales, se corresponde y comunica con las fuerzas del universo. El poeta es la habitación de la poesía, pero la poesía suscita lo desconocido: “Llevar por huesos flautas inocentes /que alguien toca de lejos / o tal vez nadie. (Sólo es real el soplo y la ansiedad por descifrarlo)” (123). Sugerí en páginas anteriores la noción de lo inmemorial y lo remoto. En la visión de Eugenio Montejo todo lo que habita posee una disolución inmemorial, algo ignoto que impele “la ansiedad por descifrarlo”. La imagen vital del poeta no habita el tiempo; lo trasciende: “Estas voces que digo / han rodado por siglos puliéndose en sus aguas, / fuera del tiempo” —anuncia la voz poética en otro poema—. Si la esencia vital del poeta habita fuera del tiempo, su permanencia se resuelve en la transmigración. En este sentido, no es un poeta sino todos los poetas; es “el esclavo, el paria, el alquimista / de malditos metales / y transmutar su tedio en ágatas”. Su realidad no es la sociedad sino el universo: “Siempre en terror de estar en vela / frente a los astros”. El poeta es el Poeta, como la mesa será la Mesa. No son los cuerpos sino la esencia que habita en ellos lo que exalta la poesía del venezolano.

En Terredad un poema se intitula “La casa”. Ya Sucre señaló que la casa es la imagen a la que siempre vuelve la poesía de Montejo. Bachelard afirma que “la casa es nuestro rincón del mundo […] nuestro primer universo. Es realmente un cosmos”. Y añade que el ser humano, cuando encuentra un posible albergue, puede observarse “a la imaginación construir «muros» con sombras impalpables, confortarse con ilusiones de protección […] el ser amparado sensibiliza los límites de su albergue. Vive la casa en su realidad y en su virtualidad, con el pensamiento y los sueños” (2012: 34-35). En este poema la casa no es la habitación de lo vital, sino la habitante de la vitalidad. La casa se construye y se imagina dentro del cuerpo de una mujer; el poeta, necesitado de albergue, vive esa casa con sus pensamientos y sus sueños: “En la mujer, en lo profundo de su cuerpo / se construye la casa […] / Hay que acarrear sombras de piedras […] // seguir el declive de sus formas, los movimientos de sus manos […] // hay que elevar altas paredes, fundar contra la lluvia, contra el viento, / años y años […] // Al fondo de su cuerpo la casa nos espera […] / para vivir, tal vez para morir, / ya no sabemos, / porque al entrar nunca se sale” (121). Hay una imagen que persiste en buena parte de estos poemas: la imagen de lo profundo. En la profundidad, naturalmente, residen las permanencias vitales. No por otra razón el poeta decide construir (vale decir también: resguardar) imaginativamente una casa dentro de un cuerpo humano. No olvidemos tampoco que el cuerpo de la mujer es la primera habitación del hombre. Por esta analogía, según Bachelard, “siempre, en nuestros sueños, la casa es una gran cuna […] La vida empieza bien, empieza encerrada, protegida, toda tibia en el regazo de una casa” (37). Hay una “maternidad de la casa”. La mujer y la casa son en cierto sentido palabras sinónimas: las dos albergan, las dos protegen, las dos constituyen el albergue original.

En este poema la casa es el centro vital de un cuerpo, puede erigirse dentro de sus confines; el amor, por lo contrario, resulta incontenible en un solo cuerpo: “Ningún amor cabe en un solo cuerpo solamente / aunque abarquen sus venas el tamaño del mundo […] // no basta un solo cuerpo para albergar sus noches, / quedan estrellas fuera de la sangre […] // Dos manos no bastan para alcanzar la sombra; / dos ojos ven apenas pocas nubes […] / Ningún amor, ni el más huidizo, el más fugaz, / nace en un cuerpo que está solo; / ninguno cabe en el tamaño de su muerte” (135). La imagen de la habitación persiste, pero ahora en la comunicación de una doble morada. El amor necesita la habitación —es una potencia vital, un deseo anhelante—, pero sólo puede habitar en la correspondencia y en la transmigración de la vitalidad humana. Sólo en esta vecindad y en esta correspondencia cósmica puede intuirse el “país musical [que] las une y las dispersa”. ¿Correspondencia cósmica del amor? Sí. No en este libro sino en Alfabeto del mundo —y en su difundido poema “La tierra giró para acercarnos”—proclama la idea cósmica del amor: “La tierra giró para acercarnos / giró sobre sí misma y en nosotros, / hasta juntarnos por fin en este sueño […] La tierra giró musicalmente / llevándonos abordo”. El amor, esencia vital, enlaza y comunica dos cuerpos. Su permanencia reside justamente en este lazo —que es un espacio, una fisura, una grieta— y no en su propio ser. Lo que queda del amor no es el amor como cuerpo, sino como evidencia material de una unión humana. En este sentido lo que permanece es el “relámpago” que alumbra brevemente, pero deja una “grieta” perdurable en la materia del mundo: “Mudanzas por el mar o por el tiempo, / en un navío, en una carreta con libros, / cambiando de casas, palabras, paisajes, / separándonos siempre para que alguien se quede / y algún otro se vaya […] / Mudanzas de uno mismo, de su sombra, / en espejos con pozos de olvido / que nada retienen. / No ser nunca quien parta ni quien vuelve / sino algo entre los dos, / algo en el medio […] / el relámpago que deja entre las manos / la grieta de una piedra” (119). La vitalidad del amor no instaura su permanencia por una vía transmigratoria; permanece por la evidencia imborrable que deja en la tierra, en la “grieta de una piedra”.

En otro orden, la imagen de la habitación persiste en el poemario, sólo que esta vez el poeta venezolano fija su atención en una mesa de madera. No en una particular sino en la Mesa, el símbolo por excelencia de la convivencia humana. Para Montejo, ya lo observamos, la esencia vital permanece por su transmigración o por su renovación. En este poema el árbol no transmigra y tampoco se renueva. Su vitalidad, por lo tanto, se encuentra aprisionada por un cuerpo que no le corresponde: la mesa. La vitalidad del árbol, por lo tanto, resulta impotente frente al desarrollo del universo: “Qué puede una mesa sola / contra la redondez de la tierra? […] // ¿qué puede el dolor de su madera?” // ¿Qué puede contra el costo de las cosas, / contra el ateísmo de la cena, / de la Última cena? // ¿qué puede sino estar inmóvil, fija, / entre el hambre y las horas, / con qué va a intervenir aunque desee?” (118). La esencia vital habita un cuerpo inerte, una forma que —como el cuerpo humano— nada puede “contra la redondez de la tierra”. La mesa y el cuerpo humano no son más que formas habitantes, formas de la tierra: “La tierra redondeará todas las cosas / cada una a su término”. Como la mesa, la esencia vital humana experimenta la misma prisión corpórea de una estatua. La vida es flujo, transmigración; la estatua, por lo contrario y como la mesa, permanece “inmóvil, fija”: “Quieta sin parpadear, sin que se note / que mi sangre reinicia su curso / por sus venas de mármol, / ha de fingir que está soñando todavía […] / No hablará, no dará ni el más leve respiro / mientras sigan entorno los cantos / y tal vez cuando callen se habrá vuelto a dormir” (122). Nuevamente lo vital habita un cuerpo inmóvil. La estatua no habita el mundo, no es algo vivo, y por lo mismo no se corresponde con el “coro de los pájaros / que la rodean cantando en ese instante”. Si el árbol condesciende a mesa, el ser humano condesciende a estatua: dos objetos en los que habita lo vital como una esencia aprisionada. En equivalencia con este poema, el poema titulado “Madonas” logra romper con esta constricción del cuerpo inerte (el cuerpo del arte): “En las madonas serenísimas / cuántas sueños regresan de pinceles antiguos, / cuántas Italias […] / No quiero verlas: sé que están muertas aunque rían, / aunque susurren detrás de un abanico […] / Busco en la calle otras madonas vivas […] / quiero mirar la luz en los cuerpos que pasan, / quiero hablarles; / la belleza más pura es existir, / estar aquí en la tierra con el sol en las manos” (134). Lo vital deshabita las formas del arte para habitar el mundo de la vida: la existencia. La existencia que habita la tierra constituye la única certidumbre del poeta: “Creo en la vida bajo forma terrestre […] // Creo en la vida como terredad […] // pero no soy ateo de nada / salvo de la muerte” (138). Estos últimos versos alumbran y tonifican el vitalismo de Eugenio Montejo. Lo vital transmigra, habita diversos cuerpos y formas, pero no perece. La vida es la negación de la muerte. El poderoso argumento de esta negación es la permanencia; mientras la imagen simbólica de la muerte es la materia corrompida, la imagen de la vida es la materia habitada.

Con no menos importancia que la habitación de la tierra y la habitación de los cuerpos, la habitación de lugares constituye igualmente esta visión de mundo. Sólo que esta vez la vitalidad permanente no reside en la profundidad de los cuerpos, sino en la potencia del deseo —diré también, en la imaginación—: “Me voy con cada barco de este puerto […] // Me voy a Rotterdam donde ahora cae densa la nieve […] —búsquenme en Rotterdam, escríbanme / aunque no parta. // Si no salgo a esta hora será en otra; / las naves cambiarán, no mi deseo; / mi deseo está en Rotterdam: / desde aquí con la nieve lo diviso / entre sus casas” (126). Todo es susceptible de mudanza, sólo el deseo resulta indeleble: “aunque me vean aquí mañana por los muelles, / estoy abordo; / las naves cambiarán, no mi deseo”.

Cuando lo vital permanente no habita el deseo, habita con mayor fijeza en la memoria y en la imaginación, y en este caso en el recuerdo de la ciudad natal. Dice Bachelard que “la casa natal está físicamente inscrita en nosotros. Es un grupo de costumbres orgánicas […] La casa natal es más que un cuerpo de vivienda, es un cuerpo de sueño”. La casa proporciona “los marcos de un ensueño interminable, de un ensueño que sólo la poesía, por medio de una obra, podría terminar, realizar […] existe para cada uno de nosotros una casa onírica, una casa del recuerdo-sueño” (2012: 45-46). Imaginación y memoria crean una alianza en la imagen de este “recuerdo-sueño” que es la ciudad natal. La ciudad no vive en su realidad; habita solamente en la evocación del poeta y en su nostalgia: “Tan altos son sus edificios / que ya no se ve nada de mi infancia. / Perdí mi patio con sus netas nubes […] / perdí mi nombre y el sueño de mi casa. / Rectos andamios, torre sobre torre, / nos ocultan ahora la montaña” (141). Ya observamos que la degeneración corpórea de un árbol es la mesa de madera y la degeneración del hombre una estatua de mármol; las dos formas aprisionan su esencia vital. En este poema la degeneración corpórea del pueblo natal es la ciudad: “El ruido crece a mil motores por oído, / a mil autos por pie, todos mortales”. La pérdida del “grupo de costumbres orgánicas” del que habla Bachelard suscita en la evocación del poeta la posibilidad de estar frente a una falsa imagen producida por la imaginación y la memoria: “Perdí mi sombra y el tacto de sus piedras, / ya no se ve nada de mi infancia. / Puedo pasearme ahora por sus calles […] / su espacio es real, impávido, concreto, / sólo mi historia es falsa” (141). El poeta no habita su ciudad; habita el recuerdo y el deseo de volver a su pueblo natal. La vitalidad reside en el nombramiento de este recuerdo.

Por último trataré el poema que condensa con mayor potencia la visión de lo permanentemente vital. Me refiero al poema “Vuelve a tus dioses profundos”. El tono exhortativo —sereno y sabio— prevalece: “Vuelve a tus dioses profundos, / están intactos, / están en el fondo con sus llamas esperando; / ningún soplo del tiempo los apaga. / Los silenciosos dioses prácticos / ocultos en la porosidad de las cosas. / Has rodado en el mundo más que ningún guijarro; / perdiste tu nombre, tu ciudad […] / de tantas horas ¿qué retienes? / La música del ser es disonante / pero la vida continúa / y ciertos acordes prevalecen […] // De tantos viajes por el mar […] / descifra en ellas el eco de tus dioses; / están intactos, / están cruzando mudos con sus ojos de peces / al fondo de tu sangre” (130). Lo que habita, vive —afirmé en el principio de estas páginas—; vive “al fondo con sus llamas” (desde Heráclito, el fuego es el símbolo de la vida) y por esta profundidad permanece: “ningún soplo del tiempo los apaga”. No habita exclusivamente la condición humana, sino —como en la mesa y como en la estatua— también habita los objetos: “ocultos en la porosidad de las cosas”. Mencioné que la vida permanece y la existencia perece. El cuerpo humano y los elementos de la naturaleza únicamente son formas de existencia, “pero la vida continúa y ciertos acordes prevalecen”. La transitoriedad del ser humano, su conciencia de la fugacidad del ser, lo exhorta a buscar en la profundidad de las cosas y en la profundidad de su propia existencia lo vital incorruptible: “sólo estas voces te circundan; descifra en ellas el eco de tus dioses”. Los dioses en este poema no únicamente simbolizan la vitalidad eterna, sino que además —por su profundidad remota— se convierten en la imagen del pasado y la imagen de lo inmemorial. El ser humano pierde su “nombre” y su “ciudad” durante el pasaje de la vida, sólo puede recobrar su identidad mediante la imaginación y la memoria, o —para decirlo con Bachelard— con el “recuerdo-sueño”. Montejo nombra lo vital para actualizar su permanencia, vuelve a sus “dioses profundos” para instaurar una visión de mundo en el que lo que habita, vive, y lo que vive, habita.

Así, la visión de la poesía de Eugenio Montejo en Terredad se funda en los cimientos de una imagen fundamental: la habitación. La tierra es una inmensa habitación de cuerpos vivos; a su vez, los cuerpos y las formas son habitaciones de esencias vitales imperecederas —y por lo mismo permanentes— que albergan un sentimiento, un recuerdo o sencillamente una evidencia material de la vida. Eugenio Montejo o la habitación del mundo.

Bibliografía

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Bachelard, Gaston, 2012, La poética del espacio, México, Fondo de Cultura Económica.

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Chacón Ortega, María del Rosario, 2000, “Eugenio Montejo: La magia del alfabeto más allá del horizonte de la página”, Espéculo. Revista de estudios literarios, Universidad Complutense de Madrid, disponible en: http://www.ucm.es/info/especulo/numero15/montejo.html (consultado el 11/X/2013).

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Sucre, Guillermo, 2001, La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana, México, Fondo de Cultura Económica.

Xirau, Ramón, 2004, Entre la poesía y el conocimiento. Antología de ensayos críticos sobre poetas y poesía iberoamericanos, México, Fondo de Cultura Económica.

 

La Sociedad Nezahualcóyotl: evidencias

de una generación literaria decimonónica

Leticia Romero Chumacero

Universidad Autónoma de la Ciudad de México

 

 

 

 

 

 

Resumen

La Sociedad Nezahualcóyotl se instauró en la ciudad de México en 1868. Inició como un proyecto poético de coyuntura, pero sus integrantes pronto fueron identificados como parte de una generación literaria nueva, hermanada por un programa estético y un ideario político que coincidían con los de la facción vencedora tras la guerra de Reforma. Tal agrupación literaria, sin embargo, no logró desarrollarse plenamente debido a la temprana muerte de algunos y el distanciamiento de quienes optaron por la política como profesión. El presente artículo propone un esbozo a través del cual, pese a la pronta disgregación del grupo referido, se confirma lo aseverado por su principal mentor: aquella Sociedad era una expresión diáfana de la Generación de 1867.

 

Palabras clave: literatura, México, siglo XIX, generación literaria, nacionalismo.

 

Abstract

The Sociedad Nezahualcóyotl was established in Mexico City in 1868. It began as a poetic project, but its members were soon identified as part of a new literary generation, twinned by an aesthetic program and political ideology. Such literary group, however, failed to develop fully because of the early death of some and the alienation of those who chose politics as a profession. This paper we confirms the assertions of his main mentor, Ignacio Manuel Altamirano: The Sociedad Nezahualcóyotl was an expression of Generation to 1867.

 

Keywords: Literature, Mexico, Nineteenth Century, Literary Generation, Nationalism.

I. Forjar una literatura propia

Comienza a oscurecer pero la tarde aún es tibia cuando el bullicioso grupo de jóvenes ingresa en uno de los patios del ex Convento de San Jerónimo. Son observados con poco interés por los miembros de la brigada que ocupó el recinto desde el año anterior, 1867, inmediatamente después de que las monjas fueron exclaustradas. A la pequeña tropa apostada en los claustros aledaños no le sorprende en demasía el ruidoso arribo de aquellos estudiantes, pues desde que fue decretado el desalojo de los conventos, mucha gente penetra en éstos con curiosidad, en pos de los secretos guardados por las religiosas durante siglos de encierro elegido. Pero los estudiantes tienen en mente sólo a una de las mujeres que vistieron el hábito de las jerónimas; a esa monja le rendirán homenaje durante sus reuniones a partir de esa tarde porque, igual que ellos, sor Juana Inés de la Cruz fue poeta.

Únicamente algunos en el grupo formado por Manuel Acuña, Agustín F. Cuenca, Francisco G. Cosmes, Alfredo Higareda, Francisco Ortiz, Miguel Portillo, Rafael Rebollar, Javier Santa María, Pablo Sandoval y Gerardo M. Silva, superan los quince años de edad; ninguno llega a veinte. Ese día, 24 de abril de 1868, bajo los árboles del jardín de San Jerónimo instalan la Sociedad Nezahualcóyotl, convencidos de la importancia de buscar una literatura propia, reformar el teatro e impulsar las publicaciones literarias (Cuenca, 1874: 11-14); persuadidos de que pueden hacerlo. Para ello cuentan con el estímulo y padrinazgo de Ignacio Manuel Altamirano, quien sigue con detenimiento el desarrollo de sus carreras literarias y ha prometido abrirles las puertas de la prestigiosa revista El Renacimiento para que den a conocer algunas primicias. Precisamente ahí les da la bienvenida unos meses más tarde:

 

Esta sociedad [Nezahualcóyotl] se compone de jóvenes estudiantes, laboriosos y entusiastas, que no desmayan, y que acabarán por franquear las cumbres de la fama, sólo accesibles a aquellos que tienen fe y que no se cansan. Cuando sean conocidas en México la perseverancia, la actividad y la decisión con que los jóvenes […] se han consagrado a sus tareas, luchando con todos los obstáculos que puede amontonar la pobreza, la escasez de libros y la falta de protección, estamos seguros de que se les admirará y se les concederá un voto de profunda simpatía (Altamirano, 1979a: 19).

 

Otro muchacho, Juan de Dios Peza, se unirá al grupo apenas supere el amargo trago de ver partir a su padre, ministro de Guerra de Maximiliano de Habsburgo, hacia el destierro. Y será precisamente Peza quien cerca de su cumpleaños número sesenta, escriba nostálgicos y memoriosos artículos sobre las ilustres reuniones protagonizadas por él y su grupo de amigos de juventud. En una de ellas hablará de un encuentro celebrado a mediados de 1872, en el número 13 del primer piso del segundo patio de la Escuela de Medicina —donde estudiaron varios, donde se suicidó el más famoso. Dirá que juntos bebieron café, “el néctar negro de los sueños blancos”, con sus gotas de aguardiente catalán, “el néctar blanco de los sueños negros” (Peza, 1894: 76). Recordará que en esa ocasión improvisaron versos y ocurrencias sobre un cráneo que alguien, divertido, introdujo en la habitación del saltillense Acuña, poeta y aspirante a médico.

Peza y sus camaradas se articulaban en torno de intereses estéticos propios del romanticismo y alrededor de intereses políticos atravesados por el liberalismo; compartían una formación académica marcada por el positivismo recién llegado al país y divulgado desde la Escuela Nacional Preparatoria, así como una geografía estudiantil y laboral netamente capitalina. Los unían también sus relaciones con cierto grupo de mentores (Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto) y con sus publicaciones periódicas. Altamirano los identificó en su momento como parte de la “nueva generación literaria”: “aquella que ha hecho su aparición o ha publicado sus obras después de 1867” (2002: 22). Cabría distinguirla como una “generación típica” (Curiel, 2008: 288), es decir, constituida por coetáneos, que operó básicamente dentro de la constelación nacionalista (integrada por coetáneos y contemporáneos) vigente durante el Segundo Imperio y la República Restaurada.
En suma, a casi ciento cincuenta años de distancia de las reuniones efectuadas en algún patio del Ex convento de San Jerónimo de la ciudad de México, es posible confirmar lo establecido por Altamirano: los protagonistas de aquellas tertulias juveniles formaron parte de una generación, porque amén de cercanía en materia de edad, compartieron una “consanguinidad espiritual pautada por semejanzas y diferencias” (Curiel, 2008: 169). Es importante establecer desde ahora que la bautizada por Altamirano como Generación de 1867, también ha sido llamada Generación de los Científicos (González y González, 1984: 37-51) y Generación del Renacimiento (Tola de Habich, 2005: 216). En el primer caso, el énfasis nominal está puesto en el origen: la fecha del triunfo liberal y su promesa de transformación nacional; 1867 era, para usar un término caro al Maestro, el año del renacimiento del país, después de varias décadas de guerra. En el segundo caso, la denominación destaca uno de los grupos dominantes del gabinete porfiriano al finalizar el siglo, el de los Científicos, así como su credo, el positivista. Para el tercer nombre, Fernando Tola de Habich acudió al de la publicación más representativa del nacionalismo conciliatorio: El Renacimiento, en circulación durante 1867.

Aquella generación, pues, debe concebirse como un universo amplio capaz de circunscribir a muchos de los intelectuales, políticos, artistas y demás integrantes del grupo de notables que presidieron el país durante buena parte del último cuarto del siglo XIX. Con ese conjunto de personas, la Sociedad Nezahualcóyotl compartió una “consanguinidad espiritual” susceptible de clasificación a partir de algunos ejes torales: sus miembros, jóvenes de la posguerra, se mostraron interesados en participar en la reconstrucción del país suscribiendo el programa literario nacionalista y laico de sus mentores y participando en tareas de carácter público (política, diplomacia, academia, periodismo), de ahí que su declive haya llegado, con lentitud, a la par de dos revoluciones: una estética y una política. Veamos.

II. Tras la guerra, vigorizar la literatura nacional

Los muchachos que rindieron homenaje a sor Juana Inés de la Cruz en 1868 compartían un país que recién había optado por la república como forma de gobierno y por el positivismo como filosofía económica y orientación pedagógica; esta última, expresada en la Ley de Instrucción Pública redactada a petición del presidente Benito Juárez, por el poblano Gabino Barreda, discípulo de Auguste Comte. Algunos de los fundadores de la Sociedad, como Agustín F. Cuenca o Gerardo M. Silva, cursaron sus estudios en el Colegio Nacional de San Ildefonso —aún en manos de jesuitas— y en el Seminario Conciliar; otros, como Peza, pudieron estrenar la Escuela Nacional Preparatoria, baluarte positivista ideado por Barreda en la postrimería de 1867. Debido a tales circunstancias formativas, el elenco de poetas apuntó, como el grueso de sus coetáneos, hacia una disposición “posreformista, posromántica, intelectual, urbana, clasemediera con tufos aristocráticos, mestiza, cientifizante, modernizadora, universitaria, oradora, política”, según el razonable sumario de Fernando Curiel (2001: 57) basado en la caracterización que Luis González y González formuló para la Generación de los Científicos, en La ronda de las generaciones (1984: 37-51).

Al cotejar aquellas particularidades con el caso de Manuel Acuña, cabecilla del grupo, es posible observar las coincidencias: el poeta, norteño, había llegado a la capital del país en 1865 con la finalidad de concluir los estudios necesarios para matricularse en la Escuela de Medicina. A partir de su arribo se dejó ver la traza urbana de sus composiciones poéticas, más animadas por el liberalismo ateo de Ignacio Ramírez que por las enseñanzas religiosas que pudo abrevar en Saltillo. Estudiante universitario, de haber vivido más, acaso habría tenido oportunidades en la diplomacia, como Juan de Dios Peza, integrante de la legación mexicana en España; o en la política, como el diputado Francisco G. Cosmes; seguramente habría continuado, por lo menos durante algún tiempo, en la senda periodística, como Agustín F. Cuenca. La suya era una generación intelectual, urbana, clasemediera, universitaria, e incluso posromántica, pues, aunque Acuña fue un célebre representante del Romanticismo, debe recordarse que falleció precisamente cuando la renovación estética se atizbaba en el horizonte lírico, de la mano de su amigo Cuenca (Pacheco, 1999: 31).

Al clasificar las generaciones literarias mexicanas, González y González y Curiel Defossé, colocan a Acuña, Cuenca y Peza, como integrantes de la generación de los Científicos. A su lado sitúan a los personajes erigidos en minoría rectora en el cenit y ocaso del Porfiriato, nacidos alrededor de la década del cincuenta del siglo XIX, cuya aparición en la escena pública ocurrió hacia la década del setenta de la misma centuria; tal es el caso de la Sociedad Nezahualcóyotl, como se recordará. El inventario establecido por don Luis González y González incluye treinta y tres políticos, treinta y nueve intelectuales, siete sacerdotes, diez militares y diez empresarios (1984: 114-116). Entre los intelectuales, destacan Acuña, Cuenca y Peza, según se indicó. Esto resulta significativo para la historia literaria, pues los dos primeros murieron antes de tener tiempo para valorar desde la distancia su trabajo en equipo: Manuel se despidió del mundo brindando con cianuro en 1873, en tanto Agustín sucumbió dolorosamente a la hepatitis en 1884; en consecuencia, ninguno logró hacer el recorrido hasta el cenit y ocaso porfirianos. Peza sí: falleció en 1910, después de haber sido miembro numerario de la Academia Mexicana de la Lengua y haber trabajado como diplomático, diputado y periodista.

Juan de Dios, historiador lírico del grupo, anotó en 1877: “Formo parte, aunque última, de esa falange que tuvo por caudillo a Manuel Acuña” (Peza, 1965: 9). Dos palabras brillan en esa frase: falange y caudillo. La conciencia de formar parte de una colectividad, así como la designación de un líder de la misma, revelan la elección de un itinerario compartido: además de los proyectos personales (ya estéticos, ya políticos), hubo ahí proyectos grupales; a la coincidencia de edades se añadió la convergencia en la búsqueda intelectual. Los propósitos unificadores quedaron registrados con suma claridad en las siguientes líneas:

 

Había por los años de 67 a 68, un grupo de estudiantes pobres, que sin más afán que la conquista de un nombre en la república de las letras, se unían para estudiar y cultivar el divino arte de la poesía. Allí estaban [Manuel] Acuña, [Agustín] Cuenca, Francisco Ortiz, [Pablo] Sandoval, [Francisco] Cosmes, Gerardo M. Silva, [Antonio] Domínguez [Salazar], Rafael Rebollar, Javier Santa María, Alfredo Higareda, Miguel Portillo y otros de los que ahora gozan de justa estimación en nuestros círculos ilustrados. Este grupo formaba la Sociedad Nezahualcóyotl, presidida, cuando yo la conocí, por Ricardo Ramírez, hijo del reputado “Nigromante” [Ignacio Ramírez]. Aquella sociedad estudiosa, entusiasta y juvenil, trataba en sus sesiones, de los más graves asuntos que preocupan a eminentes literatos. Se buscaba la manera de tener literatura propia, de reformar nuestro teatro, de impulsar nuestras publicaciones, de comunicarnos con todos los hombres de letras de la América del Sur, en una palabra, de todo eso que forma la sólida base del progreso literario en un pueblo culto y razonador (Peza, 1965: 27; cursivas mías).

 

Son palabras del antedicho historiador lírico. Es probable que al anotarlas tuviera frente a sus ojos, memorioso, el prólogo de un volumen impreso por don Ignacio Escalante en 1869, con el título Ensayos literarios de la Sociedad Nezahualcóyotl. En el prólogo, suerte de manifiesto firmado en mayo de ese año por “Los miembros” de la Sociedad, se apuntó:

 

Nos atrevemos a presentar al público esta colección de composiciones poéticas y en prosa, demasiado humildes para que puedan ser acreedoras al nombre de piezas literarias. [...] Al darlas a luz, no hacemos otra cosa sino seguir el movimiento general que se verifica hoy en el mundo de las letras: contribuir con nuestro pequeño contingente; agregar nuestro imperceptible grano de arena a la base del suntuosos monumento literario que otros están llamados a construir. [...] Por lo demás, ¿qué deseos ambiciosos pueden tener unos estudiantes que se congregan con el exclusivo objeto de leerse mutuamente composiciones ligeras, fruto de sus ratos de ocio, o de aquellos que pueden robar a sus severas ocupaciones de colegio? ¿Qué aspiraciones innobles han de animar a un grupo de jóvenes que se asocian familiarmente con el fin de derramar el aroma de sus corazones en el seno de una amistad fraternal? (Ensayos, 1869: 3-4)

 

Se trataba de jóvenes nacidos y desarrollados en un clima nacional de guerra continua, librada a veces contra invasores extranjeros y a veces entre las facciones oriundas. Este hecho histórico compartido repercutió en uno de los temas medulares de la obra que pronto iniciarían: la ineludible reconstrucción del país, tras el cese de la guerra y el triunfo liberal. En esas condiciones, concibieron la literatura como un espacio adecuado para dar cuenta de lo esencialmente mexicano, aquello por lo que se había luchado desde la revolución de Independencia. Para lograrlo, encontraron útil aprovechar tanto el teatro como las publicaciones poéticas a manera de vehículos de ideas. Además, el sesgo programático del prólogo incluía la formación de redes con colegas sudamericanos: jóvenes también, radicados en países cuyos movimientos independentistas estaban rindiendo sus frutos en la segunda mitad de la centuria. Todo ello, en nombre del “progreso literario en un pueblo culto y razonador” (Peza, 1965: 27).

Aquella presentación de trabajos poéticos, parapetada tras la retórica de la humildad, fue antecedida por la publicación de algunas composiciones de los miembros del grupo en el periódico La Iberia, dirigido por Anselmo de la Portilla. Pronto se sumó a esas actividades la fundación de El Anáhuac, revista de la Sociedad, que comenzó a circular a mediados de 1869 (“Nuevo periódico”, 1869: 3), prologada por un político liberal y destacado escritor romántico: Manuel Payno (igualmente colaborador de Ensayos literarios). También contaron con el apoyo de Ignacio Ramírez (“mi maestro y el prologuista de mis versos”, detalló uno de los jóvenes), cuyo hijo, según se indicó con anterioridad, presidió alguna vez la Sociedad Nezahualcóyotl (Peza, 1965: 21). Otro estímulo político temprano vino del director del Instituto Científico y Literario de Toluca (alma mater de Altamirano y espacio de trabajo docente de Ignacio Ramírez), el licenciado Felipe Sánchez Solís, quien abrió las puertas de su casa particular para que el grupo celebrara el primer aniversario de su fundación, en abril de 1869. Pero con seguridad fue el padrinazgo de Ignacio Manuel Altamirano, autor de dos composiciones incluidas en Ensayos literarios, lo que fortificó la celebridad de esos discípulos a quienes el abogado guerrerense reconoció como colegas: son “bohemios como nosotros”, escribió (Altamirano, 1979b: 162).

Había en los poderosos mentores la convicción de estar ante un grupo “compuesto en su mayor parte de jóvenes aficionados a las bellas letras”, en quienes vieron “una prueba más del movimiento literario que se está verificando en este país desde hace algunos meses” (“Sociedad literaria”, 1869). Habrá que insistir en que éste era un movimiento protagonizado por ilustres caballeros de letras, “la constelación fulgurante de nuestro cielo literario” (Ensayos, 1869: 4), pero también por jóvenes que se presentaban ante el “público modestamente y sin pretensiones, declarando, por el contrario, que [acogerían] con gusto las advertencias y los consejos de la crítica” (“Bibliografía”, 1869: 3). Así pues, en mayo de 1869 comenzaron a circular bajo el abrigo de un influyente padrinazgo los Ensayos literarios, en el espacio destinado al folletín de La Iberia (“Ensayos”, 1869: 3). Todavía un año después, el libro se ofrecía a un peso con veinticinco centavos en las oficinas del diario (“Libros de venta en el despacho de La Iberia”, 1870: 4).

III. De juaristas a porfiristas: discípulos serenos

Peza confesó con orgullo que Altamirano resultó decisivo, “contribuyendo a popularizarlos en los más altos círculos de los hombres de letras, y prestándoles toda su influencia poderosa cuando les inició en la vida pública”; también admitió la existencia de cierta jerarquía: “todos los jóvenes escritores le llaman maestro” (1965: 21; 1990: 153). En prenda de su amparo, en El Renacimiento (1869), revista mediante la cual tras la guerra se buscó una reconciliación entre liberales y conservadores, el Maestro publicó tres poemas de Acuña y dos de Higareda; en tanto Cuenca, Domínguez y Rebollar, colaboraron respectivamente con uno.

Altamirano descubrió su potencial y los protegió. También les mostró el camino del nacionalismo liberal. Al acercarse el final de la década del sesenta, el Maestro los presentó como una “nueva generación literaria” (2002: 22), y simbólicamente los asoció con el año 1867. La fecha, se comprende, está lejos de ser caprichosa. Corresponde a la caída de Maximiliano y el consiguiente regreso de Benito Juárez a la capital del país para instaurar el Estado republicano: el vínculo entre realidad política y expresión literaria, en el pensamiento estético altamiraniano, resultó ostensible. “La bella literatura tiene fervientes partidarios en la República”, advirtió entusiasta (Altamirano, 2002: 29), observando una renovación de las filas letradas al tiempo que el esquema político se tornaba ideario poético. A un nuevo país, correspondía una nueva forma de entender la literatura.

Hay otro asunto a destacar en la identificación de una cosmovisión compartida por los jóvenes bardos: su abierta simpatía por las ideas laicas de sus remotos inspiradores, los enciclopedistas franceses. Para nadie era sorpresa la militancia de los nuevos escritores y de sus maestros en el partido liberal. Más aún, entre las diversas asociaciones a las cuales pertenecieron, estuvo precisamente la Sociedad de Libres Pensadores [sic] (1870-1871), la cual contó entre sus miembros a Acuña, Altamirano, Cuenca, Joaquín Baranda, Gustavo Baz, Francisco Bulnes, Luis Gonzaga Ortiz, Gustavo Gosdawa barón de Gosthowski, además de Justo y Santiago Sierra (Perales, 2000: 120). Además, resultaron celebres las polémicas desatadas, primero, por los poemas racionalistas de Acuña, tachados de ateos por el periódico La Sociedad Católica; y, después, por la ceremonia luctuosa en honor de ese mismo joven, en diciembre de 1873. En esa ocasión, los redactores de La Voz de México, diario católico, consideraron las exequias “una manifestación política, anti-religiosa-literaria”, e iniciaron una provocadora discusión moral sobre el suicidio de Acuña (Caffarel, 1999: 14). La Generación de 1867, en resumen, incluyó un novedoso y marcado componente anticlerical ya presente en sus maestros.

Aquí es conveniente hacer un alto para destacar tres asuntos. El primero consiste en que la renovación estuvo lejos de ser sólo literaria —hecho demostrado con amplitud por Luis González en La ronda de las generaciones—; el segundo reside en el pacífico traspaso de poder de una generación a otra. José Ortega y Gasset mostró en su momento la existencia de generaciones acumulativas y generaciones revolucionarias; pues bien, en México, los Científicos optaron por lo primero al seguir las enseñanzas éticas y estéticas de sus mentores. Fernando Tola ha indicado con razón que los integrantes de “la propia generación [del Renacimiento] asumen plácidamente el papel de discípulos declarados y rodean de admiración a los maestros” (2005: 218). Por lo demás, resultaría excesivo afirmar con Luis González y González que “se caracterizaron por sus modales de sumisión, por su obediencia ciega a lecciones, usos, costumbres y modas” (1984: 40). Hay que matizar estas palabras, sobre todo si recordamos, entre otros, los nombres de Laureana Wrigth y Laura Méndez; ambas, periodistas aguerridas, precursoras feministas, editoras, poetas, ensayistas, críticas incansables de los usos y costumbres más retrógrados del país. Dicho de otra forma, el tránsito generacional habrá sido sosegado, pero no careció de gratas sorpresas, como la aparición de un gran grupo de escritoras.

El tercer asunto a destacar se relaciona con las denominaciones de la generación que nos ocupa. Los integrantes de la Sociedad Nezahualcóyotl, como se ha advertido, fueron la expresión literaria de la Generación de los Científicos. Ello es patente en poemas positivistas como “Ante un cadáver”, de Manuel Acuña; en la confianza de Laura Méndez y Justo Sierra en la educación como fuerza transformadora; en el volumen El verdadero Bulnes y su falso Juárez (Talleres de Tipografía, Encuadernación y Rayados, 1904), de Francisco G. Cosmes, convertido en historiador durante su madurez. Y los nexos se extienden hasta el terreno de la administración pública, donde Peza y los mencionados Méndez y Sierra trabajaron para el gobierno porfirista. Así, varios de los optimistas muchachos juaristas de la Generación de 1867 se convirtieron, en su etapa madura, en los hombres y mujeres que apuntalaron el gobierno de Porfirio Díaz bajo la pauta “científica”.

IV. El elenco: nacionalistas bohemios y gregarios

En armonía con las ideas sobre la responsabilidad de los letrados con su patria, algunos Científicos practicaron la docencia y el periodismo; otros siguieron el camino de la política, no obstante que esa pléyade “jamás [ejerció] en plenitud el mando político, que sí el económico y el cultural” (González y González, 1984: 46). La abogacía fue, en todo caso, la profesión más favorecida por ellos. Esto se tradujo en la aspiración a puestos en la administración pública: Justo Sierra Méndez fue ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes; José Ives Limantour, ministro de Hacienda; Bernardo Reyes, ministro de Guerra; poetas como Agapito Silva, Manuel M. Flores, Manuel José Othón y narradores como Ireneo Paz, entre tantos otros, fueron diputados. Agustín F. Cuenca fue edil en el ayuntamiento de Orizaba, Veracruz, en tanto José López Portillo y Rojas consiguió la gubernatura de Jalisco, su estado natal.

En líneas anteriores se han mencionado varios nombres para tratar de reconstruir el elenco total de la Generación de 1867. Inicialmente, los referidos por Peza en su comentario de 1877; después, los incorporados por don Luis González en su trabajo revisionista. Pues bien, el elenco total abarca varios círculos, como el correspondiente a la Sociedad Nezahualcóyotl y otros colaboradores de la revista El Renacimiento, o el formado por el equipo de Científicos de José Ives Limantour en el gabinete de Porfirio Díaz. A pesar de pertenecer a esferas sociales y económicas diferentes, hubo entre ellos circunstancias de nacimiento, desarrollo y desenlace, muy similares.

Con todo, si hemos de atender con mayor especificidad el terreno intelectual, será de utilidad echar otro vistazo a la opinión del maestro Altamirano, pionero en la detección de aquél nuevo modo de entender las letras, la política y el país. En el examen que publicó en su “Revista literaria y bibliográfica” en la década de 1880, no se limitó a enlistar a los muchachos que se reunían en el ex Convento de San Jerónimo. En su inventario admitió, desde luego, a Manuel Acuña (ya muerto: “cortó su porvenir por el suicidio que aumentó su celebridad ya grande”), pero también a Ignacio Aguilar y Marocho, Anselmo Alfaro, Gustavo Baz (quien desempeñaba “la secretaría de la Legación Mexicana en Madrid”), Jerónimo Baturoni, Manuel Caballero, Fernando Calderón, Roberto Casellas Rivas, Pedro Castera, Rafael B. de la Colina, Nicanor Contreras Elizalde, Francisco Cosmes, Agustín Cuenca (“consagrado hoy al periodismo”), José de J. Cuevas, Salvador Díaz Mirón, Manuel M. Flores, Francisco Gómez Flores, Manuel Gutiérrez Nájera, J. Hammecken y Mexía, Luis G. Iza, Francisco A. Lerdo, Vicente Morales, José Monroy, Manuel Olaguíbel (“entregado a la judicatura”), Francisco Ortiz, Manuel J. Othón, Ireneo Paz, José Peón Contreras, Manuel Peredo, Juan de Dios Peza, Antonio Plaza (muerto “en la miseria”), José M. Ramírez, Ramón Rodríguez Rivera (cuya musa había “enmudecido ahogada de súbito en el torbellino de las cosas públicas”), José Rosas Moreno, Juan B. Rousset, Javier Santa María, Justo Sierra, Francisco Sosa, Juan Valle, Antonio Zaragoza, Julio Zárate y Rafael de Zayas Enríquez. Obsérvese la cantidad de deserciones (forzosas o no) y sus motivos.

Menos apegado emocionalmente a aquella generación, hacia el final del siglo el jalisciense Manuel Puga y Acal sostuvo que entre 1880 y 1910 podía situarse la etapa de formación de la “verdadera lírica nacional” (1999: 158), la cual, desde su punto de vista, no era precisamente la alimentada por los alumnos de Altamirano. Por lo menos no en una primera instancia. Para ilustrar su dicho, enlistó tres sacerdotes poetas (Joaquín Arcadio Pagaza, Ignacio Montes de Oca y Federico Escobedo), un traductor de líricos latinos (Joaquín D. Casasús), “poetas excelentes” (Manuel José Othón, Laura Méndez de Cuenca y Manuel M. González); finalmente, añadió a personas nacidas entre las décadas de 1850 y 1870: Sierra, Gutiérrez Nájera, López Portillo y Rojas, Díaz Mirón, Antonio Zaragoza, José M. Bustillos, Francisco A. de Icaza, Luis G. Urbina, Adalberto Esteva, José Peón del Valle, Celedonio Junco de la Vega, José I. Novelo, Luis Rosado Vega, Manuel Caballero, Juan B. Delgado, María Enriqueta Camarillo de Pereyra. En otra etapa colocó a José Juan Tablada, Balbino Dávalos, Amado Nervo, Francisco M. de Olaguíbel, Díaz Mirón (en su segunda época), Manuel de la Parra, Enrique González Martínez, Jesús E. Valenzuela y Rafael López. Como se ve, Puga y Acal situó los alcances del proyecto literario nacionalista en terrenos propios de lo que Luis González ha denominado la “centuria azul”: la del Modernismo, la del propio Puga y Acal, quien de esa forma hilvanó su genealogía literaria.

En 1917, otro modernista recordó a “los discípulos de Alamirano”. En su opinión, éstos pertenecieron a dos promociones: la primera sería la de Sierra, Joaquín D. Casasús, Peza, “y muy niño, escolarillo travieso, Manuel Gutiérrez Nájera” (Urbina, 1986: 134); en la segunda anotó a José María Bustillos, Balvino Dávalos, Enrique Fernández Granados, Antonio de la Peña y Reyes, Rafael de Alba y Ángel de Campo. También mencionó, sin lograr situarlos con precisión, a Cuenca, Díaz Mirón y Othón.

Un cotejo de las listas suma alrededor de seis decenas de nombres. Algunos, reiterados por todos; nadie duda de la presencia de Manuel Acuña y de su liderazgo, por ejemplo. Otros están ausentes en la mayoría de los recuentos, pese a ser coetáneos del círculo principal y pese a las múltiples evidencias de sus nexos ideológicos, políticos, laborales, personales y estéticos, tanto con los protagonistas como con sus mentores; tal es el caso de Laura Méndez, de quien Acuña fue compañero sentimental. Los criterios de inserción parecen a momentos más dictados por la amistad (como en Peza) o por el deseo de articular un contexto idóneo para acicalar la autobiografía (como en Puga y Acal), que por la trascendencia de las obras de los escritores a quienes se menciona: muchos de los amigos de Acuña, Cuenca y Peza, jamás alcanzaron el privilegio de aparecer en nuestros libros de historia literaria, pero brillan en la lista del último.

El propio líder de la Generación de 1867 publicó poco entre dos pastas. Hay once poemas y un artículo de su autoría en Ensayos literarios de la Sociedad Nezahualcóyotl (1869), algunos poemas coleccionados en Lira de la juventud por Juan E. Barbero (Imp. de la Bohemia Literaria, 1872), La gloria. Pequeño poema en dos cantos (La Nación, Valle Hnos., impresores, 1873), y una carta-prólogo a la novela de Vicente Morales, Gerardo. Historia de un jugador (Imp. de Ignacio Cumplido, 1874), distribuida poco después del suicidio del vate, cuya poesía fue recogida en un volumen post mortem. Lo mismo ocurió con la de Cuenca, quien sólo alcanzó a ver la edición del folleto Para besarla (Imp. de Ignacio Cumplido, 1875), el drama La cadena de hierro (Orizaba: Imp. G.G. Guapillo, 1881) y Ángela Peralta de Castera. Rasgos biográficos (Valle Hermanos, 1873). Los poemas de los otros muchachos se antologaron en repertorios como El Parnaso Mexicano, serie de cuadernillos donde se publicó algo de Javier Santa María, Agapito Silva, Rafael Rebollar, Alfredo Higareda, Francisco Ortiz, Juan de Dios Peza, Francisco G. Cosmes y, por supuesto, Acuña y Cuenca.

En su mayoría, esos escritores pertenecieron por lo menos a una de las asociaciones que Alicia Perales Ojeda ha denominado “de la corriente literaria del nacionalismo”; a saber: Liceo Mexicano, las veladas literarias de 1867-1868, La Bohemia Literaria, la Sociedad Lateriana, la Nezahualcóyotl, el grupo de El Renacimiento, la Sociedad Católica, la de Libres Pensadores [sic] y la Artístico Industrial, la Academia Nacional de Ciencias y Literatura, la Asociación Dramática, La Estrella del Porvenir, las reuniones en casa de Rosario de la Peña, el Liceo Hidalgo, la Sociedad Científica, Artística y Literaria El Porvenir, la Sociedad Literaria La Concordia, la Sociedad Dramática Alianza, la Academia Mexicana de la Lengua, la Sociedad Artística de Declamación, El Ramillete de Flores, la Sociedad Mutualista de Escritores, La Esperanza, el Liceo del Porvenir, la Sociedad de Escritores Dramáticos Manuel Eduardo de Gorostiza, la Alarcón, la Peón Contreras, la de Escritores, el Círculo Gustavo Adolfo Bécquer, la Sociedad Dramática Carlos Escudero, la Internacional de Ciencias y Literatura, la Juan Díaz Covarrubias, la Dramática Enrique Guasp de Peris, la Luis Zárate, la Juárez, la Literaria Fernando Calderón, la Dramática Mexicana, la Apolo, la Dramática Literaria Julián Romero, las asociaciones Literaria Internacional y de Periodistas, el Ateneo Mexicano de Ciencias y Artes y el Liceo Morelos. En suma, formaron parte de muchos “grupos de coyuntura” (Curiel, 2008: 288), interesados en dar vida a las letras del país cuando éste, por fin, pudo vivir en paz después de décadas de guerra.

V. El desenlace marcado por dos revoluciones

Otra de las peculiaridades de la Generación de 1867 es la temprana desaparición de varios de sus miembros. Ciertamente las ausencias confieren un tono nostálgico a las memorias de Peza, quien evocó una publicación antigua (La lira de la juventud, 1872) y encontró que nueve años después de editada, habían muerto trece de un total de treinta y seis colaboradores, “soñadores muy jóvenes entonces” (Peza, 1990: 140): Acuña, Cuenca, Agustín V. Bonequi, Martín Fernández de Jáuregui, Francisco P. Guzmán, Francisco de A. Lerdo, Severino Mercado, José Negrete, José Vicente Omaña, Ramón Rodríguez Rivera, Manuel María Romero, Santiago Sierra y Rodolfo Talavera. El libro aquel era un cementerio.

Unos murieron y otros “dejaron la lira” o cedieron ante el paulatino “enmudecimiento de la musa”, según expresiones de Altamirano. El periodismo y la política fueron factores decisivos para que los poetas olvidaran sus composiciones entre las amarillentas páginas de revistas, periódicos y libros inaugurales. Jesús E. Valenzuela, desde su posición de miembro de una generación revolucionaria con pretensiones parricidas, lo resumió así:

 

Frustrada la obra de Acuña, muertos Cuenca y Manuel Flores, aislado Díaz Mirón en su roca cercada por las ondas líricas, retirado Justo Sierra a estudios serios y trascendentales, endomingado Juan de Dios Peza en crónicas-romances, dormido Othón en cualquier bosque potosino, en medio de un desastre clásico-romántico-becqueriano, sólo Gutiérrez Nájera, con un instinto artístico incomparable, cultivaba la nueva cepa (Valenzuela, 2001: 117-118).

 

La jubilación (Luis González dixit) llegó a los Científicos de la mano de la estirpe modernista; otro tanto hizo para desvanecerlos la Revolución Mexicana. Precisamente en el emblemático año de 1910 murió Juan de Dios Peza, “un resto de la vieja escuela”, en opinión el miembro de la “generación azul” citado con anterioridad (Valenzuela, 2001: 141). En ese mismo año, Laura Méndez, integrante extraoficial de la Generación de 1867, fue considerada por los ateneístas como una “delegada de otra edad poética” (Reyes, 2000: 206). El cambio generacional era un hecho. La nueva camada reconoció la existencia de la previa al rebatir sus principios fundamentales; positivismo, nacionalismo y otras palabras caras a los muchachos de la Sociedad Nezahualcóyotl, habían perdido vigencia en el nuevo vocabulario de la ciudad letrada.

¿Sus aspiraciones éticas y estéticas se cumplieron en el terreno textual? No del todo, pero queda para otro momento el análisis de esa literatura surgida al abrigo de un optimismo comprensible: era propia de un país que necesitaba definirse y confiaba en sus jóvenes intelectuales para lograrlo.

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Malcolm Lowry en el ocaso del imperio

Nair María Anaya Ferreira

Universidad Nacional Autónoma de México

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Resumen

Este artículo propone una lectura de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, centrada en la importancia de la historia moderna y la presencia del Imperio Británico en la narración del último día de Geoffrey Firmin. Siguiendo la noción de una “lectura contrapuntística” de los textos canónicos ingleses formulada por Edward Said, planteo que al haber nacido en la India, el Cónsul (británico) no logra tener un sentido de pertenencia a la Gran Bretaña, sino que se encuentra en una situación intersticial y liminal que anticipa la ruptura entre una identidad imperial y una identidad nacional, una de las problemáticas mayores abordadas en los estudios teóricos actuales sobre la identidad (especialmente en los estudios poscoloniales). Desde esta perspectiva, el énfasis en situación imperial permite una lectura que rompe con las interpretaciones de México como un “paraíso infernal” que ha perpetuado el estereotipo de nuestro país incluso en estudios críticos sobre el novelista.

 

Palabras clave: Malcolm Lowry ¿escritor poscolonial?, México en la literatura inglesa, análisis del discurso colonial, identidades poscoloniales, modernismo y ocaso del imperio.

 

Abstract

The purpose of this article is to offer a reading of Malcolm Lowry’s Under the Volcano focused on the importance of modern history and the presence of the British Empire in the narration of the last day of Geoffrey Firmin. Following Edward Said’s notion of a “contrapuntal reading” of canonical texts, my view is that being an Anglo-Indian, the (British) Consul lacks a sense of belonging in regard to a British identity. He lives, therefore, both in a interstitial and a liminar situation which anticipates the breaking up between a sense of national identity and a sense of imperial identity, which constitutes, in fact, one of the main subjects in contemporary theoretical studies about identity (especially in Postcolonial Studies). From this point of view, the current interpretation breaks with a very common reading of the novel in which Mexico is just seen as an “infernal paradise”, an image which has perpetuated a degrading stereotype of the country, even in some serious critical studies about the author.

 

Keywords: Malcolm Lowry, postcolonial writer?, Mexico in English Literature, Analysis of colonial discourse, Postcolonial identities, Modernism and the fall of empire.

 

Dentro de la tradición literaria inglesa, Malcolm Lowry (1909-1957) es un autor excéntrico. Si bien su obra cumbre Under the Volcano (Bajo el volcán) (publicada en 1947) quedó incluida como parte de las 100 mejores novelas en inglés del siglo XX, lista publicada por la “Modern Library” (parte del grupo editorial de Random House), es difícil encontrar el nombre de Lowry o de su obra dentro de las historias literarias de la novela inglesa moderna. Ciertamente, no aparece como parte de la controvertida disquisición acerca de las grandes obras de la tradición occidental propuesta por Harold Bloom, quien ni siquiera considera a Lowry como una posibilidad para su “profecía canónica” (Bloom, 1994). La recepción en México, por otra parte, lo ha convertido en un autor de “culto” y sus lectores suelen concentrarse en dos aspectos fundamentales: el alcoholismo de Lowry y su protagonista, y la importancia del escenario mexicano como un paraíso infernal (la combinación, a veces trillada, de una simbología relacionada con la muerte y la violencia, y la imagen de México como un país violento e ingobernable). Este último punto constituye también el lente a través del cual suelen enfocarse los críticos de habla inglesa que exploran la imagen de México en la narrativa de los autores ingleses que vinieron a nuestro país en las primeras décadas del siglo XX: D.H. Lawrence, Graham Greene, Aldous Huxley, Evelyn Waugh y, por supuesto, Lowry (Veitch, 1978; Walker, 1978). Hay una explicación clara para este tipo de lectura, pues el mismo Lowry —en la famosa carta que escribió a su editor Jonathan Cape el 2 de enero de 1946 para defenderse de las acusaciones hechas por el dictaminador y que habían llevado a que la novela no fuera aceptada para ser publicada— dio prioridad a los aspectos simbólicos y alegóricos de la novela, entre los cuales destacaba la función de México como

 

lugar de encuentro [...] de la humanidad misma, pira de Bierce y trampolín de Hart Crane, arena milenaria de conflictos raciales y políticos de toda índole, y donde un colorido y genial pueblo autóctono tiene una religión que podemos describir burdamente como una religión basada en la muerte, al menos tan apropiada como Lancashire o Yorkshire, para situar nuestro drama de la lucha de un hombre entre los poderes de la oscuridad y la luz. Su lejanía con respecto a nosotros, así como la semejanza de sus problemas con los nuestros, contribuirán a su modo, a la tragedia. (Lowry, 1967: 67)

Sin embargo, hay un aspecto que ha sido poco tratado por los críticos y que, en mi opinión, puede ofrecer otras posibilidades de lectura de esta novela magistral. Si tomamos como punto de partida el enfoque “contrapuntístico” que sugiere Edward Said para la lectura e interpretación no sólo de las obras canónicas de la tradición europea, sino incluso del archivo completo de Europa y Estados Unidos, podremos apreciar que, en Bajo el volcán, Lowry no sólo muestra una percepción extraordinaria de las repercusiones del fenómeno de expansión imperial en el mundo moderno sino que, además, tiene una postura radical con relación a dicho fenómeno. Esto resulta paradójico pues, en cierto sentido, Bajo el volcán forma parte del archivo del “discurso colonial”, es decir, de aquellas obras sobre las regiones “exóticas” del planeta que permitían a los europeos establecer una distinción entre “nosotros” y los “otros”. Sin embargo, al mismo tiempo, su posición crítica anticipa algunas de las temáticas que ahora son analizadas por perspectivas crítico-teóricas asociadas con los estudios poscoloniales.

El propósito de este ensayo será analizar la forma en que Lowry elabora un contradiscurso que cuestiona seriamente algunos de los principios ideológicos de su tiempo, en especial el del concepto de “Englishness” (anglicidad) como parte del complejo entramado político y cultural que sustentó el fenómeno de expansión imperial británico. Así, en el caso de Bajo el volcán, la lectura contrapuntística propuesta por Said —es decir, “el esfuerzo por extraer, extender, hacer hincapié y darle voz a lo que está en silencio o sólo presente de forma marginal o representado ideológicamente en [los textos coloniales]... Al leer un texto, [el lector] debe abrirlo tanto a todo lo que el autor le introdujo como a lo que dejó fuera” (Said, 1993 : 66-67)— consiste en analizar la forma en que la expansión imperial británica afecta la vida de los protagonistas y permea el desenvolvimiento de la trama a tal grado que obliga a modificar (o al menos matizar) la trillada interpretación crítica de México como “paraíso infernal”. Mi propuesta es que, si bien el escenario mexicano del Día de Muertos en el periodo cardenista funciona como correlato en la novela, la caída de Geoffrey Firmin se debe a que éste vive las tensiones ocasionadas por el ocaso del imperio, las cuales provocan en él un sentido de enajenación del cual no puede escapar. La primera de estas tensiones, como argumentaré más adelante, surge del hecho de que el “British Consul”, el Cónsul inglés, no es, en realidad inglés, sino anglo-indio, y esto provoca un estado de neurosis —causado por el abandono y la migración forzada— que, en primera instancia, lo hace vivir con una sensación permanente de desarraigo, lo cual, a su vez, lo convierte en un “fracasado” dentro del servicio civil de carrera británico y, finalmente, lo conduce a la muerte.

En cuanto al uso de México como local exótico, al igual que el peregrinar de Lowry por algunos países, como he argumentado con anterioridad (Anaya, 2001), no constituyen hechos extraordinarios, sino que forman parte de una larga tradición británica (y europea) en la que el exotismo contribuyó a acentuar el sentido de pertenencia a la “civilización”, ya fuera con una aceptación acrítica por parte de sus exponentes o bien como medio para cuestionar y relativizar ciertos valores europeos (en especial lo relacionado con la sexualidad y el deseo). Además de la necesidad de encontrar escenarios exóticos, la presencia en México de D. H. Lawrence, Aldous Huxley, Arthur Calder-Marshall, Graham Greene, Evelyn Waugh y Ralph Bates tenía, en todos los casos, un fin ulterior. Lawrence, por ejemplo, estaba en la búsqueda permanente de un sitio ideal donde ubicar su comunidad utópica: Rananim; Huxley quiso seguir los pasos de su mentor, Lawrence; Greene y Waugh tenían la clara consigna de desprestigiar el gobierno de Cárdenas; Bates, al contrario, tenía una postura socialista y vino a México patrocinado por el Partido Comunista; Lowry fue el único que llegó a México por necesidad, buscando, simplemente, un lugar en el que la mesada paterna rindiera más. Desde esta perspectiva, incluso Bradbury, quien considera a Lowry como escritor modernista (Bradbury, 1973), insiste en que su caso es extraordinario, pues su exilio autoimpuesto no fue a las importantes capitales europeas —como en el caso de Joyce, Beckett o Durrell— sino que implicó un transitar azaroso que lo condujo a un país periférico, visto por los europeos en la década de 1930 como “primitivo y exótico” y en el que, para colmo, los intereses comerciales británicos se veían afectados de forma radical. En resumen, a pesar de no ser una colonia inglesa, México constituía una especie de extensión del imperio debido a la influencia ideológico-financiera ejercida desde fines del siglo XIX y este hecho, lo sabemos bien, será central para el desarrollo de la trama en Bajo en volcán. Desde esta perspectiva, el primer párrafo de la novela establece las coordenadas de la expansión imperial con respecto al continente americano y conecta —aunque el lector no lo sabe en ese momento— los lugares de nacimiento y muerte de los protagonistas, Geoffrey Firmin e Yvonne:

 

Dos cadenas montañosas atraviesan la República, aproximadamente de norte a sur, formando entre sí valles y planicies. Ante uno de estos valles, dominado por dos volcanes, se extiende a dos mil metros sobre el nivel del mar, la ciudad de Quauhnáhuac. Queda situada bastante al sur del Trópico de Cáncer; para ser exactos, en el paralelo diecinueve, casi a la misma latitud en que se encuentran, al oeste, en el Pacífico, las islas de Revillagigedo o, mucho más hacia el oeste, el extremo más meridional de Hawaii y, hacia el este, el puerto de Tzucox, en el litoral Atlántico de Yucatán, cerca de la frontera de Honduras Británicas o, mucho más hacia el este en la India, la ciudad de Yuggernaut, en la Bahía de Bengala (Lowry, 1964: 9).

 

Es en relación con este espacio que Lowry establece el contrapunto entre la especificidad del paisaje de Quauhnáhuac (y los hechos concretos acontecidos en el Día de Muertos de 1938) y la aparente opacidad de los otros lugares mencionados, los cuales no sólo encarnarán el pasado de los protagonistas sino que serán simbólicos del fenómeno colonial en general. A lo largo del artículo me propongo explorar la forma en que Lowry otorga un alto nivel de significación a estos lugares como parte de las constantes analepsis que tanto disgustaron al lector de Jonathan Cape. Al no formar parte de la sucesión cronológica de los desencuentros y las desventuras del 2 de noviembre de 1938 y, por tanto, al desviar la atención del escenario mexicano y su simbología, dichas analepsis podrían parecer excesivas, si no fuera porque constituyen los cimientos de la catedral churrigueresca con la que Lowry comparó la estructura de su novela (Lowry, 1967: 88). Por medio de este recurso narrativo, Lowry ofrece vislumbres de la vida de sus protagonistas antes de su llegada a México e incorpora el tema del desarraigo y la ruptura de identidad ocasionada por el fenómeno colonial, con lo cual anticipa una de las grandes preocupaciones de la actualidad. Al explorar, en especial, los conflictos internos de Geoffrey y Hugh Firmin, Lowry parece predecir lo que Gayatri Spivak escribe sobre las identidades poscoloniales y diaspóricas: “empire messes with identity”, es decir, el imperio afecta y arruina la identidad tanto de los colonizados como de los colonizadores (Spivak, 1993: 226). El alcoholismo del Cónsul no es más que la manifestación evidente, la punta del iceberg, de una problemática más profunda. Por un lado, sufre, al igual que Rudyard Kipling y George Orwell, las consecuencias de las tensiones vividas por los hijos de funcionarios británicos: nacen en la India y forman parte de un grupo que, si bien tiene ciertos privilegios, tampoco alcanzan la cima en la escala social. En la India, sienten nostalgia por el hogar (Inglaterra), pero son vistos por la población local como extranjeros y usurpadores. Paradójicamente, el regresar a Inglaterra, se encuentran con que tampoco encajan como ciudadanos británicos, con lo que, como bien demuestra Simon Gikandi en Maps of Englishness, se produce una ruptura entre las nociones de “imperio” y “nación-estado” (Gikandi, 1996). Dicha ruptura es perceptible en las figuras de Geoffrey y Hugh, cuya identidad es, simultáneamente, intersticial y liminar.

En este sentido, es posible afirmar que no es gratuito que Lowry haya creado su obra maestra empleando algunas de las estrategias narrativas del modernismo —no sólo en aspectos formales como la estructura circular de la narración, la multiplicidad de perspectivas, la densidad intertextual (proveniente de fuentes dispares y alejadas entre sí), las constantes rupturas en la temporalidad de la narración, el uso del monólogo interior o bien el énfasis expresionista en la distorsión y lo grotesco— sino especialmente en la recreación de una angustia existencial ocasionada por el deterioro moral del entorno. Comparte así con Joseph Conrad y E. M. Forster, por ejemplo, las características que Said adjudica a la cultura modernista como una respuesta a las presiones que el imperio impuso a la cultura en general; es decir, comparte con algunos de sus contemporáneos el hecho de que sus obras abarcan “desde la experiencia triunfalista del imperialismo hasta los extremos de la autoconciencia, la discontinuidad, la autorreferencialidad y la ironía corrosiva”, que ponen en duda el éxito de la empresa imperial (Said, 1993: 188-189). Mi planteamiento aquí es que Lowry crea un complejo entramado mediante el cual socava los valores imperialistas, en especial, algunas nociones como la importancia y el triunfo de las expediciones misioneras o científicas, la efectividad del colonialismo o, bien, atributos como el valor, la responsabilidad o la templanza (atributos que suelen formar parte de la noción de “Englishness” o “anglicidad”).

La crisis de identidad de Geoffrey y Hugh tiene raíces en una alienación múltiple, que empieza con el hecho de haber nacido en la India, haber quedado huérfanos y haber sido abandonados por el padre, quien “desapareció tan sencilla como escandalosamente. Nadie llegó a saber con precisión en Cachemira, ni en ninguna otra parte, lo que había ocurrido. Un buen día ascendió el Himalaya y se esfumó, dejando en Srinagar a Geoffrey con su hermanastro Hugh —que a la sazón era un niño en brazos...” (Lowry, 1964: 9) La sensación permanente de abandono acompañará a estos personajes a lo largo de su vida. Para Geoffrey, además, se genera un sentido de culpa por no haber cuidado al hermano (hay cerca de diez años de diferencia entre ellos). Pasan por varias familias adoptivas y finalmente quedan separados: Hugh es cuidado por la tía paterna, mientras Geoffrey realiza sus estudios universitarios y empieza a trabajar en el Servicio Diplomático (lo que trunca sus deseo de incorporarse al Servicio Civil de la India). A partir de algunos detalles relacionados con estos episodios, Lowry ofrece una visión más amplia de la identidad fragmentada y autodestructiva de los personajes, que presenciamos en la narración del último día de vida del Cónsul, pero además elabora un contrapunto irónico (en ocasiones satírico) de todo proceso de colonización, incluyendo un asunto que en la actualidad es un tema teórico fundamental en Gran Bretaña: el del desfase de un sentido de pertenencia a un concepto de estado-nación que hasta hace algunas décadas estaba asociado de forma inminente al de una identidad imperial.

Lowry emplea varias estrategias para desarrollar estos temas y vincularlos a la atmósfera trágica que permea toda la trama. Una de ellas es la presentación indirecta de los aspectos biográficos de los personajes, ya sea por medio de los recuerdos de alguien más (por ejemplo, en el primer capítulo, los recuerdos de Laruelle sobre su juventud con el Cónsul, cuando éste acababa de llegar a Inglaterra después de la desaparición de su padre y la muerte de su madrastra) o como parte de las alucinaciones de Geoffrey. Quizá el único caso en que las memorias provienen claramente del personaje ocurre en el capítulo seis, en el que Hugh hace un largo recuento de su vida, sus frustraciones y su sentimiento de fracaso, sobre todo por no haber renunciado a sus ideales. No hay que olvidar que la estrategia narrativa de la novela consiste en un narrador heterodiegético que se introduce a tal grado en la mente de los personajes que en ocasiones (como sucede en el episodio del jardín con el señor Quincey) es casi imposible distinguir, incluso a nivel gramatical, cuándo es el narrador el que relata y cuándo estamos dentro de la mente del protagonista. Aunado a lo anterior, cada capítulo se focaliza primordialmente en uno de los cuatro personajes y es a través de cada uno de ellos que percibimos y conocemos los sentimientos, pensamientos, sensaciones y reacciones del personaje en cuestión y de los demás. En este sentido, la narración de Bajo el volcán pertenece a lo que Dorrit Cohn ha denominado “psiconarración”, y está mediada por un narrador que suele permanecer oculto y se fusiona con facilidad con la conciencia que está narrando (Cohn, 1978: 26). Dicha estrategia permite a Lowry no sólo tener una flexibilidad temporal casi ilimitada (Cohn, 1978: 34) sino que sostiene la compleja estructura temporal y espacial que han señalado algunos críticos: por un lado, la narración mimética de la trama, con un ritmo cronológico claramente establecido y, por otro, el entramado solipsista y simbólico que rompe muchas veces con el flujo temporal (Wood, 1980: 150 y Grace, 1982: 154-155). Las innumerables referencias intertextuales y los motivos recurrentes, además, dan coherencia a la obra en un nivel más profundo pues establecen el tono trágico (con toques de comedia) y grotesco de la novela; construyen las paradojas que giran en torno a la vida y la muerte, pero sobre todo, al cómo vivir; producen la creciente sensación de angustia y opresión vinculada con la situación mundial (la Guerra Civil española, el inicio de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, la inestable situación política y social en México); recrea el ambiente histórico-cultural de México y el mundo (al grado que podemos reconstruir la música popular del momento, incluyendo “Guadalajara” tocada por mariachis, o bien los cromos, calendarios y anuncios tan característicos de nuestro entorno); pero sobre todo, profundiza en la caracterización de los personajes, pues establece una serie de valores ideales (incluso virtudes en el sentido cristiano) de los que los protagonistas están conscientes pero que no logran alcanzar. En conjunto, todo esto contribuye a la ironía punzante con la que Lowry desmitifica las glorias de la expansión imperial y que, en palabras de Peter Nicholls, constituye una de las herramientas primordiales contra la modernidad (2009: 5).

En lo que se refiere a la forma en que Lowry se distancia del imperio me concentraré en el contrapunto que se produce entre las alusiones a la figura de Fausto y el Quijote con las alusiones a Joseph Conrad, en especial a su novela Lord Jim, así como en los motivos temáticos relacionados con historias fallidas de colonización y con exploradores fracasados. El factor subyacente en estos elementos es una noción de idealismo que toma diferentes formas pero que al mismo tiempo es socavado por las acciones de los personajes y por otras referencias históricas y literarias. En un sentido primario, se encuentra como representación del idealismo más elemental de la novela, el amor de Geoffrey e Yvonne que cae junto con las figuras de paja del Quijote cuando, en el capítulo tres, el Cónsul, con toda conciencia, sabe que seguirá bebiendo a pesar de la llegada sorpresiva de su esposa después de un año de ausencia. Dicha decisión llevará a la imposibilidad de comunicación entre la pareja y a su ruptura final (Lowry, 1964: 103). Sin embargo, el tema quijotesco queda como una de las melodías contrapuntísticas para el idealismo desinteresado y altruista de un amor por el próximo que nunca logra concretarse en la novela, y queda no sólo implícito en todas las referencias a la parábola del “Buen Samaritano” (en especial el nombre del barco en el que Geoffrey vivió una experiencia traumática que mencionaré a continuación, y el trágico episodio del capítulo ocho, cuando nadie hace nada por ayudar a un indio recién asesinado), sino que es visto por Hugh como su mayor fracaso. De igual forma, los valores éticos y morales a los que renuncia el Fausto de Christopher Marlowe cuando elige el conocimiento oculto y deja de lado las disciplinas renacentistas, además del pecado de la soberbia y la falta de capacidad para solicitar el perdón divino y alcanzar la redención, anuncian la naturaleza de la caída del Cónsul. Lo que permea entonces es un sentido permanente de culpa que se asocia, por supuesto, con la culpa original y la expulsión del Edén.

Dentro de este marco simbólico, la caracterización del Cónsul (y su complemento, su hermanastro Hugh) parte de una ambigüedad que subyace en toda la trama y que es presentada por Jacques Laruelle (el cineasta francés fracasado) en el primer capítulo, atormenta a Geoffrey a lo largo de la narración y es recordado vagamente por Hugh en el capítulo seis: en su juventud, a bordo de un barco de la marina mercante llamado SS Samaritan, buque “proveniente de Shangai con rumbo a Newcastle y Nueva Gales del Sur, cargado de antinomio y mercurio y wolfran, había seguido una ruta asaz extraña” y, fuera de rumbo, se había topado con un submarino alemán. El Samaritan, aparentemente sin armas, no había opuesto resistencia, pero de súbito “[c]omo por obra de magia, el cordero se convirtió en dragón que escupía fuego. El submarino ni siquiera tuvo tiempo de sumergirse. Capturaron a toda la tripulación”. El capitán murió en el combate y, por alguna razón inexplicable, se consideró que Geoffrey Firmin como el héroe de la operación, por lo que se le otorgó “la Orden o la Cruz Británica por Servicios Distinguidos” (Lowry, 1964: 40). Sin embargo, el episodio siempre quedó con la incógnita de la suerte de los alemanes capturados: “Algo había ocurrido a aquellos oficiales alemanes y lo acontecido no era para relatarse. Los secuestraron —se dijo— los fogoneros del Samaritan, quienes los quemaron vivos en las calderas” (Lowry, 1964: 41). A pesar de que Firmin quedó absuelto por un Consejo de Guerra, el sentimiento de culpa no lo abandona nunca y queda como la gran ambigüedad de la novela: ¿fue responsable o no el Cónsul de dicho acto? En dado caso, ¿este tipo de actos son permitidos en una situación bélica?

De ahí que la alusión a Lord Jim, de Joseph Conrad, desempeñe una función simbólica significativa. En relación con Hugh, con quien está mayormente asociado, funciona de manera paródica: Hugh (que ni siquiera ha leído la novela) realiza el viaje sin incidentes a los Mares del Sur tratando de encontrar el tipo de aventura conradiana. Su vida es tan insignificante que no logra ninguno de sus objetivos (ni tocar guitarra, ni componer, ni volverse periodista serio ni, peor aún, participar solidariamente en la Guerra Civil Española). Vaga por la vida sin responsabilidad, a pesar de tener una postura crítica de izquierda sobre el imperio y la colonización. De hecho, suele perder sus documentos, en especial, el pasaporte (como cuando el Cónsul todavía en un puesto digno en París se lo restituye), lo cual tendrá repercusiones trágicas al final de la novela cuando dichos documentos aparecen en El Farolito en el saco del Cónsul, por lo que Geoffrey es acusado de espía comunista y asesinado arteramente. Por otra parte, en relación con el Cónsul mismo, Lord Jim no sólo incrementa la atmósfera de angustia existencial ocasionada por la traición y la culpa sino que, por medio de los paralelismos entre las acciones de Jim y de Geoffrey, vincula a Lowry con las preocupaciones éticas del mismo Conrad con respecto al imperio. Jim abandona un barco lleno de musulmanes a punto de hundirse. El barco finalmente es rescatado y Jim tiene que vivir con la vergüenza de su cobardía y de haber traicionado el código de los marinos (tema apreciado por Conrad). Decide entonces redimirse y se convierte en una especie de gobernador paternalista de los nativos de Sumatra, hasta que es traicionado por otro europeo y los nativos lo asesinan. Sin embargo, a diferencia de Conrad, de quien mucho se ha escrito acerca de su falta de empatía con esas regiones exóticas y los nativos que las habitan, el Cónsul está tan inmerso en su embriaguez y es, en el fondo, un personaje tan vulnerable, que rompe con esos estereotipos del discurso colonial (los cuales, en la obra mexicana de Lawrence, Greene, Huxley y Waugh eran completamente denigrantes). Si en Conrad el dilema de sus protagonistas tiene que ver con un vacío interno que hace que la vida carezca de sentido, en Lowry, en mi opinión, el dilema se debe a que el Cónsul vive, según lo percibe la ciudad de Quauhnáhuac, en palabras del señor Bustamante: “en continuo terror por su vida” (37) debido “a las fuerzas en el hombre que lo hacen vivir aterrorizado de sí mismo” (Lowry, 1967: 66).

La función del Samaritan, así como de los buques en los que Hugh realiza su larga (y en momentos aburrida) travesía por los Mares del Sur, constituye, ciertamente, una de las actividades principales del imperio: llevar materia prima de las regiones periféricas a las metrópolis. El espacio abierto de mar y tierra queda, así, incautado por las potencias europeas en actos que son descritos, retóricamente, como parte del progreso de la humanidad. Sin embargo, en Bajo el volcán, dicha apropiación se ve socavada de forma constante y ofrece un comentario irónico a la situación vivida en México a lo largo su historia y, específicamente, en 1938. Si el ronquido alcoholizado del Cónsul representa en algún momento, como piensa Hugh “la voz en sordina de Inglaterra sumida en largo sueño” (Lowry, 1964: 111), entonces la situación del Imperio Británico dista mucho de la gloria de la expansión, idealizada discursivamente. El mismo Hugh le comenta a Yvonne un poco después, durante su cabalgata, “[si] las sendas de la fama no llevan sino a la tumba [...] sea España la tumba do nos lleve el renombre de Bretaña” [sic] (Lowry, 1964: 108) [En el original: “If the paths of glory lead but to the grave […] then Spain’s the grave where England’s glory led” (Lowry, 1947: 108)]. Basado en el famoso poema de Thomas Gray, “Elegy written in a Country Churchyard”, en el que el autor del siglo XVIII hace un comentario sobre el destino humano, Hugh muestra su preocupación por las repercusiones políticas de las relaciones y tratados internacionales: durante la Guerra Civil española, Lord Neville Chamberlain, quien en algún momento coqueteó con Hitler, firmó también en 1936 un tratado de no intervención extranjera en España, que afectó a los republicanos y, desde la perspectiva de Hugh condujo a la larga “Batalla del Ebro”, la cual concluyó el 16 de noviembre de 1938 (de ahí el motivo asociado con Hugh en la novela: “Están perdiendo la batalla del Ebro”).

La falta de responsabilidad y ética del imperio es lo que ha convertido al Cónsul en lo que es. Incluso su lugar soñado, en Canadá, donde al parecer es incluso dueño de una isla (en Columbia Británica), es producto de la avaricia capitalista, como piensa Hugh en su conversación con Yvonne, cuando sueñan con escapar de México para librar a Geoffrey de la bebida:

Supongamos que desembarcas en Vancouver, lo cual parece razonable. Hasta allí todo va bien. A McGoff no le importaba mucho el Vancouver actual. Según él, tiene cierto aspecto a la Pago-Pago con mezcla de salchichas y puré de papa y generalmente un ambiente bastante puritano. Todos están profundamente dormidos, pero si picas a alguien, surgen de la madriguera agitando la bandera inglesa. Pero en cierto sentido, nadie vive allí. Es como si todos simplemente estuvieran de paso. Minan el país y se largan. Hacen estallar la tierra en añicos, abaten los árboles y los mandan rodando cuesta abajo por el estuario de Burrard... (Lowry, 1964: 136)

 

Para escapar cualquier sitio de la tierra es apropiado, ya sea porque puede ser colonizado fácilmente o porque forma parte del imperio. Da lo mismo Canadá que Honduras Británicas, Freetown en África Occidental Británica o Trinidad en las Indias Orientales, Tristán da Cunha o la isla de enfrente, Gough, que está deshabitada y la familia Firmin podría colonizarla, o bien Sokotra “que producía incienso y mirra y donde los camellos trepaban como gamuzas... mi isla predilecta en el mar Arábigo” (Lowry, 1964, 134). Lo mismo ocurre con los lugares por los que han transitado Hugh, en su peregrinar sin rumbo, o Geoffrey cuya labor diplomática fue tan mediocre que el Servicio Diplomático lo fue confinando “a cargos consulares cada vez más remotos, hasta que por último le concedieran la sinecura de Quaunáhuac, por tratarse de un puesto en el que existían menores probabilidades de que fuera a causar molestia al Imperio en el que creía tan apasionadamente —cuando menos con parte de su pensamiento, según lo sospechaba Laruelle” (Lowry, 1964: 39).

Las sospechas de Laruelle, como queda de manifiesto a lo largo de la trama, no son del todo acertadas, pues el Cónsul se va tornando cada vez más escéptico acerca de la naturaleza y la función del Imperio. Dicha actitud, sin embargo, no es evidente, sino que aparece de forma encubierta en su embriaguez y sus alucinaciones. El hecho de que el Cónsul mantenga una claridad mental casi visionaria dentro de su dipsomanía es justo uno de los logros de la novela. Además de estar plenamente consciente de lo que ocurre a su alrededor (por ejemplo, del paso del tiempo, a veces incluso de los minutos), su asociación imaginaria con las figuras de exploradores perdidos o misioneros que se quedan a vivir entre los indios subvierte el discurso triunfal del imperialismo. Esto se torna especialmente irónico debido a que las alusiones a estas figuras se inscriben en un tono paródico que socava el ideal que deberían representar. Al mismo tiempo, colocan al Cónsul, de forma permanente, en las fronteras del imperio, como personaje liminal que en realidad es. En uno de los episodios más graciosos de la novela, cuando Geoffrey busca una botella en el jardín de su casa que prácticamente se ha convertido en una selva en la que sólo falta el tigre del pintor Rousseau, Lowry invierte la significación textual de uno de los íconos de la exploración en África, cuando Geoffrey es descubierto por su vecino puritano —“¿El doctor Livingstone, supongo?” (Lowry, 1964: 148)— el estadounidense, nogalero jubilado, señor Quincey, quien representa justo lo contrario de su homónimo decimonónico, el autor de las Confesiones de un comedor de opio. De igual forma, uno de los lugares idílicos con los que sueña es la Isla Franklin, nombrada así por el líder de la mítica y fracasada expedición a través del Polo Norte (y que constituye, curiosamente, una especie de mito fundador de la identidad canadiense actual. Finalmente, en su aparente locura, Geoffrey crea un alter ego que confirma, por un lado, el rechazo a todo proceso de colonización, pero también, por otro, la idea de que las expansiones imperiales de alguna forma se tragan o hacen desaparecer a quienes desean penetrar en territorio desconocido: el reverendo William Blackstone, colono que llegó a Massachussets en la segunda década del siglo XVII y que se prefirió vivir (y desaparecer) entre los indios en lugar de hacerlo con sus congéneres puritanos británicos. Geoffrey recuerda también a su amigo Wilson y su semblante desesperado “cuando con tanta majestad se separó de la Expedición de la Universidad y desapareció, también en pantalones de smoking, en las más recónditas selvas de Oceanía para nunca más volver...” (Lowry, 1964: 142). No hay que olvidar, además, que Yvonne proviene de Hawái, donde el Capitán Cook murió también a manos de los nativos.

Como se puede ver en lo argumentado con anterioridad, Bajo el volcán dista de ser meramente un retrato de México como “paraíso infernal”. Al contrario, podría afirmarse que, dentro del proceso de expansión imperial británico, la construcción de ferrocarriles y la exploración petrolera en México habían convertido a nuestro país en uno de esos lugares periféricos y expoliados que tanto preocupaban a Geoffrey y a Hugh. De ahí que, desde esta perspectiva, sea posible relativizar muchas de las referencias históricas de nuestro país, sucesos sobre los que Lowry tenía una idea bastante clara a pesar de su falta de sobriedad. La primera reflexión crítica sobre el colonialismo europeo proviene de parte del francés Laruelle, cuando pasea por el palacio abandonado que ahora es el Jardín Borda y escucha las voces fantasmales de Maximiliano y Carlota: “Laruelle estaba cansado de pesadillas. Francia, pensó, nunca debió trasladarse a México, ni aun bajo el disfraz de los Austria; Maximiliano fue desafortunado hasta en sus palacios. ¡Pobre diablo!” (Lowry, 1964: 21). Y Geoffrey, entre broma y broma, consciente de los problemas agrarios del país y de la presión de las potencias extranjeras le comenta a un confundido señor Quincey:

 

Sabe, Quincey, a menudo me pregunto si no hay en la antigua leyenda del Jardín del Paraíso, etc., algo más de lo que salta a la vista. ¿Qué tal si Adán no hubiera sido expulsado de aquel lugar? Es decir, en el sentido en el que lo comprendemos [...] ¿Qué tal si su castigo consistiera en realidad —continuó acalorado—, en tener que seguir viviendo allí, solitario, claro está, sufriendo inadvertido, aislado de Dios?... ¿O tal vez —añadió de mejor talante— tal vez Adán fue el primer latifundista, y Dios, de hecho, el primer agrarista, una especie de Cárdenas... ji-ji... lo sacó a patadas? ¿Eh? Sí —y el Cónsul rió entre dientes, consciente, además, de que todo esto no resultaba tan divertido en las actuales circunstancias históricas—, porque es evidente para todo el mundo hoy en día, ¿no lo cree usted así, Quincey? que el pecado original consistió en ser titular de una propiedad... (Lowry, 1964: 149-150)

 

Con Bajo el volcán podemos afirmar que Lowry anticipa lo que Françoise Král denomina “la crisis de la gran narración de identidad, una crisis que ha sacudido los cimientos de la noción de autenticidad” (Kral, 2009: 52) y que es objeto de estudio de mucha de la literatura poscolonial. Andrew John Miller, en cambio, considera que Lowry participa en la “emergencia de una forma de literatura que puede ser descrita no como global ni poscolonial, sino más bien, como postnacional” (Miller, 2004: 4). En cualquier caso, Geoffrey Firmin en su papel de Cónsul Británico no corresponde al Geoffrey Firmin desprotegido y abandonado nacido en la colonia británica de la India y en ese sentido es víctima “del proceso de despersonalización causado por el colonialismo” (Bhabha, 1994: 41). El encontrarse en ese punto intersticial en el que el traslape y el desplazamiento de los ámbitos de diferencia sirven para negocian las experiencias intersubjetivas y colectivas del concepto de nación (Bhabha, 1994: 4), Lowry caracteriza un personaje que sólo puede ser construido a partir de la otredad, en un contexto que no es imperial ni británico, lo cual le impide tener cualquier tipo de amarre que lo vincule a una identidad “auténtica.”

Como Cónsul Británico, se identifica, de forma un tanto mimetizada y simulada, con la caricatura de inglés que se acerca a rescatarlo cuando cae o, en palabras del narrador: “...repentinamente, la calle de Nicaragua se alzó para encontrarlo” (Lowry, 1964: 89). Al oír una “voz inglesa «muy británica» [que] surgió […] de detrás del volante […] de un coche muy bajo que, susurrante, se detuvo a su lado: un M. G. Magma, o algo por el estilo”, Lowry identifica la corbata del sujeto que pretende ayudarlo, con el sello distintivo de algún colegio de la Universidad de Cambridge (lo cual construye no sólo un lazo identitario de egresados de dicha universidad, sino una noción de clase y de pertenencia a un grupo privilegiado que pervive hasta nuestros días) y para su sorpresa “se percató de que su propia voz se volvía involuntariamente un poco más «británica»” (Lowry, 1964: 91-92). Al mismo tiempo, sin embargo, comparte algunos aspectos con su hermanastro Hugh de que el sentido de “Englishness” es una especie de farsa, que resume su propio fracaso: “uno es sentimental, enredoso, realista, soñador, cobarde, hipócrita, héroe, en suma inglés, incapaz de seguir las propias metáforas [de dicha identidad]” (Lowry, 1964: 202). Sabe también que en México, en ese momento histórico, es un extranjero en un país extranjero, pero gracias a la expansión imperial siempre existe la posibilidad de encontrar a otro inglés en el mismo lugar.

Sin embargo, como Geoffrey Firmin, despojado de su papel oficial, el protagonista nunca puede olvidar su país natal y los vínculos afectivos que lo unen a él. Es un hecho notable (y, sorprendentemente, ignorado por los críticos), que una gran parte de las descripciones del paisaje mexicano establecen una analogía con el paisaje de la India, y que, además, los cuadros pintados por la mamá de escenas de Cachemira forman parte de la decoración de su casa. Así, por ejemplo, en la alucinación previa al encuentro con el conductor inglés, en la calle Nicaragua, alusión en la que habla con Hugh, recuerda que “desde que nuestro Padre inició solo el ascenso de los Alpes Blancos y nunca regresó (aunque el caso fue que se trataba del Himalaya y, con más frecuencia de lo que quisiera, pienso que estos volcanes [Popocatépetl e Iztaccíhuatl] me lo recuerdan al igual que este valle me recuerda el Valle del Indo así como aquellos viejos árboles de Taxco con sus turbantes me recuerdan a Srinigar, y como Xochimilco [...] de todos los lugares que vi cuando primero llegué aquí me recordó aquellas casas flotantes en el Shalimar...” (Lowry, 1964: 89). O bien, los jardines Borda le recuerdan al maravilloso jardín mogul de Nishat Bagh, cuyo significado es “jardín de la alegría o del deleite”. Y durante la corrida de toros en Tomalín, cuando ya prácticamente se ha roto la comunicación con Yvonne y Hugh, él piensa sobre dioses védicos, el parecido entre el soma y el mezcal, la llegada de Alejandro Magno a Taxila (cuya pronunciación le recuerda a Tlaxcala) y, para terminar, cómo Cristo llegó a Cachemira y murió allá, en Srinagar. (Lowry, 1964: 333-334). Dentro de las coincidencias que tanto gustaban a Lowry, no deja de ser irónico, dentro de lo grotesco del ambiente de El Farolito, que mientras tiene el acto sexual fallido con la prostituta María, se percata de que hay una historia en español de la India Británica. La última analogía surge ya en el delirio del último suspiro cuando al darse cuenta de que le dispararon y que está teniendo una muerte poco digna, el Himalaya se funde con el Popocatépetl y el Cónsul alcanza una redención momentánea, antes de que alguien tire tras él un perro muerto a la barranca.

Bajo el volcán es, entonces, un libro que está empapado en la historia de la expansión imperial británica y, como tal, permite no sólo una lectura divergente de la imagen estereotípica de México como “paraíso infernal”, sino una apreciación mayor y más profunda de la complejidad textual y temática de esta obra cumbre de mediados del siglo XX. Al mostrar el vasto alcance del Imperio Británico y al subvertir algunos de sus atributos distintivos, como el culto a la aventura y la masculinidad, el motivo de la luz de la civilización, el heroismo moral, la actitud puritana ante el trabajo, la educación elitista en Oxbridge, y el imperio como un espacio que puede ser poseído, representado y convertido en una leyenda vivida y viviente, Lowry trasciende muchas de las actitudes no sólo de Joseph Conrad (que escribía a principios de siglo) sino también de sus contemporáneos que visitaron México y no pudieron escapar de una visión completamente eurocéntrica y racista.

Mediante la caracterización de Geoffrey (y de su contrapunto) Hugh Firmin, ofrece una conmovedora reflexión sobre las consecuencias de la dominación imperial y la falta de responsabilidad de las grandes potencias sobre sus actos. En resumen y citando las últimas palabras que Geoffrey le dirige a Yvonne y Hugh antes de separarse de ellos para dirigirse a su propia muerte:

 

Hace no mucho tiempo fue la pobrecita e indefensa Etiopía. Antes de eso, la pobrecita e indefensa Flandes. Por no decir nada, claro, del pobrecito e indefenso Congo Belga. Y mañana será la pobrecita e indefensa Latvia. O Finlandia. O la fregada. O hasta Rusia. Lee la historia. Vuelve mil años atrás. ¿De qué sirve intervenir en su curso inservible y estúpido? Semejante a una barranca atestada de desechos que serpea a través de las edades y desaparece en ... ¡Por Dios!, ¿qué tiene que ver toda la heroica resistencia que ofrecen pobres naciones pequeñas e indefensas que, en primer lugar, se han vuelto indefensas por alguna razón criminal y bien calculada... con la supervivencia del espíritu humano. Nada de nada. Menos que nada. Países, civilizaciones, imperios, grandes hordas perecen sin razón alguna, y su alma y significado perecen junto con ellos para que algún anciano del que quizás nunca hayas oído hablar y que nunca oyó hablar de ellos, que se derrite en Tombuctú y comprueba la existencia del correlativo matemático del ignoratio elenchi con instrumentos anticuados, pueda sobrevivir.

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Who’s loved in Beloved?

Lilia Irlanda Villegas Salas

Universidad Veracruzana

 

 

 

 

 

Resumen

En este ensayo se analiza el sustrato literario bíblico de Beloved (1987), de Toni Morrison, que desde el diseño paratextual permite realizar nuevas interpretaciones históricas y contemporáneas sobre el lugar del pueblo afroamericano dentro de la cultura estadounidense. Mediante una lectura detallada y hermenéutica de la novela, el tratamiento literario de la esclavitud en Estados Unidos se resignifica, poniendo énfasis en las crisis éticas que conllevan reposicionamientos comunitarios.

 

Palabras clave: literatura estadounidense siglo XX, Toni Morrison, slave narrative, influencia de la literatura bíblica, hermenéutica.

 

Abstract

In this essay the literary biblical substratum of Beloved (1987), by Toni Morrison, present even from the very paratextual design is analized. This analysis allows the proposal of new historical and contemporary interpretations in regards to the position of Afro-Americans within American culture. Through a close reading and hermeneutics of this novel, the literary treatment of slavery in the United States is given a new significance, underlying some ethical crises that imply the reconfiguration of communities.

 

Keywords: 20th century, American Literature, Toni Morrison, Slave narrative, Biblical literature influence, Hermeneutics.

Most of the books that I have written have been questions that I can’t answer.

 

Toni Morrison

En 1987, Toni Morrison (Premio Nobel 1993), publicó la controvertida novela Beloved; su recepción cayó en los extremos: hubo para quienes no constituyó más que un listado de las peores “atrocidades” consignadas en un libro “tendencioso”, mientras que otros la consideraron de suma belleza, emblemática del pueblo afroamericano, tanto así que incluso la postularon para dos de los premios estadounidenses de mayor prestigio: el National Book Award y el National Book Critics Circle Award (que no obtuvo). ¿Pero qué o quién es Beloved? Desde luego, es el personaje epónimo y, dado que Beloved funciona como nombre propio, quizás esa sea la razón por la cual su traductora a nuestra lengua, Iris Menéndez, decidió dejar el título tal cual.

Sin embargo, casi no se ha estudiado el fondo (y, por ende, el impacto) de la elección autoral de este título, lo cual me propuse realizar en este ensayo. Si de por sí la obra morrisoniana está llena de ecos bíblicos, el título de esta novela en particular está estrechamente relacionado con la cultura hebraica y neotestamentaria. No es sólo un eco: es la construcción total de su sentido, en perfecto vínculo con una lectura que hace esta autora de la esclavitud en Norteamérica.

De acuerdo con el Libro de Oseas (6: 6), la misericordia le es más grata a Dios que los sacrificios. En Beloved hay un rito sacrificial: hay una madre que ofrenda a su hija para que ésta pueda gozar de libertad. Sin temor a equivocarme, es factible señalar que las crisis éticas de Beloved constituyen actos sacrificiales. No hay creación sin sacrificio y sacrificar lo que se estima equivale a autosacrificarse. Si bien hay una pérdida sustancial, irrevocable y penosamente dolorosa, también es cierto que el sacrificio permite obtener energía espiritual proporcional a la importancia de lo perdido. Las madres sacrificadoras de esta novela (Sethe y Baby Suggs), inscritas en el contexto esclavista, buscan contrarrestar la crueldad y la maldad inherentes al sistema productivo a través de la energía espiritual positiva del autosacrificio.

Se trata de una operación aritmética de intercambio en el que uno de los factores es la esclavitud y el otro es la libertad (aunque sólo sea relativa o meramente una posibilidad). En Beloved se ofrece la vida de la pequeña niña a fin de que no sufra en carne propia la esclavitud. La ofrenda es involuntaria, hasta cierto punto; diríase más bien que es obligada por las circunstancias. Es fruto de una decisión ética y siguiendo a Pierre Michel Klein, constituye actos de valor (con conocimiento de causa) por parte de la madre, quien actúa a pesar de sí misma y va “en contra del orden de las cosas”: “El valor, virtud inaugural: lo que hay que hacer no se da por sí solo, sino que proviene de nosotros mismos, es algo que instauramos cuando sin nuestra intervención las cosas sólo marcharían por «la fuerza de las circunstancia»”.

El título de la novela se desprende de la cita bíblica localizada en Romanos 9: 25, que se nos da a conocer a manera de epígrafe de la novela: “I will call them my people, / which were not my people; / and her beloved, / which was not beloved”. Está concatenado con la dedicatoria: “Sixty Million and more”. Ambos elementos funcionan como apertura de la novela y son lo suficientemente misteriosos y ambiguos como para provocar nuestra indagación.

La epístola de San Pablo a los Romanos fue escrita aproximadamente hacia el año 57-58 d. C., y su propósito central es explicar cuál es la posición del pueblo hebreo y por qué se ha hecho extensiva la promesa de salvación a todo el mundo. Si hasta antes de Cristo se creía que ésta era exclusiva de los judíos, el apóstol describe cómo, únicamente por medio de la gracia divina, la salvación puede alcanzar a los gentiles. Más aún, en este texto se ahonda en la vida pecaminosa de los judíos como pueblo y se expone que el ser judío, es decir, miembro del pueblo elegido, no es garantía, en absoluto, de que se obtenga la salvación eterna.

En consecuencia, la trama de Beloved se representa en modo alegórico como la extensión del evangelio a un pueblo distinto al elegido (estos sucesos son neotestamentarios). La ecuación es compleja: los blancos se erigen como pares de los judíos, en tanto que los afroamericanos corresponden a los gentiles. Aquí exploraré la posibilidad de establecer dichas equivalencias.

El epígrafe elegido por Morrison sintetiza, precisamente, la aparente contradicción que, a primera vista, sugeriría un rompimiento con la antigua alianza pero que, en realidad, no es más que el desarrollo del plan divino de salvación. Resulta interesante que el epígrafe haya sido extraído del capítulo 9 de Romanos, en el cual se discurre sobre la descendencia de Abraham y se trae a colación la elección de Dios que favorece a Jacob sobre Esaú. En el Antiguo Testamento Jacob prevaleció, por la gracia de Dios, como padre del pueblo elegido pese a que legalmente a él no le correspondía ese derecho por no haber sido el primogénito. En ese capítulo se expone cómo los descendientes de Jacob han ido perdiendo el derecho a la salvación por su comportamiento pecaminoso y cómo los descendientes de Esaú, los no elegidos, pueden alcanzarla. Sin embargo, tras la elección de unos y otros para la salvación sólo subyace un factor: la gracia divina.

En Beloved se expone que los no elegidos, los gentiles, es decir, los esclavos provenientes de África y los esclavos nacidos en América, sí pueden ser los elegidos. Recuérdese que uno de los principales argumentos para justificar la instauración de la esclavitud en América, en el siglo XVII para ser exactos, fue que podía esclavizarse a todo aquel que no fuera cristiano, sobre todo, aquellos provenientes de regiones paganas como África. Fue así como en 1705 se instauraron las leyes para esclavos (Slave Codes of 1705) en Virginia, a fin de regular la creciente población esclavista. En este código se definía como esclavos a: “all servants imported and brought into the country […] who were not Christians in their countries”.

Puede afirmarse que la salvación por la gracia está íntimamente ligada a la misericordia divina. En el mismo capítulo de Romanos, en el versículo 15, se expone esta idea mediante el uso de la palabra mercy: “For he saith to Moses, I will have mercy on whom I will have mercy, and I will have compassion on whom I will have compassion” (cursivas mías). La voz le pertenece a Dios. Respecto a este versículo comenta Juan Calvino: “Así […] apela a la respuesta dada por Dios a Moisés cuando éste le suplicaba por la salvación de todo el pueblo. […] De esta forma, Dios declara que no está en deuda con nadie y que todo el bien por Él hecho en pro de la humanidad procede únicamente de su amor y liberalidad gratuita”.

La redundancia sirve para enfatizar la soberanía divina y esclarecer la pequeñez del ser humano ante su creador, así como el hecho de que por ser nada más que una creación suya, el ser humano debe total obediencia a Dios y ello implica el no cuestionamiento de sus elecciones.

En contraste con la isotopía de la redundancia, que sirve para asegurar la homogeneidad semántica del carácter de la voluntad divina, el versículo 25 (cuya voz también pertenece a Dios) seleccionado como epígrafe “[…] I will call them my people, which were not my people; and her beloved, which was not beloved” presenta, en primer lugar, una relación de “contrariedad” que implica, semánticamente hablando, una reciprocidad entre los contrarios; dicha reciprocidad se aprecia también en la estructura de espejo que se refleja en la sintaxis paralela. Pero también presenta, en segundo término, una “contradefinición”
porque se afecta la lógica del discurso en una línea progresiva a la inversa, al utilizar el tiempo verbal futuro frente al pasado simple (I will call / were). Los pronombres them y her cumplen la función de objeto directo del verbo will call. Además, se rectifica sustituyendo y amplificando la expresión inicial; de este modo, la pareja not my people / not beloved se convierte en my people / beloved. En este juego de pares el adjetivo posesivo my alude claramente a Dios como poseedor, esto es, al pueblo elegido, pero no tiene un correspondiente en su frase espejo. ¿A quién aluden, sin embargo, los pronombres them y her objeto directo de will call, en la primera parte de las oraciones espejo? Y, sobre todo, ¿de dónde procede el carácter femenino del pronombre her? ¿De dónde proviene, además, el carácter femenino de beloved que sí es perceptible en las versiones castellanas (i.e. “Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo; y amada mía a la que no es mi amada”), en la segunda parte de las oraciones espejo? Analicémoslo.

En realidad, Morrison no usa el versículo completo que, a la letra, dice: “As he saith also in O’see” seguido de lo que la autora elige como epígrafe, de modo que lo que está ausente en el epígrafe morrisoniano es la voz de San Pablo enmarcando la cita de las palabras divinas que hará enseguida. Es de esa fuente de donde proviene el pronombre her. La intertextualidad se complejiza, remitiéndonos ahora al Antiguo Testamento, exactamente al libro del profeta Oseas, uno entre los cuales se discute el concepto bíblico mercy. La referencia no es poco relevante dado que San Pablo se vale de ella para demostrar que la inserción de los paganos en el plan de salvación estaba prevista desde el antiguo pacto. La cita exacta corresponde a Oseas 2: 23:And I will sow her unto me in the earth; and I will have mercy upon her that had not obtained mercy; and I will say to them which were not my people, Thou art my people; and they shall say, Thou art my God” (cursivas mías).

Nos es obligado revisar el libro completo a fin de comprender cuáles son los referentes de los dos pronombres her en este versículo en particular, con el propósito de establecer su relación con la Epístola a los Romanos. En este libro profético, Oseas, a instancias divinas, adopta (se cree que tanto literalmente como en sentido figurado) el papel de esposo de una mujer adúltera de nombre Gomer —quien representa la infidelidad de Israel—, que tras ser repudiada será, finalmente, purificada y restaurada. Con esa mujer Oseas tiene tres hijos: Jezreel (el varón primogénito, cuyo nombre significa ‘Dios dispersa’), Ruhama (de sexo femenino, cuyo nombre significa ‘compadecida’ o ‘amada’) y Ammi (otro varón, cuyo nombre significa ‘pueblo mío’). Cuando nacen estos dos últimos, Dios le ordena a Oseas anteponer a sus nombres la partícula Lo- que indica la negación de sus atributos, en razón de lo cual, por provenir de mujer adúltera, al nacer son repudiados: así, Lo-ruhama es la “no compadecida” y Lo-ammi es el “no pueblo mío” (1: 1-9).

No obstante, Dios bendice a Israel reiterándole la promesa hecha a los patriarcas: “Yet the number of the children of Israel shall be as the sand of the sea, which cannot be measured nor numbered; and it shall come to pass, that in the place where it was said unto them, Ye are not my people, there it shall be said unto them, Ye are the sons of the living God” (King James, Oseas 1: 10). Este versículo profético donde se anuncia a manera de prefiguración la gracia de Cristo como Dios viviente es de nuestro interés porque en él se conjugan el eco del sueño de Jacob (que tiene resonancias —inversas— en A Mercy (Morrison, 2008)) y la promesa a los gentiles (que tiene resonancias en el pueblo afroamericano de Beloved). Gracias a la bendición de Dios, también es retirada de los nombres de los hijos de Oseas el prefijo negativo Lo-, transformándose, así, Jezreel en gran jefe de Israel (1: 11), y sus hermanos pasan de ser simplemente dos individuos a ser “pueblos míos” y “compadecidas”, esto es, se multiplican conforme a esa promesa de expansión del linaje (2: 1).

La voz que habla en 2: 23 corresponde a Jehová, quien instruye a Oseas. La versión Reina-Valera nos da en nuestra lengua la siguiente equivalencia de este versículo que nos es de suma utilidad para entender el pronombre her, objeto directo de will call en el epígrafe de la novela: “Y la sembraré para mí en la tierra, y tendré misericordia de Lo-ruhama; y diré a Lo-ammi: Tú eres pueblo mío, y él dirá: Dios mío”. Al comparar la versión Reina-Valera con la versión King James obtenemos como equivalente del pronombre her (“I will have mercy upon her”) el nombre propio Lo-ruhama. Her en Romanos 9: 25 (y, por lo tanto, en el epígrafe de Morrison) es Lo-ruhama, la no-compadecida, la no-amada, la hija de Oseas y Gomer, la infiel que es redimida a través del amor de Dios. Ahora queda claro también por qué beloved se traduce a nuestra lengua como un sustantivo femenino, lo cual es de particular utilidad para la creación del personaje morrisoniano.

Ahora bien, ¿a qué obedecen la oposición (contrariedad) y la corrección (contradefinición) que afectan la lógica semántica de Romanos 9: 25? De acuerdo con Calvino, al llegar a este punto de la epístola pueden deducirse dos consecuencias: 1) que “la gracia de Dios no está reservada al pueblo judío, pudiendo extenderse a otras naciones y hasta a todo el mundo” y 2) “que no está relacionada con los judíos hasta el punto de que quienes sean hijos de Abrahán […], según la carne, la disfruten sin excepción”.

Los “no-amados” son, según el reformista, “aquellos hacia quienes Dios muestra su ira, más que su elección”.
Y continúa:

 

En cuanto al nombre femenino: a la no amada, tenemos que entenderlo como una continuación del texto profético, ya que el Profeta dice anteriormente que una hija había nacido llamada por sobrenombre No-Amada para que bajo ese nombre el pueblo se reconociera como odiado por Dios. Ahora, como el rechazamiento ha sido causa de este odio, el Profeta demuestra que el comienzo del amor divino se manifiesta cuando Dios adopta a quienes durante algún tiempo fueron extranjeros.

 

Es posible esgrimir, en consecuencia, que alegóricamente, en Beloved, los blancos corresponden a los judíos que han pecado y que, por lo tanto, están expuestos a perder el Reino de Dios, en tanto que los afroamericanos constituyen ese pueblo que un día fue repudiado, por provenir de la impureza (marcada en Oseas, por la infidelidad conyugal, en el nivel literal que se convertirá en el Nuevo Testamento en todo elemento extranjero y que, en el nuevo contexto morrisoniano se relaciona con la raza negra) y el rompimiento de las leyes (el matrimonio de un profeta con una prostituta, en Oseas, y en el nuevo contexto tal vez como víctimas de las leyes injustas) pero que, a raíz de la Nueva Alianza, gracias al amor de Cristo es ahora aceptado en dicho Reino.

Ruhama y Ammi son la pareja implícita en el epígrafe. Si bien Morrison le da prioridad a la parte femenina de esa pareja (al hacer que su protagonista sea una niña-mujer), revelando un certero conocimiento de las fuentes bíblicas, también es cierto que le es útil la parte masculina del binomio en tanto implica la existencia de un pueblo entero así como para subrayar el carácter comunitario de los afroamericanos. Dada la pluralización de “pueblos míos” y “compadecidas” (o “amadas”) que se da ya desde el libro de Oseas (2: 1), no sólo en el epígrafe, sino también en el mismo título de la novela de Morrison, se alude a más de una persona: Beloved es la protagonista de la trama pero es también el pueblo afroamericano todo. En el epígrafe quedan integrados, por lo tanto, un elemento femenino, en su tipología individual (beloved), y un elemento masculino, en su tipología colectiva y en su carácter de elegido (my people), como puede afirmarse luego de haber rastreado sus raíces, si bien no hay género en los sustantivos en lengua inglesa. Por si fuera poco, queda integrado el elemento primordial que es descrito en su relación con ambos: Dios (I, pronombre en primera persona singular).

Resulta interesante observar cómo sigue su desarrollo el versículo elegido como epígrafe en la fuente original. Romanos 9: 26 dice, en la Biblia de Jerusalén: “Y en el lugar mismo en que se les dijo: No sois mi pueblo, serán llamados: Hijos de Dios vivo”. Esta cita es importante porque aparece Jehová como un eco de la antigua alianza y como Dios-Padre, pero también ya Jesucristo en tanto Dios-Hijo, Dios vivo. Es Él quien viene a resarcir en el Nuevo Pacto a este pueblo que había sido repudiado. Ahora bien, Morrison dedica su libro a “Sixty Million and more” que, de acuerdo con varios críticos y según la propia Morrison, se refiere a los más de sesenta millones de africanos que murieron durante el Middle Passage. Entonces, es posible deducir que así como en el Nuevo Testamento se busca resarcir la posición de pueblos extranjeros que habían sido repudiados, Morrison busca resarcir la posición de los africanos en el sitio mismo donde han sufrido estas vejaciones, es decir, en el contexto estadounidense, rindiéndoles un homenaje a través de su novela. Si históricamente, Dios-Hijo, redime al pueblo rechazado mediante Su gracia, Morrison busca, literariamente, resarcir el lugar que han ocupado los afroamericanos.

El nombre Beloved, proveniente de Romanos 9: 25, se une, mediante este homenaje, al nombre inscrito en la tumba de la pequeña niña de dos años, asesinada por la madre, que ni siquiera alcanzó a poseer un nombre completo. Beloved es también, en la oratoria ritual, la frase de apertura para referirse a la congregación en sacramentos especiales tales como bodas o sepelios. En la primera oportunidad que Sethe tiene de honrar a su hija, se esmera por grabar la lápida de su tumba y se le ocurre que quisiera repetir lo que el pastor ha enunciado durante el sepelio: beloved precedido, quizá, de la palabra dearly. Resalta aquí la importancia de la palabra escrita que tiene que serlo para poder perdurar. La única manera en que puede lograrlo es intercambiando algunos minutos de sexo con el sepulturero por determinado número de letras a grabar sobre la lápida. Nótese el proceso de intercambio de bienes y cómo el cuerpo de Sethe, pese a no ser ya el de una esclava, es convertido en objeto de intercambio una vez más; si bien lo hace, hasta cierto punto, por voluntad propia. Sin embargo, las condiciones extremas la ubican, otra vez, en el centro de una situación ética complicada donde la elección reprobable de pagar con su cuerpo, contra su propio deseo; este “bien”, pierde magnitud ante la relevancia de rendirle homenaje a su hija muerta. Su repulsión ética hacia este acto la obliga a detenerlo a los pocos minutos y de ello se arrepentirá tiempo después, cuando desee con todo su corazón haber aguantado un poco más para lograr escribir la otra palabra: dearly. Por un lado, la niña es “amada” pero, por el otro, el adjetivo Beloved permite la inclusión no sólo de la hija de Sethe sino de todos aquellos afroamericanos acaecidos durante el Middle Passage. La tumba de la pequeña adquiere dimensiones simbólicas. Es el retorno a la tierra, es la matriz femenina, es también cada uno de los barcos que transportaron esclavos entre los siglos XVII y XIX.

Ahora bien, si en Beloved se alude al pueblo elegido, ¿quiénes conforman dicho pueblo? Las resonancias bíblicas de los textos morrisonianos parecen apuntar hacia una dirección: los blancos puritanos tuvieron alguna vez en sus manos la promesa de ser el pueblo elegido (como puede deducirse a partir de su novela A Mercy), pero la desperdiciaron a través del uso de su libre albedrío, enceguecido por la búsqueda del bienestar individual basado en la explotación de otros. En la historia de los Estados Unidos los descendientes de africanos han sido explotados, vilipendiados y rechazados, mas el paso del tiempo ha ido resarciendo su posición en más de una arena: la económica, la social, la política, la cultural y la religiosa. En el ámbito literario, no cabe duda, Morrison ha fungido como una figura de primordial relevancia para reposicionar al pueblo afroamericano en un primer plano de los Estados Unidos.

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_____, 2009,Una bendición, Jordi Fibla (trad.), Barcelona, Lumen.

 

México y el surrealismo:

la dimensión etnográfica

Inés Ferrero Cándenas

Universidad de Guanajuato

 

 

 

 

 

 

Resumen

Este ensayo aborda un aspecto concreto del diálogo entre México y el Surrealismo: su dimensión etnográfica. En este contexto, quisiera explorar la forma en la que las fuentes no occidentales fueron tratadas por los pensadores y artistas vinculados al surrealismo en sus diferentes fases y etapas. Centrándome específicamente en las fuentes mexicanas, reflexionaré sobre como el contacto etnográfico que el surrealismo tuvo con las culturas prehispánicas, condujo o no a una reestructuración crítica de la otredad y del mal llamado primitivismo entre las vanguardias europeas.

 

Palabras clave: México y surrealismo, diálogo transatlántico, etnografía, arte mexicano, surrealismo etnográfico.

 

Abstract

This study explores one specific aspect of the relationship between Mexico and Surrealism: its ethnographic dimension. Within this context, I would like to explore the ways in which non-western sources were treated by artists and thinkers linked to surrealism in its different phases. Focusing particularly in Mexico, I will consider the ways in which anthropological contact with prehispanic cultures led to a critical reconstruction of otherness and the so called primitivism between European avant-garde.

 

Keywords: Mexico and Surrealism, Transatlantic dialogue, Mexican Art, Ethnographic Surrealism.

 

La presencia de escritores y artistas Hispanoamericanos en la Europa de los años treinta y cuarenta, su contacto con las vanguardias y en especial con el surrealismo, se han convertido en objeto de numerosos estudios. Desde la gran exposición surrealista que se llevó a cabo en la Ciudad de México en 1940 hasta hoy día, este vaso comunicante sigue dando de qué hablar. Algunos de los primeros estudios en el área pertenecen a Juan Larrea, quien en 1944 publica El surrealismo entre viejo y nuevo mundo y en 1967, Del Surrealismo a Machu Picchu. Entre otros estudios pioneros se encuentran el libro de Ida Prampolini, El surrealismo y el arte fantástico de México (1969), y el de Luis Mario Schneider, de 1978, México y el Surrealismo. Mucho más recientes, 2003, son los dos volúmenes dedicados a la “transfusión creativa” y a los “visitantes fugaces” en la colección de Artes de México coordinados por Lourdes Andrade. Pero no es tal cual la relación entre México y el Surrealismo el objeto de este ensayo. Quiero decir que es sólo un aspecto muy particular de esta relación el que me interesa explorar. A saber: su dimensión etnográfica. A pesar de la abundancia de material crítico sobre el surrealismo en las Américas, también es justo decir que el aspecto etnográfico no ha sido tan explotado, al menos no en México. Si bien existen estudios recientes en habla hispana que abordan esta vertiente de estudio, como por ejemplo, Más allá de lo real maravilloso: El surrealismo y el Caribe (2006), de María Clara Bernal Bermúdez, los estudios más exhaustivos desde la perspectiva etnográfica pertenecen sin duda a la crítica anglosajona. Entre algunos de los más importantes se podrían mencionar Dilemas de la Cultura (2001), de James Clifford; Surrealism and the Sacred (2003), de Celia Ravnovitch; Surrealism and the Exotic (2003), de Louise Tythacott; el libro de Amy Fass, The anthropological imagination in Latin American literature (1996); el de Anne Birkenmaier, Alejo Carpentier y la cultura del surrealismo en America Latina (2006), y el más reciente, editado por Dawn Ades y Rita Eder, Surrealism in Latin America: Vivísimo muerto (2012).

La ciencia etnográfica y el pensamiento surrealista irrumpieron en el panorama intelectual europeo con pocos años de diferencia. La actividad antropológica, al apreciar todo tipo de iniciativa relacionada con la libre expresión de los instintos y al revalorizar lo primigenio, rápidamente captó el interés del grupo surrealista y otros artistas de vanguardia, especialmente en sus descripciones de grupos y sociedades desconocidas por aquel entonces. En 1925, un año después de la publicación del Primer Manifiesto Surrealista, se creó el Instituto de Etnografía de la Sorbonne. El movimiento surrealista apenas estaba en sus inicios, pero ya entonces varios integrantes del grupo inicial de Breton se habían convertido en surrealistas disidentes, incluso opositores. Muchos personajes de la vanguardia mostraron un creciente interés por esta “nueva” ciencia y se adscribieron al colegio de sociología. Marcel Mauss ya tenía entre sus alumnos a gente como Michel Leiris, George Bataille, André Masson y Roger Callois, entre otros. En los años de posguerra, la ciencia etnográfica estaba al servicio de las potencias coloniales; los no europeos eran exterminados o militarizados y la etnografía se convirtió en un elemento importante de esta dominación. Es cierto que prácticamente la totalidad de los artistas que simpatizaron con el surrealismo en su primera etapa rechazaron los imperios coloniales ya casi en fase de descomposición. También es cierto que quisieron poner a prueba la mercantilización del arte y la relación de dominación europea en el ámbito cultural, pero no todos tuvieron en cuenta que, al elevar el papel de las culturas no occidentales, corrían el riesgo de caer en una operación retórica similar a la que querían abolir. La relación de los surrealistas con la etnografía es compleja y lo cierto es que incluirlos a todos en el mismo rubro sería caer en generalizaciones infructíferas. Como argumentaré en lo que sigue, mi hipótesis es que algunos sí supieron cómo manejar esta perspectiva y otros simplemente cayeron en una idealización de corte orientalista.

El acercamiento de los artistas de vanguardia a las culturas ancestrales y sus objetos arqueológicos no sólo llamó la atención de críticos de arte o literatura, sino de los antropólogos mismos. James Clifford hermanó ambas disciplinas bajo el nombre de “surrealismo etnográfico” e identificó tres rasgos comunes entre ellas. El primero se refiere a ver la cultura y sus normas como “arreglos artificiales susceptibles de un análisis despegado” (2001: 150). El segundo es una creencia en “el otro” como objeto crucial de investigación moderna, ya sea este “otro” accesible a través de sueños, trances, fetiches o encontrado en las mentalidades ancestrales. Lo relevante de su argumentación es que ambas disciplinas toman como punto de partida un ordenamiento de la realidad europea en crisis donde “el otro” aparece como la posibilidad de apertura a un relativismo cultural. El tercero es que para ambas, la cultura aparece como una realidad en disputa sobre la que existen gran variedad de interpretaciones mediadas por discursos de poder (150-53). Clifford equipara la posición transgresora de la etnografía con el espíritu surrealista en tanto que ambos rastrean culturas antiguas con el fin de reordenar sus propios sistemas de clasificación. Le cito: “surrealismo y etnografía comparten un abandono de la distinción entre alta y baja cultura. Ambos se abastecen de una fuente de alternativas no-occidentales y de una actitud participativa de observación irónica entre las jerarquías y los significados de la vida colectiva” (165).

Ahora bien, no creo que todos los surrealistas hayan participado de la misma actitud ante dichas fuentes culturales. No creo que la forma en la que se sirvieron del material etnográfico indicara en todos los casos una apertura al relativismo cultural. Es esta duda la que me hace examinar el modo en que estas fuentes fueron tratadas por los diferentes artistas y pensadores relacionados con el surrealismo. Con este propósito, distinguiré dos grandes grupos: ortodoxos y disidentes. Por ortodoxos me refiero a aquellos que se mantuvieron cerca de André Breton y que continuaron colaborando juntos en una serie de revistas, reuniones y exposiciones. Entre ellos podríamos citar a Benjamin Péret, Paul Eluard, René Crevel, Tristan Tzara, Louis Aragon, Ives Tanguy, Man Ray, Marcel Nadeau, Marcel Duchamp y Max Ernst. Por disidentes entiendo a aquellos que ejercieron oposición a las ideas de Breton y su grupo y que, separándose física e ideológicamente de ellos, tuvieron a bien fundar sus propias revistas, exposiciones y escuelas. Me refiero aquí a individuos como George Bataille, Michel Leiris, Antonin Artaud, Joan Miró, César Moro, André Masson, Hans Bellmer, Roger Callois o Robert Desnos.

El “Mapa surrealista del mundo” (1929) puede tomarse como símbolo de la nueva relación que para principios de los años 30 el surrealismo estaba desarrollando con los sistemas de pensamiento occidentales y no occidentales. De autor desconocido, apareció por primera vez en una revista belga llamada Varietés ¿La intención? Presentar una visión alternativa del mundo que rompiera con las expectativas de la burguesía europea. Después de Alaska, cuyo tamaño es totalmente desproporcionado, México y Perú dominan el resto de América, en la que Estados Unidos apenas sí es un punto insignificante. Rusia prácticamente come toda Europa, en la que sólo se resalta París. En consonancia con este dibujo, en el primer Manifiesto Surrealista encontramos la siguiente afirmación:

 

Incluso más que con el patriotismo —que es un tipo muy común de histeria— con lo que realmente estamos disgustados es con la idea de pertenecer a un país. Este es el más bestial y menos filosófico de todos los conceptos a los que hemos sido sometidos. Dondequiera que la civilización occidental domina, todo contacto humano ha desaparecido, excepto aquel que se hace a través del dinero (53: 1980).

 

Más que un mapa del mundo y como se desprende de la cita de Breton, lo que aquí está en juego es la creación de un nuevo patrón cultural. Un patrón que involucrase —entre otras cosas— la creencia de que en el mundo no-occidental se originaba un estrato de pensamiento arcaico coalescente con el nuevo estado mental que el grupo surrealista quería experimentar y por lo tanto, del arte que debía producir. Poco a poco, el febril interés por África y Oceanía fue cediendo paso a un creciente hechizo por las culturas hispanoamericanas, en particular por la peruana, la haitiana y la mexicana. En realidad, este interés ya se venía anticipando desde el número 9 de La Révolution Surréaliste (1927), donde se reprodujo el anuncio de una exposición intitulada Ives Tanguy et Objects d’Amerique y que suscitó gran admiración por parte del público francés. En sus viajes por los países hispanoamericanos, Benjamin Peret compila material suficiente para escribir la Antología de los mitos, leyendas y cuentos populares de América (1949), donde afirma —no sin ingenuidad romántica— que el conocimiento europeo puede renovarse a través del entendimiento y exploración de las cosmogonías de las sociedades prehispánicas. Breton también posee numerosas afirmaciones de este estilo. En concreto sobre México dice lo siguiente:

 

Imperiosamente, México nos convida a esta meditación sobre los fines de la actividad del hombre, con sus pirámides hechas de varias capas de piedras correspondientes a culturas muy distantes, que se han recubierto y oscuramente penetrado unas a otras. Llevo tiempo queriendo visitar este país. Poner a prueba la idea que ya había yo formulado sobre el tipo de arte que nuestra sociedad y tiempo necesita. Un arte que deliberadamente sacrifique el modelo externo al modelo interno (1980: 58; cursivas mías).

 

Mucho antes que Breton, Apollinaire había mostrado interés en México. Remontándose al surgimiento del lenguaje poético vinculado a las inscripciones rupestres, pictogramas e ideogramas cargados de gestualidad y valores “mágicos”, trazó analogías entre los caligramas que estaba produciendo por aquel entonces la vanguardia y los lenguajes artísticos prehispánicos. Al ubicar a los artistas occidentales y no-occidentales dentro de un contexto global, Apollinaire buscaba resaltar la deuda del arte moderno con sus precedentes no-occidentales (157). De alguna manera, su trabajo marca el principio de una nueva tendencia orientalista en la vanguardia: promover las formas artísticas de las culturas indígenas como expresiones más “autenticas” y “elevadas” que las de el arte occidental. Después de su contacto con estas tierras, muchos de estos artistas no hicieron más que idealizarlas y elevarlas a una categoría cultural superior. El proyecto de un relativismo cultural se hundía a medida que éstos percibían el potencial que los mitos, rituales, ceremonias, cosmogonías, y la propia concepción de la naturaleza poseían para proveer de nuevos ingredientes a sus expresiones poéticas.

Por otro lado, uno de los primeros textos que documenta la experiencia antropológica de un vanguardista en zona no occidental es África fantasmal, de Michel Leiris. Éste narra sus andanzas personales alrededor de África como parte de la expedición etnográfica de Marcel Griaule entre 1931 y 1933. En el momento en que Leiris escribió este libro, ya era un surrealista disidente. La experiencia de Leiris en África quizás encuentre su mejor contraparte en los viajes mexicanos de Antonin Artaud quien, como resultado de los mismos, narra sus vivencias entre las comunidades indígenas del país en México y viaje al país de los Tarahumaras (1944). Alrededor de esos años, pero en el ámbito cinematográfico, Luis Buñuel utiliza el documento etnográfico ligado a su concepción mítica del hombre para mostrar algunas de las facetas más oscuras de la realidad mexicana. Podría seguir comentando casos de escritores y artistas aislados, pienso que es a través de las diferentes revistas donde mejor se aprecia el tratamiento de la dimensión etnográfica dentro del surrealismo. La distinción anterior entre surrealistas disidentes y ortodoxos aplica de igual forma para las revistas, pues los miembros que colaboraron en unas y otras obedecen a la misma clasificación. Es decir, que por ortodoxas me refiero a aquellas que estaban de alguna manera u otra bajo la tutela de Breton y por disidentes, aquellas que profesaban una crítica hacia sus ideas. En la primera fase del surrealismo, las ortodoxas eran: La Révolution surréaliste, publicada entre 1924 y 1929; su sucesora, Le Surréalisme au service de la Révolution, que apareció entre 1930 y 1933, y finalmente Minotaure, publicada entre 1933 y 1934. Aunque en estas revistas abundaba información sobre culturas ancestrales y sus páginas estaban repletas de fotografías e ilustraciones de objetos arqueológicos prehispánicos, africanos o de Oceanía, la relación que mantenían con la etnografía era escasa o nula. Me refiero a que el interés por este tipo de material nunca trascendió el “misterio” que lo encapsulaba. Los rituales descritos, las danzas referidas, la naturaleza exótica y, en fin, todo el mundo material que rodeaba las culturas ancestrales era aquí idealizado, considerado únicamente por su carácter artístico. Ni eran tratadas con rigor etnográfico, ni se les atribuía valor sociológico (Tythacott, 2003: 24). De ninguna manera podemos en este caso sugerir que sus colaboradores se abastecían de las fuentes no-occidentales para mostrar esa “actitud participativa de observación irónica” a la que se refería Clifford, sino para regenerar y abastecer la propia cultura occidental.

George Bataille fue de los primeros en criticar duramente esta postura del surrealismo bretoniano. Su revista disidente Documents, publicada entre 1929 y 1930, desarrolla una teoría del materialismo que restituye la idealización estética surrealista al suelo que pisamos, es decir, a lo social. Aunque ampliamente ilustrada, Documents no era una revista de arte propiamente dicha. Fotografías de Bellmer, Desnos, o Boiffard eran utilizadas para iluminar los conceptos concretos de transgresión social que Bataille quería mostrar (Ades, 2006: 91). En Documents, el “primitivismo” fue mostrado en su versión más cruda posible, menos estética, más transgresora. La manera en que el material arqueológico y la información acerca de culturas no occidentales era manejado, sugería que los colaboradores de la revista de Bataille no reducían dichos objetos y culturas a un pasado distante, a un vacío temporal. Tampoco eran considerados estéticamente. Michel Leiris llegó incluso a afirmar que aplicar el término “obra de arte” a estos objetos era una grave equivocación, pues lo único que hacía era restarles su verdadero valor (Ades, 2006: 96). El tratamiento etnográfico de esta información, no sólo sirvió para transgredir los límites de un mundo basado exclusivamente en el arte, sino para realizar un análisis crítico cultural. En este sentido, estaban muy lejos de las imágenes suavizadas y románticas que frecuentaban las páginas de Minotaure y de Le Surréalisme au service de la Révolution (Baker, 2006: 64).

Al combinar el arte con la cultura popular, Documents diseccionaba el mundo arcaico de una manera novedosa e inquietante, a la vez que abandonaba la distinción entre alta y baja cultura. Aquí me atrevería a decir que sí se participaba de esa actitud irónica que trataba de reclasificar las jerarquías y los significados de la vida colectiva (Cfr. Clifford). Igualmente, sus colaboradores señalaban como problemático aquel arte occidental que trataba de imitar de manera superficial las formas y motivos de los objetos arqueológicos americanos o africanos. Bataille, en sus años en el colegio de sociología y desde Documents en adelante, buscó algo muy diferente del grupo de Breton a la par que creaba una “alternativa surrealista” al surrealismo: en vez de elevar la cultura primitiva, bajó de su pedestal todas aquellas concepciones occidentales de superioridad acerca de las culturas desconocidas. Con esto, también revaloraba las jerarquías del arte y abogaba por una completa libertad de las formas.

Alrededor de 1942, cuando el grupo surrealista estaba escindido por completo, Wolfgaan Paleen comienza en México la revista Dyn. Al igual que Documents en su momento, Dyn se convirtió en una revista disidente del surrealismo Bretoniano. Paalen criticó reciamente los fundamentos filosóficos del surrealismo, especialmente el tratamiento simplista que éste profería de las teorías de Marx y Freud. Lo más relevante para la discusión que aquí me concierne es la fascinación de los fundadores y colaboradores de Dyn por el pasado indígena de las Américas, así como la forma en la que sus artistas mezclaban imaginarios arqueológicos con motivos de objetos indígenas para crear obras de abstracción visual (Leddy y Conwell, 2012: 21). Los artistas de Dyn generaban imágenes que oscilaban entre el documento antropológico y la imagen antirrealista, y al hacerlo mostraban un manejo totalmente diferente de los datos etnográficos que las revistas ortodoxas. Definitivamente en Dyn no encontramos una idealización romántica de la estética, la magia o lo espiritual primitivo, sino un espíritu que estaba mucho más cerca del materialismo de Bataille. La mejor prueba de ello es su número amerindio, una monografía sobre el arte indígena en donde se muestra una perspectiva etnográfica rigurosa (Leddy y Conwell, 2012: 52).

Casi al mismo tiempo, también en 1942, se publicaba en Nueva York la revista VVV, dirigida por David Hare y teniendo en su consejo de redacción a André Breton, Marcel Duchamp y Max Ernst. Con propósitos diferentes a los de la mexicana Dyn, la revista de Nueva York mantenía, al igual que Minotaure, La Révolution surréaliste y Le Surréalisme au service de la Révolution, los preceptos de un surrealismo ortodoxo. Dada la escisión y discrepancia de ideas que existía entre los artistas que allá por los años veinte habían trabajado juntos, la competencia entre ambas revistas era casi inevitable. Era claro que ya en esta época —finales de los cuarenta y principios de los cincuenta— la revista de Paalen, al igual que en su momento Documents, iba mucho más allá de los preceptos surrealistas bretonianos basados en la disolución de los opuestos. Cuando elementos del arte indígena eran considerados en Dyn, el interés radicaba en su función social y ritual (Leddy y Conwell, 2012: 59). De esta manera evitaban suspender las culturas no occidentales en un vacío atemporal y realmente podían promover reordenar los sistemas de clasificación occidentales. La labor de ambas revistas fue importante en tanto que dieron otro giro al pensamiento surrealista. O mejor dicho, se concibieron como una alternativa al surrealismo. Este giro, indudablemente marcaba una pauta diferente en tanto al manejo de los datos socio-históricos proporcionados por la antropología y la etnografía. Así, se podría afirmar que en el caso del grupo de disidentes, el contacto con los países americanos, especialmente con México, paulatinamente condujo a una reestructuración crítica de la otredad y del mal llamado primitivismo.

Si bien podría afirmarse que los creadores y colaboradores de Documents y Dyn llegaron a separarse de una visión sacralizada y exótica de lo indígena, no fue así para Breton y los que le seguían en su búsqueda del santo grial. Basta sólo un repaso a los ya citados comentarios de Breton sobre México o a las revistas Minotaure y VVV para darse cuenta de que gran parte de la importancia que tenía el contacto con las comunidades indígenas recaía en el concepto de lo maravilloso. Así visto, México era un mapa de irrealidad donde aún era posible explorar y clasificar la riqueza cultural. Aún en los años cuarenta, el surrealismo ortodoxo seguía tratando de esterilizar la vida de sus trampas materiales y mostraba esa perenne tendencia a representar el ser humano como poseedor de la magia, la espiritualidad y el arte. En el fondo, esto era lo que proponía la surrealidad de Breton: un universo milagroso y mágico, pero humano. Es decir, una serie de ideales culturales. En este sentido, no es de extrañar que el grupo ortodoxo encontrara en latitudes mexicanas la fuerza del object trouveé y de lo expresivo del sueño. Que alabaran las culturas no reflexivas e inclinadas hacia una concepción de la historia como destino. Como consecuencia, acabaron por proclamar una nueva mitología de la imaginación basada en la capacidad de los grupos prehispánicos para entrar en contacto con una realidad más “primaria” y “auténtica”. En el caso concreto de México, lo más curioso es que esto se produjo en un momento —finales de los años cuarenta principios de los cincuenta— en el que el país estaba en busca de cierta homogeneidad como consecuencia de la necesidad de forjarse una identidad nacional. Contrariamente, el grupo de Breton buscaba heterogeneidad como vía para escapar de la esterilidad de la civilización Europea. Luis Mario Schneider apuntó hace tiempo que lo más irónico de esta relación es el hecho de que cuando los surrealistas, descontentos con la civilización occidental, vinieron a México en busca de las raíces perdidas de una civilización mágica, el gobierno mexicano estaba en proceso de construir un estado-nación basado en el mismo modelo de civilización occidental de los que éstos querían huir (123). La desesperación de Breton y sus amigos por encontrar cualidades representativas que dieran a sus teorías una dimensión universal, no dio lugar a un surrealismo etnográfico como el que refiere Clifford, sino a un nihilismo encubierto.

Aunque es cierto que el interés por las culturas prehispánicas —tanto en el caso ortodoxo como en el disidente— germinó del deseo de atacar la hegemonía colonial y de revitalizar el arte de vanguardia, como se ha visto en lo anterior, algunos abrazaron estas ideas sin darse cuenta de que sólo estaban dando un giro poético a una idea que seguía ocultando la dominación cultural y económica de Occidente. A pesar de su rechazo a estos discursos, es obvio que el surrealismo ortodoxo no fue consciente de que al “descubrir” estas culturas, estaban creando una nueva causalidad exótica. Es así que revistas como Minotaure, Le Surréalisme au service de la Révolution o VVV siguieron reproduciendo de forma ingenua estereotipos acerca de las culturas prehispánicas. En su manera de involucrarse con los datos antropológicos, primó el arte sobre lo social, y no se percataron de que la institucionalización de la etnografía para estudiar los grupos humanos, también “reafirma la autoridad de occidente para recolectar, categorizar o incluso canibalizar el capital cultural del otro” (Clifford, 2001: 59). Ahora bien, si la reacción ante lo exótico del grupo surrealista ortodoxo constituyó otra forma de orientalismo, ya se ha comentado como los surrealismos alternos de Bataille, Leiris, Paalen, Moro o Artaud, entre otros, consiguieron luchar contra las jerarquías culturales. En estos casos concretos, creo que sí podemos hablar de un relativismo cultural, de una reordenación de los sistemas de clasificación occidentales y de una problematización de la relación que Europa tenía con la otredad.

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Schneider, Luis Mario, 1978, México y el Surrealismo (1925-1950), México, Arte y Libros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DOSSIER

 

TEORÍA LITERARIA

Teoría del Nuevo Cine Latinoamericano: de la militancia al neobarroco

Paul A. Schroeder Rodríguez

Northeastern Illinois University

 

 

 

 

 

 

 

 

Resumen

Este ensayo examina la transición de la militancia al neobarroco en la teoría del Nuevo Cine Latinoamericano, a través de un análisis de manifiestos y películas de Fernando Birri, Glauber Rocha, Jorge Sanjinés y Paul Leduc. El estudio concluye que el cambio hacia una praxis neobarroca significó un giro hacia un proyecto de izquierda más inclusivo y revolucionario ligado a lo que Aníbal Quijano llama el privado-social.

 

Palabras clave: Nuevo Cine Latinoamericano, manifiestos, neobarroco, privado-social, Fernando Birri, Glauber Rocha, Jorge Sanjinés, Paul Leduc.

 

Abstract

This article examines the transition from militancy to neobaroque in the theory of New Latin American Cinema, by analysing manifestos and films by Fernando Birri, Glauber Rocha, Jorge Sanjinés, and Paul Leduc. The study concludes that the shift to a neobaroque praxis signified a turn towards a more inclusive and revolutionary leftist project linked to what Aníbal Quijano calls the private-social.

 

Keywords: New Latin American Cinema, manifestos, neobaroque, private-social, Fernando Birri, Glauber Rocha, Jorge Sanjinés, Paul Leduc.

 

Por varios años he estado estudiando cuál ha sido el aporte del cine latinoamericano al desarrollo de una praxis neobarroca. Ya en un artículo reciente analicé un arco que va desde las primeras películas del Nuevo Cine Latinoamericano (NCLA), que son claramente militantes, hasta las películas de los años ochenta, que son claramente neobarrocas:

 

El Nuevo Cine Latinoamericano se desarrolló en dos fases sucesivas aunque no excluyentes la una de la otra. La primera fue una fase militante cuya estética documentalista predomina en los años 60, cuando muchos cineastas vieron su trabajo como parte integral de un proyecto de liberación política, social y cultural. La segunda fase, neobarroca, predomina en los años 70 y 80. Durante esta segunda fase muchos de los mismos cineastas que habían sido militantes en los años 60 reconceptualizan su trabajo para responder a un proyecto más complicado: desarrollar el equivalente cinematográfico de un discurso político pluralista identificado con una emergente sociedad civil y opuesto al autoritarismo y monologismo de los regímenes represivos que se impusieron en la región a partir de los finales de los 60 (Schroeder, 2011: 16).

 

Ahora quisiera abordar cómo se teorizó esa transición de la militancia al neobarroco, algo que tuve la oportunidad de explorar en el contexto de un seminario sobre cine y neobarroco que ofrecí en la Universidad de Guanajuato la semana del 11 de marzo de 2013.

¿Qué es el neobarroco latinoamericano? Para Gonzalo Celorio, es un fenómeno muy extendido entre narradores latinoamericanos del siglo XX, que consiste en utilizar tropos del barroco, sobre todo la parodia, para ponderar, seleccionar, asumir, fijar, recuperar y preservar los valores culturales heredados del barroco desde una actitud crítica (Celorio, 2000: 23). Para Irlemar Chiampi también se trata de la recuperación de formas y estrategias del barroco en pleno siglo XX, pero su análisis en Barroco y modernidad va más lejos porque incorpora una dimensión diacrónica ausente en Celorio. Concretamente, Chiampi argumenta que los ciclos y reciclajes del barroco en América Latina “coinciden... con los ciclos de ruptura y renovación poética que compendian su proceso: 1890, 1920, 1950, 1970” (2001: 18). Los ejemplos que Chiampi analiza son todos del mundo de la literatura. En el primer ciclo, Rubén Darío rinde homenaje a los grandes poetas del barroco español en el prólogo de Prosas profanas (1896): Góngora, Quevedo y Garcilaso, y los coloca a la par de Verlaine. En el segundo, el Borges ultraísta de 1921 “celebra la tendencia «jubilosamente barroca» de un Ramón Gómez de la Serna, a la par del creacionismo de Huidobro, [y] evoca constantemente a Quevedo, Gracián, y sobre todo a Góngora” (19). En los años cincuenta, Lezama Lima celebra “la dificultad del sentido” barroco con una poesía que rompe “los nexos (lógicos, reconocibles) causales entre el significante y sus referencias ya culturalizadas” (20). Y en el más reciente ciclo, la plena realización del barroco en el siglo XX se manifiesta en obras abiertamente neobarrocas, entre ellas Cobra (Severo Sarduy, 1972), donde la “sobrecodificación lingüística y pictórica recobran la concepción barroca del texto como escenario de un desorden compuesto y artificioso”; La importancia de llamarse Daniel Santos (Luis Rafael Sánchez, 1989), novela que “capta el sesgo popular y kitsch del barroco nuestro, liberándose del intelectualismo de las citas eruditas para deleitarnos con las letras catárticas de las canciones que sobreviven en la memoria de todo latinoamericano”; Yo El Supremo (Augusto Roa Bastos, 1974), donde “múltiples juegos de palabras [...] diseñan las quimeras de la similitud entre las palabras y las cosas”; ¡Oh Hada Cibernética! (Carlos Germán Belli, 1962), cuyo rescate de formas poéticas y lingüísticas del barroco “festeja la modernización del barroco «clásico» con humor e ironía”; y Galáxias (Haroldo de Campos, 1964-1976), donde el poeta “pone en escena, en la materialidad fónica y semántica de cada palabra, las múltiples potencialidades de la agudeza gracianesca combinada con la joyceana” (22-29).

Barroco y modernidad comienza con una afirmación: “Todo debate sobre la modernidad y su crisis en América Latina que no incluya el barroco resulta parcial e incompleto” (Chiampi, 2001: 9). Esta sentencia cobra especial relevancia para el estudio del cine —arte eminentemente moderno cuya historia siempre ha reflejado las tensiones y fisuras que existen entre los diferentes proyectos de la modernidad tardía—, y así como Chiampi pudo identificar cuatro ciclos y reciclajes del barroco en la literatura latinoamericana, yo he podido identificar dos en el cine latinoamericano. El primero se dio durante la primera vanguardia del cine latinoamericano, y sus películas ejemplares son Límite (Mario Peixoto, Brasil, 1929) y ¡Que viva México! (Sergei Eisenstein, México, 1931) (Schroeder Rodríguez, en prensa). El segundo ciclo, como veremos en este ensayo, ocurre durante la fase neobarroca del Nuevo Cine Latinoamericano.

Discursos múltiples de la modernidad

Antes de proceder al análisis de la transición entre militancia y neobarroco en la teorización del Nuevo Cine Latinoamericano, haré un breve aparte sobre los tres discursos de la modernidad que han prevalecido en América Latina en el último siglo. Son las llamadas tres vías: el liberalismo, el socialismo de Estado y el corporativismo de Estado. Los discursos de estos tres proyectos tienen sus variantes, y en la práctica han estado muy mezclados. Sin embargo, podemos resumir diciendo que la premisa del discurso liberal de la modernidad es que un mercado libre basado en ciudadanos privados y capital privado es el sistema que más eficientemente genera riquezas y distribuye productos; que el socialismo de Estado parte de la premisa que una clase obrera que ha tomado el control del Estado es quien mejor puede maximizar el empleo y distribuir las riquezas generadas, a través de una planificación centralizada de la economía; y que el corporativismo de Estado, o tercera vía, define la sociedad como un organismo político cuyas partes constituyentes son actores sociales con diferentes grados de privilegio o importancia —ejército, banca, Iglesia, intelectuales y sindicatos, entre otros— que el Estado corporativista dirige y coordina para el ‘bien común’. Sean de izquierda o de derecha, el liberalismo, el socialismo de Estado y el corporativismo de Estado se basan todos en una racionalidad instrumental que justifica la explotación de recursos humanos y naturales en función de la máxima eficiencia en el uso del capital, sea éste privado o del Estado. Por último, en cuanto a la construcción de narrativas, todos asumen y reproducen el tiempo lineal y el espacio continuo propios de la razón instrumental.

Por otra parte, existe un cuarto discurso de la modernidad que recupera, no el barroco corporativista de la Contrareforma, sino el potencial subversivo del Barroco de Indias que artistas como Kondori y Aleijadinho lograron plasmar en la segunda mitad del siglo XVIII. Es este uso contestatario del barroco, censurado y soterrado desde finales del siglo XVIII hasta muy entrado el siglo XIX, lo que tantos artistas latinoamericanos han venido recuperado desde principios del siglo XX para cuestionar las bases mismas de la racionalidad instrumentalizadora, como lo son el tiempo lineal, el espacio continuo, la relación causa-efecto, y los binarismos tradicionales. En concreto, yo argumentaría que en lugar de expresar una perspectiva propia de la razón instrumental, los artistas latinoamericanos del neobarroco expresan una perspectiva liminar análoga a lo que Aníbal Quijano llama el privado-social, esa combinación de un privado que no es individual y un público que está fuera del Estado, y que por ello “repone la reciprocidad como el fundamento de la solidaridad y de la democracia” (Quijano, 1988: 26). Este privado-social —ni público ni privado, ni individualista ni colectivista, sino intermedio, como los ayllus o las cofradías coloniales para las cuales Kondori y Aleijadinho realizaron trabajos— genera una racionalidad substantiva
que valora la reciprocidad, la solidaridad y la democracia por sobre fines como la eficiencia económica del liberalismo y del socialismo, o la jerarquización, propia del corporativismo, de seres humanos según su pertenencia en una u otra de las asociaciones reconocidas por el Estado.

El ejemplo que usa Quijano como evidencia de un discurso privado-social llevado a la práctica en el siglo XX son las organizaciones vecinales de las barriadas pobres en el Perú. Quijano reconoce la posición marginal de estas organizaciones dentro de un contexto dominante capitalista, pero las celebra como alternativa al capitalismo privado y al capitalismo de Estado:

 

Instaladas esas instituciones del privado-social [...] dentro del contexto dominante del privado-particular y de su Estado, no pueden dejar de ser afectadas por el impacto de éstos, o por la lógica dominante del capital. [...] A pesar de ello, la reciprocidad, la solidaridad, la democracia, resisten [...] y las instituciones del nuevo privado-social y de sus instituciones públicas-no-estatales, [...] se reproducen, aumentan de número y de tipo, y se van convirtiendo en una nueva y vasta red de organización de una nueva “sociedad civil” (1988: 28).

 

Quijano escribió estas líneas en los años ochenta, cuando para muchos se hizo evidente que las utopías ofrecidas por el liberalismo, el socialismo de Estado, y el corporativismo de Estado no se materializarían, puesto que siempre terminaban sometidas a los intereses de las élites de turno. En el privado-social, por otra parte, se evitan las falsas utopías porque en él no hay élites que decidan y sub-élites que obedezcan, sino que democráticamente se decide cómo se generarán y cómo se distribuirán las riquezas.

El privado-social y el neobarroco

Así como el discurso de la modernidad liberal plantea una utopía futura basada en el privado-particular; el discurso de la modernidad socialista plantea una utopía futura basada en el privado-estatal; y el discurso de la modernidad corporativista plantea una utopía futura basada en la coordinación del privado-particular y del privado-estatal; el discurso de la modernidad del privado-social propone una utopía realizable en el presente: dinámica, multitemporal y pluriforme; basada en los valores de reciprocidad, solidaridad y democracia; y sin sacrificios de individuos o grupos en función de una futura ilusión.

En el cine, las diferencias entre estos cuatro discursos de la modernidad se plasman principalmente a nivel narrativo: el liberalismo privilegia al individuo privado (típicamente encarnado en personajes blancos, heterosexuales y propietarios); el socialismo privilegia a la clase obrera (típicamente encarnada en personajes obreros, blancos y heterosexuales); el corporativismo privilegia la armonización entre el capital y la mano de obra (típicamente encarnados en personajes blancos y heterosexuales); y el privado-social privilegia la encarnación de personajes que no son hombres blancos heterosexuales, y que llamaré individuo-colectivo, término paradójico que, sin embargo, capta la idea de que se trata de un personaje que encarna el también paradójico privado-social postulado por Quijano.

A partir de estas diferencias, podemos vincular ciertos periodos del cine latinoamericano con discursos específicos de la modernidad. Por ejemplo, el cine mudo latinoamericano presenta casi exclusivamente un discurso liberal de la modernidad. Luego, durante el cine clásico, cristaliza un discurso corporativista. Por su parte, durante la fase militante del NCLA, en los años sesenta, irrumpió un discurso socialista inspirado en la Revolución Cubana. Y más recientemente, durante la fase neobarroca de este Nuevo Cine, en los años setenta y ochenta, los cineastas más originales utilizaron una praxis neobarroca —que por su misma estructura descentralizadora se prestaba para lanzar una crítica radical a las estructuras verticales de poder y a la idea de que la siempre futura utopía requiere sacrificios en el presente— para plasmar un discurso de la modernidad del privado-social.

De la militancia al neobarroco

Militancia es sin duda lo primero que viene a la mente de muchos al escuchar la frase “Nuevo Cine Latinoamericano”. De hecho, en las tres antologías del NCLA que han sido publicadas —Twenty Five Years of New Latin American Cinema, editada por Michael Chanan en 1983; Hojas de Cine, cuyos tres volúmenes fueron publicados en México en 1988; y New Latin American Cinema, editada por Michael Martin en 1997— sólo se antologizan manifiestos militantes, entre ellos:

 

“Cine y subdesarrollo” (1962), de Fernando Birri

“Estética del hambre” (1965), de Glauber Rocha

“Hacia un tercer cine” (1968), de Fernando Solanas y Octavio Getino

“Por un cine imperfecto” (1969), de Julio García Espinosa, y

“Problemas de la forma y del contenido en el cine revolucionario” (1978), de Jorge Sanjinés.

 

Estos cinco manifiestos son ya canónicos, y merecen estar en toda antología del Nuevo Cine Latinoamericano. Sin embargo, merecerían también estar manifiestos neobarrocos que hasta ahora no han formado parte del canon, entre ellos:

 

“Por un cine cósmico, delirante y lúmpen” (1978), de Fernando Birri

“Estetyka do Sonho” (1971), de Glauber Rocha

“El plano secuencia integral” (1989), de Jorge Sanjinés, y

Poética del cine (1995), de Raúl Ruiz.

 

Estos manifiestos neobarrocos son tan importantes como los manifiestos militantes, y si los ignoramos, ignoramos también una comprensión más completa y compleja de lo que fue el Nuevo Cine Latinoamericano como proyecto que transita de la militancia al neobarroco tanto en la práctica como en la teoría. Lo que sigue es por lo tanto un primer acercamiento crítico a esa comprensión más compleja y completa de la teoría del NCLA a través de la obra de cuatro directores representativos del NCLA: Fernando Birri, Glauber Rocha, Paul Leduc y especialmente Jorge Sanjinés.

Fernando Birri

En “Cine y subdesarrollo” (1962), Birri escribe: “Nos interesa hacer un hombre nuevo, una sociedad nueva, una historia nueva, y por lo tanto un arte nuevo, un cine nuevo. Urgentemente. [...] [P]onerse frente a la realidad con una cámara y documentarla, filmar realistamente, filmar críticamente, filmar con óptica popular el subdesarrollo” (Birri, 1988: 17 y 22). Aquí hallamos resumida la lista de los tropos centrales de la fase militante: hombre nuevo, cine nuevo, urgentemente, realismo, popular, críticamente, subdesarrollo. El extracto es también una buena descripción del film más conocido de su autor, Tire dié (1956-1958), un cortometraje ampliamente considerado como parte aguas entre el neorrealismo de los años cincuenta y el NCLA de los sesenta. Quince años más tarde la praxis de Birri se habrá transformado radicalmente. En 1978, y tras un esfuerzo descomunal que duró una década, termina y proyecta en Italia Org. Hermann Herlinghaus, en un minucioso estudio de la película, observa:

 

Mientras un largometraje de ficción promedio posee entre 600 y 800 secuencias montadas, el número de empalmes en el negativo de ORG se suma a 26,625, logrado en 8,340 horas de trabajo de tres mujeres. En la banda sonora (un año de composición), con 616 bandas de premezcla y 429 de mezcla, se han sintetizado una duración original de 102 horas de conversación, ruidos, música, incluyendo 500 efectos de repertorio. La clasificación del color, desde el punto de vista cuantitativo, con sus 6,524 cambios de luces, es un trabajo equivalente al de 10 películas (promedio habitual 700 cambios de luces por película). Se registran 257,368 fotogramas y una cantidad de material virgen usado de 419,922 metros de cinta cinematográfica de 33 tipos diferentes, datos que son atípicos, digamos excesivos, dentro de cualquier catálogo de producción. [...]

Se visualiza como en el caleidoscopio una multitud de más de 300 protagonistas hipotéticos. Entre ellos, se encuentran Salvador Allende, Johann Sebastian Bach, Roland Barthes, [...] Ernesto “Che” Guevara [...], y, además, mendigos, [...] alquimistas, [...] y ofendidos.

El procedimiento estético que permite presentar tal pluralidad es el principio del montaje-collage que, en sus raíces, se remonta al fotomontaje dadaista [...] Parafraseando a Benjamin, el que viene a hacerse mago, es el camarógrafo-montajista. El espectador se siente involucrado en un conjunto abierto de signos que Fernando Birri [...] lleva al extremo de un método videoclip, indigerible por su barroquísimo caos audiovisual (Herlinghaus, 2011: 121-122).

 

Este exceso de significantes, indigerible por su “barroquísimo caos audiovisual” sitúa la película con firmeza dentro de la fase neobarroca del Nuevo Cine Latinoamericano, como también lo hace el manifiesto que Birri escribió en 1978 para acompañar la película. El manifiesto está intitulado, barrocamente, “Manifiesto ORG (Manifiesto del cosmunismo o comunismo cósmico). Por un cine cósmico, delirante y lumpen”, y polemiza:

 

[N]o habrá revolución duradera sin revolución del lenguaje comunismo sensual hedonista erótico vísceras pensantes: cosmunismo fabricación de un poema o de una novella choque artesanía vs. industria comunismo cósmico y mágico por un cine cósmico delirante y lumpen (entre cine y no-cine o más-allá-del-cine: filmunculus) [...] (técnicas de montaje pitagóricas, oraculares y alquímicas) [...] por un cine cósmico delirante y lúmpen comunismo sensual hedonista erótica vísceras pensantes: cosmunism (un film test de Rorschach) por lo tanto ideologizar todo pero además sensorializar todo tabula rasa: cine desde cero para experimentear ORG (“sólo para locos”) fabricación de un poema o de un... (Birri, 1996: 19-20).

 

El manifiesto, por decirlo así, justifica la plétora de imágenes contrastantes en la película con un lenguaje también pletórico en contrastes que no se cancelan (“entre cine y no-cine, vísceras pensantes”). Más al grano, Birri teoriza la película como una “tabula rasa: cine desde cero”, un tropo análogo al “espacio fundador” que Severo Sarduy teoriza en su libro Barroco:

 

En el espacio simbólico del barroco [...] encontraríamos la cita textual o la metáfora del espacio fundador, postulado por la Astronomía contemporánea; en la producción actual, la expansión o la estabilidad del universo que supone la Cosmología de hoy, indistinguible de la Astronomía: no podemos ya observar sin que los datos obtenidos nos remitan, por su magnitud, al “origen” del universo (Sarduy, 1974: 14).

 

Org es como ese espacio simbólico del barroco donde el exceso de imágenes contrastantes nos remite no a una utopía futura sino a la realización de la utopía en el presente. Se trata de un espacio-tiempo simbólico que incluye todas nuestras posibilidades de creación sin que unas tengan que forzosamente preceder a otras. No en balde Sarduy titula el primer capítulo de Barroco “0: Cámara de Eco”, con el número cero en lugar del número uno. Y no en balde la imagen central de este “primer” capítulo es la de una cámara donde “a veces el eco precede la voz” (13). Esta idea de un efecto que puede preceder a la causa, aplicada a Org, sugiere que el proyecto de Birri es nada más y nada menos que la creación de una utopía en el presente, donde el amor, encarnado por la muy liberada Shuick (Lidija Juracik), y la solidaridad, encarnada en la hermandad entre los protagonistas Zohomm (Terence Hill) y Grr (Isaac Tweg Obn), son punto de partida y no de llegada de un proyecto radicalmente revolucionario basado en la práctica cotidiana del amor y la solidaridad.

Glauber Rocha

El tránsito de una teorización militante a una teorización neobarroca lo hace también Glauber Rocha. En “Eztetyka da Fome”, un manifiesto abiertamente militante escrito en 1965, y que se conoce también con los nombres “Estética del hambre” y “Estética de la violencia”, Rocha escribe:

 

El Cinema Novo demuestra que el comportamiento exacto de un hambriento es la violencia; y una estética de la violencia, antes de ser primitiva, es revolucionaria. [...] Mientras no se levante en armas el colonizado es un esclavo: fue preciso un primer policía muerto para que el francés percibiera un argelino.
[E]sa violencia, con todo, no está incorporada al odio, como tampoco diríamos que está relacionada al viejo humanismo colonizador. El amor que esta violencia encierra es tan brutal cuanto la propia violencia, porque no es un amor de complacencia sino un amor de acción y transformación (Rocha, 1997: 60; traducción mía).

 

La secuencia en Dios y el diablo en la tierra del sol (1963) donde Manoel (Geraldo del Rey) mata al terrateniente es quizás el mejor ejemplo de esta estética de la violencia llevada a la pantalla grande. Ocho años después de esta película, Rocha escribe su “Eztetyka do Sonho” (‘Estética del sueño’, 1971), donde señala:

 

Una obra de arte revolucionario debería no sólo actuar de modo inmediatamente político, sino también promover la especulación filosófica, creando una estética del eterno movimiento humano rumbo a su integración cósmica. La existencia discontinua de este arte revolucionario en el Tercer Mundo se debe fundamentalmente a las represiones que hace el racionalismo [instrumental] (Rocha, 2004: 47; traducción mía).

 

Rocha pone en práctica este llamado en Der Leone Have Sept Cabeças (1971), pero es en La edad de la tierra (1980) donde culmina el desarrollo de un lenguaje neobarroco lleno de símbolos y teatralidad para criticar el racionalismo instrumental y señalar el camino hacia lo que él llama la integración cósmica de la humanidad. La edad de la tierra es difícil de resumir narrativamente. Conceptualmente, sin embargo, la sinopsis del director capta la ambición épica y la complejidad alegórica de su película más experimental:

 

La película muestra un Cristo-Pescador, el Cristo interpretado por Jece Valadão; un Cristo-Negro, interpretado por Antonio Pitanga; muestra el Cristo que es el conquistador portugués, Don Sebastián, interpretado por Tarcísio Meira; y muestra el Cristo guerrero-Ogúm de Lampião, intepretado por Geraldo Del Rey. Es decir, los cuatro Caballeros del Apocalipsis que resucitan a Cristo en el Tercer Mundo, recontando el mito a través de cuatro evangelistas: Mateo, Marcos, Lucas y Juan, cuya identidad es revelada en el film casi como si fuese un Tercer Testamento. Y el film asume un tono profético, realmente bíblico y religioso. (Rocha, 1980: internet)

 

En una secuencia clave, el Cristo Negro (Antonio Pitanga) está comenzando a dar un discurso sobre los derechos del hombre en las afueras de la recién fundada Brasilia, cuando la voz en off de Glauber Rocha, en tono entre de sermón y meditativo, desplaza el sonido diegético con este discurso:

 

Toda esta ideología de amor se concentraría en el cristianismo, que es una religión venida de los pueblos africanos, asiáticos, europeos, latinoamericanos, de los pueblos totales. Un cristianismo que no se realiza solamente en la Iglesia Católica sino también en todas las religiones que encuentran en sus símbolos más profundos, más recónditos, más eternos, más subterráneos, más perdidos, la figura de Cristo. Un Cristo que no está muerto sino que está vivo, desparramando amor y creatividad. La búsqueda de la eternidad y la victoria sobre la muerte.

 

Podríamos decir que el Cristo crucificado, el Cristo muerto, es a la racionalidad instrumental lo que el Cristo vivo, el Cristo revolucionario, es a la racionalidad substantiva, a la integración democrática de la humanidad. Y que por lo tanto, en La edad de la tierra, la nación brasileña, con sus Cristos vivos y muertos, funciona como alegoría del planeta: fractal y pliegue a la misma vez, microcosmos y totalidad de una sociedad en plena transición hacia la integración cósmica y material de los marginalizados.

Jorge Sanjinés

En el caso de Jorge Sanjinés la transición de la militancia al neobarroco es menos abrupta y más prolongada. En una ponencia del año 1977 Sanjinés todavía equipara militancia y revolución:

 

El cine militante de la actualidad encuentra su más claro origen en [...] los primeros documentales de importancia que se hacen en Bolivia, a través del organismo oficial creado por el gobierno revolucionario en 1952. [...] [A partir de esa producción] se desarrolla un cine revolucionario que orienta sus obras dentro de la lucha antiimperialista (Sanjinés, 1988a: 105-106).

 

Esta función militante, documentalista y revolucionaria del cine se ve claramente en películas como Yawar Mallku (1969), y sobre todo en El coraje del pueblo (1971), donde la narrativa pasa de ser una ficcionalización de un hecho histórico a ser una recreación de un evento histórico concreto. Es decir, pasa de ser de algo tan concreto como lo fue la esterilización de mujeres indígenas en Bolivia por parte de los Cuerpos de Paz de Estados Unidos en Yawar Mallku, a través de una forma del cine comercial como lo es el tener una narrativa impulsada por personajes individualizados con motivaciones de índole psicológico; a ser la recreación de un evento histórico concreto (la Masacre de San Juan en las minas Siglo XX y Catavi en Potosí, en 1967), a través de un personaje colectivo (los obreros sindicalizados y sus familias) cuyas motivaciones son de índole social.

Su próxima película, El enemigo principal (1974), comienza a alejarse de la militancia documentalista que caracteriza a El coraje del pueblo, pues ya no se enfoca en un hecho histórico específico sino en el choque cultural entre un grupo de revolucionarios occidentalizados y la comunidad indígena a donde llegan a poner en práctica la teoría del foquismo guerrillero. De hecho, a pesar de sus claras referencias al Che Guevara, muerto seis años antes, El enemigo principal no se refiere a su caso específico, sino que es una reflexión mucho más generalizada del rol que tiene la violencia en los procesos de opresión y liberación a nivel local (bajo el gamonalismo) y a nivel global (bajo el imperialismo), dentro de un contexto cultural de fuertes choques entre valores occidentales y valores indígenas. En su ensayo más conocido, “Problemas de la forma y del contenido en el cine revolucionario”, publicado en 1978, Sanjinés explica el cambio formal que ya se estaba gestando en esta película:

 

La comunicación en el arte revolucionario debe perseguir el desarrollo de la reflexión [...] Un filme sobre el pueblo hecho por un autor no es lo mismo que un filme hecho por el pueblo por intermedio de un autor; como intérprete y traductor de ese pueblo se convierte en vehículo del pueblo. Al cambiarse las relaciones de creación se dará un cambio de contenido y paralelamente un cambio formal (Sanjinés, 1988b: 119-120).

 

El cambio en Sanjinés de ser un cineasta-autor cuya perspectiva es todavía occidental, a ser un intérprete-coautor junto a una colectividad indígena cuya perspectiva es netamente indígena se hará realidad en su próxima y mejor película, La nación clandestina (1989).

La nación clandestina

La película narra la historia de Sebastián Mamani (Reinaldo Yujira), un indígena aymara cuya vida él va recordando, después de muerto, a través de flashbacks y flashbacks dentro de flashbacks. Lo primero que Sebastián recuerda es la Jacha Tata Danzante, un antiguo baile ritual hasta la muerte que él había presenciado como niño, y cuyo objetivo era paliar las faltas de la comunidad para restituir la armonía con la naturaleza y con ella las lluvias que no habían llegado por varios años. Luego se suceden nuevos flashbacks, cada uno activado, al modo de Proust en En busca del tiempo perdido, por un azar sensorial. Primero vemos cómo su propia familia lo entrega a una familia criolla de La Paz para servirles de ayuda doméstica, pues la madre cree que así Sebastián tendrá mejores oportunidades en la vida. Ya de adulto, Sebastián vive en una de esas barriadas pobres descritas por Quijano, donde florecen las organizaciones vecindales y con ellas el privado-social. La película, sin embargo, no muestra esta realidad urbana, sino cómo Sebastián va de trabajo en trabajo, sin rumbo y sin conexiones humanas profundas.

Sebastián se gana la vida desde su domicilio, como carpintero de ataúdes, y para ganar más dinero, se enlista en el ejército nacional y luego en el servicio secreto del Estado. Alejado cada vez más de sus raíces, Sebastián se va alcoholizando hasta llegar a cambiarse el apellido de Mamani a Maisman, pensando que eso lo ayudará a escalar socialmente. Por la forma en que la película presenta el cambio de apellido, poco antes de ingresar al servicio secreto y participar en una redada contra unos disidentes, es lícito pensar que la decisión de cambiárselo representa el nadir en la trayectoria de Sebastián, el punto cuando ya ha interiorizado plenamente los valores racistas de la familia criolla que lo había adoptado / comprado, del ejército, y del servicio secreto. Tras la redada Sebastián se siente peor que nunca. Cuando su hermano Vicente lo encuentra embriagado en una cantina, se lo lleva con él a Willkani, el ayllu al que ambos pertenecen. En Willkani Sebastián es recibido como un hijo pródigo, e inclusive es electo como representante de Willkani ante las autoridades del Estado en La Paz, para negociar una ayuda alimenticia. La oferta de ayuda divide al ayllu. Mientras unos están a favor de recibirla, otros advierten que este tipo de ayuda siempre ha traído más dependencia y pobreza. A pesar de estas diferencias de opinión, Sebastián va a La Paz como representante de su ayllu, y unilateralmente decide aceptar la ayuda, vender parte de ella y quedarse con el dinero.

Entretanto, Sebastián se “enamora” de Basilia (Delfina Mamani), una joven mujer de su ayllu. Un día la encuentra sola, pero en lugar de tratarla con respeto y cariño, le comienza a tirar piedritas hasta acorralarla en contra de un precipicio, todo filmado en un plano general donde los personajes son como miniaturas dentro de un panorama andino inmenso, ayudando así al espectador a tomar distancia sobre lo representado. No lo vemos en pantalla, pero podemos asumir que la violó porque la última toma de la secuencia la muestra atrapada entre Sebastián y el precipicio. En su violencia y corrupción, este primer Sebastián encarna la actitud machista y racista de la nación oficial hacia la cultura indígena, como si lo natural fuera que la cultura indígena esté ahí para ser violada y vendida.

Cuando los ancianos del ayllu se enteran del acto de corrupción, convocan una reunión y deciden expulsar a Sebastián de la comunidad. Paradójicamente, aquí comienza la transformación de Sebastián en sujeto aymara. De regreso en La Paz, y tras una borrachera descomunal, manda hacerse una máscara ceremonial para bailar la Jacha Tata Danzante, ordena el vestuario correspondiente, y máscara en mano, emprende a pie su viaje hacia Willkani. Durante el viaje hay varios flashbacks adicionales, y una secuencia importante donde un estudiante universitario está siendo perseguido por las fuerzas represivas del Estado. Cuando se hace evidente que unas indígenas no pueden ayudarlo porque no entienden el castellano, el estudiante reacciona violentamente con insultos racistas. Se trata de un comentario crítico al doble discurso de un sector de la intelectualidad criolla de izquierda, que dice luchar por los indígenas, pero que jamás se interesa en conocer su lengua, cultura o historia.

Tras un tenso encuentro con las mismas fuerzas armadas que perseguían —y, de hecho, matan— al estudiante, Sebastián llega a las afueras de su pueblo natal, donde los niños lo reciben con curiosidad y algarabía por la vestimenta y la máscara que lleva puestas. Pronto llega el shamán del ayllu (Roque Salgado). Sebastián respetuosamente le explica sus intenciones al shamán, y el shamán lo deja proceder tras consultarlo con los ancianos y ancianas del ayllu. Caso seguido, llegan también los sobrevivientes de una masacre de obreros en las minas cercanas al ayllu. La primera toma de los sobrevivientes es un plano general muy similar a una de las tomas iniciales en El coraje del pueblo, en donde unos mineros indígenas marchan hacia unas minas para reclamar sus derechos. En La nación clandestina, sin embargo, la confrontación ya no es entre “obreros” y “patrones”, lo cual sería una prolongación de la interpretación marxista que hace El coraje del pueblo de la Masacre de San Juan, sino una confrontación dentro de la misma comunidad indígena. Indignados por la presencia de Sebastián justo cuando ellos traen a varios muertos a cuestas, los mineros comienzan a insultar a Sebastián y a reclamarle al shamán que lo haya dejado pasar. La confrontación entre mineros de un lado, y el shamán que defiende a Sebastián del otro, está filmada toda en un brillantísimo plano secuencia que culmina con el shamán imponiendo su punto de vista sobre los indignados mineros, y abriendo paso al desenlace de la película: la danza ritual hasta la muerte, y el cortejo fúnebre de Sebastián, cargado por los indígenas que antes lo habían expulsado. Una vez pasa el cortejo fúnebre ante la cámara, y como punto final, emerge Sebastián de detrás de la cámara, observando con nosotros su propio funeral / reincorporación al ayllu.

El desenlace de La nación clandestina facilita una lectura de Sebastián como un individuo-colectivo que se redime, no sacrificando su propia individualidad dentro de una colectividad indifirenciada, sino armonizando sus propias aspiraciones individuales con las necesidades colectivas, y su memoria personal con la memoria colectiva. De hecho, la vida de Sebastián reproduce a nivel individual la historia colectiva de su pueblo a lo largo de varios siglos, de forma tal que su re-incorporación al ayllu a través de la Jacha Tata Danzante anuncia el fin de la nación clandestina y el comienzo de un renacer indígena. Esta transformación ocurre no dentro de un tiempo lineal, sino dentro de un tiempo cíclico que, a nivel individual, va desde una armonía con la naturaleza cuando Sebastián era niño, a una desarmonía durante su largo destierro en La Paz, y finalmente a una renovada armonización con la naturaleza tras un baile hasta la muerte que no es sino un renacer. A nivel colectivo, la trayectoria de Sebastían refleja la trayectoria colectiva que va de la armonía con la naturaleza antes del contacto con los europeos; a una desarmonía de más de cuatro siglos (primero bajo el régimen colonial y luego bajo el régimen republicano); y finalmente a una nueva armonización con la naturaleza, bajo una nación transformada que ha logrado salir de la clandestinidad. Es una nación que, como Sebastián, ha sabido superar los traumas de la experiencia colonial y republicana, para nuevamente regirse por los valores de reciprocidad, solidaridad y democracia.

En el artículo titulado “El plano secuencia integral”, publicado en 1989, Sanjinés explica por qué el plano secuencia—una secuencia filmada sin cortes, en una sola toma —es la forma más adecuada para representar la reciprocidad, solidaridad y democracia que la película tematiza:

 

En la cultura andina el predominio de los intereses del grupo, la tradición colectivista, las prácticas solidarias, la visión de conjunto, de integración y participación componen, en sus significantes ideológicos y en su praxis cotidiana, una propia manera de encarar la realidad, de resolver los problemas de la vida y de la sociedad y los problemas de la propia individualidad, supeditada a lo colectivo. [...] Proponer una técnica narrativa adecuada a la cosmovisión andina nos pareció fundamental. [...] Poco a poco, se nos hizo claro que la cámara debía movilizarse sin interrupción y motivada por la dinámica interna de la escena. Sólo así se podía lograr su imperceptibilidad y la integración espacial. Al no fragmentar la secuencia en diversos planos se podía transmitir un ordenamiento nuevo, un ordenamiento propio de los pueblos que conciben todo como una continuidad de ellos (Sanjinés, 1989: 69-70).

 

Esta inclusividad, donde los bandos opuestos que se enfrentan no se cancelan sino que se concilian dentro de una misma secuencia y un mismo encuadre, como en el plano secuencia integral donde se enfrentan Sebastián y los mineros; y donde además lo hacen a través de un ritual que es individual y colectivo al mismo tiempo, con todo y máscara, espejos y danza; se convierte entonces en la manifestación estética de una cosmovisión neobarroca, una cosmovisión inclusiva de la humanidad muy alejada de la cosmovisión excluyente que Sanjinés plasmó en El coraje del pueblo, donde el montaje dialéctico subraya como intrínseca la irreconciabilidad de los elementos encuadrados y narrados.

Frida, naturaleza viva

La práctica del cine neobarroco encuentra su plenitud en La nación clandestina y en Frida, naturaleza viva (1989), de Paul Leduc. Leduc es un artista de pocas palabras, y a diferencia de Birri, Rocha, y Sanjinés, quienes han dejado por escrito sus teorías sobre cine militante y cine neobarroco, la teorización que hace Leduc del neobarroco está incorporada a la película misma, en una secuencia donde Trotsky camina solo por el bosque, y escuchamos en voz en off una carta de amor que le dirige a Frida. Esta carta de amor no existe en la realidad, sino que Leduc la inventa a partir del manifiesto “¡Por un Arte Revolucionario Independiente!”, publicado originalmente en 1938. El argumento principal del manifiesto, escrito por André Breton y León Trostky aunque firmado por Breton y Diego Rivera, es que el arte no debe seguir fines que no sean los propios del arte. El manifiesto proclama:

 

A quienes nos exigieran, para hoy o para mañana, consentir en que el arte se someta a una disciplina que consideramos radicalmente incompatible con sus medios, oponemos una rotunda negativa y nuestra voluntad deliberada de atenernos a la fórmula: toda licencia en arte. [...] Si para el desarrollo de las fuerzas productivas materiales la revolución se ve obligada a erigir un sistema socialista de plan centralizado, para la creación intelectual tiene que establecer y asegurar desde el comienzo un régimen anarquista de libertad individual. [...] [L]a tarea suprema del arte en nuestra época es participar consciente y activamente en la preparación de la revolución. Sin embargo, el artista sólo puede servir en la lucha emancipadora si se ha penetrado subjetivamente de su contenido social e individual, si ha llevado a sus nervios el sentido y el drama de aquélla y si trata libremente de dar una encarnación artística a su modo interior (Bretón y Rivera, 1979: 184).

 

En Frida, naturaleza viva, la carta ficticia que Trostky le escribe a Kahlo en francés, resume estas ideas con un tono apropiadamente epistolar:

 

Mi querida Frida, quiero compartir contigo algunos pensamientos sobre la conexión entre el arte genuino y la revolución. El arte proletario y el uso pedagógico del arte no son las únicas formas de cultura revolucionaria. Los trabajadores del mundo necesitan de lo que tú puedes ofrecerles: la idea de la complejidad psicológica del hombre, y la expresión de la fuerza que tiene un instante de pasión (traducción mía).

 

A través de esta carta ficticia, y de su intertextualidad con uno de los manifiestos de arte más importantes del siglo XX, la película teoriza como válido el arte heterodoxo que las pinturas íntimas de Frida representaban en un contexto artístico dominado por el muralismo épico. A la misma vez, la carta valida la experimentación formal y de contenido que Leduc usa para construir su biografía de Kahlo, por tres razones. Primero, porque la película construye un espacio discontinuo y un tiempo fragmentado que cuestionan la continuidad temporal y espacial que requieren los discursos monológicos como el liberalismo, el socialismo de Estado y el corporativismo de Estado. Segundo, porque la película explora un personaje cuyas contradicciones, lejos de desprestigiarla, confirman su humanidad. En concreto, la Frida de Leduc es una mujer liberada que sin embargo se siente incompleta porque no puede tener hijos, y es también una mujer que practica el amor libre y sin embargo no le perdona a Diego que haga lo mismo. Finalmente, la Frida que Leduc construye nos revela, en sus momentos más íntimos —ya sea con el carpintero, con una trabajadora doméstica, con Rivera o con Trostky— su compromiso de vivir el presente, no como un eslabón instrumentalizador de una cadena que apunta hacia alguna futura utopía, sino como un instante privilegiado donde las relaciones sociales son desde ya inclusivas y horizontales.

Conclusiones

Para concluir, quiero retomar unas palabras que Fernando Birri escribió en 1985, en pleno apogeo de la fase neobarroca del NCLA:

 

[Estamos intentando desarrollar] un cine activo para un espectador activo, un cine para la liberación [...] económica, política e ideológica, pero también para la liberación de la imagen, y por lo tanto de la imaginación. [...] Este es el nuevo cine poético-político que se está produciendo en América Latina; y es evidencia de la crisis que hemos visto durante este Quinto Festival de La Habana. Crisis es [continúa Birri] una palabra que no gusta a mucha gente porque significa sobre todo cambio. Ciertamente, si el cambio es hacia la vejez, la senilidad o la arteriosclerosis, uno entendería [...] Pero si la crisis es el primer grito de un bebé al nacer, o la ruptura o laceración de un adolescente que comienza a plantear preguntas difíciles que quizás no tienen respuesta, entonces es muy positivo porque es una crisis de crecimiento y una crisis de maduración (Birri, 1997: 97-98; traducción mía).

 

En los años cincuenta, los discursos liberal y corporativista que habían imperado durante la primera mitad del siglo XX entraron en plena crisis. Muchos interpretaron esa crisis como un gemido de muerte, sobre todo después del triunfo de la Revolución Cubana, cuando el socialismo irrumpió como alternativa viable. Sin embargo, en los años setenta, el socialismo también entró en crisis, no sólo por invasiones y bloqueos, sino también porque la izquierda ortodoxa se mostraba tan intransigente y populista como la derecha reaccionaria. Por lo tanto, cuando a partir de los años setenta artistas como Rocha, Birri, Sanjinés y Leduc le señalan a la izquierda ortodoxa sus contradicciones, prejuicios, y limitaciones, lo hacen como parte de un proyecto de modernidad alternativa, un proyecto que encontró en el neobarroco una praxis adecuada a los nuevos ideales de solidaridad, reciprocidad y democracia.

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La revalorización ontológica de la obra en las vanguardias: algunos apuntes teóricos1

Víctor Manuel Osorno Maldonado

Universidad Nacional Autónoma de México

 

 

 

 

 

 

Resumen

En este artículo se propone que el surgimiento de las vanguardias europeas constituye no sólo una transformación estilística, sino un cambio en la estructura esencial de las artes, es decir, una revalorización de la ontología inherente al quehacer estético. Para sustentar este planteamiento, el autor acude a reflexiones de algunos teóricos y filósofos como Renato Poggioli, Peter Bürger, Hans Magnus Enzensberger, Ortega y Gasset, entre otros, al tiempo que encuentra en varias características del arte de vanguardia, por ejemplo, el ensimismamiento, la paradoja, el humor, la fragmentariedad y el shock, argumentos sólidos para explicar por qué la literatura y las artes modificaron su ser esencial durante las primeras décadas del siglo XX. A manera de colofón, se menciona cómo esta serie de innovaciones de la vanguardia europea encuentran resonancia en algunas obras latinoamericanas, no pasando por alto el problema que implica el fenómeno de la transculturación.

 

Palabras clave: vanguardia, ontología, literatura, transformación, crisis mimética.

 

Abstract

In this article it is proposed that the emergence of the European avant-garde is not only a stylistic change, but a change in the essential structure of the arts, that is, an appreciation of the ontology inherent aesthetic work. To support this approach, the author turns to thoughts of some theorists and philosophers as Renato Poggioli, Peter Bürger, Hans Magnus Enzensberger, Ortega y Gasset, among others, while he finds in several avant-garde features, for example, the absorption, the paradox, the humour, the fragmentation and shock, solid arguments to explain why literature and the arts modified essential being during the first decades of the twentieth century. As a coda, is mentioned how this series of European avant-garde innovations found resonance in some Latin American works, not ignoring the problem involving the phenomenon of acculturation.

 

Keywords: Avant-Garde, Ontology, Literature, Transformation, Mimetic crisis.

 

Al analizar cualquier obra literaria, sin importar la perspectiva crítica que se adopte, es necesario trazar una línea del tiempo que permita ubicar al texto en un contexto específico. Se trate de la lírica griega, de la novela de caballerías o del cuento fantástico, el sentido de las obras resulta más amplio cuando se conocen algunos hechos que ocurrían en el mundo externo a éstas. Pero además de contar con un telón de fondo nítido y detallado en cuanto a la historia, la cultura y la sociedad, situar un discurso literario en un momento determinado permite comprender mejor el porqué de las formas y los contenidos; observar cómo varían las modas o tendencias del arte a partir de la relación que los creadores establecen con su entorno y con tradiciones anteriores. Desde este punto de vista, aunque el vínculo entre lo estético y lo real resulta innegable, es cierto que los procedimientos para establecer dicho contacto han variado con el discurrir de la historia, pues la literatura se transforma por arte y capricho de aquellos que la inventan. Cambia el mundo y con ello el estilo, la estructura y la intención de los discursos que lo describen desde el terreno del arte.

Con frecuencia, la historia de la literatura es asumida como un fenómeno dialéctico, y con cortes temporales precisos, en el que el surgimiento de una corriente responde al rechazo de los procedimientos estéticos que la tradición anterior había desarrollado. Sin embargo, la transformación de la serie literaria es un proceso mucho más complejo, ya que los autores, además de oponerse a lo establecido y buscar la novedad, retoman ciertos temas, formas e intereses de la literatura que les antecede para reformularlos. Sólo así es posible la gestación de nuevas concepciones en torno al arte literario, ya que en ningún caso lo novedoso nace de la ignorancia u olvido del pasado, sino de su reconsideración. No hay escritor que se enfrente a la tabula rasa ni corriente literaria que nazca por generación espontánea; tampoco existe un libro aislado y de originalidad absoluta. Entonces, los cambios que experimenta la literatura, más allá de ajustarse a la secuencialidad histórica, se muestran como una red de sentido que a su paso atrapa resabios del pasado; como un devenir que, a través de los textos, interconecta diferentes espacios, tiempos, experiencias y realidades. Hans Magnus Enzensberger, en su ensayo “Las aporías de la vanguardia” (1963), afirma que: “no es sólo trillada, sino ahistórica la fe ciega que se complacen en depositar en el gastado concepto de generación, como si la vida de las artes, y no la de las triquinas, fuese la sujeta a la ley biológica de la sucesión de las generaciones, o como si la substancia de un himno de Hölderlin o de una pieza de Beckett quedase determinada por el «año» del autor” (1963: 2). Lo que marca la transformación entre un estadio y otro es el signo de la crisis.

Pero aunque el decaimiento de los mecanismos discursivos, o mejor aún su estandarización, es una constante en el proceso de evolución literaria, existen algunos momentos en los que la tendencia iconoclasta resulta más contundente. Prueba de ello es la transición del siglo XIX al XX, periodo en el que varios creadores europeos, cansados de que el arte fuera un reflejo en cierta medida fiel de la realidad, empiezan a experimentar con sus respectivos materiales: la palabra, la forma, el color, el sonido y el movimiento. Hasta entonces, la transformación de las obras estéticas se llevaba a acabo de manera más superficial que profunda pues, desde el clasicismo grecolatino hasta la primera etapa del romanticismo, se mantuvo una estructura esencial a las artes que consistía en la representación del mundo, en la imitación y la deformación de lo observado por el hombre. Cuando los artistas desafían estos mecanismos discursivos e intentan con su trabajo no sólo re-describir sino agregar algo a la realidad, dicha estructura tradicional2 se fragmenta y la creación estética se abre a nuevas posibilidades que ya no están anquilosadas en el mundo real.

Poetas y pintores, principalmente, se van haciendo conscientes de su libertad expresiva ante el espacio en blanco y de las incomodidades que esto genera, ya que los receptores estaban acostumbrados a que todo en el arte debía tener una explicación racional y un claro eco en la realidad. Al respecto, Mario de Micheli, en su estudio Las vanguardias artísticas del siglo XX (1984), refiere una nota periodística, aparecida en el National el 18 de marzo de 1838, en la que Alexandre Decamps —pintor que destacó junto a Delacroix y Vernet dentro de la escuela romántica francesa—, describe con claridad el rechazo de la burguesía ante las nuevas inclinaciones estéticas, recepción que se mantendría hasta el estallido y auge del vanguardismo:

 

las obras de arte de una originalidad demasiado independiente o de una ejecución demasiado audaz ofenden la vista de nuestra sociedad burguesa, cuyo limitado espíritu no puede abrazar ni las vastas concepciones del genio ni los arrebatos generosos de amor a la humanidad. El vuelo de la opinión es de corto alcance; todo lo que sea demasiado vasto, todo lo que se eleve por encima de ella se le escapa (19).

 

A partir de este comentario de Decamps, es posible observar que la literatura cambia de función respecto a la sociedad, debido a que las obras ya no son la expresión de los valores imperantes en el espacio extraliterario, sino un discurso que se opone a ellos mostrando las carencias, las limitaciones y los prejuicios que, por parte de creadores y receptores, hacían del arte un procedimiento reproductivo. A decir de Jochen Schulte-Sasse, en su texto “La vanguardia artística” (1989), esta oposición explícita entre el arte y la sociedad inicia su desarrollo en el siglo XIX, ya que “Desde el romanticismo en adelante, con algunas pocas excepciones como el realismo decimonónico, el impulso del arte culto ha sido su relación antagónica, en forma y contenido, con la sociedad” (1989: 546). Pero dicha confrontación, aunque gestada en el romanticismo, eclosionaría de manera absoluta durante las tres primeras décadas del siglo XX, lapso en el que se sitúa el nacimiento del vanguardismo europeo.3

Esta falta de correspondencia entre arte y realidad acarrea múltiples consecuencias que se manifiestan tanto en el estilo como en la estructura de las obras, es decir, en el plano superficial pero también en el profundo, pues las vanguardias no sólo suponen una ruptura formal sino un cambio de concepción respecto al ser, la esencia y el sentido de las artes. En cuanto a la literatura, de todas las transformaciones que sufrió dicho proceso creativo conviene anotar dos fenómenos complementarios y fundamentales para la revalorización ontológica de la obra literaria que se lleva a cabo durante las vanguardias: por un lado, la tendencia del arte a ensimismarse y reflexionar sobre sus limitaciones y alcances; por otro, el declive de la realidad humana como principal asidero para la decodificación de las obras.

Respecto a la manifestación del primer fenómeno, Xavier Rubert de Ventós, en su estudio El arte ensimismado (1963),4 menciona que “La novela, al igual que la pintura, tendió a afirmarse entonces como creación pura, no como expresión de lo real sino como nueva figuración […]. La obra literaria apuntaría hacia sí misma y nada más; sería, como decía Lapicque de la nueva pintura, «signo y símbolo de sí misma»” (1963: 86). Tal retracción del discurso permite que autores y lectores se detengan a pensar en la palabra y su deformación estética, pues la literatura cada vez remite menos al afuera y más a las implicaciones que conlleva su proceso constructivo, de manera que, como apunta Schulte-Sasse “El contenido social del arte comienza ser sustituido por el contenido predilecto de reflexionar sobre su forma” (1989: 547). Por otro lado, Helio Piñón, en el “Prólogo” a Teoría de la Vanguardia (1974), estudio de Peter Bürger que constituye una referencia medular en este tema, afirma que “la consciencia lingüística de la realidad compromete al vanguardista en la reflexión sobre el lenguaje como vía de acceso a realidades nuevas: el lenguaje, pues, construye la realidad, no refiere un mundo preexistente” (1987: 13). Se hace explícito el poder creador de la palabra y la literatura se libera de ataduras; los autores ya no describen el mundo, lo erigen; ya no hay géneros literarios, sólo escritura artística en el más amplio y libre de los sentidos; ya no hay obras terminadas, sino apuntes y esbozos que permiten al lector observar el andamiaje poético o narrativo que, hasta entonces, permanecía siempre oculto. Cuando el arte literario se cierra para el mundo, las palabras se ensimisman provocando que el objeto estético muestre sus entrañas y se reafirme como artificio.5 Si bien, antes del nacimiento de las vanguardias europeas la literatura ya daba muestras de este carácter especular y hermético, es hasta inicios del siglo XX cuando un sinnúmero de autores radicalizan dichos rasgos y hacen de su escritura una caja de espejos.

Otro factor decisivo para la reformulación de la obra que tuvo lugar durante las vanguardias, consiste en lo que Ortega y Gasset denominó “La deshumanización del arte” (1925), ensayo en el que afirma que: “Si el arte nuevo no es inteligible para todo el mundo, quiere decirse que sus resortes no son los genéricamente humanos. No es un arte para los hombres en general, sino para una clase muy particular de hombres que podrán no valer más que los otros pero que evidentemente son distintos” (1995: 319). De esta forma el autor explica que los nuevos productos estéticos —entendiendo por ello el arte de vanguardia—, se caracterizan por alejarse de los intereses humanos en busca de una pureza estética; es decir, de una autorreferencialidad que se pretende absoluta pero que sólo puede ser parcial, ya que, siguiendo nuevamente a Ortega y Gasset, “Aunque sea imposible un arte puro, no hay duda alguna de que cabe una tendencia a la purificación del arte. Esta tendencia llevará a una eliminación progresiva de los elementos humanos, demasiado humanos, que dominaban en la producción romántica y naturalista” (321). El hecho de que los rasgos de humanidad sean cada vez más opacos, constituye un requisito indispensable para la introyección del arte en sí mismo, para la evasión y rechazo de la realidad, para la verdadera expresión de los genios creativos porque, tal y como se afirma en el texto comentado, “Es fácil decir o pintar una cosa que carezca por completo de sentido, que sea ininteligible o nula: bastará con enfilar palabras sin nexo, o trazar rayas al azar. Pero lograr construir algo que no sea copia de lo «natural», y que, sin embargo, posea alguna sustantividad, implica el don más sublime” (328).

Una vez planteados el ensimismamiento y la deshumanización como elementos medulares en la idea vanguardista del arte y la literatura, conviene seguir trazando una ruta de comprensión que, a partir de la filosofía y la teoría literaria, permita observar las diferentes perspectivas desde las que se ha estudiado la estética general de las vanguardias. Al respecto, Rodolfo Mata, en su “Prólogo” a Teoría del arte de vanguardia (1962), estudio pionero de Renato Poggioli, considera que los análisis del fenómeno vanguardista pueden agruparse en dos vertientes claramente identificables:

 

se asocia el primer eje con las respuestas a los cuestionamientos sobre el lugar de las vanguardias en la sociedad y sus relaciones e interacciones con ella en el sentido más amplio. El segundo eje se puede perfilar como el que inquiere por el lugar de las vanguardias dentro de la propia institución del arte. El primer eje está vinculado mayormente con la historia, mientras el segundo puede producir reflexiones y conceptos cuya aplicación sea transhistórica. Así, desde aquél, las vanguardias de las primeras tres décadas del siglo XX, hoy llamadas “históricas”, son algo totalmente distinto de las llamadas “neovanguardias” de los años cincuenta y sesenta, en tanto desde el segundo, tendrán importantes rasgos en común. (1962: III).

 

Más adelante, Mata afirma que Teoría de la vanguardia de Peter Bürger se ubica dentro de la primera perspectiva, aquella preocupada por los cambios que el arte sufrió en tanto institución de la sociedad burguesa y también respecto a los medios de producción, distribución y recepción, por acotar algunos de los aspectos en los que se centra dicha propuesta de corte sociológico. Por otro lado, Rodolfo Mata considera que un modelo de análisis como el articulado por Poggioli permite trascender, hasta donde sea pertinente, límites temporales y asumir la vanguardia como un fenómeno que, si bien está determinado históricamente, se infiltra de diversas formas en el arte posterior. Lo que aquí interesa, es retomar el trabajo de ambos teóricos de la vanguardia (Poggioli y Bürger) y, más que confrontar sus puntos de vista, estudiar cómo cada uno explica las profundas variaciones que la noción “obra de arte” experimentó en el contexto del vanguardismo europeo. Pero además de describir las alteraciones formales que trajo consigo el arte vanguardista, los modelos de Poggioli y Bürger ofrecen diversas reflexiones tocantes a la estructura esencial de los discursos estéticos, por lo que resulta factible profundizar, a partir de sus propuestas, en lo que aquí se denomina como la revalorización ontológica de las obras literarias.

Aunque parece un tanto obvio señalar que el interés por “lo novedoso” es piedra de toque en los movimientos vanguardistas, e incluso una actitud que aparece y reaparece en cada periodo del arte, Renato Poggioli establece algunos matices que en dicho contexto recibe la idea de lo nuevo. Para el crítico italiano, las vanguardias representan un hito en el desarrollo de la estética occidental porque “se trata de una novedad no de forma sino de sustancia, un fenómeno verdaderamente excepcional en la historia de la cultura” (1962: 29). Sin embargo, y volviendo al planteamiento inicial de que la evolución literaria, más que una secuencia de periodos muy bien definidos, funciona a la manera de un devenir, Poggioli afirma que el interés por lo novedoso y por la experimentación con el material creativo, si bien es característico del vanguardismo, cuenta con una estirpe romántica, ya que:

 

Uno de los aspectos más importantes de la poética práctica de las vanguardias es aquel al cual se alude con el término de experimentalismo. A este respecto es fácil reconocer el precedente inmediato de la experimentación estética romántica, la ansiosa búsqueda de formas nuevas y vírgenes, tendiente no sólo destruir el sólido reticulado de las reglas, o la jaula dorada de la poética clásica, sino también a buscar una nueva morfología artística, un nuevo lenguaje del espíritu (69).

 

Esa búsqueda romántica de novedad formal es el caldo de cultivo que permitiría una mutación mucho más compleja y profunda durante las primeras décadas del siglo XX, momento en el que, además de renovarse las estrategias de representación, el quehacer artístico en su totalidad adquiere un nuevo sentido: los creadores cuentan con la libertad necesaria para romper cualquier molde, las obras no se articulan a partir de un sentido lógico-causal, apelan más a la intuición que a la razón, y los receptores se inquietan porque, a pesar de reconocer su mundo en los discursos artísticos, éste funciona bajo otras leyes que nada o poco tienen que ver con las de la naturaleza. Entonces, como explica Helio Piñón, “La idea de sistema, esencial en el arte clásico, se invierte en la vanguardia en la medida que no se trata de organizar canónicamente realidades existentes, sino de provocar la emergencia de realidades implícitas” (1987: 9). Por tanto, la puesta en crisis del sistema jerárquico que articulaba la expresión artística representa uno de los aspectos, quizá el más relevante, que interviene en la transformación ontológica de las obras vanguardistas.

Es cierto que por más experimental que sea un discurso siempre debe contar con un andamiaje que lo soporte, con determinados rasgos de unidad que lo doten de sentido, aunque éste sea oscuro, simbólico, iconoclasta, paródico y/o disperso. Al no poder obviar dicha necesidad de organización, inherente a cualquier objeto estético, lo que desafían los vanguardistas es la concepción de la obra como una entidad estratificada, como una estructura unilateral en la que las partes se organizan en función de un concepto global. Entonces, y siguiendo los planteamientos de Peter Bürger, “La obra de vanguardia no niega la unidad en general (aunque incluso eso intentaron los dadaístas), sino un determinado tipo de unidad, la conexión entre la parte y el todo característica de las obras de arte orgánicas” (1987: 112). De esta forma, se desploma el carácter monolítico con que hasta entonces se concebía el arte porque, según los planteamientos de Bürger, a diferencia del artista clásico, “El vanguardista, por su parte, reúne fragmentos con la intención de fijar un sentido (con lo cual el sentido podría ser muy bien la advertencia de que ya no hay ningún sentido). La obra ya no es producida como un todo orgánico, sino montada sobre fragmentos”(133). Así, el quiebre del todo y la subsecuente dispersión de las partes, mismas que esperan ser reacomodadas de otro modo y adquirir un significado distinto, también constituyen aspectos fundamentales en la revalorización del arte y la literatura que aquí se describe.

Si se piensa que, desde la antigüedad hasta nuestros días, los materiales con los que cuenta el artista son los mismos, lo que ha variado entonces es la actitud que se asume frente a ellos, tanto en el proceso de creación como en el de recepción. En este sentido, Bürger apunta las diferentes posturas adoptadas por el arte orgánico, es decir, tradicional, y el arte inorgánico, o de vanguardia, dejando claro que ciertas variaciones, aunque de carácter técnico y formal, cuentan con una repercusión importante en el proceso de evolución ontológica de las obras, ya que:

 

El artista que produce una obra orgánica (lo llamaremos en lo sucesivo clasicista, sin querer dar por ello un concepto del arte clásico), maneja su material como algo vivo, respetando su significado aparecido en cada situación concreta de la vida. Para el vanguardista, al contrario, el material sólo es material; su actividad no consiste principalmente en otra cosa más que en acabar con la “vida” de los materiales, arrancándolos del contexto donde realizan su función y reciben su significado. El clasicista ve en el material al portador de un significado y lo aprecia por ello, pero el vanguardista sólo distingue un signo vacío, pues él es el único con derecho a atribuir un significado. De este modo, el clasicista maneja su material como una totalidad, mientras que el vanguardista separa el suyo de la totalidad de la vida, lo aísla, lo fragmenta. (1987: 132-133).

 

Antes de las vanguardias, la creatividad del artista se reducía, en cierta medida, a combinar de formas distintas una serie de materiales previamente codificados; por ejemplo, en el plano de la literatura, los géneros, los temas y la intención de los discursos contaban con una fuerte carga semántica establecida por la tradición y por los intereses sociales del momento, de manera que los escritores tomaban dichas piezas para construir, dando muestras de su propio estilo, un discurso bien acabado que tuviera evidentes reminiscencias con el mundo extraliterario. Pero como señala Bürger, el surgimiento de obras inorgánicas supone la fragmentación tanto de la estructura como del significado con que contaban cada parte del discurso estético, de ahí que dicho teórico se refiera al “signo vacío” como punto de partida y destino de la expresión vanguardista. Tal libertad sólo pudo alcanzarse mediante la descontextualización de la materia prima con que se construían las obras, fenómeno que la escuela formalista rusa, concretamente Víktor Shklovski, había denominado “extrañamiento” y que, a decir de Bürger, se radicalizaría durante las vanguardias provocando un shock en los receptores, pues:

 

Cuando los formalistas rusos hacen del “extrañamiento” el procedimiento artístico, el conocimiento de la generalidad de esta categoría permite que en los movimientos históricos de vanguardia el shock de los receptores se convierta en un principio supremo de la intención artística. El extrañamiento efectivo se convierte, de esta manera, en el procedimiento artístico dominante y puede al mismo tiempo ser distinguido como categoría general. Esto no quiere decir que los formalistas rusos hayan mostrado el extrañamiento en el arte vanguardista (al contrario, el Don Quijote y el Tristam Shandy son las pruebas preferidas por Sklovkij); solamente afirmo que hay una conexión necesaria entre el principio de shock en el arte de vanguardia y el estudio de la validez de la categoría general de extrañamiento (56-57).

 

Respecto a las artes plásticas, basta con pensar en la rueda de bicicleta empotrada en un banco que Marcel Duchamp presentó en 1915, creando con ello la técnica del ready-made, expresión más característica del dadaísmo y que consiste en apartar de su contexto objetos de uso cotidiano para presentarlos como obras de arte. Posteriormente, Duchamp se valdría de un urinario y un escurridor de botellas para desconcertar al público con otras dos obras de vanguardia que radicalizan el extrañamiento en shock. En este punto, no es fortuito aludir a uno de los máximos exponentes del dadaísmo para ejemplificar el shock que genera el arte vanguardista, ya que dicho movimiento se caracterizó por la radicalidad, la rebeldía, la mofa ante lo solemne y la instauración del absurdo como mecanismo primordial que revierte la función y el significado del arte. Para ejemplificar el shock en las expresiones literarias, sólo hay que recordar el primer manifiesto dadaísta de 1918, en el que Tristán Tzara escribiría: “Libertad: DADA, DADA, DADA, aullido de colores encrespados, encuentro de todos los contrarios y de todas las contradicciones, de todo motivo grotesco, de toda incoherencia: LA VIDA” (De Micheli, 1984: 302), o algún pasaje de la novela Nadja, escrita por André Breton en 1928 y que se convertiría en un texto ejemplar de lo que los surrealistas denominaron “escritura automática”.6

En un ambiente cargado de novedad y en el que se privilegiaba el individualismo, el shock provocado por las obras vanguardistas dio origen a las más diversas opiniones. Mientras que un sector de los receptores rechazaron dichas manifestaciones estéticas, tildándolas de incomprensibles y revelando con ello su nula capacidad para aceptar algo que superara la racionalidad, también hubo quienes se mostraron abiertos a una nueva forma de interpretar el arte. Ahora el reto consistía en hallar un posible sentido sin pretender con ello englobar la obra en un concepto específico, ya que la fragmentariedad de los discursos y el privilegio de las partes, principio creativo de las vanguardias, también se convirtió en fundamento de la recepción. Con el cambio ontológico de la obra que ocurre durante este periodo del arte, los intérpretes también se liberan de la razón como punto de arranque y puerto de sus pensamientos, pues el hecho de descifrar una obra vanguardista ya no requiere únicamente de una labor exegética, sino de un tipo de lectura que respete el hermetismo, la deformación y lo que de inexplicable queda en las obras. Justo cuando no se quiere aprehender de manera absoluta lo que el artista “quiso” decir en su discurso, es el momento en que la interpretación se transforma en acto creativo, permitiendo que la mirada matice un cuadro o escriba una historia. Al respecto, Renato Poggioli considera que:

 

a pesar de todo la oscuridad del arte de vanguardia no se resuelve solamente con el concurso de la exégesis. Esta última, que nunca es absolutamente necesaria cuando el lector o espectador está bien preparado y dispuesto, nunca es suficiente cuando el lector o espectador es incapaz de superar una innata antipatía. Sin negar la eficacia de la educación y del hábito, la oscuridad del arte moderno seguirá siendo obstáculo insuperable para quien conscientemente niegue su asentimiento, aunque sea provisorio, mientras que para quien esté dispuesto a aceptarlo aunque sólo sea en principio las más arduas esperanzas serán obstáculos superables, las obras más refractarias al entendimiento se le harán accesibles. La interpretación del arte de vanguardia es, pues, esencialmente problema no exegético, sino psicológico (2011: 161-162).

 

Aunque resulta innegable que la exégesis es consustancial a la decodificación de cualquier discurso, Renato Poggioli la rechaza como medio de acercamiento a las obras de vanguardia porque, hasta entonces, dicho ejercicio interpretativo estaba domeñado a la comprensión lógico-causal de los elementos que integran la expresión artística y literaria. Una vez experimentado el shock ante las obras de vanguardia, los receptores se vieron obligados a abandonar sus viejos procedimientos de interpretación, hecho que les permitió comprender que la riqueza y profundidad de ese tipo de arte reside en el desafío de lo racional, en su aspecto inacabado, en lo inasible de sus formas y en lo inexplicable de sus planteamientos. Ante artificios de esta naturaleza, el exégeta tradicional no es capaz de cuestionar la constitución del discurso, ni de responder las inquietudes derivadas de su experiencia estética, pues su forma de decodificar las obras se contrapone a la manera en que éstas sugieren ser leídas. Así, el lector y el crítico vanguardistas se vieron comprometidos a ser tan originales y arriesgados como lo fueron los artistas. Pero algunos no pudieron lograrlo, debido a la dificultad que supone adoptar una postura abierta ante algo tan novedoso y desconcertante, actitud que Poggioli identifica con un problema más psicológico que hermenéutico.

Otro aspecto primordial en la nueva concepción de las obras vanguardistas, consiste en la importancia que cobró el humorismo como herramienta de crítica artística, científica y social. Es cierto que la ironía y la parodia son dos facetas del humor que cuentan con una presencia constante en la tradición artística, de manera particular en la literaria, ya que, desde los griegos hasta los románticos, la risa siempre estuvo acompañada de fuertes críticas ante instituciones sociales, políticas y religiosas. El vanguardismo continúa con esa tradición de presentar un asunto serio por medio de la carcajada, de observar los malestares del mundo y comunicarlos con la estridencia de la risa; sin embargo, el humor de los vanguardistas también se dirige, y con una fuerza especial, a la institución del arte, al lugar que ocupa el artista en la sociedad, a la importancia de su trabajo y a las pretensiones que todo creador deposita en su obra. Por tanto, con el humorismo vanguardista, aunado a la tendencia del ensimismamiento presente en todas las manifestaciones estéticas, se alcanza aquello que Bürger denomina “la autocrítica del subsistema social artístico” (1987: 69), momento en el que los autores privilegian el autoescarnio, la mofa, el sarcasmo, lo grotesco y la caricatura, por mencionar algunas directrices del quehacer crítico-estético que se desarrolló a lo largo de este periodo. En el arte de vanguardia, la risa es un recurso casi obligado y una de las vertientes mayormente explotadas fue la del humorismo crítico del progreso científico, pues cabe recordar que a principios del siglo XX el despunte tecnológico fue tal que, en varios facetas de la vida, la máquina empezó a sustituir al hombre. En relación con dicho aspecto, Poggioli apunta que

 

Una de las formas dominantes o peculiares del humorismo anticientífico es la del humor negro o bilis negra, por usar un epíteto caro a André Bretón […]. Un humorismo de este tipo, patético, grotesco y absurdo, predilecto de algunas corrientes vanguardistas […] obra pues, ante todo, sobre el mecanismo formal de la vida moderna, de la cual se sirve, según la consabida paradoja de lo cómico, con el fin de aniquilarlo y agotarlo (2011: 151).

 

Dicho mecanismo formal de la vida moderna, a pesar de que constituye el punto de ataque del vanguardismo, es también responsable del cambio ontológico que hubo en la estructura de las obras, pues al tiempo que progresaba la ciencia y el saber sobre el mundo, lo hacían el arte y la filosofía. Con las vanguardias el discurso se manifiesta autocrítico y encuentra en dicha postura gran parte de su ironía y su modernidad, ya que, como apunta Octavio Paz en Los hijos del limo (1974), “Lo que distingue a nuestra modernidad de la de otras épocas no es la celebración de lo nuevo y sorprendente, aunque también eso cuente, sino el ser una ruptura: crítica del pasado inmediato, interrupción de la continuidad. El arte moderno no sólo es el hijo de la edad crítica sino que también es el crítico de sí mismo” (1974: 335). Como era imposible sustraerse a dicho devenir modernizante, el artista de vanguardia optó por burlarse de la realidad y de sí mismo, postura que podría explicar el auge que, en el caso de la literatura, adquiere la imagen del escritor como un ser trashumante, opaco, fracasado, anónimo. Además de la paradoja implícita en el humor, las formas en que los vanguardistas se valieron de él multiplicaron las contradicciones al interior de las obras: los libros, los cuadros, los personajes y las historias no estaban completos; el mundo erigido en los discursos era muy extraño, parecía que todo se había convertido en carnaval: lo real, ficticio; lo solemne, irrisorio; lo defectuoso, perfecto; los apuntes, la obra; el receptor, creador. Después del desconcierto y la risa, se puede vislumbrar que el ensamblaje paradójico de las obras fue otro de los aspectos que coadyuvó a revalorizar su ontología.

Entre 1928 y 1929, René Magritte pinta La traición de las imágenes, quizá su cuadro más famoso y que se caracteriza por representar, con el más nítido de los realismos, una pipa y colocar debajo la inscripción: “Ceci n’est pas une pipe”. Con ello, Magritte evidencia que el arte es una máquina de ilusiones que no copia sino que inventa realidades, que busca alejarse del mundo aunque invariablemente remite a él y que tiene como única finalidad la articulación de un espejismo. Esa pipa que no lo es representa un claro ejemplo de que en el arte de vanguardia la paradoja ocupa un lugar central, debido a que constituye una figura de pensamiento y no sólo un recurso estético, hecho que la convierte en uno de los fundamentos estructurales de las obras. En el ámbito de la literatura, dicha simulación de algo que se niega aunque parezca estar ahí, funge como principio creativo en varias obras paradigmáticas de diversos géneros: Un coup de dés (1897), versos en los que Stéphane Mallarmé hizo del azar un elemento preciso en la poesía, Finnegans Wake (1939), novela sobre la marcha de James Joyce que consiste en una serie de innumerables fragmentos que esbozan una historia por demás confusa, y Sei personaggi in cerca d’Autore (1921), texto en el que Luigi Pirandello invita al público al estreno de un drama cuyos personajes esperan por su realización. Estos y muchos otros textos vanguardistas confirman que las obras literarias de dicho periodo encuentran su fuerza motriz en una espiral de paradojas y simulaciones, hacen del lector un cómplice en el juego del escondite, se burlan de la realidad y se muestran tan contradictorias como el ser humano.

Con todos los cambios que el vanguardismo llevó a cabo en la ontología de las obras, sería muy difícil pensar que esa actitud iconoclasta de reformular la estructura y el contenido discursivo terminó una vez superado el auge de dicho movimiento estético. Si bien las tres primeras décadas del siglo XX representan el lapso de mayor experimentación, el impulso vanguardista de jugar con el lenguaje y la materia artística persistió de diversas formas en expresiones ulteriores, ya que, una vez conquistadas la libertad creativa y el privilegio de lo imaginario, las artes se transformaron en espacios abiertos a la elaboración de las más caprichosas y sugerentes ideas sobre la existencia y el mundo. Una vez superada la efervescencia vanguardista, lo que persiste no son los denominados “movimientos históricos”, sino el impulso experimental, el espíritu que libera al arte de la razón, el deseo de encontrar algo nuevo o de ver lo viejo con nuevos ojos, entre otras posturas cuyos orígenes están ligados a la revolución que implicó el estallido de las vanguardias. A propósito de la continuidad que tiene este periodo del arte, Renato Poggioli considera que

 

Si ha habido una superación, ésta ha consistido en la feliz transición de la vanguardia en sentido estricto a una vanguardia en sentido lato, en una derrota de la letra y una victoria del espíritu. La fiebre de otros tiempos está cediendo el paso a una lucidez controlada. A quien mire con ojos no enturbiados por ideologías partidistas, esta transición aparecerá como un patente progreso, mientras que a quien siga teniendo fe en una retórica que ya no es programática, y que la lección del tiempo está demostrando nociva, además de inútil, podrá parecerle un regreso o una reacción de retorno. La transición en curso está obrando una mutación, no una negación (2011: 224).

 

Lo que sí se perdió con el tiempo fue el carácter obligatorio que tenían la extrañeza, el rupturismo y la novedad, consignas creativas de la vanguardia que estuvieron muy relacionadas con ese interés de provocación social, con la actitud rebelde y combativa que mostraban los artistas. Cuando empieza a calmarse el fervor político-social que rodeaba al arte de vanguardia y sus innovaciones se convierten, irremediablemente, en lugares comunes, salen a flote las verdaderas consecuencias que el vanguardismo tuvo en relación con la estructura esencial de las obras, pues la independencia creativa, la búsqueda de originalidad, el albedrío de la imaginación y la posibilidad de crear algo imposible, dejan de ser aspectos de una moda artística y literaria para convertirse en piedra angular de lo que podría denominarse arte posmoderno.7 Entonces, más que estilos o movimientos identificables, el legado de las vanguardias al arte occidental consiste en que no sólo se cambió la manera de hacer las obras, sino toda la concepción que de ellas se tenía. No resulta muy descabellado afirmar que desde entonces a la actualidad las manifestaciones artísticas son tan diversas que tienen como únicos rasgos en común la libertad y la imaginación, pues en el arte posmoderno y contemporáneo las estructuras definidas por las tradiciones clásicas están ausentes o no son más que piezas de un todo fragmentario y mucho más complejo.

Aunque la fugacidad fue otra característica de los movimientos de vanguardia, el rastro que dejaron parece perpetuo, pues hasta el momento no se ha registrado una revalorización ontológica de la obra tan compleja y profunda como la que tuvo lugar durante el vanguardismo. Los postulados estéticos que se derivan de dicho periodo del arte resultan trascendentes porque, además de modificar la constitución de las obras, también fracturaron el paradigma mimético-referencial que guiaba su decodificación. Por tanto, artistas y receptores tuvieron que olvidar lo aprendido y buscar un nuevo camino para la creación e interpretación de las obras. Es cierto que el rechazo de la realidad, las rupturas formales y la experimentación son actitudes que encuentran un precedente en la rebeldía e inquietud de los románticos, sin embargo, como señala Octavio Paz: “hay algo que distingue a los movimientos de vanguardia de los anteriores: la violencia de las actitudes y los programas, el radicalismo de las obras. La vanguardia es una exasperación y una exageración de las tendencias que la precedieron” (432), hecho que explica la notoria transformación que durante tal época tuvo tanto la idea del arte como las posibilidades de su elaboración. Describir minuciosamente las implicaciones de la estética vanguardista resulta una tarea irrealizable, prueba de ello es que estas reflexiones sobre el ensimismamiento, la deshumanización, la fragmentariedad, el shock, el humor y la paradoja apenas son suficientes para explicar que la naturaleza ontológica de los discursos fincados en el arte se transformó radicalmente durante los primeros años del siglo XX.

A manera de colofón, cabe mencionar que todas estas innovaciones respecto a la concepción y ejercicio de la literatura, aunque gestadas en el viejo continente, tuvieron rápida resonancia en las letras latinoamericanas, pues varios escritores y artistas se encargaron de propagar esta nueva estética por medio de manifiestos y de ejercerla a través de sus discursos8. En este punto es preciso aclarar que el vanguardismo hispanoamericano no debe ser visto como un epifenómeno de la vanguardia europea, ya que, aunque las líneas de relación entre uno y otro son indiscutibles, también es cierto que las manifestaciones vanguardistas en nuestro continente cuentan con su propio estilo, pues no son la aplicación de una estética extranjera, sino el resultado original de la manera en que los escritores latinoamericanos interpretaron el fenómeno de las vanguardias. Pero al margen de las diferencias, lo cierto es que varios autores latinoamericanos también ofrecieron al lector extraños discursos que desarrollaban el disparate, rompían todas las reglas de la escritura mimético-realista, reflexionaban en torno al artificio y la palabra y, lo primordial, evidenciaban que la esencia de la literatura había sufrido una radical transformación. Este cambio ontológico de la obra vanguardista puede observarse con claridad en ciertos textos latinoamericanos como Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) de Oliverio Girondo, Cosmogonía (1925) de Pablo de Rokha, “Novela guillotinada” (1927) de Pablo Palacio, los Papeles de recienvenido (1929) escritos por Macedonio Fernández, el Libro sin tapas (1929) de Felisberto Hernández, Altazor (1931) de Vicente Huidobro y la novela corta Un año (1935) de Juan Emar, por mencionar algunos títulos en los que, indiscutiblemente, se advierte que la literatura no fue la misma antes y después de las vanguardias.

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Los días terrenales: la distorsión

y la perversidad a partir de la vinculación ecfrasis-protagonistas

Gabriela Trejo Valencia

Universidad de Guanajuato

 

 

 

 

 

 

 

Resumen

El presente texto busca analizar la novela mexicana Los días terrenales, de José Revueltas, desde un enfoque ecfrástico que permite ampliar las semantizaciones y sentidos del relato. Propongo una lectura que (re)valore los elementos extratextuales (espacios otros, carteles, pinturas) presentes en la novela con el fin de dilucidar cómo los recursos ecfrásticos develan una distorsión análoga a la de los protagonistas. Así, se revisará que en Los días terrenales la obra de El Greco, un cuadro de Georges Braque y un afiche político poseen una gran densidad simbólica que apuntala la perversión implícita en toda la narración.

 

Palabras clave: ecfrasis, extratextual, distorsión, perversión, espacio.

 

Abstract

This text seeks to analyse the Mexican novel Los días terrenales by José Revueltas from an ekphrasis approach that allows to expand the meanings and senses of the story. I propose a reading that (re)assess the extra textual elements (spaces other, posters, paintings) presents in the novel in order to elucidate how ekphrasis resources unveil a distortion similar to the protagonists. Thus, it is devoted to the review that Los días terrenales the work of El Greco, a painting by Georges Braque and political poster have a high symbolic density that underpins the perversion implicit throughout narrative.

 

Keywords: Ekphrasis, Extra textual, Distortion, Perversion, Space.

 

José Revueltas publica Los días terrenales en 1949, novela que habría de convertirse en piedra de toque en cuanto a la (re)visión y análisis teórico-crítico de su producción literaria. Lo anterior es comprensible si pensamos que desde su publicación la novela disgustó a la militancia comunista del país,9 ante todo porque sus personajes poco o nada favorecían a su concepción política; es más, “La visión de la mayor parte de los militantes deja de ser la suma de positividades —solidaridad, fraternidad, amanecer, luz, futuro— que había sido en las dos novelas anteriores [Los muros de agua y El luto humano]” (Negrín, 1995: 211).

El que Los días terrenales fuera una obra polémica y discutida (que incluso tuvo un carácter restringido durante sus primeros años) propició que se convirtiera en un texto clave dentro de la obra de Revueltas. Tan es así que la novela implica una multiplicidad de lecturas que la hacen partícipe de una amplia gama de dilucidaciones teóricas; un buen número de ellas se atienen precisamente a la relación del contenido del texto con el mundo extratextual10 tocante a su autor, quien de hecho, fue miembro activo del Partido Comunista Mexicano hasta 1943, año en el que fue expulsado debido a su postura crítica.

Una vez puntualizado esto es preciso reiterar que es harto recurrente elucidar la obra de Revueltas con base en un referente extratextual. De ahí nuestro enfoque en una vertiente que pone en relación determinados elementos de la novela con referentes ajenos a la obra misma. Específicamente proponemos un análisis de carácter ecfrástico, el cual consiente la relación del espacio textual de Los días terrenales con un espacio externo. Y es que aunque en la narrativa toda descripción apunta a una espacialidad significativa, cuando se describe un espacio otro existente fuera del texto pueden potenciarse las semantizaciones al establecerse vínculos extratextuales, “el espacio diegético, al interior del cual se establecen relaciones intra o intertextuales respecto de otros espacios del mundo real o del mundo ficcional” (Cuevas, 2006: 48). Es en estas relaciones donde buscamos puntualizar.

En el devenir del texto habremos de tratar la ecfrasis como la representación verbal de una representación visual, o en concreción, como el recurso que “designa el ejercicio literario de descripción de un objeto de arte” (Mesa, 2010: 173).11 Seamos puntuales, la ecfrasis presupone una especie de puente entre el espacio textual y el espacio extratextual que magnifica o sensibiliza al lector con ciertos sentidos y connotaciones. Partiendo de esta noción esclareceremos si las referencias a objetos plásticos y las descripciones de las espacialidades representadas en ellos se constituyen como claves de lectura en la novela; todo ello bajo la luz de una problematización: ¿La ecfrasis permite subrayar la distorsión del hombre en Los días terrenales?

A primera vista podría cuestionarse el motivo de indagar en una temática abordada ya por importantes críticos revueltianos, entre quienes se afirma: “la novela se fundamenta en la carencia que todo lo deforma” (Escalante, 1999: 133); no obstante, abordaremos la deformación desde un vínculo diferente respecto al de las interpretaciones previas.12 De tal suerte, nuestra propuesta de lectura apunta a magnificar la distorsión y perversidad (perturbación al orden o estado natural)13 de Gregorio, Julia y Fidel, sobre todo atendiendo a su relación con la ecfrasis.

Para lograr nuestro objetivo dilucidaremos la correspondencia entre Gregorio y la pintura de Doménicos Theotocópoulos (El Greco), entre Julia y el cartel ruso de propaganda, y finalmente veremos a Fidel ante el cuadro de Georges Braque. Analizaremos estos espacios otros como detonantes para la exposición de la distorsión que los personajes advierten a su alrededor. Aunado a ello, vislumbraremos que a partir de dicha reflexión el lector potencializa la perversión de cada uno de los protagonistas.

Ecfrasis

Conviene no olvidar en lo sucesivo que en literatura el recurso ecfrástico involucra la ilusión de estar ante un elemento visual. Como vemos, un carácter inherente de la ecfrasis es la ponderación de lo que se ha venido llamando una epistemología visual (Krieger, 2000: 146), la cual funciona como soporte y eje extratextual de la narración, pues como la ecfrasis parte de un referente proveniente de otras expresiones artísticas, entonces posibilita acudir a esas referencias otras y “desbordar” al texto.

Evaluamos que la ecfrasis forma parte vital del sistema discursivo y se constituye como factor para consolidar una lectura14 porque, parafraseando a Luz Aurora Pimentel, el objeto artístico como referente extratextual suele pasar a un primer plano para el sentido del texto. Siguiendo esta lógica, parecería que la ecfrasis superpone lo visual a lo literal y desdeña las diferencias entre un objeto visto y uno descrito, apuntando así a favorecer el célebre lema horaciano de “Ut pictura poesis”. Sin embargo, la ecfrasis denota las diferencias entre representaciones verbales y visuales empezando porque: “A verbal representation cannot represent ­—that is, make present— its object in the same way a visual representation can. It may refer to an object, describe it, invoke it, but it can never bring its visual presence before us in the way pictures do. Words can «cite», but never «sight» their objects” (Mitchell, 1994: 152). A partir de esta divergencia sustancial entre el objeto artístico visto y el objeto artístico verbalizado, entendemos que cuando un texto literario refiere una obra plástica es porque ésta puede funcionar para complementar o potenciar el sentido textual. Entonces, la representación verbal de una representación visual cobrará singular importancia.

Tal importancia ecfrástica la vemos en Los días terrenales, donde está claro que un factor suplementario visual (con propiedades expresivas, formales y estilísticas diferentes a las del significante lingüístico lineal) puede ampliar las semantizaciones y sentidos de la novela. En suma, Los días terrenales es uno de esos textos que “se comporta como si tuviera necesidad de un ejemplo [de índole visual] que trascendiera su propio discurso” (Riffaterre, 2000: 174). Estos ejemplos ecfrásticos tienen un significativo papel en la novela de Revueltas, basta pensar en su presencia en escenas claves, como cuando Gregorio se encuentra perdido y desorientado entre la miseria de los pescadores, Julia ha perdido a su hija, y Fidel bordea la sinrazón y el delirio de persecución en medio de la nada. Mediante el recurso ecfrástico, José Revueltas despliega reflexiones en sus personajes y en el propio lector, como comenzaremos a ver a continuación.

Gregorio-Entierro del Conde de Orgaz15

La primera mención a la pintura de El Greco se da cuando Gregorio encuentra similitudes entre la situación de los pescadores y la del cuadro del artista español. Gregorio es capaz de establecer dicha conexión visual gracias a que ha tenido una formación académica en San Carlos, por ende, posee cierto bagaje cultural y referencias claras de la historia del arte.

Ahora bien, tanto en la escena de los pescadores veracruzanos como en la pintura, los cuerpos de los individuos representados están deformados; de hecho, en ambos contextos puede observarse que los hombres están “nocturnos y alargados, con el mismo impulso de sobrenatural crecimiento hacia lo más alto de la noche, hacia el imposible cielo. El mismo impulso de crecer” (Revueltas, 1979: 23). Justo entonces Gregorio recuerda las palabras de su maestro en la Academia: el evidente alargamiento de las figuras pictóricas de El Greco no se debía a su posible astigmatismo sino a una intencionalidad artística, “las figuras de El Greco se alargan hacia el cielo para representar la elevación del espíritu humano hacia Dios” (Revueltas, 1979: 23).16 En suma, pareciera que en ambas espacialidades hay una necesidad de salir de la condición terrena para alcanzar a Dios (dispuesto pictórica y jerárquicamente en un plano superior).

Gregorio comprende de golpe que así como se percibe con los personajes del cuadro, también los pescadores del Ozuluapan quieren alcanzar un paraíso prometido. El ser humano pasa su vida distorsionando su condición terrena para algún día disfrutar del cielo, por eso cree en promesas divinas y anda por el valle de lágrimas esperando sólo el momento de elevarse hacia Dios y dejar atrás el dolor: “todo rostro humano está deformado entonces, por verdades o por creencias particulares. De tal suerte, que cada quien se haya convertido en su propio monstruo, aunque no se dé cuenta de ello” (Escalante, 1999: 132). Citas como esa apuntan a que en la novela están presentes la enajenación religiosa y dogmática (como veremos en los apartados siguientes), así como el fanatismo, aspectos todos deformadores de la racionalidad. Basta pensar en el significado de enajenar, el cual remite a sacar a alguien fuera de sí, es decir, perturbarlo, desviarlo, deformarlo; de tal modo, entendemos la idea de enajenación como una distorsión que puede apreciarse simbólicamente en la corporeidad de los personajes que pueblan Los días terrenales.

Los pescadores del Ozuluapan son percibidos por Gregorio como individuos deformados no sólo física sino también psicológicamente. En efecto, Gregorio (quien ha llegado a Veracruz como asesor político) trata con hombres que pervierten la idea de una vida plena por atenerse a una serie de restricciones religiosas y sociales que los mantienen reducidos y controlados. Gregorio termina de ratificar esta percepción cuando presencia la aparente aproximación de los pescadores hacia Dios (por efecto del fuego de las hogueras). Ellos también parecen estirarse como en El entierro del Conde de Orgaz, “los tallos y los brazos aún más religiosamente finos desde su intencionado alargarse, desnudos como aquí en las orillas del Ozuluapan” (Revueltas, 1979: 22). A raíz de esta comparación Gregorio se percata de que así como “lo esencial en el Greco es la deformación” (Escalante, 1999: 131), lo esencial en su contexto es la misma distorsión física, pero también moral y psicológica. El recuerdo de su época como estudiante de arte se convierte en una reflexión que lo lleva a exaltar la distorsión humana en medio de esa existencia infeliz. La libertad o el progreso no tienen cabida entre los pescadores pues la pobreza y la religiosidad deforman sus vidas, y es imposible enderezar la dirección porque los caminos son por demás retorcidos.

Al salir de la novela para buscar la pintura notamos que las imágenes del rostro alargado apuntan a una significación importante dentro de la narración, en ella también la faz se presenta deformada. Esta distorsión es una caracterización trascendental en el texto pues es un símbolo de la animalización y de la perversión del orden armónico ordinario en el hombre: por eso Julia tiene apariencia de perro castigado, la facha de Fidel es de bestia insensible, el Tuerto Ventura representa a una criatura mitológica, los hombres tienen aspecto de mico y las mujeres parecen pajarracos. La distorsión física alcanza también a las extremidades superiores, esto último es significativo porque como se dice en la novela: “las manos distinguen al hombre, porque las manos son el trabajo y la creación y la fecundidad” (Revueltas, 1979: 27); pero en medio de la pobreza el hombre no se diferencia del animal, al contrario, por eso Bandera tiene sus manos tiesas como arañas, Ventura es manco y las manos de los ciegos están “crispándose en el aire igual que las frenéticas garras de medio centenar de aves de rapiña, ansiosas de sujetarse a cualquier punto del espacio” (Revueltas, 1979: 229; cursivas mías). La insistencia de Revueltas en no describir manos ordinarias que apunten a individuos ordinarios parece consentir la idea de la distorsión en sus personajes:17 la deformación física es tal, que ciertos individuos prácticamente han perdido sus cualidades humanas: el Tuerto Ventura, el camarada Cabañas, Bandera o la enfermera son ejemplos paradigmáticos de la asimetría y la desproporción, están tan distorsionados que desequilibran la disposición natural de un cuerpo armónico.

El valor que le da Gregorio al cuadro de El Greco es una clave para el lector, “una instrucción de lectura, un modelo insertado dentro del texto para que a partir de él sepamos discernir cuál es la deformación específica de cada uno de los personajes” (Escalante, 1991: 213). Pero nuestra propuesta de lectura no se limita a esto, más bien señala que las ecfrasis están mediadas por tres personajes quienes perciben la distorsión a su alrededor pero no son capaces de advertir su propia perversión, por eso Gregorio admite su condición de mártir hasta el final de su historia, cuando se convierte en una especie de Cristo sacrificado.

Finalmente, las reflexiones desprendidas de El entierro del Conde de Orgaz nos llevan a concluir que en la distorsión característica de la obra, Revueltas ha encontrado una forma de soportar extraliterariamente su exposición de la deformación humana. La ecfrasis le permite recalcar la concepción del cuerpo en su novela como algo pervertido. Por añadidura, el recurso ecfrástico funciona como una metáfora visual, la cual, al enmarcar la distorsión desarrolla una significación global. Por ende, las ecfrasis tienen una motivación en la novela, esto se dilucida en una confrontación entre el objeto descrito y el objeto visto, así se obtiene un efecto psíquico y estético para maximizar la comprensión del texto; es decir, la novela gana en significación al re-conocerse el objeto artístico.

Una vez puntualizado lo anterior, es preciso resaltar que en el texto la referencialidad a diversos objetos artísticos se acompaña de indicaciones explícitas a lugares como el río Ozuluapan o la ciudad. Tales referencias forman parte del estatuto de realidad del texto, pues a pesar de que no todos los lugares descritos en la novela tengan un referente extratextual real, están sostenidas en vértices lingüísticos, lógico-lingüísticos y narrativos suficientemente sólidos como para no tener que acudir al espacio extratextual. Sin embargo, cuando hay una descripción de un objeto plástico real como el cuadro de El Greco (ecfrasis referencial) es importante acudir al mismo para consolidar el despliegue de la mayor parte de los sentidos en el entramado de la novela.

Se sale del texto en el caso ecfrástico porque un objeto plástico es un discurso mediatizado por un autor, por eso se fija una intertextualidad. No olvidemos que existe una diferencia entre la designación literaria del espacio del río Ozuluapan (existente en Veracruz) y las imágenes referidas. El río no es un discurso pues no ha sido verbalizado previamente por otro creador y no hay forma de inferir una apelación a otra esfera discursiva en donde el río fuera un constructo inteligible y un espacio significante. El caso de la pintura es distinto, El Greco lo ha mediatizado artísticamente, de ahí que las descripciones de Revueltas de ese espacio visual lleven a realizar una lectura dimensional del referente, puesto que al ser un objeto artístico posee una discursividad que lo vuelve inteligible y no sólo sensible como el espacio del río. Gracias a la puesta en marcha de este proceso de intertextualidad es pertinente salir de la novela para el encuentro con el espacio significado discursivamente en el cuadro.

Lo anterior también atañe a las ecfrasis referenciales genéricas de la obra de Braque y el cartel propagandístico pero de forma distinta. Veamos, al no designar con precisión esos espacios otros, Revueltas parece advertir que para él el valor no está en una obra específica sino en el estilo o la síntesis del creador o de la época. Es cierto que el cuadro y el cartel son sólo representativos del movimiento cubista y los diseños soviéticos de difusión pero no por ello resultan menos significativos en la novela. Estas referencias están lejos de ser fortuitas y es viable atenderlas para extender su simbolización a la narración, y pese a no poder acudir al objeto plástico concreto, al menos conocer la vertiente a la que pertenecen, sobre todo para ubicarnos en el escenario artístico y contextual referido por Revueltas.

Detengámonos un momento aquí porque antes de continuar con las otras vinculaciones es necesario ahondar en la circularidad interpretativa de las ecfrasis en la novela. Interiorizar el referente da pie al proceso circular de la ecfrasis en donde el lector sale del texto para identificar el espacio extratextual pero vuelve a la diégesis pues ella ha construido otro espacio representado, uno que al desprenderse del real implica ciertas significaciones que cobrarán pleno sentido al relacionar texto y objeto. En este “ir y venir” se identifican dos momentos: identificación y construcción.

El momento de la identificación se da cuando el lector distingue la obra plástica representada. Para consolidar la identificación el lector debe fungir como intermediario, es decir, gracias a su enciclopedia cultural podrá o no identificar el recurso ecfrástico (específico o general). Pero más que eso deberá ser capaz de notar la identificación subjetiva del autor:18

Aun cuando la citación remita a un objeto plástico con nombre y apellido, el texto actuará como una especie de guía que orientará la percepción del objeto referido como tal. Aún en el momento de la identificación el lector tenderá a focalizar ese objeto referente sólo en los términos que le propone el objeto-texto; dejará incluso de ver partes del objeto plástico que no figuren en su representación ecfrástica (Pimentel, 2001: 115).

 

El otro momento es el de la construcción o el de la composición inédita del referente, porque aun cuando el texto cite un objeto ya identificado por el lector, cuando éste salga de Los días terrenales hacia el encuentro con esos espacios otros, los reconfigurará semánticamente: “resignificara ambos textos, el plástico y el ecfrástico sobre los detalles que el texto le ofrece” (Pimentel, 2003: 208). El lector vuelve al texto para darse cuenta de que las ecfrasis han influido en su recepción. De tal suerte, “si el impulso ecfrástico tiende, en un primer momento, a una relación analógica con el objeto plástico [identificación], a la larga termina pareciéndose más a la red de significaciones del contexto verbal que al objeto que pretende representar [construcción]” (Pimentel, 2005: 205). Este proceso en donde el texto requiere al referente y éste necesita de la descripción textual para significar dentro de la diégesis, lleva a obtener sentidos que podrían haberse pasado por alto de no tomar en cuenta la relación de los protagonistas con las ecfrasis.

Julia-cartel

Siguiendo el camino ya trazado, señalamos que otra ponderación de la distorsión de un personaje en Los días terrenales se desata a partir de un antiguo cartel propagandístico de la revolución rusa. Éste se encuentra en una de las paredes de la oficina clandestina donde permanecen ocultos el líder comunista Fidel y su pareja sentimental, Julia. En tal afiche se observa la siguiente imagen:

 

Un grupo de trabajadores, tras una ametralladora Maxim, durante el asalto en 1917 al Palacio de Invierno […] Era una imagen llena de energía y denuedo, que en cierto modo podría considerarse superior al trabajo del artista, cuya probable mediocridad, como sucede ante hechos muy vivos, poderosos y fecundos, se iluminaba como una especie de genio, proveniente, en primer lugar, del propio acontecimiento histórico (Revueltas, 1979: 65).

 

Esta ecfrasis referencial genérica funciona como un desencadenante para la situación narrativa,19, gracias a ella Julia comprende de golpe la enorme distorsión y perversión que la rodea y sobre todo, la sobrepasa. Basta pensar que el recurso ecfrástico se inserta justo cuando acaba de morir Bandera, la criatura producto de la relación que Julia mantiene con Fidel, cabecilla y acérrimo comunista que tiene a su cargo labores cardinales en pro de la causa.

En medio de tan macabra escena Julia apenas muestra pesar ante el fallecimiento de la niña, sin mayores visos de lamentación se interesa más en las palabras de Fidel que en llorar a su pequeña. Esto refleja que Julia vive desposeída de sí misma y de sus propias emociones, todo por experimentar una dependencia absoluta del ser y el quehacer de Fidel. Esto podríamos conceptualizarlo como una enajenación, pues Julia le ha transmitido a él, el domino o el derecho de su propia vida. Semejante afirmación nos lleva a decir que Julia ha retorcido su existencia, deformando por completo el control de su ser y de sus sentimientos. De hecho, la misma Julia acepta que su reacción sería otra de no estar frente a Fidel: “Lo que hubiera querido decir. Las hondas y desgarradoras palabras. El llanto que hubiera querido derramar” (Revueltas, 1979: 64).

Mientras Julia, Fidel y los militantes Bautista, Ciudad Juárez y Rosendo son mudos testigos de la tragedia de la pequeña Bandera, Fidel aprovecha la penosa situación para, en palabras de Julia: llevar a cabo una “artimaña de voraz proselitismo” (Revueltas, 1979: 67). Ello comienza cuando el joven Rosendo no puede soportar tan lamentable situación y decide fijar su mirada en una de las paredes del aciago refugio; tratando de distraer su mirada evita observar a Julia o a la propia Bandera. Entonces su vista encuentra un cartelón propagandístico de la revolución rusa en el que un obrero con el rostro encendido ondea su bandera revolucionaria.20 Debido a la triste realidad que presencia, Rosendo no encuentra motivante el afiche y lo pasa de largo para seguir inmerso en la pena y prácticamente llegar hasta las lágrimas. De todo eso se da cuenta Fidel, quien utiliza un tono proselitista para enarbolar la lucha incansable sin lamentaciones o distracciones emocionales (como enterrar a su propia hija). Es así como Fidel logra obtener la admiración de Rosendo, para quien simbólica y literalmente la causa política cobra fuerza, entiende entonces que la esperanza de la Revolución sigue viva y la muerte de Bandera es sólo un sacrificio en el camino para consolidarla.

Fidel logra que el cartelón soviético adquiera sentido ante Rosendo y Julia pero de maneras muy diferentes: mientras para el joven militante el afiche es símbolo de exaltación, para Julia aquella imagen llena de bríos es el comienzo del fin de su relación con Fidel. Julia atestigua la escena proselitista detonada por el cartel y hasta ese momento toma conciencia de la deformación de su pareja, quien “es como un abominable santo […] un santo capaz de cometer los más atroces pecados de santidad” (Revueltas, 1979: 71). La escena en la que se recurre a la ecfrasis del afiche despliega la reflexión de Julia, ésta comprende el sacrificio de querer a un hombre así, con una idea tan perversa del amor, con una cosmovisión repleta de distorsiones. Pero a pesar de captar la perversión de Fidel, Julia no se percata de su propia distorsión; de hecho, emocional y psicológicamente es ella quien más perturba la noción de humanidad, sobre todo porque pervierte una condición tan paradigmática como la maternidad. Julia se muestra como una madre cómplice de la muerte de su hija, distorsionando la típica imagen materna porque contraría el sentir de una mujer que acaba de ver morir a su bebé.

La perversión de Julia es tal, que enajenada por las ideas de Fidel ha permitido la muerte de Bandera por inanición. Incapaz de hacer algo que ponga en riesgo a los militantes, Julia no toma ninguna acción para evitar que Bandera muera de hambre.21 Julia se ha dejado arrastrar por Fidel y sus formas distorsionadas de percibir la vida, las cuales refleja en momentos cruciales, como cuando pone en segundo plano el fallecimiento de la niña y entiende su deceso como un sacrificio por la causa. Y es que Fidel sólo muestra interés en la entrega de la propaganda política, con ello busca demostrar que hay cosas más trascendentales que la descomposición del cadáver de su hija. Al hecho de la muerte y a sus efectos emocionales “no se le debería conceder la menor importancia cuando la vida estaba tan llena de cosas que eran mucho más serias y trascendentales” (Revueltas, 1979: 61).

Aunado a estas distorsiones psicológicas se añade una de tipo emocional: Julia no soporta tocar el cuerpo de su hija y retira sus manos con disgusto en cuanto entra en contacto con ella, es más, ni siquiera ha sido capaz de llorarla. Julia ha mermado su más elemental humanidad incluso hasta el punto de verse comparada con algo cuasi inerte. Este personaje parece confundirse con un árbol yerto y espinoso, como se explicita en las siguientes líneas: “Ahí en el rincón [de la oficina clandestina] era igual a esos tristes huizaches, que sin hojas, sin vestiduras, se nutren con quien sabe qué de lo más pobre y último que les puede dar una tierra bárbara y estéril” (Revueltas, 1979: 64). Así se exhibe a Julia como una mujer carente de sentimientos maternos quien, prácticamente seca por dentro no es capaz de amar —o quizá es mejor decir, no es capaz de expresar su amor— a la sangre de su sangre. Dicha comparación de Julia con un yerto huizache se pondera aquí como el punto climático de la distorsión emocional del personaje protagónico femenino de Los días terrenales.

Pese a ser, como hemos dicho, un pilar en la historia, Julia está lejos de tomar plena conciencia de su importancia en el contexto que la rodea, incapaz de tomar decisiones e inhabilitada en la causa política ante el peso específico de Fidel, Julia simplemente se deja llevar. Mientras manipulada e inconstante observa la paulatina putrefacción de la niña, su mente sigue inmersa en el devenir de la causa; precisamente debido a ello repara en que la utilización del cartel ruso es una hábil táctica y un símbolo del intenso dogmatismo y capacidad de dirigencia de su pareja… por eso, yerma y fría (tal cual el espinoso árbol), Julia le concede a aquel líder el derecho a decidir que el entierro de la pequeña Bandera pueda esperar ante la importancia de la causa y sus asuntos urgentes e inaplazables.

Los antecedentes desarrollados hasta aquí acerca de la relación entre Julia y Fidel, permiten reconocer que el liderazgo de Fidel va de la mano de una intensa capacidad de trastocar los ideales e incluso el sentido común de quien lo rodea (como la propia Julia), sin embargo, una última vinculación ecfrasis-personaje consentirá reafirmar la exposición de la existencia deformada del cabecilla comunista; ello a partir de la reflexión y la actitud que toma cuando se topa con el cuadro del artista cubista francés Georges Braque.

Fidel y pintura de Braque

Desempeñando sus funciones jerárquicas dentro de la causa, Fidel visita la casa de un simpatizante del movimiento. En su afán de cumplir a carta cabal llega con anticipación a la cita y debe esperar en el estudio el arribo de los compañeros; mientras aguarda observa la habitación y se molesta por el lujo y la comodidad ostentosa de aquellos que intentan ayudar económicamente en la militancia; en su recorrido visual de pronto nota algo que llama su atención, Fidel contempla un pequeño cuadro que de inmediato le produce:

 

Una inconcebible reacción, desdeñosa y colérica, pero llena de interés. Debía tratarse de una de esas cosas modernistas o surrealistas, quién sabe. Una combinación incomprensible de figuras geométricas, triángulos, trapecios, rombos, cilindros, interfiriéndose unos con otros, descompuestos sus volúmenes por la incidencia de líneas diagonales y horizontales que iban de aquí para allá, de uno a otro lado (Revueltas, 1979: 181-182).

 

Fidel entiende esa expresión pictórica como una deformación generalizada y concibe ese tipo de arte como perverso. No puede, o mejor dicho, no quiere entender esa manifestación visual porque según él, se trata de una expresión criminal que en nada contribuye a la formación del hombre político. Para Fidel la obra es “un arte incomprensible para las masas” (Revueltas, 1979: 183) ya que se basa únicamente en el empleo y predominio de formas desorganizadas, descompuestas y superpuestas.22 Fidel muestra su intolerancia ante todo aquello que no participa de sus rígidos ideales políticos y sus concepciones geométricas de vida;23 de ahí que el cuadro lo haga sentir “un desprecio singular en que, sobre todo, había la conciencia profunda, conmovedora, sorprendente de sentirse superior, muy por encima de esas formas de mirar la vida” (Revueltas, 1979: 182; cursivas mías).

Fidel desprecia dichas formas pues no encuentra en ellas el claro compromiso social que para él debería tener toda manifestación artística. El cuadro representa sólo manchas, trazos, formas, simples figuras en donde es imposible ver una vinculación ideológica con el comunismo, por eso se pregunta el porqué de algo tan infecundo y carente de sentido, “Aquello le pareció horrible… e inmoral. Un símbolo donde se resumía toda la decadencia burguesa” (Revueltas, 1979: 182). Dicha decadencia burguesa y ese tipo de manifestaciones artísticas vanguardistas no tienen cabida en una mentalidad tan cerrada como la de Fidel, quien es uno de esos hombres que “no podían razonar sino dentro de la aritmética atroz que aplicaban a la vida. […] La aritmética de la vida. Dos y dos son cuatro, dos y dos son cuatro, dos y dos son cuatro. Sobre todo Fidel. Sobre todo el pobre de Fidel” (Revueltas, 1979: 92).

En pocas palabras, Fidel posee un evidente espíritu geométrico (es decir, exacto, rígido, preciso) que “deriva de su manera de asumir el comunismo, en forma doctrinaria […] Él se forja con este sistema de ideas un cerco mental que acaba por confinarlo y lo deteriora como ser humano” (Negrín, 1995: 191). No obstante su exasperante forma de vida preceptiva y altamente cuadrada, Fidel es incapaz de notar que sus preformaciones y prejuicios mentales lo han llevado a deformar por completo su vida y sus relaciones personales.

Ya habíamos señalado los entreveros de una de esas relaciones disfuncionales, en específico la que Fidel mantiene con Julia; por ejemplo, cuando acaba de morir su hija quiere expresar su amor por su pareja, mostrarse como un padre entristecido, acompañar el dolor de Julia con palabras sensibles y salidas del corazón, no obstante, inmediatamente cambia de opinión y transforma su discurso en un pronunciamiento político, todo porque su proceder siempre rígido antepone su papel de líder inflexible al de hombre superado por la desastrosa realidad.

Es esa rígida realidad contextual la que le impide acceder a otras perspectivas y a otros planteamientos conceptuales, por eso su desdén a expresiones artísticas como las de Braque. Aunque en apariencia desaprueba tal pintura, al verse solo ante ella se atreve a deleitarse contemplándola y encuentra en ello la vibrante sensación de hacer algo prohibido: “Lo examinó con un cinismo desenfadado y total. Mirar aquello era la consumación de un delito del que nadie se enteraría jamás. Rombos, rectángulos, pirámides, cilindros, cubos. Líneas de color malva, blancos incandescentes, algunos fondos rosa y en el ángulo superior derecho un destello, una mancha verde agresiva” (Revueltas, 1979: 182). La idea de estar cometiendo un crimen al ver el cuadro sólo acentúa su re-torcido comportamiento, y es que su errada idea de ser un hombre comprometido lo ha llevado a cometer verdaderos crímenes humanos (como la absoluta displicencia y casi consentimiento en la muerte de su hija). Sin embargo, Fidel no se da cuenta de sus verdaderos errores porque en su actuar él sólo ve el proceder adecuado de un comunista que no tiene tiempo para lamentarse.

Enajenado por la militancia política Fidel tuerce o desequilibra el comportamiento racional. Sus actos responden sólo a un dogmatismo trascendental y por consiguiente, su compromiso con la causa raya en lo insensato, su forma de mirar la vida está plagada de distorsiones. Hay en él una profunda perversión emocional y espiritual que se nota en su deshumanización y en “su absurdo celo a la doctrina como una forma de evitar el enfrentamiento con sus emociones” (González, 2001: 37), por ende, completamente entregado al partido: desdeña el amor de Julia, no se permite lamentarse por la muerte de su propia hija y deja atrás al sano juicio con sus posturas ideológicas retorcidas.

Con este comportamiento Fidel nos hace comprobar su intensa perversidad, sin embargo, él únicamente se enfoca en señalar y combatir la distorsión ajena (como la intencionada deformación artística y estilística de la pintura de Braque, la fragilidad evidente de Rosendo o la militancia controversial de Gregorio) y no admite sus propios equívocos y desviaciones. Estar ante un cuadro cubista que podría considerarse como una clara expresión de la deformación radical (según las normas miméticas del arte) bien podría servir como el reflejo de las propias distorsiones de Fidel, pero él no lo ve así. Ciego como está, arrastra a la oscuridad a todo aquél que lo acompaña en su camino.

Así las cosas, concluimos que la ecfrasis de la obra de Braque se convierte en un valioso recurso de la novela para exhibir la enorme contradicción del protagonista, ya que a pesar de su distorsión interna no da cabida en su cosmovisión a otras expresiones “deformadas” como la representada por la pintura vanguardista. La vinculación de Fidel con este objeto artístico lleva al lector a reflexionar con respecto a que esa pintura no es sólo un detonante para la crítica del líder comunista respecto al arte, la obra pictórica además es un indicativo que refuerza la distorsión interna de Fidel, personaje que incluso es denominado en el propio texto como “un esquema, un fenómeno de deformación, de esquematismo espiritual” (Revueltas, 1979: 175)… la joya de la corona en cuanto a distorsión se refiere. Por tanto, esquematizado y rígido, Fidel no da cabida en su vida a nada que desdibuje la geometría exacta y perfecta que ha establecido como preceptiva existencial

Consideraciones finales

En definitiva, la lectura ecfrástica de Los días terrenales es una opción para ver implicaciones externas dentro de una lectura productiva que no se limita a los lindes y espacialidades textuales. Así las cosas, la respuesta a la problematización que planteábamos en las primeras páginas es positiva, efectivamente los tres diferentes recursos ecfrásticos en el texto, uno de tipo referencial (El entierro del conde de Orgaz) y dos referenciales genéricos (la pintura de Georges Braque y el cartelón de la revolución rusa) subrayan la distorsión generalizada de los personajes centrales.

Es a partir de esta vinculación ecfrasis-protagonistas que nuestra lectura se vuelve significativa y aporta algo más a los múltiples análisis de la novela; sobre todo debido a que gracias a los recursos ecfrásticos se resalta que en su particular enajenación, Gregorio, Julia y Fidel deforman su carácter y distorsionan la realidad, pero mientras perciben la perversión del entorno, del otro o de los espacios otros, no interiorizan el problema y descubren sus notorias perversiones.

En síntesis, las ecfrasis orientan un anclaje para la lectura homogénea del texto pues como vimos, poseen una gran densidad simbólica que los hace sentar vínculos directos con los protagonistas. Con este trabajo pugnamos por explotar los sentidos potenciales de la novela de Revueltas, la cadena de relaciones con otros espacios siempre es interesante y en este caso, pensar en las referencias ecfrásticas como simple ornato de la narración podría llevar a perder múltiples sentidos presentes en Los días terrenales. Esto último no significa que la interpretación de la perversión de los personajes esté en riesgo de perderse si se desdeñan las ecfrasis, pero también es cierto que la ecfrasis contribuye y complementa las semantizaciones de la obra, ante todo porque las expansiones o predicaciones de los tres diferentes objetos plásticos conforman un eje generador de sentido que enfatiza que: “la mirada del narrador Revueltas, siempre [está] centrada en la negatividad: lo caótico, lo sórdido, lo oscuro, lo perverso” (Negrín, 1995: 179; cursivas mías).

Para hacer un apuntamiento final debemos recordar que el espacio ya de por sí significativo del objeto artístico extratextual o autorreferencial se re-significa en una lectura ecfrástica de Los días terrenales, ello permite que el lector haga un redescubrimiento de la obra plástica. Pero sobre todo facilita develar que en el texto narrativo esos espacios otros pueden fungir ya sea como una especie de síntesis entre espacio y personajes (donde uno refleja la deformación del otro); o como un apuntalamiento de la distorsión y perversión característicos en la obra, sugiriendo así, el ya célebre “lado moridor”, aspecto agónico y dolorido de la narrativa de José Revueltas.

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1 Si bien el término “ontología” se asocia con una larga y compleja tradición filosófica —que inicia con la Metafísica de Aristóteles, extendiéndose hasta el pensamiento de filósofos como Husserl, Heidegger y Hartmann—, las siguientes reflexiones en absoluto pretenden ofrecer una panorama analítico sobre el origen y las implicaciones de dicha noción metafísica, menos aún articular un análisis ontológico de la estética vanguardista. En este trabajo, la palabra “ontología” y sus derivados sólo se utilizan para designar aquello relativo al ser o esencia de los entes y fenómenos. En el caso del arte literario, la transformación que sufren las estructuras y los contenidos durante el vanguardismo afectó no sólo el resultado formal de la obra, sino las concepciones que de ella se tenía y las posibilidades de su realización. Desde esta perspectiva, y considerando la magnitud de las transformaciones estéticas que supone el vanguardismo, parece que el término “ontológico (-a)” describe adecuadamente este tipo de cambio que no sólo tiene que ver con lo externo sino con lo profundo, es decir, con el nuevo sentido que la literatura adquiere después de las vanguardias.

2 Por tradicional se entiende aquellas obras y corrientes artísticas cuyas técnicas y mecanismos de representación no desafían el significado preestablecido del lenguaje, la configuración de modelos genéricos y, en algunos casos, las leyes de causa y efecto con que la ciencia explica el modus operandi del mundo. Sin adentrarse en precisiones que desviarían el objetivo de este trabajo, podría decirse que en el arte y la literatura tradicionales el lenguaje se constriñe a la razón y ofrece al receptor un mensaje concreto, mientras que las manifestaciones vanguardistas se concentran en desmantelar los significados y las formas que, sin cuestionamiento alguno, se adjudicaban al lenguaje y las artes.

3 Los antecedentes inmediatos a este periodo del arte son mucho más vastos y complejos, por lo que merecen un estudio aparte. Aquí, las referencias a la estética decimonónica, aunque muy generales, tienen la finalidad de establecer un punto de partida para la reflexión sobre las innovaciones vanguardistas. Sin duda, la consideración del esteticismo y del decadentismo francés, por mencionar dos corrientes cercanas a las vanguardias, evidenciaría más aspectos fundamentales en la transformación que la obra artística sufre durante dicha época. Sin embargo, un estudio histórico de esa naturaleza rebasa los intereses del presente trabajo.

4 Aunque dicho análisis contiene varias referencias al nouveau roman, movimiento literario francés surgido en la década de los sesenta y liderado por Robbe-Grillet, Michel Butor y Nathalie Sarraute, el autor también refiere, y con igual grado de importancia, obras y autores vanguardistas como Marinetti, Dalí, Joyce, Duchamp, de manera que sus comentarios, aunque no se encasillan en el periodo de las vanguardias, resultan muy útiles para el análisis de las mismas.

5 En 1917 Víktor Shklovski, perteneciente a la escuela formalista rusa, publica uno de sus textos paradigmáticos: “El arte como artificio”, cuyo planteamiento central postula que la esencia de las obras artísticas consiste, precisamente, en aparecer ante el receptor como objetos imaginarios e incompletos, discursos irreales y extraños cuyo valor reside en su naturaleza estética y en su organización como artificios del lenguaje y del pensamiento. “La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El acto de percepción es en arte un fin en sí y debe ser prolongado. El arte es un medio de experimentar el devenir del objeto: lo que ya está «realizado» no interesa para el arte” (2007: 60).

6 Desde sus orígenes, dicho procedimiento literario ha contado con adherentes y detractores, pues algunos filósofos y críticos, por ejemplo Ortega y Gasset en su ensayo citado, consideran que la escritura automática carece de valor estético porque está fundada sobre el sinsentido y no cuenta con una finalidad o intención delineadas. Por otra parte, hay quienes observan en este tipo de manifestaciones vanguardistas el deseo de alejar al lenguaje y las artes de imposiciones lógicas, ya que, como escribe Maurice Blanchot en La parte del fuego (1949), “La escritura automática es una máquina de guerra contra la reflexión y el lenguaje. Está destinada a humillar el orgullo humano, particularmente bajo la forma que le ha dado la cultura tradicional. Pero, en realidad, ella misma es una aspiración orgullosa a un modo de conocimiento, y le abre a las palabras un nuevo crédito ilimitado” (2007: 84).

7 A pesar de que tal término cuenta con diversas implicaciones de carácter histórico-sociológico, aquí se retoma únicamente como referente temporal que permite englobar la producción artística consecutiva a las vanguardias. Al respecto, el filósofo Jean Lyotard, en su obra La condición postmoderna. Informe sobre el saber (1984), afirma que dicho concepto: “Designa el estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo XIX.” (4). Sin embargo, el mismo Lyotard señala la imposibilidad de fijar el momento histórico en el que surge y el sentido preciso que adquiere el término, ya que: “el saber cambia de estatuto al mismo tiempo que las sociedades entran en la edad llamada postindustrial y las culturas en la edad llamada postmoderna. Este paso ha comenzado cuando menos desde fines de los años 50, que para Europa señalan el fin de su reconstrucción. Es más o menos rápido según los países, y en los países según los sectores de actividad: de ahí una discronía general que no permite fácilmente la visión de conjunto.” (6).

8 Una lectura general de los manifiestos latinoamericanos de vanguardia, por ejemplo los compilados por Nelson Osorio (Biblioteca de Ayacucho, 1980) o Jorge Schwartz (Fondo de Cultura Económica, 2002), muestra diversos ejes temáticos que aparecen de manera constante y que se relacionan con la revalorización ontológica de la obra vanguardista. Algunos de ellos son: el gusto desmedido por lo novedoso, el deseo de no ajustar el proceso creativo a regla alguna, el interés por vaciar las palabras de significado concreto, el tono humorístico de las consignas y la organización fragmentaria de los discursos. De esta forma, los manifiestos y textos programáticos de la vanguardia latinoamericana, al concentrarse en discutir las novedades literarias que venían de Europa, constituyen un amplio y diverso corpus que da cuenta de cómo fue asimilada esta transformación medular de la obra en nuestro continente.

9 Figuras del marxismo y miembros del Partido Comunista vieron lesionados principios de su doctrina política con la novela del autor duranguense. Revueltas fue acusado de exhibir el lado oscuro del comunismo e inclusive fue presionado para sacar su libro del mercado. En consonancia con esta tendencia crítica, Revueltas llegó a tachar su novela como un libro “inconveniente, inadecuado y desmoralizador” para la causa (Revueltas, 2001, 26).

10 Diferentes miradas críticas apuntan a la insoslayable relación de las novelas de Revueltas con su postura ideológica, la cual permea con fuerza en su producción. Dentro de esta perspectiva destacan investigadores y estudiosos como Andrea Revueltas, Evodio Escalante, Edith Negrín u Octavio Paz. Para éste último, por ejemplo, el cristianismo y el paradójico ateísmo marxista de Revueltas difícilmente pueden dejarse de lado cuando se analiza su obra.

11 Con todo, la ecfrasis tiene una larga historia, originalmente se trataba de una descripción “extendida, detallada, vívida, que permitía presentar el objeto ante los ojos” (Pimentel, 2003: 205); es decir, la ecfrasis no remitía sólo a objetos artísticos como en la contemporaneidad.

12 Buena parte de la crítica se enfoca en la deformación generalizada de los personajes bajo la luz del fracaso del movimiento comunista. En este sentido, los personajes son partidarios comunistas deformados “puesto que el partido es irreal, sus militantes no pueden ser sino personajes fantasmáticos, grotescos, esto es, condenados a vivir en la sombría gruta de la irrealidad, deformados como lo están, por la carencia de su ser histórico” (Escalante, 1999: 130). Compartimos la idea de la deformación pero optamos por no revisarla sólo bajo esta perspectiva política, para ello orientamos nuestro acercamiento analítico a las referencias plásticas (pinturas, carteles) presentes en la novela.

13 Entendemos el término pervertir en dicho sentido. Por tanto, es vital destacar que la palabra pervertir no debería connotarse aquí en su acepción sexual o moral de viciar con malas doctrinas o ejemplos.

14 Es momento de advertir la existencia de tres clases de ecfrasis, como señala Luz Aurora Pimentel en su texto Ecfrasis y lecturas iconotextuales. Se trata de la llamada ecfrasis referencial: el objeto plástico tiene existencia material autónoma fuera del texto; ecfrasis nocional: el objeto representado existe en y por el lenguaje solamente; ecfrasis referencial genérica: no designa con precisión un objeto plástico, describe el estilo o la síntesis imaginaria de varios objetos plásticos de un creador.

15 La obra creada entre 1586 y 1588 pertenece al estilo manierista.

16 Una intencionalidad artística que también encontramos en la novela, donde, como iremos explicando, la representación deformada de los protagonistas obedece a una concepción perversa del hombre, misma que puede verse reflejada en las diferentes ecfrasis.

17 Gregorio, Fidel y Julia tienen manos normales en apariencia pero simbólicamente estos personajes no tienen extremidades superiores, la pobreza los ha pervertido, los ha discapacitado para ser felices. La miseria en la que viven los ha convertido en seres mancos y lisiados al negarles toda oportunidad para progresar.

18 Al no hacer una ecfrasis crítica de análisis formal que se atiene a la descripción exacta del espacio representado en las obras, Revueltas engrandece o minimiza elementos de la espacialidad configurada en las ecfrasis según sus intereses. De ahí que no podamos exigirle al autor una descripción detallada que sea íntegra (porque no carece de ninguna de sus partes) y específica; es más adecuado enfocarnos en dilucidar el porqué de los detalles que sí ofrece, los cuales permiten leer una intencionalidad inherente o una semantización particular.

19 Aunado a ello, la referencia al cartel nos permite ubicar temporalmente la acción de la novela. El afiche indica la celebración del décimo cuarto aniversario de la revolución rusa, la cual estalló en 1917; por ende, el cartel nos permite deducir que la acción de la novela se ubica después de 1931.

20 Es significativo que el propio Revueltas insista en la supremacía del simbolismo histórico del afiche y no tanto en la mediocre imagen; por eso quizá decidió no valerse de un objeto visual existente fuera del texto. Así apuntaba a que en estos elementos propagandísticos es más importante la significación que la recreación tangible. Algo similar sucede con el cuadro de Braque que revisaremos posteriormente, en él, la estética del movimiento cubista per se resulta ser más valiosa que la descripción exhaustiva de una imagen precisa.

21 Resignada y melancólica se limita a contemplar la agonía de la niña “tiene dos días de no poder cerrar los ojitos” (Revueltas, 1979: 68), peor aún, sabedora del fatal desenlace, se atreve a confesar “vale más que acabe cuanto antes” (Revueltas, 1979: 68).

22 Ciertamente Georges Braque apela por una escisión con la pintura tradicional pues es uno de los mayores exponentes del cubismo, vanguardia que no atiende a la imitación material y rompe con la perspectiva, el punto de vista único, etcétera.

23 Entrevistado por Norma Castro en 1967, José Revueltas afirma que “Fidel representa el prototipo del dogmático para quien el marxismo es una religión, precisamente, y no un método de conocimiento. Fidel es un fanático, un cura rojo” (Castro, 2001: 40).

(Artículo recibido el 28 de mayo de 2013; aceptado el 21 de septiembre de 2013).